Tomo 6, Como el viento, Ciclo de Shaedra —versión del 10/06/15. Puedes encontrar la última versión en http://bardinflor.perso.aquilenet.fr/shaedra/shaedra-es
Licencia. Obra artística bajo licencia creative commons by-sa, http://creativecommons.org/licenses/by-sa/3.0/.
Redacción realizada con frundis y Vim, por Marina Fernández de Retana (kaoseto AR bardinflor P perso P aquilenet P fr).
Proyecto iniciado en el 2012.
Tomos del Ciclo de Shaedra
Unas voces murmuraban en la calle silenciosa y oscura. El viento, después de haber soplado toda la noche, había amainado, pero el polvo rojo del desierto quedaba en suspensión, cayendo y volviendo a arremolinarse suavemente bajo la brisa.
La Vela, a través de la niebla de arena, enrojecía la noche. El Monte del Santuario se alzaba, empinado, sobre Aefna y, tras esa cortina rojiza, se veía su sombra eminente.
—Siempre he oído decir que el Santuario está guardado por los Arsays de la Muerte.
Sentados en unos barriles, en una plazuela vacía, Aryes y yo aguardábamos con cierta impaciencia a que una silueta se aproximara.
—Eso dice el libro que me regaló Wigy —coincidí—. Las leyendas dicen que son inmortales.
Aryes resopló.
—Las leyendas cuentan muchas mentiras —repuso.
Sonreí, pensativa.
—Frundis conoció a un Arsay, una vez.
—¿De veras? —soltó Aryes, impresionado—. ¿Y qué te contó?
—Dijo que era un ignorante. Supongo que lo juzgaría según sus conocimientos sobre la música —añadí con una media sonrisa.
Aryes sonrió. En los bordes de su capucha sobrepasaban unas mechas muy blancas. Se apercibió de mi mirada y cayó un silencio cargado de pensamientos. Aún no me acababa de caber en la cabeza que Aryes hubiera podido irse durante tantos meses, voluntariamente. “Cuando me desperté, en la tienda, vi que te habías marchado. Te seguí, pero no te encontré”, me había contado, mientras yo intentaba reponerme del choc, tumbada en mi cuarto. Al ver que no me encontraría, Aryes recordó unas palabras que le había comunicado el maestro Helith y decidió tentar la suerte y buscar a un celmista órico que vivía, solitario, perdido en las Hordas. Y, por el momento, no había logrado sonsacarle mucha cosa más porque el día había estado muy cargado entre los combates har-karistas, las pruebas ilusionistas y las de los demás kals. Y Aryes, por alguna misteriosa razón, no quería que los demás kals supiesen que estaba en Aefna. Así que ni había podido hablar con él aquel día, ni los demás estaban al corriente de nada.
Lo malo era que ahora tampoco teníamos mucho tiempo para hablar. Lénisu llegaría en cualquier momento. Y luego tendría que ir a ver a los Comunitarios…
Aquel simple pensamiento me puso los pelos de punta pese al aire cálido que nos rodeaba. Aryes sacudió la cabeza, como para despejar su mente.
—Es la primera vez que veo una niebla de arena —comentó.
Hice una mueca. Estaba claro que la niebla de arena era la menor de sus preocupaciones en aquel momento.
—¿Cómo has venido a Aefna? —pregunté.
Aryes se mordió el labio y esbozó una sonrisa.
—En carreta. Con unos músicos.
—¿Y dónde te hospedas?
El kadaelfo abrió la boca y la cerró, frunciendo el ceño. Acabó por admitir:
—Aún no lo he pensado. Abandoné a los músicos ayer, en un pueblo de la llanura y me puse a andar solo hasta Aefna.
—¿De noche? —resoplé—. Si no se ve ni un dragón.
—¡Bah! —dijo Aryes, con un movimiento de mano—. No quería dormir en esa taberna y no estaba cansado.
Lo observé con detenimiento.
—¿Puedo preguntarte una cosa?
Aryes enarcó las cejas y se echó para atrás, y en ese momento me recordó levemente a Lénisu.
—Adelante.
—Esto… ¿por qué tienes el pelo blanco?
Aryes suspiró.
—Ya te he dicho que es una historia larga. Y Lénisu va a llegar en cualquier momento. No querría dejar la historia a medias.
Me crucé de brazos, escéptica, y luego eché un vistazo hacia mi alrededor y fruncí el ceño.
—Lénisu se está demorando.
—¿Seguro que no te equivocas de lugar? —me preguntó él, tras un silencio.
Había empezado a hacerme las uñas en el barril y, al advertir la mirada de Aryes, me detuve inmediatamente.
—¿Qué crees que lo está retrasando?
Yo hice un mohín de incomprensión. Pero en mi interior ya me estaba imaginando diez mil posibilidades. ¿Y si Lénisu se había metido en un lío? O más bien, ¿y si uno de los tantísimos líos en los que estaba metido se le había torcido seriamente? ¿Y si había tenido que marcharse de Aefna corriendo? … ¿Y si había olvidado nuestra cita? Con tanta cosa pendiente, estaba claro que uno no podía acordarse de todo…
—Anda, deja de preocuparte —me dijo Aryes, suspirando—. Ya llegará. Por cierto, aún no acabo de entender la historia del rescate. ¿Qué le ha pasado a Lénisu? Lo salvaron sus amigos, de eso no hay duda, puesto que ahora está en Aefna.
Me rasqué la barbilla y contesté:
—Es una historia muy larga.
Aryes me miró y soltó una carcajada silenciosa.
—Está bien —concedió—. Te haré un breve resumen de lo que me pasó en las Hordas. Caminé durante varias semanas, sin comida y con la certidumbre de que acabaría muriendo absurdamente. Y fue una suerte que en aquel momento me acordase de lo que me dijo Márevor Helith: “el lugar lo encontrarás al pie de la montaña de Tres Picos”, me dijo. Vi la montaña y seguí los… er… consejos que me había dado el maestro Helith.
—¿Qué consejos? —intervine, sorprendida por su tono de voz.
—Bueno, según él, tenía que quedarme tendido en el suelo durante un día entero para sobrevivir al encuentro con el nigromante.
Me quedé de piedra al oírlo.
—¿Nigro-mante? —articulé, horrorizada.
Aryes levantó la mano, apaciguador.
—Tranquila, me he precipitado al soltar la palabra. Es un celmista órico. No un nigromante. Lo que pasa es que intentó serlo, pero nunca lo consiguió. En cambio, sí consiguió hacer algo raro con la energía mórtica, y ahora está como medio…
Calló, como dudando, y enarqué una ceja, temiendo lo peor.
—¿Como medio qué? —le animé.
—Como medio muerto. Tiene la mitad del cuerpo de un esqueleto. Pero eso no quita para que sea un excelente órico… Sin embargo es… muy particular. Digamos que tiene una mente diferente. Cuando me acogió, fue muy simpático, eso sí. Pero sus maneras de enseñar me parecieron espantosas.
—¿Y por qué te quedaste tanto tiempo, entonces? —logré preguntar, pese a sentirme en un estado de total confusión—. ¿Qué quieres decir con que te parecieron espantosas?
Aryes se rascó la cabeza, e iba a contestar cuando de pronto una silueta apareció de entre la oscuridad y la arena.
—¿Shaedra? —murmuró, vacilante.
Me levanté de inmediato y ladeé la cabeza. No podía ser otro que Lénisu. Me sentí aliviada por verlo a la vez que impaciente por saber quién demonios era aquel celmista órico que había estado enseñando la energía órica a Aryes durante varios meses.
—Aquí estoy —contesté—. Y adivina quién está conmigo.
El rostro de Lénisu se fue dibujando cada vez más nítidamente mientras se acercaba. Pasó por delante de mí con el ceño fruncido y se inclinó hacia Aryes, mirándolo con detenimiento y sosteniéndose la barbilla con la mano.
—¿Qué demonios te has hecho en el pelo? —preguntó al fin con ligereza.
Aryes sonrió y Lénisu soltó una gran carcajada, cogiéndolo entre sus brazos.
—¡Te he echado de menos, muchacho!
—¡Chsss! —solté, sin poder retener una ancha sonrisa al verlos tan emocionados—. Vais a despertar a todo el vecindario.
Lénisu se apartó de Aryes, risueño.
—Seguidme, vayamos a un lugar más tranquilo.
Entendí lo que quería decir al oír las risas descontroladas de dos hombres borrachos que avanzaban por la calle oscura y nebulosa. En silencio, salimos de la plazuela y seguimos a Lénisu. Me fijé en que nos guiaba hacia el monte del Santuario y fruncí el ceño, incómoda. Kwayat me había dado ciertas consignas para encontrar el lugar de la cita, cerca del camino que subía hacia el Santuario, y el hecho de que Lénisu se acercase tanto a él no me reconfortaba. Era cierto que cada vez tenía más ganas de contarle todo, pero como él jamás me contaba nada, no veía por qué iba a revelarle todos mis secretos. Aunque algunos que guardase fuesen bastante gordos. Sin quererlo, hice una mueca al imaginar su reacción si de pronto adoptase mi otra forma. Mejor era no pensar en eso.
El monte del Santuario estaba cubierto de árboles enormes y preciosos, y de día parecía una isla verde surgida junto a un amasijo de casas y jardines. Un paseo de unos veinte metros de ancho rodeaba medio monte y en la oscuridad de la noche brillaban linternas cuya luz la niebla casi ocultaba. En el libro de Wigy, llamaban a ese lugar el Anillo. Al llegar al paseo, Lénisu giró a la izquierda y poco después se metió en un callejón y dio media vuelta.
—Confío en que no vendréis nunca por aquí sin mi permiso —murmuró.
Enarqué una ceja y lo vi apartar un barril de su sitio. Entorné los ojos, intentando ver algo. Lénisu abrió el suelo y agrandé los ojos… Había una trampilla, entendí. Sin saber a qué atenerme, intercambié una mirada intrigada con Aryes y seguimos a mi tío por la escalera que bajaba.
Estaba todo a oscuras.
—No se ve nada —me quejé, en voz baja.
Lénisu cerró la trampilla detrás de nosotros y encendió una linterna. Miré a mi alrededor, curiosa. La habitación era pequeña. Había unos cojines, una caja de madera con un montón de artilugios extraños y eso era todo.
—Es… claustrofóbico —comentó Aryes. Su mueca de desagrado denotaba claramente que se sentía incómodo.
—¿Vives aquí? —pregunté.
Lénisu soltó una carcajada.
—No es mi vivienda favorita, pero sí, por el momento, vivo aquí. ¿Qué os parece? Una de sus ventajas es que está bastante aislado. Bien, ahora, Aryes, me gustaría saber dónde demonios estuviste.
Aryes, esta vez, no tenía excusas para posponer su historia. Nos sentamos sobre los cojines, y mientras Lénisu nos sacaba unas manzanas, el kadaelfo se removió, inquieto.
—Como le estaba diciendo a Shaedra, la noche en que ella se escapó, intenté buscarla, pero no hubo forma de encontrar su rastro. Anduve durante varios días en las montañas y… —Marcó una pausa, vacilante—. El maestro Helith, un día, me habló de un amigo suyo que vivía en las Hordas y que podía enseñarme más cosas sobre la energía órica.
Lénisu enarcó una ceja.
—Así que durante estos meses estuviste con esa persona —dedujo.
—Y qué persona —añadí yo, agitando la mano, pero Aryes me soltó una mirada imperiosa. Era él quien contaba la historia.
—Esa persona resultó ser un celmista órico muy habilidoso —prosiguió—. Es capaz de volar hasta la punta de un árbol y volver a bajar sin incidentes. Puede acelerar la levitación con mucha precisión. Fue… impresionante tenerlo como maestro —añadió, con evidente admiración.
Lénisu y yo intercambiamos una mirada pensativa.
—¿Y? —le animé.
—Y… fue una experiencia interesante —dijo—. Pero su vida es demasiado solitaria y… er… era un pésimo maestro, debo reconocerlo.
Lo miré, inquisitiva, y me pregunté por qué no le decía a Lénisu lo que más me había chocado a mí: que aquel presunto maestro estaba medio vivo, medio muerto. ¿Acaso no tenía intenciones de decírselo?
Aryes continuó hablando de sus meses de ausencia, contando sucesos graciosos, impresionantes y extraños, pero no evocó en ningún momento que aquel tal maestro Pi del que hablaba había sido, en algún momento de su vida, un aspirante a nigromante. Según él, parecía ser aquel hombre un asceta simpático y excéntrico con ideas insólitas.
—¿Y lo del pelo? —pregunté.
Aryes hizo una mueca.
—Esto… Bueno, resulta que un día me pasé utilizando mis energías y me sumí en un estado de apatismo y tardé dos semanas en reponerme. Y cuando me recuperé, me di cuenta de que tenía el pelo blanco.
Lo miré, horrorizada.
—¡Eso es horrible! —exclamé—. Podría haberte pasado algo grave. —Levanté un dedo, amenazante—. Ya sabes lo peligroso que puede llegar a ser consumir el tallo energético.
Aryes puso cara inocente.
—Sé lo peligroso que puede llegar a ser —asintió—. Pero tú misma pasaste por ello y ya te repusiste. Sigo siendo el de siempre, pero con el pelo blanco —añadió con una gran sonrisa.
Lo miré fijamente durante un rato y, al fin, sonreí.
—Si hubiese sabido que te habías metido en líos tan grandes, habría ido a rescatarte —le aseguré, algo burlona.
Aryes puso los ojos en blanco.
—Sin duda, yo puedo decir lo mismo.
—En todo caso —intervino Lénisu, pensativo—, así pareces más sabio. Aunque… ya sabes lo que dicen de los jóvenes de pelo blanco como tú.
—Oh, sí. El maestro Pi me ha contado muchas historias sobre los zaharis.
—¿Los zaharis? —repetí, sin entender.
—Son una leyenda —me explicó Aryes—. Dicen que eran unos semi dioses inmortales que fueron capaces de destruir la mítica ciudad de Dail-irliam.
Fruncí el ceño. Me sonaba haber oído esas historias. Entonces, se me iluminó la cara.
—Ahora que lo dices, recuerdo una balada que me cantó Frundis un par de veces. Contaba la historia de uno de esos que llamas zaharis. En la canción, los llamaban los Exiliados Inmortales. Y ahora que lo pienso, se titulaba así: Los Exiliados Inmortales.
—Frundis ya te cuenta historias —observó Lénisu, esbozando una sonrisa—. Al parecer los zaharis también tenían el pelo blanco.
—Supongo que no sólo esos inmortales tendrían el pelo blanco —repuse, resoplando—. No veo yo la relación.
—Pero algunos la verán, querida sobrina —comentó mi tío con teatralidad—. Hay gente muy supersticiosa. Y ya sabes que más de una leyenda se ha convertido en realidad —añadió, levantando el dedo índice con aire de sabio.
—El maestro Pi también tenía una pésima opinión sobre las supersticiones —declaró Aryes—. Pero bah, hoy en día todo el mundo se tiñe el pelo de todos los colores. La superstición en Ajensoldra ha sido casi erradicada.
Lénisu lo miró fijamente, con expresión sarcástica.
—Me alegra saberlo, muchacho.
Aryes se encogió de hombros, despreocupándose del tema. Acto seguido, pasamos a hablar de su viaje de regreso, de Aefna y del Torneo.
—Por cierto, Shaedra —dijo de pronto Lénisu—, esta mañana fui a verte luchar.
—¿Qué? —exclamé, sorprendida.
—No luchas mal —me dijo—. Aunque esas luchas siempre son demasiado convencionales. Demasiadas reglas —comentó—. Pero cuando le diste esa patada al grandote aquel, me dejaste impresionado.
Sonreí de oreja a oreja.
—¿De veras? Bueno. Fue idea de Syu. Yo iba a echarme a un lado.
Lénisu agrandó los ojos, asombrado.
—Ya veo que Syu te ayuda en todo. ¿Dónde está ahora?
—Durmiendo —contesté.
Syu se había quedado en el cuarto, con Frundis. Me había costado convencerlo de que no podía llevarlo para la reunión de los Comunitarios. Aún no entendía yo en qué podía molestar un mono gawalt, pero era empezar con mal pie no seguir unas simples consignas. Además, prefería saberlo a salvo, en el cuarto, que rodeado de demonios. No era que tuviese nada contra los demonios, al fin y al cabo yo era uno de ellos, pero de todos los demonios que había conocido hasta ese momento, no tenía la impresión de haber encontrado a ninguno en quien podía confiar realmente.
Eso me hizo pensar en la hora y me sobresalté, sintiendo que se me helaba la sangre en las venas.
—¿Qué hora es? —jadeé.
Lénisu se interrumpió en medio de una historia rocambolesca que desde luego no había podido vivir pero que contaba como si le hubiese pasado la víspera.
—Ni idea —contestó—. Pero tienes razón, se nos hace tarde y empezáis a cansarme con tantas palabras. ¿Mañana tienes combates?
—Es posible —dije, bostezando al verlo bostezar—. Pero ya he hecho más de la mitad de los combates que tenía que hacer. Eso al menos es un peso que me quito de encima.
—Qué espíritu de competición —me alabó Lénisu, burlón.
Me levanté y me crucé con la mirada de Aryes. Y se me ocurrió una idea.
—Oye, Lénisu, Aryes me ha dicho que no tenía donde dormir. Se podría quedar contigo, aquí. Así no te sentirías solo. ¿Qué os parece?
Lénisu y Aryes intercambiaron una mirada y negaron con la cabeza al mismo tiempo, protestando.
—Anda, si os lleváis muy bien —insistí—. Y así Aryes vigila que no hagas ninguna tontería.
—Más bien debería vigilarte a ti —replicó Lénisu—. ¿Quieres que te acompañemos hasta la Pagoda para que no te tropieces con un troll en el camino?
Hice una mueca y negué con la cabeza enérgicamente.
—No será necesario, gracias, tío. Los trolls no me asustan. Buenas noches.
—Está bien —dijo Lénisu—. Aryes se queda conmigo por esta noche. Pero dime una cosa, Shaedra. Tengo la impresión de que te vas muy precipitadamente. —Marcó una pausa y al ver que no contestaba inmediatamente, entornó los ojos, meditativo—. Como si te esperase alguien.
—¿Esperarme? Pues claro que me esperan. Syu y Frundis, aunque probablemente estén roncando ya.
Advertí, sin embargo, que Aryes había agrandado los ojos. Parecía haber adivinado algo.
—Shaedra —intervino—, ¿seguro que todo va bien?
Le dediqué una sonrisa burlona.
—Todo va bien —les aseguré—. Tengo un sueño de mil demonios —solté, bostezando otra vez—. Voy a dormir. ¡Buenas noches!
Y salí por la trampilla corriendo, para que no me preguntasen nada más. Por un instante, tuve la terrible idea de colocar el barril encima de la trampilla, pero me retuve. No podía bloquearlos porque… ¿y si me pasaba algo durante la reunión de los Comunitarios? Con un suspiro silencioso, me sumí en las sombras armónicas, crucé el Anillo y me dirigí hacia el camino que subía hasta el Santuario. Al pie de la montaña, había varias casas. Paseé la mirada en la oscuridad de la noche, en busca de una puerta con el símbolo del gremio de herrería. Cuando lo encontré, busqué el jardín. Intenté convencerme de que no me estaba equivocando y pasé por encima del muro, rezando para que no hubiese perros guardianes.
Pero no, no había metido la pata. En el jardín vi el árbol enorme del que me había hablado Kwayat. El árbol se alzaba, imponente y lúgubre en la noche. Me acerqué y me quedé parada, expectante. Kwayat me había pedido que fuese ahí y esperase. Todo estaba en silencio. Me senté en una de las raíces del árbol y aguardé, preguntándome cien veces por qué diablos estaba ahí. Los Comunitarios aún no me habían dado nada, en cambio me habían creado demasiadas preocupaciones. Recordé las palabras de Sahiru. “Si sabes ganarte la confianza de los Comunitarios, será un gran paso”, me había dicho. No veía en qué podía ser un gran paso ganarse la confianza de un grupo cuyo jefe no tenía ni la más mínima fe en los principios por los que luchaban los miembros. Apaciguar a los demonios, unirlos y eliminar sus conflictos… Aquello era estupendo, ¿pero por qué me metían a mí en todo eso?
Oí un ruido sordo y me entró un poco de pánico. Ya era la hora. La silueta de Kierrel apareció en el jardín, mirando a su alrededor, como buscando algo. En la luz rojiza de la Vela, parecía un ser sobrenatural. Me di ánimos y me levanté.
—Estoy aquí —murmuré.
Retuve una sonrisa al notar su leve movimiento de sorpresa. El elfo oscuro me hizo un gesto para que me acercara.
—Buenas noches —me dijo, con su acento grave—. Entremos.
Lo seguí hacia unas escaleras que subían hasta la buhardilla. Empujó una puerta y entramos. Era un desván totalmente ordinario, lleno de trastos, y hasta había pequeños agujeros en el tejado, por los que se infiltraba la arena rojiza del desierto. Las corrientes de aire me dieron escalofríos.
—¿Y Kwayat? —pregunté, después de observar un rato el interior.
Kierrel encendió una pequeña lámpara de luz pálida y se sentó cómodamente en una butaca vieja.
—Kwayat no vendrá. Está ocupado. No te preocupes. Te explicaremos unas cuantas reglas que deben seguir los demonios y poco más. Venga, siéntate.
Observé mi alrededor y al ver las herramientas de hierro recordé que estábamos en una casa de herrero.
—¿Por qué una casa de herrero? —pregunté, sentándome sobre un cojín mohoso.
—Porque, según las creencias, a los demonios les horripila el hierro —dijo Kierrel. Sus labios gruesos descubrieron unos dientes muy blancos—. Además, el herrero que trabaja aquí es amigo nuestro.
Agrandé los ojos.
—¿También es un demonio? —pronuncié, todo asombrada.
—Así es. Un buen herrero. Se pasa todo el día dando martillazos y atendiendo a saijits. Vive como uno de ellos.
Lo decía con cierta burla y fruncí el ceño.
—Kwayat me ha dicho que los demonios no sois… no somos realmente saijits.
Kierrel ensanchó su sonrisa.
—Claro que no lo somos. Quien tiene la Sreda no puede considerarse un saijit. La forma que tenemos ahora es tan sólo una apariencia. Mira, yo nací bajo mi forma de demonio y luego aprendí a transformarme en elfo oscuro.
Lo miré fijamente, con cierta aprensión, intentando imaginarme cómo sería Kierrel bajo forma de demonio.
—¿Qué tal el Torneo? —preguntó Kierrel con tono natural—. Al parecer, eres har-karista de la Pagoda Azul.
—Sí. Er… bueno, en realidad, soy sólo aprendiz.
—Claro. Hoy fui a ver el Torneo har-karista del nivel cuatro. Smandjí estaba ahí, y ganó contra todos sus adversarios. Mañana lucha contra Farkinfar. ¿Los conoces?
Aunque no lo hubiese querido, lo sabía todo sobre Farkinfar y Smandjí, ya que era imposible no escuchar a Sotkins cuando estaba justo al lado, contando todo lo que sabía de ellos con un tono sobreexcitado. Sin embargo, negué con la cabeza.
—No personalmente —contesté—. Pero al parecer son muy buenos.
—Sí. Los combates son impresionantes. Aunque parece más un baile que una lucha —añadió, y en aquel momento se oyó un chirrido y él se levantó lentamente.
—¿Cuántos son? —pregunté en voz baja.
Kierrel impuso silencio. Se oyeron unos toques en la puerta, a modo de contraseña. Un toque, tres toques rápidos, dos lentos, y dos rápidos. Casi exageradamente largo para el caso: ¿quién iba a venir a la buhardilla, si no eran los Comunitarios?
Entraron dos humanos, uno negro y otro escuálido y pequeño de cara enfermiza y vieja. El primero era Dadvin, en cambio al segundo nunca lo había visto.
—Buenas noches —soltó Dadvin alegremente, echándose en la butaca donde había estado sentado Kierrel un momento antes—. ¿Estamos todos aquí? —Sus ojos astutos se pasearon por la habitación y asintió animado—. ¡Al fin! Entonces empecemos. Sentaos, sentaos. Hace tiempo que no te veía, Kierrel, ¿qué tal estás?
—Fenomenal —contestó Kierrel, con los ojos brillantes de burla—. Entonces, ¿te encargas tú?
—A menos que quiera encargarse Ray…
El escuálido era tan bajito como yo y al sentarme a mi derecha me sonrió.
—Hola —me dijo. Su voz, débil, desvelaba sin embargo cierta firmeza.
—Hola —contesté, vacilante.
Definitivamente, la reunión no se anunciaba como me lo esperaba. Me senté sobre los cojines, entre Kierrel y Ray y noté que Dadvin me contemplaba fijamente. Pero no noté ninguna turbación energética que intentara inmiscuirse y traté de relajarme.
—¿Y bien? —dijo Dadvin, con una sonrisilla—. Hemos venido a explicarte unas cosas. Ya que eres una demonio desde hace… ¿un año?
Fruncí el ceño y negué con la cabeza.
—Un año y medio —lo corregí.
—Eso. Recapitulemos. Bebiste una poción destinada al hijo de Ashbinkhaï y preparada por un tal Seyrum. Ningún Demonio Mayor se ocupó de ti y te recogió el Demonio Encadenado. Hasta ahí, estamos de acuerdo, ¿no? —Asentí— ¡Perfecto! Zaix… te habló por vía mental, ¿no es así? —Volví a asentir—. Y te adjudicó un instructor que iba por libre, nuestro gran amigo Kwayat.
—Así es —contesté, con prudencia.
—De modo que tan sólo hace un año más o menos que sabes lo que es la Sreda —prosiguió—. Aunque Kwayat nos dijo que aprendías rápido.
Enarqué las cejas, sorprendida, pero no dije nada. Kwayat siempre se quejaba de mi lentitud, sobre todo aquellos últimos días…
—Me alegró oírlo —continuó—, porque lo que te vamos a decir ahora no vas a poder escribirlo para memorizarlo luego. Tendrás que acordarte de todas y cada una de las palabras que vas a oír —dijo, inclinándose hacia mí.
Sus rizos cayeron sobre su rostro y los apartó con la mano, con la gracia del seductor.
—Adelante —dije, mordiéndome el labio por la aprensión—. ¿De qué se trata?
—¡No tan raudo! —exclamó Dadvin, echándose para atrás—. Antes de empezar con las cosas serias, he traído esto.
De su abrigo, sacó una caja de metal. Al verla, Kierrel soltó un gruñido.
—Dadvin, ¿aún sigues con esa caja después de lo que pasó?
El humano negro soltó una carcajada.
—¿Qué pasó? Yo no recuerdo nada.
Kierrel me echó una ojeada y agitó la cabeza y me explicó:
—A este garrulo de demonio se le cayó la caja de metal cuando estábamos…
Un carraspeo de Ray lo hizo callar.
—¿Qué contiene esa caja? —pregunté, curiosa.
—¿Que qué contiene? —soltó Dadvin, retomando la sonrisa—. Compruébalo tú misma.
Dejó la caja ante mí y, con cierto recelo, toqué la caja. No había ningún flujo extraño de energía asdrónica. Abrí y me eché a reír.
—¿Golosinas?
—Más que eso, pequeña, las llaman Llamas de Dragón. Son una auténtica maravilla. ¿Quieres probarlas?
Cogí uno de los bombones y lo examiné con atención. Al cabo, solté con naturalidad:
—Y supongo que estas Llamas de Dragón no quemarán como las verdaderas, ¿no?
Dadvin frunció el ceño, cogió uno y se lo metió en la boca.
—Eso depende, a mí una vez me causó un verdadero atracón. Riquísimo —apreció, con la boca llena.
Me encogí de hombros, decidí que no había peligro y me metí en la boca uno de esos redondos violáceos. La Llama de Dragón tenía un sabor extraordinario. Era como si estuviese comiendo los cálidos rayos de sol del desierto en medio un montón de frambuesas frescas. No sabía cómo explicármelo mejor que eso.
—Buenísimos —apuntó Kierrel.
—¡Extraordinarios! —exclamé yo.
—No le mires mal a Ray —dijo Dadvin—, no sabe apreciar las cosas buenas de la vida.
—Dadvin —dijo pacientemente Ray—, ¿hemos venido a comer o a hablar?
Dadvin suspiró y asintió.
—Está bien. Habla tú, Ray.
El anciano lo miró largamente, asintió y se giró hacia mí.
—¿Tu nombre es Shaedra, no?
Tragué lo que me quedaba del bombón al mismo tiempo que asentía.
—Bien. Hay ciertas cosas que tienes que saber de los demonios, Shaedra —dijo, con lentitud y serenidad—. Primero, existen unas reglas estrictas que hay que seguir. No están escritas, como lo hacen los saijits, pero existen y son muy importantes. Supongo que Kwayat te ha enseñado las principales. Pero es nuestro deber asegurarnos de que las conoces. Kwayat te habrá dicho que nunca reveles a nadie lo que eres. No confíes nunca en los saijits. Son volubles y traidores. Quiero que sepas que existen aún cofradías cazademonios. Son pocas, gracias a nuestros esfuerzos, pero siguen existiendo. Y, por supuesto, sigue habiendo demonios que se saltan las reglas y que no aprenden nunca. Esta es una de las reglas principales: nunca hablar de los demonios a los saijits. Si alguien se entera de que…
—Creo que lo ha entendido, viejo —intervino Kierrel—. No hace falta repetírselo diez mil veces tampoco. Puedes pasar a la segunda regla.
—Bien. La segunda regla. Mantente alejada cuanto sea posible de la sociedad saijit. Ya sé que en tu caso es todavía más difícil. Pero creo que lo lograrás. Luego, están las cuestiones sobre la Sreda. Son primordiales. Kwayat ha debido de explicártelas.
—Sí. Me dijo que la Sreda era sagrada y que era la vida y tal —asentí, recordando todo lo que me había contado sobre la cultura de los demonios alrededor de la Sreda.
De repente, los tres se habían puesto más serios y deduje que aquel tema era mucho más importante que el resto.
—La Sreda no puede vivir sin nosotros, y nosotros no podemos vivir sin ella —explicó Kierrel.
—La Sreda es primordial. La vida es lo más importante. Más importante que todo —añadió Ray.
Dadvin asintió gravemente y reprimí una mueca. Tanta historia pero luego, según lo que me había contado Kwayat, la historia de los demonios también tenía sus guerras y sus épocas oscuras.
—Dañar la Sreda de otro demonio está mal visto.
—Es un acto despreciable —agregó Kierrel—. Sólo un cobarde haría eso.
—O un neófito —añadió Ray, mirándome—. Queremos asegurarnos de que has entendido lo que es la Sreda y cómo se controla.
A partir de ahí, me hicieron unas cuantas preguntas, a las que contesté más o menos bien, o eso me pareció. Sin embargo, cuando me preguntaron si sabía ya utilizar el sryho, la energía de los demonios, me quedé algo perpleja y Kierrel, al cabo, carraspeó.
—Me lo temía —dijo Kierrel tras un silencio—. En un año no se pueden hacer milagros.
Dadvin asintió.
—Sí, pero ya tiene años como para aprender. Kwayat tiene que enseñarle a utilizar el sryho. Sería una pena malgastarlo —me dijo.
—¿Y por qué tendría que enseñárselo Kwayat? —repuso Ray con lentitud, con la mirada perdida—. Nosotros podemos enseñarle.
Por alguna razón, Dadvin y Kierrel se quedaron mirándolo, asombrados.
—¿Enseñarle a la muchacha, dices? —exclamó al cabo Dadvin—. Imposible. No somos instructores.
—Según las reglas de los Comunitarios, cualquiera podría ser instructor, ¿no? —repuso Ray, esbozando una sonrisa.
De pronto, comprendí por qué Ray tenía un comportamiento tan raro. No cabía duda de que era ciego. Sus ojos estaban vacíos cuando me miraba. ¿Cómo no me había dado cuenta antes? Sacudí la cabeza, sorprendida.
—Entiendo lo que quieres decir, Ray —dijo Dadvin, tras un silencio—. Pero hay un pequeño problema. Te has olvidado de Zaix.
—¿Qué pasa con Zaix? —pregunté, algo perdida.
—El Demonio Encadenado tiene un trato con Kwayat —me explicó Kierrel—. Es indudable. Me gustaría saber cómo ha podido hablar con Zaix.
Recordé las palabras de Kwayat: “Indagarán, para intentar saber más, pero puedes estar segura de que si intentas revelar la más mínima cosa, Zaix se las arreglará para que no digas nada.” No sabía por qué, dudaba de que Zaix se enterara de algo si contaba todo lo que sabía sobre él. Hacía tanto tiempo que no aparecía por mi mente que hasta se me había ocurrido que le había acaecido alguna desgracia. Aunque, al estar encadenado, no veía qué le hubiera podido suceder. A menos que se hubiese muerto de hambre, pero tenía mis dudas.
—Sabéis muy bien que Kwayat es un profesor extravagante —dijo Ray—. Tiene sus manías. Si no le enseña más cosas sobre el sryho, nos encargaremos nosotros.
—Es un demonio en toda regla —comentó Dadvin, soltando una risita.
—Lo es —asentí con una media sonrisa—. Esto… ¿hay algo más que tenga que saber?
Al parecer, ni Dadvin, ni Kierrel, ni Ray se habían preocupado mucho por preparar lo que me tenían que explicar. Y yo empezaba a sentir que los párpados se me cerraban de cansancio: el día había sido duro, había luchado contra tres kals de las pagodas, y un muchacho que iba por libre pero que había sabido defenderse bastante bien. A ese le había metido la patada de la que me había hablado Lénisu con tanto ánimo.
Bostecé sin poder retenerme. Dadvin intercambió una mirada con Kierrel, con aire interrogante.
—Shaedra —dijo Kierrel, con su poblado ceño fruncido—, tú intenta convencerle a tu instructor de que te enseñe a utilizar el sryho como es debido. Eres su discípula. Debería saber que necesitas aprender más. Pero si resulta que no cambia de opinión… —Volvió a mirarse con Dadvin y este asintió, para dar su acuerdo tácito—. Entonces tendremos que encargarnos nosotros de darte los conocimientos que te faltan. Kwayat es un buen maestro, pero no te está enseñando todo lo que debería.
Lo cierto era que no me preocupaba mucho dicha aseveración. Yo no le había pedido nada a Kwayat, era Zaix quien me lo había puesto en medio del camino. Y ahora resultaba que los Comunitarios querían robarle a Kwayat su discípula. Carraspeé.
—Si eso es todo, ya se verá lo que dice Kwayat —dije, empezando a levantarme.
—Eso no es todo —dijo Ray, levantando su cabeza calva y sus ojos ciegos.
Lo miré, suspiré, paciente, y volví a sentarme.
—¿Y qué más tenéis que decirme?
Unos gritos me despertaron a la mañana siguiente. Estaba aún agotada por el sueño cuando, lentamente, abrí un ojo.
—¡Shaedra! —me llamaba la voz de Galgarrios detrás de la puerta.
—¿Qué? —solté, bostezando, cansadísima.
—Están todos desayunando. Y tú durmiendo como el agua en un lago. ¿No vas a venir?
Cerré el ojo, suspiré y me enderecé como un sonámbulo.
—Ya voy —pronuncié con la boca pastosa.
«¿Quieres que te acabe de despertar?», me propuso amablemente Frundis.
Agrandé los ojos y negué con la cabeza. Frundis era capaz de matarme del susto. Aunque después de todo lo que me habían revelado los Comunitarios, ya podía considerarme afortunada por no haber muerto antes.
—¿Seguro que vienes? —insistió Galgarrios, afuera, aparentemente inquieto.
Reprimí una sonrisa. Galgarrios siempre se preocupaba por todo.
—Voy —asentí—. Me visto y voy.
Me vestí con rapidez, pasé mi cinta azul alrededor de la cabeza, cogí a Frundis y abrí la puerta. Syu salió corriendo, repitiendo alegremente: «¡No hay arena!» De hecho, el viento había amainado y toda la arena había caído, enrojeciendo el suelo. El aire era límpido y el cielo más azul que gris. Bueno, me dije, respirando el aire nuevo. Al menos no todo eran malas noticias.
«¡Shaedra!», protestó el mono, subiéndose a mi hombro. «¿Por qué estás tan pesimista? ¿No me digas que es por lo que te dijeron ayer?»
Después de unas cuantas preguntas sobre el mundo de los demonios, Ray, Dadvin y Kierrel habían sondeado mi Sreda. Había sido una experiencia bastante desagradable. Y, desgraciadamente, habían llegado a la conclusión de que no sabía aún manejar mi Sreda correctamente. Ray me había avisado de que era totalmente normal, dado que un demonio necesitaba años para formarse debidamente. Pero les había parecido que tenía que hacer más esfuerzos. ¿Y qué querían pues? ¿Que me pasase todo el día examinando mi Sreda? Suspiré. Y por si fuera poco, resultaba que el hijo de Ashbinkhai, un tal Askaldo, estaba furioso contra mí porque al parecer Seyrum no había llegado a tiempo con su segunda poción y la inestabilidad de la Sreda de Askaldo había provocado daños irremediables que le habían obligado a vivir alejado de los saijits.
«Si les has robado su poción, es normal que esté furioso», comentó Syu, razonablemente.
«Sí, pero no lo hice queriendo», me defendí. «Lo peor, es que le haya podido causar tanto daño sin quererlo», me lamenté. «Esperemos que no le duren mucho los ataques de cólera a ese Askaldo.» Carraspeé, molesta. Los Comunitarios me habían avisado de que Askaldo querría probablemente vengarse. El espíritu de venganza estaba muy metido en la cultura de ciertas comunidades de demonios, según me dijeron. Claro que ellos también querían asustarme para que les hiciera caso. No me habían caído mal, pero ignoraba sus objetivos, y mientras no supiese qué querían exactamente de mí, no podía confiar en ellos.
—¿Estás bien, Shaedra? —Galgarrios me contemplaba con una expresión turbada.
—No he podido dormir en toda la noche —mascullé, apoyándome en Frundis con cara de mártir.
Galgarrios me miró y, sin previo aviso, soltó una risotada que me dejó a cuadros.
—¿Qué pasa? —pregunté, perdida.
Galgarrios sacudió la cabeza, riéndose, y señaló el camino que llevaba al comedor.
—Vayamos a desayunar —comentó, con una ancha sonrisa.
«¿Crees que se estaba riendo de mí?», le pregunté a Syu, confusa, siguiendo el caito.
El mono gawalt jugueteaba con su cola, con aire ausente.
«Ni idea. Es difícil sacar conclusiones de ese saijit.»
Desayunamos y me fui poco a poco despertando, aunque cuando entramos en la sala de har-kar, el barullo me resultó enseguida agobiante y me empezó a doler la cabeza. Llevaba demasiadas noches sin dormir lo suficiente. Sólo esperaba que Kwayat me dejase tranquila y renunciase a sus lecciones, de lo contrario reventaría. No estaba en condiciones de luchar, me dije a mí misma, mientras cruzaba con los demás kals los balcones de la sala, hasta llegar a nuestro sitio.
El maestro Dinyú ya estaba ahí y nos dio los buenos días con su habitual serenidad.
—¡Maestro Dinyú! —dijo Sotkins, animadísima. Se aproximó a él con las manos en la espalda. Aquel día parecía estar en plena forma, como siempre—. ¿Puedo hacerle una pregunta? —dijo.
El maestro Dinyú enarcó una ceja y nos miró a todos, intrigado.
—Por supuesto, ¿qué ocurre?
—Usted es un gran har-karista. ¿Por qué no participa en el Torneo? Al parecer, fue maestro de Pyen Farkinfar —añadió, soltándonos una mirada elocuente.
Varios intercambiaron miradas estupefactas y yo fruncí el ceño, acordándome de un detalle. Pyen Farkinfar. Ahora que lo recordaba, el mercenario semi-elfo que había capturado a Lénisu en las Hordas, meses atrás, había mencionado a aquel hombre. Si bien recordaba, había luchado contra él una vez, en un combate har-karista, y había sido derrotado. Pyen, me dije. Era el mismo del que me había hablado el maestro Dinyú, el día en que había vuelto yo de las Hordas. Cuando yo le había confesado que no pretendía ser har-karista profesional, Dinyú me había contestado, pensativo: “Es curioso… Algo muy parecido me dijo otro alumno mío, hace años.” Pyen Farkinfar tampoco quería ser har-karista, sino artista, como Saylen, la esposa de Dinyú. Y resultaba ahora que estaba combatiendo en Aefna. Farkinfar y Smandjí eran los har-karistas veteranos más jóvenes de Ajensoldra y eran los más habilidosos, según se decía.
Aguardé a que contestara el maestro Dinyú, pero él tan sólo se contentó con sonreír ligeramente antes de concentrarse en el primer combate de har-kar.
—¿Maestro? —preguntó Sotkins, sorprendida por la ausencia de respuesta.
—Id a prepararos —nos aconsejó el maestro Dinyú—. Y centraos en el har-kar.
Sotkins, mohína, se giró hacia nosotros.
—Venga, ya lo habéis oído —nos dijo, y empezó a bajar las escaleras hacia los campos de combate—. Luchemos con fe y venceremos —añadió, cuando estuvo al pie de la escaleras.
—Sotkins —intervino Zahg, carraspeando—. ¿No crees que te lo estás tomando demasiado en… en serio?
La belarca lo miró con los ojos entornados.
—Por supuesto que me lo tomo en serio. Los kals de la Gran Pagoda creían que éramos unos nulos antes de vernos luchar. Y ahora empiezan a conocer nuestra verdadera valía. Nos toca demostrarles que somos har-karistas.
Su tono apasionado me causó cierta impresión, aunque sabía que yo nunca sería una verdadera har-karista. Esbocé una sonrisa.
«Sotkins acabará siendo una excelente maestra de har-kar», les declaré a Syu y a Frundis.
Mi primer adversario del día fue un kal de Kaendra. Sotkins dijo que se llamaba Ar-Yun y que era muy bueno. Dejé a Frundis en manos de Galgarrios y entré en el terreno. Ar-Yun era un humano, de cabeza completamente rapada y ojos negros. Toda su expresión reflejaba una imperturbable serenidad. Si hubiese escuchado más atentamente las conversaciones, seguramente habría conocido ya todas sus tácticas y sus manías, pero no me había molestado en acordarme de cada uno de mis adversarios, de modo que, al avanzarme hacia él, me sorprendió que se quedara tan inmóvil. Fingí un ataque. Y él apenas movió la cabeza.
Seguí fingiendo pero sólo cuando realmente me lancé movió Ar-Yun un brazo, bloqueó mi ataque y replicó con una serie de movimientos tan rápidos que no tuve tiempo de asombrarme. Me defendí como pude, y fui pegando saltos para evitar sus asaltos. Ya no me preguntaba si ganaría sino cuánto duraría. Aquel Ar-Yun era asombroso y, entre los combates que se desarrollaban, el nuestro se convirtió en el centro de atención del público.
No conseguía alcanzarlo. Ar-Yun se movía con rectitud, no daba ni un paso más, ni un paso menos. Yo saltaba por todas partes, como un mono gawalt.
«Los monos gawalts no hacemos tanto el ridículo», replicó Syu, en algún sitio.
«¡Syu, no me desconcentres!», dije, con los labios apretados por la concentración.
El puñetazo de Ar-Yun me alcanzó en el hombro y siseé, malhumorada. Realicé un salto hacia la izquierda y me volví hacia Ar-Yun, con los ojos entornados.
«¡Syu!», dije, quejumbrosa.
«Concéntrate y deja de quejarte», replicó el mono.
Seguí peleando, pero empezaba a darme cuenta de que estaba utilizando mis últimas fuerzas. ¿A quién se le ocurría meterse en una lucha con un har-karista así, después de varias noches en vela?
Entonces, me vinieron las palabras de Sotkins otra vez. Tenía que demostrar a la gente que yo era tan har-karista como Ar-Yun. Invadida por una especie de euforia, embestí con una serie de ataques y al fin vi en el rostro sereno de Ar-Yun una pizca de sorpresa. Utilicé el ataque estrella y… Ar-Yun realizó un movimiento extraño, su golpe contra mi pecho vino a sacar todo el aire de mis pulmones y me tiró al suelo.
Inspiré hondo, aturdida, mientras el público aclamaba a Ar-Yun con fervor. El humano realizó un saludo hacia el público, juntando las dos manos, y esperó a que me levantara para darme el saludo convencional, al que contesté muy serenamente.
Su rostro apacible se iluminó con una sonrisa.
—¿Te llamas Shaedra, verdad?
—Sí —contesté.
—Mi nombre es Ar-Yun. Luchas muy bien.
Enarqué una ceja, sorprendida.
—¿De veras?
Ar-Yun asintió.
—¿Eres kal de la Pagoda Azul, verdad?
Bajé la mirada hacia mi túnica, donde estaba cosida la hoja de roble negra, símbolo de la Pagoda Azul.
—Así es. Tú también luchas muy bien —le dije.
Ar-Yun rió y volvió a hacer el saludo.
—Buena suerte con los demás combates —soltó, antes de dirigirse hacia sus compañeros de la pagoda de Kaendra.
Cuando regresé con los demás, Sotkins me cogió del brazo, entusiasmada.
—¡Ha sido una lucha épica! —exclamó—. Nunca te había visto luchar tan bien.
Sacudí la cabeza, asombrada, y crucé la mirada de Syu, quien vino a posarse sobre mi hombro.
«Resulta que cuando estoy más cansada es cuando lucho mejor. ¿Tú crees que es eso normal?», le pregunté, alucinada.
«Generalmente, cuando estás despierta, piensas demasiado», me explicó el mono con seriedad.
«Y menos mal que tú me ayudas a concentrarme con tus comentarios en medio del combate», observé, burlona.
El mono puso cara inocente.
«No lo hubiera hecho si se hubiese tratado de un combate serio», me prometió.
Luego, combatí y vencí contra dos adversarios y más tarde nos dirigimos Ozwil, Salkysso, Galgarrios y yo hacia la sala contigua para presenciar las luchas de los veteranos. Ahí estaban Smandjí y Farkinfar.
El maestro Dinyú se reunió con nosotros poco después, con los demás kals, y Sotkins nos quitó todas nuestras dudas sacando una lista de los próximos combates.
—Ahora toca Smandjí contra Zendros —declaró Sotkins, mirando su largo pergamino desenrollado.
—¿Quién es Zendros? —preguntó Ozwil.
Como Sotkins hacía una mueca para significar que no tenía ni idea, el maestro Dinyú explicó:
—Es un maestro har-karista de las Tierras Altas.
—Pero ahí no hay pagodas, maestro Dinyú —intervino Laya—. ¿Cómo puede ser maestro de algo?
Dinyú sonrió.
—Tienes razón, no existen pagodas en las Tierras Altas. Pero no hacen falta pagodas para ser maestro. Zendros vive de lo que le pagan los alumnos.
En cierto modo, era más lógico, medité, mientras observaba cómo dos saijits salían al terreno de har-kar.
—El de la túnica blanca es Smandjí —soltó Sotkins, agarrada a la barandilla—. Y el de la túnica amarilla debe de ser Zendros.
La observé con curiosidad. Jamás hubiera pensado que el Torneo la entusiasmaría tanto. Syu gruñó.
«Me aburro de tanto grito. Voy a dar una vuelta», declaró. Saltó, se agarró a las vigas de madera, y desapareció entre la oscuridad del techo.
La batalla entre Smandjí y Zendros estuvo muy reñida, pero al final ganó el primero y salieron varios admiradores, gritando y cantando como locos. Luego llegó el combate entre Farkinfar y una tal Hayu. De reojo, vi que el maestro Dinyú observaba el combate con sumo interés. Su mirada intensa me hizo entender que aún consideraba a Farkinfar como a su alumno. Cuando acabó el combate y hubo ganado Farkinfar, busqué al maestro Dinyú pero no lo encontré y supuse que había bajado hasta la planta baja para hablar con su antiguo alumno.
—Ahora viene lo mejor —dijo Zahg—. Farkinfar contra Smandjí. ¿Quién pensáis que va a ganar?
—Smandjí —dijo una voz, a mis espaldas—. Incontestablemente.
Me giré con sorpresa y vi a Arleo, el sibilio de pelo rojo que era kal de la Pagoda de los Vientos. Lo acompañaba Lowhia, la semi-elfa rubia, y otros amigos suyos. También vi, no muy lejos, a Marelta, Kajert y los demás kals no har-karistas, que habían venido a ver el combate histórico entre Farkinfar y Smandjí.
—No estés tan seguro —intervino Sotkins—. Farkinfar puede ganar.
Arleo la miró con cara incrédula.
—¿De veras crees que un humano puede ganar a Smandjí? Es broma —añadió, al recordar de pronto que uno de sus amigos era humano—, todo esto no tiene nada que ver con la raza sino con el arte. Muy bien, apostemos.
—Yo no apuesto nada —repuso Sotkins, malhumorada, girándose hacia el terreno.
Arleo se carcajeó.
—Veinte kétalos por Smandjí.
—Ni hablar —replicó ella.
—Veinticinco.
—Treinta por Farkinfar —intervino Laya.
Y mientras todos miraban a Laya, perplejos, Arleo, satisfecho al haber encontrado un interlocutor, empezó a hacer sus apuestas.
«Y pensar que hace doscientos años hacían ya apuestas», comentó Frundis, bajando un poco el sonido de su música de violines.
«Y probablemente dentro de doscientos años seguirán apostando», respondí.
Se oyó un silbido y el combate empezó. Fue una lucha memorable. Farkinfar era rápido como un relámpago, Smandjí duro como un roble. Se daban golpes de brazos, de manos, de pies, y ninguno parecía estar dispuesto a perder. La sala estaba abarrotada, y todo el público estaba pendiente, relativamente en silencio, reteniendo su respiración. El combate duró más de un cuarto de hora. Y justo cuando Farkinfar fue proyectado hasta el suelo, recibiendo una patada impresionante de Smandjí, alguien me dio un toque en el hombro… me giré, algo irritada, y me quedé pálida como la muerte.
Ante mí, se alzaba un hombre forzudo con armadura dorada y pelo largo y negro que me miraba con una expresión llena de seriedad.
—¿Eres Shaedra Úcrinalm, alumna de la Pagoda Azul? —preguntó con voz grave.
Con la impresión de haberme tragado de golpe un bloque de hielo, boquiabierta, conseguí hacer un breve signo con la cabeza. La cara cuadrada del Arsay de la Muerte, impertérrita, declaró:
—La Niña-Dios requiere tu presencia. Te guiaré hasta ella.
El Arsay me hizo salir de la sala de har-kar y subir por unas escaleras externas que conducían hasta el balcón superior de la sala, donde estaban las personalidades más influyentes. Ahí, naturalmente, debía de encontrarse la Niña-Dios, con todo su séquito de sacerdotes y guardias.
Los palcos estaban separados por lujosos cortinajes rojos y daban espacio para varios sillones. El palco al que me condujo el Arsay estaba en una esquina y dejaba ver claramente toda la sala.
—La ternian ya está aquí, Niña-Dios —dijo el Arsay, inclinándose ante un dosel, cuyas cortinas blancas dejaban transparentar la sombra de una silueta sentada en un trono.
—Bien, puedes retirarte, Lacmin.
Retirarse significaba dar unos pasos para atrás y reunirse con otros dos guardias que protegían valerosamente una de las figuras más importantes de Ajensoldra.
¿Qué demonios podía querer de mí la Niña-Dios? ¿Por qué de pronto estaba interesada en conocerme, a mí? Y, primero, ¿cómo sabía que existía? A lo mejor era un demonio, me dije, sardónica. O bien era una contrabandista encubierta, amiga de Lénisu, seguí imaginando. A menos que me hubiese observado luchar y hubiese sido la única en darse cuenta de que tenía un talento har-karista insuperable… Con un suspiro silencioso, aparté de mi mente pensamientos tan disparatados y me pregunté por primera vez cómo demonios se suponía que tenía que hablar y comportarme ante una Niña-Dios.
En aquel momento me percaté de la presencia de la niña elfa oscura que había salvado cuando estaba a punto de atragantarse, en la Plaza de Laya, y me pregunté entonces si la Niña-Dios querría recompensarme por mi acto. Al fin y al cabo, quizá sólo fuese eso.
Alguien carraspeó a mi derecha y murmuró:
—Un súbdito eriónico debe arrodillarse ante la Niña-Dios.
Miré al hombre y lo reconocí. Era el sacerdote delgado y de cejas pobladas que había conseguido hacer entrar en razón al guardia cuando este me había alejado brutalmente del círculo de la Niña-Dios, después de que yo hubiese salvado la vida de una de sus sirvientas…
—Ops —solté, ruborizada—. Perdonad. Soy de Ató —expliqué, y me arrodillé, dejé a Frundis en el suelo y junté las manos ante mí.
Me esforcé en sonreír y al ver que la Niña-Dios no decía nada miré interrogante a los demás, pero ellos no me fueron de mucha ayuda. Al de un rato, carraspeé.
—Em… Buenos días, Niña-Dios. Er… es un honor… para mí… estar aquí —dije, entrecortadamente.
Percibí un movimiento en el interior. Parecía que la Niña-Dios acababa de acordarse de que estaba ahí.
—¿Por quién has apostado? —preguntó de pronto.
Miré la cortina blanca, perpleja.
—¿Apostado? —repetí, sin entender.
—Farkinfar ha perdido —dijo ella, con una voz distante.
—Oh, sí —dije, más tranquila al ver que hablaba del combate—. Yo no he apostado. Pero tengo amigos que no han parado de apostar. Unos por Farkinfar y otros por Smandjí. Dicen que Farkinfar es más rápido y que…
—Lo cierto es que el har-kar no es muy interesante —me interrumpió ella después de un silencio—. La Niña-Dios te ha hecho venir aquí por otro motivo.
Retuve una mueca de sorpresa al ver que hablaba de ella a la tercera persona.
—Me lo imaginaba —contesté.
—La Niña-Dios tiene derecho a conceder un cierto número de favores. Tú has salvado la vida de una de mis sirvientas. Por eso, los dioses te dan las gracias. Te es dada la oportunidad de pedir un favor. Di lo que deseas.
«¡Cien plátanos!», exclamó una voz en mi cabeza.
Levanté la mirada hacia el techo y vi a Syu encaramado a una viga, agitándose, entusiasmado.
«O más bien doscientos», rectificó. «Parece que esa sombra blanca podría dárnoslos.»
«Syu, ¿quieres dejar de pensar en comida?», solté, suspirando, y me concentré en buscar una respuesta para la Niña-Dios.
—Yo… —dije, frunciendo el ceño—. Sinceramente, no lo sé, Niña-Dios. Esto viene tan de repente. ¿Qué tipo de favores puedo pedir?
—La Niña-Dios puede conceder plegarias, bendiciones, cargos, objetos de valor, recomendaciones y muchas cosas más… Di tu deseo y ya se verá si se puede cumplir. Si lo deseas, se te darán tres días para pensarlo.
Tres días, pensé confusa. Bueno, dudaba de que en tres días consiguiese poner de acuerdo mis contrastados pensamientos, pero era mejor que nada.
—Entonces, me lo pensaré —dije, con una sonrisa agradecida—. Muchas gracias. Em… ¿puedo preguntarle a la niña que salvé cómo se llama?
Sólo entonces noté que las expresiones de los presentes reflejaban cierta sorpresa y me pregunté por qué, extrañada.
—Su nombre es Eleyha —contestó la Niña-Dios guardando un tono formal—. Cuando te decidas, ven al Santuario y preséntate con tu nombre.
Percibí el movimiento de la silueta, dándome a entender que la conversación había acabado.
—Así lo haré —prometí.
Realicé un saludo respetuoso y me levanté. Al notar una vibración a mis pies me di cuenta de que me había olvidado de Frundis y lo recogí.
«¿Cómo puedes olvidarte de mí?», soltó Frundis, con un carraspeo ruidoso que se parecía al trueno.
Puse los ojos en blanco e hice un saludo a las demás personas.
—Hasta luego —sonreí, vacilante, mientras los demás me miraban con ganas aparentes de verme salir.
Me encontré pronto al pie de las escaleras externas al edificio del har-kar y decidí irme a la Pagoda. Lo único que deseaba era dormir.
Así que cuando oí un ruido detrás de mí solté un suspiro cansado antes de girarme. El hombre de la túnica pajiza me hacía gestos desde las escaleras, para que me detuviese y se puso a bajar los peldaños precipitadamente, hasta tal punto que por un instante me vi en el incómodo aprieto de recogerlo abajo de las escaleras en diez trozos. Felizmente, tan sólo perdió el equilibrio al final y se desplomó contra el adoquín. Me apresuré a ayudarlo a levantarse y mientras lo contemplaba, interrogante, él soltó unas cuantas maldiciones por lo bajo y se limpió la túnica a base de manotazos torpes.
Carraspeé.
—¿Me quería usted decir algo?
—Sí, perdón por este incidente. En fin, quería hablarte de la conversación que has tenido con la Niña-Dios. Y de tu comportamiento.
—¿Mi comportamiento?
—Ha sido insultante. Creo que no era lo que pretendías, ya que en nada te beneficia estropear tus relaciones con la Niña-Dios. Es la persona más importante al oeste de la Plaza de Laya, ¿entiendes? Pero tú te has comportado como una impertinente. —Agrandé los ojos, atónita—. He venido a darte unos consejos. Primero, cuando entras, no tienes que arrodillarte delante del trono, sino un poco más a la izquierda. Eso pasa lo mismo con el Niño-Dios, todo el mundo lo sabe. Luego, tienes que utilizar fórmulas. Hay libros enteros dedicados a las maneras y a la cortesía en Ajensoldra. Ahí lo explican todo. Es increíble que no sepas esas cosas.
—Así que… usted piensa… ¿que he sido impertinente? —farfullé, totalmente perdida—. No era mi intención…
—Me lo suponía. ¿No te enseñaron de nerú a hablar con tus superiores?
Fruncí el ceño al oír la palabra «superiores». ¿Acaso la Niña-Dios se consideraba superior a mí?
—Pues… recuerdo que aprendí las fórmulas de cortesía de Ajensoldra, de las Repúblicas del Fuego, de Iskamangra…
Callé al advertir su mueca de desagrado.
—Entonces significa que no eres una buena alumna. La cortesía y la diplomacia son las mejores armas del mundo. Y están por delante de todo. Muy por delante del har-kar. —Puso el pie sobre el primer peldaño y se giró hacia mí—. Recuerda: la Niña-Dios ha sido paciente hoy contigo, pero si vuelves a comportarte de este modo, me encargaré yo mismo de echarte del Santuario.
Hice una mueca y al ver que subía él las escaleras, lo llamé:
—Señor —dije, y realicé una elegante reverencia—. La cortesía está por delante de todo, ¿verdad?
El hombre me contempló un momento, con el rostro severo, pero contestó a mi saludo con propiedad.
—Nos veremos, joven kal.
—Hasta pronto —contesté.
Lo vi subir las escaleras a toda prisa y me pregunté si aquel hombre había andado tranquilamente alguna vez.
«Hay alguien que te está mirando», me dijo Syu, al aparecer de pronto junto a mí.
Entorné los ojos, alerta.
«¿Tiene una capa verde?», pregunté, mirando a mi alrededor.
Syu no respondió, no hacía falta: acababa de ver, sobre un tejado, a la persona de quien hablaba, que en aquel preciso instante se había puesto a levitar.
—Aryes —murmuré, impresionada.
Eché a correr hacia él. El callejón, que reunía dos calles más anchas, era estrecho y estaba desierto. Aryes tenía el rostro ocultado casi por completo bajo su oscura capucha.
—Esperaba que saldrías antes que los demás —me dijo, al llegar al suelo.
—¡Demonios! —resoplé—. Sí que has aprendido cosas con aquel maestro nigromántico.
—No era un nigromante —repuso él—. ¿Qué quería aquel hombre?
—¿Qué? Oh, ese hombre. No te lo vas a creer. Es un sirviente de la Niña-Dios. ¡He hablado con ella!
Aryes me miró, confuso.
—¿Con la Niña-Dios? ¿La del Santuario?
—Sí. Hay muchas cosas que tengo que contarte —le dije, cogiéndole del brazo animadamente—. Vayamos a la Pagoda.
Negó con la cabeza.
—Será mejor otro lugar. No quiero que me vean.
—Me parece que estás cometiendo un error —comenté, observándolo atentamente—. Los demás estarían muy contentos de verte. Ávend últimamente está muy desanimado.
—No insistas, es inútil. Quizá otro día.
Me encogí de hombros y salimos de la calle estrecha.
—¿Qué tal has pasado la noche? —pregunté con una sonrisa.
—Bien. Mejor de lo que esperaba. A mí esos agujeros tan pequeños me dan claustrofobia —dijo con una mueca—. Lénisu tiene cada idea.
—Hace bien en esconderse. Después de todo, es el Sangre Negra —solté, con una sonrisilla.
Aryes levantó los ojos al cielo.
—Y me causa espanto —confesó, burlón—. Esta mañana me ha traído un desayuno de reyes. Bueno, ¿qué quería de ti la Niña-Dios?
Me mordí el labio, meditativa.
—Ayer te conté lo de la elfa oscura a quien salvé, ¿recuerdas?
—Sí, claro que lo recuerdo. —Frunció el entrecejo—. ¿Quieres decir que la Niña-Dios quiere recompensarte?
—Exacto. Me quiere devolver el favor.
—Un favor. La Niña-Dios quiere hacerte un favor —repitió lentamente Aryes, atónito—. Tú sí que sabes meterte en líos.
—Me ha dado tres días para pensarlo. Pero yo no necesito nada. Siempre puedo pedir una bendición —me carcajeé.
—Dudo de que haya muchos demonios bendecidos —observó Aryes, divertido.
—Los demonios —suspiré—. Ese es otro tema.
Él enarcó una ceja y señaló unas sillas, delante de una taberna.
—Te invito a lo que quieras.
Lo cierto era que hacía un calor terrible y tenía sed.
—Ya que me invitas, pediré zumo míldico —dije, con desenfado, y me reí al ver su expresión descompuesta—. Con un zumo de manzana me basta —le aseguré. Era de todos sabido que el zumo míldico era una de las bebidas más caras de la Tierra Baya y dudaba de que Aryes tuviese dinero como para pagarlo.
Me senté bajo un toldo para protegerme del sol, mientras Aryes entraba en la taberna. La calle estaba llena de gente que iba y venía. El Torneo atraía a personas de toda la Tierra Baya y me pregunté por un momento cómo podían caber todos.
A una mesa vecina, estaban sentados cuatro humanos, dos de ellos de edad avanzada, que hablaban del combate de Farkinfar y Smandjí. A mi izquierda, una elfa oscura estaba regañando a su hijo pequeño que no paraba quieto. El bullicio de la calle, mezclado al día caluroso, causaba casi sopor.
—Si no te decides a vender las tierras… —decía uno.
—Es lo que hay en ese tipo de ataques —decía otro.
—A ese no le vuelvo a hablar en mi vida —exclamaba una voz femenina con decisión.
Cerré poco a poco los ojos, y me hubiera dormido del todo si Aryes no me hubiese dado una palmadita en el hombro.
—Zumo míldico —declaró.
Agrandé los ojos, atónita, y él sonrió anchamente.
—Bueno, es zumo de manzana con un ribete de zumo míldico.
Se sentó, se quitó la capucha, tomó un sorbo de su vaso y se dedicó a contemplar los alrededores con los ojos brillantes de interés. Probé el zumo fresco e hice una mueca aprobadora.
—No está nada mal. Pero la próxima vez no me compres zumo míldico, lo decía en broma.
Aryes sonrió pero no dijo nada y tomó otro sorbo. Permanecimos en silencio un rato, mirando pasar los transeúntes, y al cabo dije, pensativa:
—Esto del favor da que pensar. ¿Tú qué pedirías?
Aryes reflexionó un instante, la mirada fija en la calle.
—No lo sé —contestó al cabo—. La Niña-Dios puede dar muchas cosas, supongo, pero probablemente todo cosas que no necesito.
Asentí en silencio.
—Syu quiere doscientos plátanos —comenté.
El mono saltó sobre la mesa y me miró con aire desafiante.
«No te estarás burlando, ¿eh?»
«Lejos de mí ese indigno pensamiento», repliqué, cruzándome de brazos.
Aryes soltó una risita.
—¿Y Frundis? ¿Qué quiere Frundis?
Se lo pregunté al bastón y sonreí.
—Dice que quiere conocer al músico ése que inauguró el Torneo. Tilon Gelih.
Aryes asintió.
—Es curioso que Syu y Frundis sepan pedir algo, y nosotros no.
—Syu dice que los saijits tenemos el defecto de no distinguir las cosas importantes de las prescindibles. Pero hay algo en que no ha pensado Syu, y es que un mono gawalt es incapaz de comerse doscientos plátanos en unos pocos días.
«¡Y que no!», exclamó Syu, resoplando. «Claro que soy capaz.»
Aryes y yo intentamos explicarle lo que representaba exactamente el número doscientos, pero él se mantuvo firme en su convicción. Al fin, me eché contra el respaldo, suspirando.
—Es inútil. Cuando Laygra lo vea, Syu se habrá puesto tan gordo que ella nos encerrará a los dos entre rejas.
Aryes se levantó.
—Vayamos a otro sitio. Aquí hay demasiada gente.
Asentí y observé cómo se volvía a poner la capucha sobre la cabeza. Al principio había creído que era por los zaharis y las leyendas esas supersticiosas, pero ahora no sabía qué pensar, ya que se la había quitado debajo del toldo…
—¿Por qué te pones la capucha? —le pregunté, mientras cruzábamos la Plaza de Laya y nos dirigíamos hacia el oeste.
La pregunta pareció incomodarlo. Rehuyó mi mirada y meneó la cabeza.
—El apatismo me causó algunos daños secundarios. Como la pigmentación del pelo. —Se paró en medio de la calle y me miró con gravedad—. Mi piel no soporta la luz del sol. El maestro Pi me dijo que igual tan sólo era un efecto pasajero, pero llevo así más de un mes.
Me quedé conmocionada. Él siguió caminando y me apresuré a seguirlo, agarrando a Frundis con más fuerza. Aquella crisis de apatismo que había sufrido en las Hordas resultaba haber sido mucho más grave de lo que en un principio me había parecido. Y además, me había dejado suponer que había habido más efectos. A veces, a una se le olvidaba lo peligrosas que podían llegar a ser las energías asdrónicas y lo fácil que era perder el control y acabar hecho un asco. Y aunque Aryes parecía estar más o menos en forma, empecé a preguntarme hasta qué punto la apariencia no podía ser engañosa…
—Aryes. Eso es… terrible —murmuré.
Me sonrió con serenidad mientras andaba.
—No es para tanto. Ya me he acostumbrado. Tú me preocupas más. Anoche, no fuiste directamente a la Pagoda, ¿verdad?
Lo miré con detenimiento y luego negué con la cabeza.
—No. Pero no sé si debería contarte nada. Cuanto menos sepas sobre el asunto, menos problemas tendrás. Me han hecho prometer que no diría nada a nadie.
Los ojos azules de Aryes se posaron en los míos, preocupados.
—¿De quiénes estás hablando?
—De los demonios, por supuesto —dije, bajando la voz.
—¿Aquí, en Aefna?
—Aquí, en Aefna —confirmé—. Están empeñados en que sepa todo sobre… bueno, sobre la energía de los demonios —dije, para simplificar—. No entienden que yo sólo quiero que me dejen tranquila. Ayer me hicieron pasar algunas pruebas.
Aryes agrandó los ojos, alarmado.
—¿Pruebas?
Al advertir mi reserva, echó ojeadas a nuestro alrededor y me cogió del brazo.
—Ven, vayamos a un lugar más tranquilo.
Pero yo negué con la cabeza.
—No, ya te he dicho todo lo que puedo decirte —suspiré—. Si te digo más… recuerda cómo se puso Kwayat aquella noche en que lo conocimos.
Aquella noche había coincidido con la Fiesta de la Primavera y la huida secreta de Lénisu. Kwayat había querido darle un golpe mental a Aryes para trastornar sus recuerdos inmediatos. Aún no sabía si era realmente capaz de hacer eso. El caso era que alterar la mente de alguien era algo tan horrible que no quería ni volver a pensar en ello. Pero Aryes, al parecer, había olvidado el incidente, y no me quedaba otra que recordárselo para que dejase de insistir. Ya lamentaba haberle hablado de los demonios.
Por suerte, Aryes tuvo que entender que no le diría nada más. Por eso dejó caer su brazo y me miró con gravedad.
—Si tuvieras problemas, me lo dirías, ¿eh?
Me pilló por sorpresa su preocupación y me esforcé por sonreír.
—¿Qué problemas podría tener? No son malos, Aryes, simplemente diferentes. Viven en su mundo. Me pregunto por qué tienen tan mala reputación entre los saijits —comenté, meditativa.
Aryes resopló.
—¿Realmente te lo preguntas? La Historia habla de sobra de ellos. Se los pinta como monstruos destructores o hadas bellísimas y peligrosas. —Me dirigió una sonrisa burlona.
—Bueno —dije, con una mueca—. Supongo que pueden existir varias realidades y varios puntos de vista. Pero no hablemos más de eso. —Bostecé—. Ya he pensado bastante por hoy, y después del har-kar, no logro entender cómo puedo seguir en pie. Estoy muerta de cansancio.
—No te me vuelvas a desmayar, ¿eh? —se preocupó Aryes, sonriendo a medias.
—¿Podrías llevarme hasta la Pagoda volando? —bromeé.
—Mm… Quizá otro día —contestó, burlón.
—¿Dónde estamos? —pregunté, desubicada.
—Ni idea.
Habíamos estado andando sin mirar adónde íbamos y la calle en la que estábamos no me sonaba para nada. Tardamos un cuarto de hora en encontrar nuestro camino y me despedí de Aryes después de que quedásemos que al día siguiente nos esperaríamos en la fuente Aguaclara a las doce. Me dirigí hacia la Gran Pagoda, arrastrando los pies. Tenía la impresión de haberme convertido en una anciana que se apoyaba en su bastón compositor, soñando con poder tumbarse en una cama y dormir a pierna suelta durante un día entero.
No dormí durante un día entero, aunque lo suficiente para una joven ternian como yo. Cené con los demás kals, volví a dormirme y no me desperté hasta las cuatro de la mañana. Pensando, de pronto, que Kwayat quizá me hubiese estado esperando, me vestí con presteza y salí de mi pequeño cuarto en silencio.
La noche estaba silenciosa y el aire era cálido. Al parecer, los días calurosos llegaban antes a Aefna que a Ató. A mitad de camino, tuve la extraña impresión de que alguien me acechaba, y seguí andando aterrada, sin saber qué hacer. No me atrevía a dar media vuelta para ver quién era. Y, entretanto, me asaltaban preguntas que ralentizaban cada vez más mi ritmo. No podía llegar a casa de Kwayat así, espiada por un desconocido. ¿Y si se trataba de algún kal? ¿O de un demonio? ¿Acaso me lo estaba inventando todo? Si se trataba de un atracador, ya me habría asaltado, razoné. Por un momento, lamenté no haber traído a Frundis, que además de sus dotes de compositor, era un buen bastón de combate. Me intenté convencer de que era buena har-karista, alumna del maestro Dinyú: podía defenderme. Doblé una esquina y me fundí en la oscuridad con sombras armónicas y, para acabar de despistar al que me seguía, me agarré a un muro, subí con sigilo y me encaramé a un árbol, junto al portal. Una suerte que hubiese un jardín, pensé, mirando hacia la calle.
Los ruidos de los pasos se detuvieron, pero no vi a nadie en la calle. Cuando creí que ya había pasado el peligro, una silueta apareció bajo la luz de los faroles. Sus ojos me estaban mirando fijamente.
Espantada, me di cuenta de que no solamente el sortilegio armónico había dejado de funcionar sino que además, por algún fallo de mi Sreda, me había transformado en demonio. Y ahora la Sreda, desencadenada como un mar desatado, vibraba furiosamente.
Retrocedí precipitadamente en la rama, respirando aceleradamente. Había visto a una mujer vestida de negro que se había quedado mirándome, como una estatua, bajo la luz, para que la viera bien.
—Ey —susurró una voz—. Baja de ahí y sígueme.
Bajé la vista y divisé, entre la oscuridad, un bulto con una capa verde. Era Spaw. Sin más reflexiones, me deslicé hasta el suelo y lo seguí corriendo, soltando de cuando en cuando miradas hacia atrás, convencida de que la mujer de negro nos seguiría.
Subimos a un tejado bajo y saltamos a otra calle bastante alejada, y aun así seguimos corriendo. Spaw no se detuvo hasta que hubimos llegado a un parque de las afueras de la ciudad.
Al fin, se giró hacia mí, me contempló un momento y se arrimó a un árbol, meditativo.
—¿Quién era esa? —jadeé.
—No sabes controlar la Sreda —observó sin contestarme—. Deberías volver a tu forma saijit.
Agrandé los ojos y comprobé que efectivamente seguía transformada en demonio. Readopté mi forma de ternian, ruborizada.
—Yo… lo siento. No sé qué me ha ocurrido. Me he transformado sin darme cuenta y esa mujer me ha visto —solté, desesperada.
—Mm. Eso puede ser un problema. Procura no volverte a cruzar con ella.
—¿Pero quién era? —insistí.
—No puedo saberlo a ciencia cierta… quizá era una demonio. O quizá todo lo contrario. En fin, no te atormentes con eso. Kwayat me ha dejado un mensaje para ti.
Enarqué una ceja, alarmada.
—¿Un mensaje? Eso significa… ¿que se ha ido?
—Sí, andaba con prisas —replicó—. Quién sabe lo que hace ese hombre.
Por un momento, pensé que Kwayat habría vuelto junto a Naura, la dragona. Lo había visto tan emocionado al cuidar de ella…
—¿Cuál es el mensaje? —inquirí.
Spaw se apartó del árbol y se acercó a mí lentamente hasta tal punto que me entraron ganas de retroceder, pero me retuve. Sus ojos violetas parecían casi negros en la oscuridad.
—Dijo: “desconfía de todo el mundo. Sobre todo de los Comunitarios. Volveré” —susurró a mi oreja—. Esas fueron sus palabras. Y estas, son las mías —dijo, sacando de su bolsillo un objeto—. Es un regalo.
Su rostro estaba tan próximo al mío que oía su respiración como si fuese la mía. Aturdida, bajé la mirada hacia el objeto y enseguida fruncí el ceño.
—¿Un collar?
—El más bonito de toda Ajensoldra —asintió él, sonriendo y abriendo el collar.
—Es una mágara —dije, examinando su expresión con detenimiento.
Spaw asintió con sinceridad.
—Lo es. Lleva un sortilegio de protección.
—¿De protección? ¿Qué hace exactamente?
—Cuando te sobrevenga algún mal, te protegerá, confía en mí.
Lo miré con fijeza.
—¿De dónde lo sacas?
Spaw sonrió, impaciente.
—Cuando los demás te dan un regalo, ¿acaso te dicen de dónde lo sacan?
—No te conozco.
—Yo sí. Es suficiente para que pueda regalarte algo, ¿no crees?
—¿Cómo sabías que estaba en aquel árbol? —pregunté, desconfiada—. ¿Cómo sabías que me perseguían?
—No quiero mentirte, Shaedra. Sólo quiero que sepas que puedes confiar en mí. ¿Quieres que te lo ponga? —preguntó, levantando el collar.
—La última vez que me dieron un collar, lo perdí —le avisé.
—Este no lo perderás —sonrió él—. Es demasiado valioso.
—El otro también lo era —murmuré, recordando con cierta vergüenza el shuamir que me había dado el maestro Helith.
Spaw me rodeó y lo miré con los ojos entornados.
—¿Siempre desconfías tanto? —preguntó, pasándome dulcemente el collar por el cuello, mientras yo me retenía de pegar un bote y subirme a un árbol.
Con cierta resignación, levanté mi pelo y dejé que atara las dos puntas. Su proximidad y su dulzura me confundían más de lo que hubiera creído.
—Te queda muy bien.
Hice una mueca y le solté una mirada escéptica. Aún no entendía cómo había podido permitirle a Spaw que me pusiera una mágara alrededor del cuello. ¿Realmente pensaba que me iba a proteger de todos los problemas que tenía? ¿O bien era que empezaba a sentir las mismas debilidades que Laya por los har-karistas que combatía? Si Syu hubiese estado ahí, habría estallado de risa.
—Kwayat me ha dicho que desconfíe de la gente —dije, examinando el collar. El collar estaba compuesto de tres cadenas, hechas de oro blanco, o eso me pareció.
—Si desconfías de todo el mundo, nadie podrá ayudarte cuando lo necesites —replicó él—. Y ahora, deberías volver. Pronto amanecerá.
Asentí, retrocedí unos pasos y carraspeé.
—Em… Gracias, Spaw.
El demonio sonrió ampliamente, contento.
—Hasta la vista.
Apenas me hube tumbado otra vez en mi cuarto, me pasé un buen rato pensando en la conversación. Spaw era demasiado seductor, me dije, con una mueca testaruda. Era un demonio, no tenía que olvidarlo. Había aparecido de pronto, siguiéndome o eso me había parecido. Era más que sospechoso. Y tenía la sensación de que sus actos eran calculados. Llevé mi mano al collar e intenté examinar las energías que vibraban en él. Había energía esenciática y energía órica. El trazado era inextricable. Por un momento, pensé que podría llevárselo a Dol para que lo identificase. Pero enseguida deseché dicha opción. El collar era una mágara creada seguramente por demonios. Si Dolgy Vranc averiguaba algo, prefería no imaginarme lo que sucedería.
No. Si había decidido confiar en Spaw, tenía que asumir las consecuencias de mis actos. Si resultaba que había actuado estúpidamente, entonces me prometí que dejaría a Syu y a Frundis sermonearme durante un día entero.
* * *
—Reina Azul y escalera de Coronas —dijo Salkysso, triunfante.
Los demás protestamos, desilusionados. Era la tercera vez que ganaba el elfo oscuro y algunos empezaban a irritarse. Sobre todo Yori.
—No es justo —decía este, resoplando—. Has tenido que hacer trampas, estoy seguro de haber visto pasar la Reina Azul. Dame el mazo que busque, Ozwil.
—¡Qué malpensados! —se mofó Salkysso—. En mi vida he hecho trampas. Es habilidad, no hay más.
«Yo, personalmente, no he visto ninguna trampa», me dijo Syu, sentado sobre mi hombro. Como aficionado a los naipes, había seguido la última partida de arao con interés.
«Yo tampoco», aseguré, aunque miré a Yori con curiosidad, a ver si encontraba la Reina Azul en el mazo.
El ílsero, después de haber verificado la baraja, negó con la cabeza, exasperado.
—Es imposible. Yo pido la revancha.
—Bah, yo lo dejo —intervino Laya, levantándose de la mesa.
Ozwil, Ávend y ella se levantaron, dejándonos solos.
—Yo voy a dar una vuelta —dije a mi vez—. Buena revancha.
—Total, una derrota más no le hará daño —comentó Salkysso, contemplando a Yori con una sonrisilla burlona.
«Yo me quedo», dijo Syu, saltando a la mesa y sentándose entre los dos adversarios. «Apuesto un plátano a que gana Salkysso.»
«Hecho», repliqué. «Probablemente no vuelva hasta la una. Aryes y yo hemos quedado en Aguaclara.»
«Buen paseo», me contestó, distraído.
Yori ya había empezado a repartir las cartas y Syu seguía sus movimientos con viveza. Salí del comedor de la Gran Pagoda con una sonrisa. Aquella mañana, los maestros nos habían dejado tranquilos. Nos habían invitado a ir a ver las diferentes pruebas, pero nosotros habíamos preferido jugar a cartas durante un rato. Fui a coger a Frundis y lo encontré quejándose de abandono.
«¿Cómo puedes pensar que te podría abandonar, Frundis?», le repliqué, sorprendida, al ver que realmente parecía estar hablando en serio. «Eres un excelente amigo. Y el mejor compositor del mundo. Te llevaré hasta que te canses de mí», le prometí. El bastón se animó tanto que empezó a dar un concierto de varias voces y no sé cuántos instrumentos.
Me pasé un buen rato buscando la fuente que llevaba el nombre de Aguaclara. Finalmente, resultó que estaba en el Anillo, al norte del Santuario, como me lo había indicado Aryes, pero la fuente no llevaba inscrito ningún nombre. En cambio la taberna que estaba justo delante tenía un letrero que rezaba: «La fuente de Aguaclara».
Me había vestido con la túnica de har-kar, porque esta, al contrario que la otra, tenía un cuello que disimulaba mi collar. Como no se me había ocurrido ninguna historia para justificar la presencia de la cadena, había preferido ocultarla por el momento. Oí las campanas del Templo que doblaban las doce. Sentada en el borde de la fuente, sentí posarse sobre mí los ojos admirativos de unos niños. ¡Una aprendiz de la Pagoda de Ató!, debían de pensar. Les sonreí y me levanté. Empezaba a sentir que el sol pegaba fuerte, crucé la plaza y me senté a la sombra de un árbol, sobre un pretil de piedra. Miré a mi alrededor. La gente salía de las pruebas del Torneo o de sus trabajos y las tabernas se iban llenando. Empezaba a impacientarme. ¿Dónde se había metido Aryes?
Al mirar a las personas que pasaban, no podía remediarlo: buscaba, en vano, a la mujer de vestido negro que tanto me había atemorizado aquella noche. Molesta por no ver a Aryes en ningún sitio, entré en la taberna, diciéndome que quizá estuviese ahí, esperándome. Pero por más que pasease mi mirada por las distintas mesas, no lo encontré. Aryes siempre había sido alguien puntual, me dije, extrañada. Algo me decía que aquello no era normal.
Pedí un zumo y compré un bocadillo que estaba riquísimo y me quitó el desencanto de haber pagado no menos de cinco kétalos por ello. Compré también un plátano, para la apuesta que había hecho esa mañana con Syu, y lo guardé en mi bolsillo. Luego, salí de la taberna y me puse a buscar el escondite de Lénisu. Sin embargo, no llegué hasta ahí.
De hecho, acababa de ponerme a andar por el Anillo cuando oí unos gritos y un estruendo de botas y cascos. Asomé la cabeza por entre los árboles que bordeaban el camino del Anillo y vi a dos caballeros montados que perseguían a un hombre que parecía ser un vagabundo. Le tiraron un lazo y lo inmovilizaron.
—¡Soy inocente! —gritaba el vagabundo.
—¡Lo tenemos! —clamó uno de los jinetes.
Dieron la vuelta a sus caballos y me apresuré a seguirlos, para ver lo que pasaba. Una tropa de gente ya se había concentrado para curiosear.
—Apartad —bramó un guardia que, por la insignia que llevaba, parecía ser el capitán.
—¡Ladrones! —exclamó uno de la muchedumbre.
Otros se apuntaron a su exclamación y el capitán pareció seriamente exasperado.
—La Justicia se ocupará de todo. Apartad —repitió— y volved a vuestros asuntos.
—Les esperan diez años de trabajos forzados como mínimo —comentó uno cerca de mí.
—Alguien tiene que trabajar —replicó su amigo con una gran sonrisa burlona.
Como la gente empezaba a dispersarse y se despejaba la zona, pude ver a tres personas, la cabeza tapada con sacos para que no se les viese la cara. Me iba a desinteresar del tema cuando de pronto, reconocí la vestimenta de dos de ellos y se me congeló la sangre en las venas.
—No —murmuré, aterrada.
—Venga, andando —dijo el capitán, arreando su caballo.
Petrificada, los observé marcharse por una calle transversal, maldiciéndome cien veces por haber propuesto a Lénisu que Aryes se quedase con él. Mirando fijamente los caballos que se alejaban, sentí por un momento cierta rabia. ¿Por qué Lénisu siempre se metía en problemas? ¿Qué había hecho ahora?
Despertando de un estado de parálisis, empecé a correr con el firme propósito de alcanzar a los guardias. Los seguí y los vi entrar en el cuartel general. Con los pensamientos agitados, volví a la Gran Pagoda y estuve reflexionando durante varias horas sin saber qué hacer. Harta de estar encerrada en mi cuarto, salí al jardín con Frundis. Él no había sabido darme ningún consejo y yo estaba totalmente perdida. ¿De qué acusaban a Lénisu y a Aryes? ¿Por qué uno de los espectadores había gritado «ladrones»? ¿Quién era aquel vagabundo? Pero la pregunta que me venía siempre era: ¿cómo podía yo ayudarlos?
Al ver que el maestro Dinyú y el maestro Áynorin se acercaban por la avenida del jardín, hablando de una prueba del Torneo animadamente, recompuse mi expresión y carraspeé.
—Buenos días.
—Buenos días, Shaedra —contestó el maestro Áynorin—. Deberías haber venido a la prueba de deserranza. Estaban Yori y Marelta, y también Suminaria.
Agrandé los ojos por la sorpresa.
—¿Suminaria? —repetí—. Creía que se había quedado en Ató.
—Pues al final resulta que ya no volverá a Ató, al menos este año —contestó él con ligereza.
Esa noticia me dejó asombrada. A lo mejor el tío Garvel Ashar había acabado con sus asuntos en Ató y había decidido volver a Aefna, pensé.
—Ahora que lo pienso —añadió el maestro Áynorin—, deberías ir a verla con los demás. Seguro que estará encantada de veros.
Recordando su malhumor y su extraño comportamiento en esos últimos meses, dudaba de que estuviese «encantada», aunque, como decía Ávend, quizá se portara así por alguna buena razón. A mí ya me hubiera gustado ir a visitarla, pero no quería sentir sus ojos acusadores sobre mí. De todas formas, tenía asuntos más urgentes. Como por ejemplo salvar a Lénisu y a Aryes.
Así que realicé un saludo y esperé a que los maestros desaparecieran por el camino para retomar mis desesperadas cavilaciones. Sin embargo, unos segundos después surgieron tres siluetas de detrás de un arbusto.
—Shaedra, ¿qué estás haciendo? —preguntó Sotkins, echando a correr—. Ven con nosotros, rápido o te lo vas a perder.
Laya hizo una mueca, viéndola que se iba corriendo y me explicó:
—El maestro Dinyú va a batirse en duelo con el maestro Aylanku, de Agrilia.
—Seguro que gana nuestro maestro —dijo Zahg.
—Chss —dijo de pronto Sotkins, dando media vuelta—. Callaos o nos oirán. Sigámoslos con discreción —insistió.
Observé cómo Laya y a Zahg pasaban junto a mí y la seguían en silencio. Con un suspiro, me dirigí hacia el comedor y me encontré con Salkysso y Yori que seguían jugando a cartas, pero esta vez echaban una partida con Syu. Naturalmente, me dije, poniendo los ojos en blanco. No había podido resistirse.
—¡Eh, Shaedra! —exclamó Salkysso, con una gran sonrisa, girándose en su silla—. Realmente, tu mono me impresiona cada vez más.
«Les he ganado tres partidas seguidas», comentó Syu, con suficiencia. «Y…», añadió. Su sonrisa se convirtió en un mohín de derrota. «Salkysso perdió la primera partida.»
Solté una pequeña risa.
—Es un as jugando a las cartas —asentí, sacando el plátano de mi bolsillo. Syu agrandó los ojos con avidez pero sin esperanza.
Mientras abría lentamente el plátano, añadí:
—Pero eso es porque le he enseñado yo. —El mono me enseñó los dientes—. Y porque tiene una dieta fenomenal.
Sonriente, partí el plátano en dos, le di la mitad al mono y me comí la otra mitad. El mono gawalt me miró, asombrado, pero se recuperó enseguida y devoró la fruta con hambre.
Salkysso y Yori intercambiaron miradas perplejas.
—Parece que entiende todo lo que le dices —observó Yori, mirando el mono con los dientes puntiagudos de mirol semidescubiertos.
—Puede ser —asentí, encogiéndome de hombros—. Si no os importa, os rapto a vuestro jugador favorito.
«Mm, ha ocurrido algo, ¿verdad?», preguntó el mono.
«Vas a tener que ayudarme, porque estamos en un lío muy gordo», le confesé.
Syu resopló y saltó sobre mi hombro.
«A ver si acierto. El collar que te dio ese demonio era una trampa.»
«Esto no tiene nada que ver con Spaw», suspiré. «Han encarcelado a Lénisu y a Aryes, ¡y no sé qué hacer! aparte de entrar ahí a lo bruto para que me encierren a mí también.»
Mientras salíamos del comedor, Syu puso cara meditativa, hizo un movimiento, como si hubiese llegado a una conclusión, y declaró:
«Definitivamente, necesitas mis consejos. Porque tu idea es mala, siento decírtelo. Aún tienes mucho que aprender de mí.»
Subía por la cuesta, andando caóticamente, mientras intentaba leer el libro que había tomado prestado en la biblioteca.
Que si había que saludar de este modo, hablar de tal manera, comportarse así, y no de esa forma… Uf. El libro era una lista de consejos, obligaciones y prohibiciones entremezclados en medio de una interminable palabrería que mis ojos recorrían a toda prisa.
Había colocado a Frundis a la espalda, atado de manera algo chapucera, entre las bandas de la mochila. Pero me resultaba difícil leer un libro, pensar y andar, al mismo tiempo.
«A ningún gawalt sensato se le ocurriría hacer tanta cosa a la vez», comentó Syu.
Me tropecé con una piedra y recobré el equilibrio de milagro. Ralenticé un poco el ritmo y levanté la mirada. Llevaba subiendo ya quizá veinte minutos y me di cuenta de que estaba respirando entrecortadamente. Casi había llegado, me dije. El pánico empezaba a invadirme. Eché un último vistazo a algunas páginas del libro y luego, resignada, lo cerré y lo guardé en mi mochila naranja.
En la siguiente curva, vi aparecer ante mí el Santuario, entre los árboles verdes y floridos que poblaban la colina. El edificio principal tenía dos pisos, con dos alas de un piso que cercaban un patio de tierra batida. Un pequeño muro rodeaba la parte delantera del Santuario, bordeado de arbustos blancos. Eran dalcos benditos, pensé admirada, mirando esos arbustos llenos de ramas blancas como la nieve.
Todo estaba en silencio. Cuando llegué al pequeño muro de piedra, paseé mi mirada por el Santuario sin percibir el más mínimo signo de vida. La música de flautas de Frundis se conjuntaba muy bien con las vistas.
Un muchacho de pronto apareció en la esquina del ala oeste, vestido con la habitual túnica de los sacerdotes. Cabizbajo, como rezando, pasó por el patio y entró por una puerta abierta. Syu resopló. Tenía calor. Y lo cierto era que el sol pegaba con fuerza pese a estar descendiendo.
Cuando llegué a la sombra que daba el edificio empecé a oír unas voces. Había algunas que rezaban y otras, a mi izquierda, que reían. Me giré y vi por una ventana abierta a unas jóvenes sacerdotisas, sentadas en unas sillas, que me miraban, cuchicheando alegremente. Fruncí el ceño y me acerqué a la ventana.
—Hola, buenos días —dije—. Me gustaría hablar con la Niña-Dios. Me dijo que me estaría esperando. Mi nombre es Shaedra —añadí, a pesar de que pensaba que tal vez aquellas sacerdotisas no estaban al corriente de nada.
Las cuatro suspendieron su costura y se pusieron más serias. Una de ellas habló.
—Ve a presentarte en la puerta principal. Llama a la puerta. El portador de llaves te abrirá y te dirá si puedes pasar.
—Gracias —contesté.
Las demás empezaron a reírse otra vez y enarqué una ceja, preguntándome si se estarían burlando de mí por algún misterioso motivo. Crucé el patio y llamé a la puerta principal.
Fue a abrir un hombre de túnica verde y de aire severo que parecía llevar trabajando en aquel lugar toda su vida. Le expliqué mi caso y al oír mi nombre asintió.
—Pasa —me dijo.
Me maravilló otra vez saber que la Niña-Dios realmente me había propuesto devolverme un favor. No estaba soñando. Quedaba quizá una esperanza para salvar a Lénisu y Aryes, me dije, apretando los dientes por el estrés. El interior del edificio era más bien austero. Había dos escaleras laterales que subían hacia el segundo piso y que se unían arriba. Vi una mesa contra el muro y, al fondo, una gran puerta abierta de par en par que daba a un jardín florido y a otro edificio pequeño y circular.
—El Altar de los Nueve —dijo el portador de llaves, al advertir que miraba fijamente la hermosa construcción de piedra blanca.
Se puso a andar, no hacia las escaleras como había supuesto que haría, sino hacia la puerta del fondo. Las flores del jardín rezumaban un perfume intenso. A los lados, había otras dos alas, bordeadas de verandas, que terminaban de formar la H en que estaba construido el Santuario.
En un momento, giró hacia la derecha, subió a la veranda y se paró delante de un marco del que colgaban guirnaldas coloridas a modo de puerta. Guardaba la entrada el mismo Arsay de la Muerte que me había ido a buscar la víspera y al que la Niña-Dios había llamado Lacmin. No llevaba la armadura dorada, sino simplemente una túnica negra sobre unos pantalones blancos, como el maestro Dinyú. Lo miré, todavía más impresionada por su rostro impenetrable y su larga melena negra.
Sin una palabra, el portador de llaves dio media vuelta y el Arsay me hizo un gesto de cabeza, a modo de breve saludo. Su mirada se había posado sobre Syu y sobre Frundis y, al verlo fruncir el ceño, hice una mueca.
—El mono y el bastón se quedarán fuera —declaró.
—Syu es amigo mío —protesté—. Y el bastón lo llevaba ayer y no os molestó.
Al ver su expresión, me ruboricé y suspiré. Oí al mismo tiempo el suspiro de Syu, que bajaba de mi hombro.
«Yo cuidaré de Frundis», me prometió, muy serio.
Asentí y dejé a Frundis en el suelo de madera. Syu se sentó encima y miró al guardia con recelo. Contuve una risa al verlo desafiar a un Arsay de la Muerte.
El interior de la habitación estaba lleno de cojines coloridos y de tejidos y labores sin acabar. Había cinco mujeres bordando y una de ellas era la Niña-Dios. En las cuatro esquinas de la sala había un Arsay. Estos parecían tan alerta como si los atacasen todos los días. ¿Quién podía tener interés en hacerle daño a la Niña-Dios? Tan sólo era una niña del pueblo elegida y formada para representar Ajensoldra y ser mensajera de los dioses. Aunque, como aquellos asuntos eran tan laberínticos, quién podía saberlo.
La Niña-Dios tenía un rostro muy blanco, casi traslúcido. Sus ojos de un gris muy oscuro me miraron vivazmente mientras yo avanzaba y me arrodillaba, cumpliendo las formalidades y repitiéndome en la cabeza las páginas del libro que acababa de hojear.
—¿Has elegido al fin tu deseo? —me preguntó, después de que yo le soltase una frase rimbombante que, al parecer, no le extrañó. Lamenté la ausencia del hombre de túnica pajiza: habría estado orgulloso de mí.
Me latía el corazón más rápidamente de lo normal. ¿Y si la Niña-Dios me miraba con mala cara y pensaba que me burlaba de ella? Apreté los dientes y me infundí ánimo.
—He pensado que quizá podrías… quiero decir, podría la Niña-Dios indultar a dos… ¡tres! personas que están en el cuartel general —dije, acordándome de pronto del vagabundo por algún azar.
Hubo un silencio sorprendido.
—¿Quieres que indulte a tres personas? —repitió la Niña-Dios—. Yo no soy quien da los dictámenes. Indultar es meterse en la Ley.
—¿No puede ofrecer indultos? —pregunté, con la voz apagada.
—¿Esas tres personas tienen nombre? —intervino una de las mujeres.
—Sí —dije—. Los han acusado de ladrones, pero no lo son.
—¿Cuáles son sus nombres? —inquirió la Niña-Dios.
—Er… —Vacilé un instante al pensar que quizá Lénisu no había dado los verdaderos nombres. Pero luego pensé que si quería esperar algo de la Niña-Dios, tenía al menos que ser honesta con ella—. Sus nombres son Lénisu Háreldin y Aryes Dómerath. El tercero que los acompaña no sé quién es.
La Niña-Dios me miró fijamente. Sus ojos de un verde muy claro parecían leer mi mente. Noté de pronto un roce de energía bréjica y lo aparté inmediatamente, desconfiada.
—Eres har-karista de la Pagoda Azul, ¿no es así? —me preguntó.
—Así es, soy alumna —contesté.
—Del maestro Dinyú. Y dicen muchas cosas sobre ti. Según me han dicho, peleaste contra un dragón y vas acompañada siempre de un mono gawalt y de un bastón hechicero.
Agrandé los ojos, asustada por tanta información.
—El bastón es totalmente inofensivo, no está hechizado —dije. Y además era cierto: el bastón y Frundis habían realizado una fusión y no había ningún encantamiento en la madera, aunque sí estaba envuelto de energías, pero la diferencia era que las creaba él mismo.
Advertí la sorpresa en los ojos de la Niña-Dios.
—¿Así que todo lo demás es cierto? —preguntó de pronto, admirativa, una voz infantil.
Me giré con una ceja enarcada y vi a Eleyha, de pie, no muy lejos de mí. No la había visto venir. Las demás le soltaron unas miradas exasperadas y advertí que uno de los guardias, a espaldas de la Niña-Dios, colocaba un dedo sobre sus labios para invitarla amigablemente a callarse. Eleyha hizo una mueca inocente y se retiró, yendo a esconderse seguramente detrás de alguna puerta, para escuchar.
—Responde —dijo la Niña-Dios.
—Bueno… lo que se dice cierto…
—Lo del mono es cierto, Niña-Dios —dijo de pronto el Arsay que me había franqueado la puerta—. Y también lleva un bastón.
La Niña-Dios asintió como para sí.
—Muy bien. La Niña-Dios verificará lo que dices.
Agrandé los ojos.
—¿Quiere decir que va a indultarlos?
—Pero este favor requiere otro —replicó, sin contestar directamente.
—Así que… ¿voy a tener que devolverle un favor?
—Al menos uno —dijo ella—. Para indultar, antes tengo que parlamentar con los dioses. Dentro de tres días, sabrás mi respuesta.
* * *
«¡Por Ruyalé!», gruñí, bajando la cuesta del Santuario con Frundis y Syu. «Más favores. Esta Niña-Dios es peor que Dolgy Vranc. Sus favores no serán ninguna niñería. Esto ha sido un tremendo error», me convencí.
«Bueno, al menos no te ha dicho que no sacaría a Lénisu y a Aryes de la cárcel, ¿no?», suspiró Syu. «Eso era lo que más temías, ¿no?»
Era verdad. Por alguna misteriosa razón, la Niña-Dios había accedido a escucharme y a considerar mi deseo, a pesar de ser totalmente inhabitual, por lo que había podido deducir de las reacciones de los presentes. Ignoraba si tenía derecho a indultar a personas. Al fin y al cabo, la Niña-Dios era más una figura decorativa que una figura de poder. Solamente esperé que lo de parlamentar con los dioses se tratara únicamente de una manera de hablar. Si la Niña-Dios realmente esperaba a que le contestasen, íbamos a tener para rato.
Tres días, me dije, desembocando en el Anillo. Tres días eran una barbaridad. ¿Y si enviaban a Lénisu y Aryes a otro lugar? ¿Y si la Niña-Dios cambiaba de opinión sobre el asunto…?
«¿Y si te tranquilizas de una vez?», sugirió Syu.
«Tú sí que puedes hablar, cuando juegas a las cartas saltas como una pulga», repuse.
«¿Pulga, yo?», replicó él, con una mueca ultrajada. «¡Eso es un insulto a mi orgullo!»
La música de Frundis, que hasta ahora había sido una suave melodía de violines, subió de tono y Syu y yo suspiramos, vencidos y divertidos a la vez. Frundis empezó a orquestar una ópera de varias voces que nos acompañó durante todo el camino y que me impidió pensar en nada más.
Pero cuando llegué a la Gran Pagoda, empecé a contar los días. Hoy era Garra. Mañana Ventisca. Muérdago. Y Jabalina. Tres días de espera para saber si mi tío y Aryes iban a poder salir del cuartel general y librarse de los trabajos forzados.
El sol ya estaba desapareciendo en el horizonte. Los demás kals estaban de vuelta y comentaban animadamente durante la cena las pruebas del Torneo a las que habían asistido. Con un plato lleno de arroz con verduras en las manos, me senté junto a Galgarrios y empecé a comer con la mirada perdida. Aún no acababa de creerme que Lénisu hubiese podido caer entre las redes de los guardias. ¿Qué habría hecho?, me pregunté, preocupada. Si la Niña-Dios decidía denegarme mi deseo, todavía me quedaba una esperanza: Wanli y Néldaru y los demás Gatos Negros quizá estuviesen ahí, listos para sacar a mi tío de ese atolladero…
—¿Qué tal el día? —me preguntó de pronto Galgarrios.
En ese momento recordé dónde estaba y tragué el arroz que masticaba desde hacía rato.
—De lo más inútil —respondí—. ¿Y tú?
—Bueno, yo les acompañé a Kajert y Ávend a la prueba brúlica, Yori y Marelta estaban ahí. Se las arreglan bastante bien. Luego me perdí entre tanta muchedumbre. Y he conocido a una familia de equilibristas. Las dos hijas eran muy simpáticas y hasta he quedado esta noche para ir al baile de la Plaza de Laya, ¿te imaginas?
Sus ojos estaban iluminados por el entusiasmo y no pude más que sonreír ante tanta alegría.
—¿Esta noche? —pregunté—. ¿Y cómo se llaman las hijas?
Se veía a cien leguas que ansiaba contarme todo. Y así lo hizo. Mientras acababa mi arroz, él se puso a hablarme de Auria y de Sihuna, de su numerosa familia y de su extraña cultura.
—Vienen de Iskamangra, y dicen que hay ajensoldrenses que los miran con mala cara y los llaman nashtag. ¿Cómo pueden despreciarlos así simplemente por venir de otra parte? Qué vergüenza.
Los iskamangreses y los ajensoldrenses siempre habían tenido malas relaciones. Los primeros llamaban a sus vecinos del sur los wilras y si mal no recordaba, la palabra venía del nombre de un famoso general ajensoldrense que había perdido todas sus batallas; los segundos apodaban a los primeros los nashtag, por ser el nashtag una piedra-reloj que los iskamangreses utilizaban desde hacía tiempos inmemoriales. Tachar de nashtag a un iskamangrés había acabado por ser considerado un insulto.
Galgarrios siguió hablándome de todo lo que le habían enseñado las dos hijas sobre su cultura y su tradición y lo escuché con cierta fascinación. Jamás Galgarrios había estado tan parlanchín y al levantarnos de la mesa me dijo que iba a prepararse para el baile y se marchó a su cuarto con decisión. Me había dejado impresionada por su seguridad.
—Unas equilibristas —resopló Laya al alcanzarme en el camino hacia los cuartos—. Galgarrios nunca aprenderá.
La miré con cara sorprendida. Después de un silencio, pregunté con curiosidad:
—¿Has visto luchar al maestro Dinyú?
Laya hizo una mueca disgustada.
—No. Nos pilló y nos dijo que si lo seguíamos, no volvería a ser nuestro maestro.
—¿Dijo eso? —exclamé, estupefacta y divertida a la vez.
—Como te lo digo. Pero cuando volvió, por su expresión, parecía haber ganado. Está claro que tenemos un maestro excelente. Fue maestro de Farkinfar. Todos los kals de las demás pagodas tienen envidia de los kals de Ató. Por cierto, Shaedra, tengo que enseñarte algo —dijo de pronto, cambiando de tono—. Espera aquí un momento.
Me quedé en la veranda mientras ella entraba en su cuarto. Advertí la mirada asesina que echaba Syu hacia los cactus.
«¿Malos recuerdos?», le pregunté, sonriendo.
El mono, sin contestar, cogió su cola y se abrazó a ella como para defenderla. En ese momento, Laya volvió a salir de su dormitorio con un libro en la mano y una ancha sonrisa en el rostro.
—¡Aquí lo tengo! El cancionero de Ató, recopilado por Ozwil Berreni, Laya Dálpega… y Shaedra Úcrinalm.
Me quedé mirando la cubierta del libro, boquiabierta. Tendí las dos manos hacia el cancionero y ella me lo dio, declarando:
—Es tuyo. Nos dieron cinco ejemplares. Tres para los autores, uno para el Dáilorilh y otro para la biblioteca. ¿Qué te parece?
Me senté, invoqué una esfera armónica al no tener ya casi luz y hojeé las páginas, ilusionada. Las páginas con la letra de las canciones alternaban con las que representaban la música con las notas musicales. En la primera página ponía que el cancionero formaba parte de un proyecto de recuperación popular dirigido por importantes personas cuyos nombres venían en una larga lista al principio del libro.
—¡Es maravilloso! —exclamé—. Y las notas están muchísimo mejor dibujadas que las que os di. La imprenta es un gran invento —afirmé, admirando las letras claras y elegantes.
Estuvimos leyendo algunas canciones, y Frundis, con una mirada crítica, comprobó que no se habían equivocado en las notas. Entonces, oímos un ruido detrás de nosotras y al girarnos vimos a Galgarrios vestido con una elegante túnica blanca y unos pantalones negros como la noche. Su pelo castaño oscuro estaba cuidadosamente peinado pero nos miraba con aire inseguro.
—¿Qué tal estoy? —preguntó, algo agitado.
Me levanté, lo examiné de arriba a abajo con aires de experta y acabé por asentir, aprobadora.
—Listo para bailar y seducir a Auria y a las reinas de Iskamangra —declaré, y sonreí cariñosamente.
—Bah. —Carraspeó él—. Y tú, Laya, ¿qué opinas?
La elfa oscura se encogió de hombros.
—Pienso lo mismo que Shaedra. Buen baile. Yo me voy a dormir.
La observamos marcharse y sacudí la cabeza al advertir la mirada sorprendida de Galgarrios.
—Yo creo que también voy a dormir. Que te diviertas, Galgarrios.
Este sonrió.
—Bueno… que duermas bien. Buenas noches, Syu. Y buenas noches, bastón.
Oí el suspiro musical de Frundis.
«Debí haberle dado mi nombre, no soporto que me llamen bastón a secas. Queda demasiado impersonal.»
«En eso, sólo puedes culparte a ti», le repliqué. «Sólo tienes que dejar de guardar tu nombre en secreto.»
Aquella noche apenas fui capaz de cerrar los ojos. Al acostarme, había tenido la intención de levantarme otra vez cuando todo estuviese tranquilo para merodear por el cuartel general. Pero recapacité y estuve dándole vueltas al asunto sin atreverme a moverme. Syu dormía desde hacía rato cuando me levanté. Fui a dar una vuelta en el jardín, y estuve a punto de decidir salir de la Pagoda, pero, ignoro por qué, volví a tumbarme en mi colchón con la horrible impresión de que no podía hacer nada más que esperar.
La mañana siguiente la pasé como un fantasma en medio de kals eufóricos que se rebullían, gritaban, reían y que me dieron enseguida dolor de cabeza. Galgarrios también estaba cansado, como si se hubiese pasado toda la noche bailando, pero parecía feliz. Salkysso había dormido como un lirón y estaba en plena forma. Yeysa, imperturbable, tenía la misma cara de vaca de siempre.
El maestro Dinyú nos llevó a la prueba de tiro con arco y durante el trayecto algunos le estuvieron presionando para contar el duelo con el maestro Aylanku. La noticia de su victoria se había propagado por toda la Pagoda, y a pesar de que nuestro maestro había guardado en silencio todo lo ocurrido, no podíamos dudar de lo que se contaba por ahí. La lucha había sido espectacular, según se rumoreaba. Eso sí, nadie sabía quién había sido capaz de burlar la vigilancia de los maestros para asistir al duelo y contar todo lo que había visto después. El caso era que todos los comentarios pintaban al maestro Dinyú como al mejor maestro har-karista de Ajensoldra, aseveración que sin duda pretendía mosquear a los demás maestros.
Con todo, el maestro Dinyú parecía algo apesadumbrado por haberse convertido en el centro de atención. Estuvimos observando las proezas de los arqueros durante dos horas y luego volvimos a la Pagoda, pero en el camino de regreso nos cortaron el paso una tropa de jóvenes guiados por un maestro de har-kar que, por el escudo que llevaba bordado en su túnica, parecía ser miembro de alguna escuela har-karista de Aefna. Su rostro repleto reflejaba una solemnidad desafiante.
—Dinyú Fen —bramó.
Lo miramos con una expresión atónita mientras nuestro maestro se adelantaba.
—¿Quién me llama? —preguntó.
—Mi nombre es Jaslu Rieyni. Dicen por ahí que te las das del mejor maestro har-karista de Ajensoldra, ¿es eso cierto?
El maestro Dinyú, aunque tenso, sonrió amigablemente.
—Quienes lo dicen son personas que no me conocen. No tengo la menor intención de ser el mejor. Maestro Jaslu —añadió, saludándolo respetuosamente para despedirse de él.
Pero Jaslu Rieyni no pareció satisfecho.
—Entonces, comprobémoslo con una lucha de har-kar aquí mismo.
El maestro Dinyú, las manos en la espalda, lo miró con más seriedad.
—No voy a luchar, maestro Jaslu. No tienes que demostrarme nada, ni yo a ti tampoco. Tengo que llevar a mis alumnos a la Pagoda, si me dejas pasar…
El maestro Jaslu lo miró con un rictus.
—Haces bien —contestó—. No es ni el mejor momento ni el mejor lugar para una lucha. Pero confío en que me enviarás una nota diciéndome dónde y a qué hora te conviene más. O consideraré que no tienes valor para enfrentarte conmigo. Tu honor está en juego.
—Tu visión del honor me desconcierta —replicó el maestro Dinyú.
Mientras el maestro Dinyú avanzaba dignamente en el camino que le habían franqueado los alumnos del maestro Jaslu, lo seguimos todos los kals de Ató, y observé cómo Sotkins miraba a su alrededor, enrojecida y colérica, como si hubiese sufrido una afrenta imperdonable. Me pregunté con curiosidad cómo iba a actuar el maestro Dinyú después de esto. Al fin y al cabo, como decía el maestro Jaslu, tenía que salvar su honor después de haber sido desafiado de esa manera tan poco amigable. Pero entendía que el maestro Dinyú estuviese harto de luchar por una causa tan ridícula como la de desengañar a un vanidoso más. En cualquier caso, yo no dudaba un segundo de que mi maestro ganaría si aceptase el duelo.
Cuando volvimos a la Pagoda, me esperaba otra sorpresa. En las escaleras, sentado como un monje montañés, había un gnomo vestido demasiado calurosamente para un día tan soleado. Enseguida lo reconocí. Era Srakhi. Srakhi Léndor Mid, el say-guetrán que había estado siguiendo fielmente a Lénisu porque este le había salvado la vida. Estaba en plena oración, bajo el sol plomizo, y su rostro estaba bañado de sudor.
Me dirigí hacia él, fingiendo tranquilidad, preguntándome qué demonios hacía ahí. Su presencia, sin embargo, me causó cierto alivio. Además de saber a ciencia cierta que había sobrevivido a los Istrags, albergaba cierta esperanza de que su presencia se debiese al apuro en que se había metido Lénisu. Después de todo, ahora el gnomo le debía a mi tío dos veces la vida.
Me paré ante él y me apoyé en Frundis como en una cachava, contemplándolo en silencio durante unos segundos.
—Buenos días —dije al fin, en nailtés, interrumpiendo sus plegarias.
El gnomo abrió los ojos sin sobresaltarse y sonrió.
—Qué alegría verte —dijo, levantándose—. Te estaba esperando.
Sonreí anchamente y lo pillé por sorpresa dándole un abrazo. El gnomo carraspeó, incómodo.
—Cuando sepas por qué estoy aquí, quizá no te alegres tanto de verme —pronunció, por lo bajo, girándose levemente hacia el maestro Dinyú que se había quedado parado arriba de las escaleras al verme saludar con tanta efusión a un gnomo desconocido.
El maestro Dinyú invitó a los kals a que entrasen en la Pagoda y, pese a las miradas curiosas que estos me echaron, obedecieron, dejándonos solos.
—Buenos días —dijo mi maestro al gnomo—. Esto… no quisiera ser indiscreto, pero ¿quién es usted?
—Srakhi Léndor Mid, para servirle —contestó el gnomo, realizando un saludo que no tenía nada de ajensoldrense. Su abrianés era tan horrible como siempre.
El maestro Dinyú enseguida dedujo muchas cosas de su respuesta. Sin duda, tuvo que suponer que yo conocía al gnomo de mi viaje por las Comunidades de Éshingra.
—Conocí a Srakhi en Tenap —intervine—. Nos ayudó después de que saliésemos de Tauruith-jur.
Aquellos acontecimientos me parecían lejanísimos y aún no alcanzaba a entender cómo siendo tan joven había podido no desmayarme al ver una cabeza de dragón a unos metros de distancia o al ser perseguida por una manada de nadros rojos al salir de Tenap. Desde luego, a la juventud no le faltaba coraje.
—Yo soy Dinyú Fen —dijo mi maestro, presentándose—. El maestro de Shaedra. Jem. Bueno, no os molestaré más. Supongo que tendréis muchas cosas que contaros. ¿Ha hecho usted el viaje desde Éshingra para ver a Shaedra? —preguntó sin embargo, con cierto asombro.
No pude evitar sonreír al ver que mi maestro sentía una real curiosidad por saber quién era aquel extraño gnomo vestido con una túnica gruesa cubierta de símbolos raros. Luego recordé que Srakhi era de por sí todo un personaje. Su jaipú estaba como asaltado por el morjás, de una manera insólita, como si no supiese nunca qué forma adoptar. Y sin duda el maestro Dinyú había tenido que advertirlo.
Srakhi asintió con la cabeza.
—He venido aquí por Shaedra y… por el Torneo —añadió con una media sonrisa.
—El Torneo —repitió el maestro Dinyú, sumido en sus pensamientos—. Entiendo. Pues que pase una buena estancia en Aefna. ¿Quiere que lo alberguemos en la Pagoda? Sería un honor considerando que es un say-guetrán.
—Oh, no, gracias pero ya me he ocupado de eso —contestó, gratamente sorprendido. Seguramente no se esperaba a que adivinase que era un say-guetrán y todavía menos que le tuviese en gran estima por ello.
El maestro Dinyú, sin dejar de sonreír con sinceridad, asintió.
—En ese caso, le dejaré con mi alumna. Confío en que nos volvamos a ver.
El gnomo lo miró con cierta sorpresa mientras él desaparecía por la entrada de la Pagoda de los Vientos.
—Tu maestro parece un buen hombre —comentó.
Sonreí de oreja a oreja.
—Lo es.
Bajamos las escaleras de piedra que rodeaban la entrada de la Pagoda, mientras le decía yo:
—Y bien, ¿qué te trae por aquí? Me asusté mucho cuando los Istrags te secuestraron. Me alegra comprobar con mis propios ojos que sigues vivo. Esos Istrags no tienen corazón.
El rostro de Srakhi se había ensombrecido.
—Cierto —contestó con lentitud—. Tu tío Lénisu me salvó la vida. Otra vez. Y luego me apartó de él. Otra vez —repitió—. De modo que aquí estoy. Más atado que nunca. Y tengo que salvarle la vida a Lénisu sea como sea.
Su tono ferviente me dejó atónita.
—Quieres decir…
Pero él me interrumpió.
—Lénisu ha sido arrestado por las autoridades de Aefna —me dijo, examinando mi reacción.
—Lo sé —contesté, muy a mi pesar—. Vi a los guardias que se los llevaban al cuartel general. A Lénisu, a Aryes, y a un mendigo.
—Así que lo sabes. El asunto es delicado —dijo Srakhi—. Pero todo está saliendo como planeado, no te preocupes.
—¿Quieres decir que vas a sacarlos de ahí? —me maravillé. Srakhi nunca me había dado la impresión de ser un gran valiente.
—Bueno… no exactamente. Verás, el asunto es complicadillo y no puedo explicártelo porque simplemente no sé lo que está pasando exactamente. El caso es que por alguna razón Lénisu está encerrado a posta en el cuartel general. No sé si por voluntad suya o de sus aliados, pero me temo que es para protegerlo de algo.
Lo miré con los ojos desorbitados e inspiré hondo para tranquilizarme.
—Estás insinuando… ¿que Lénisu se ha denunciado a posta y que de paso ha metido a Aryes en el lío? Me extrañaría mucho —negué con la cabeza, incrédula.
—Mira, no sé lo que ha pasado realmente. Pero Lénisu te pide que no hagas nada. Que no intentes hacer ninguna locura. Que te conoce. Según él, todo está controlado.
—¿Has hablado con él después del arresto? —pregunté, asombrada.
—No. Esto me lo dijo antes del arresto, puesto que sabía que iba a ser arrestado. Ahora bien, yo creo que el arresto no le salió como había previsto. Me extrañaría que tuviese pensado mezclar a Aryes en esto.
Todo aquello me dejaba confusa. ¿Podía ser cierto lo que decía el gnomo? ¿Que Lénisu se había dejado arrestar para protegerse? Pero… ¿protegerse de qué?
—Esto es demasiado extraño —mascullé, perdida—. ¿Por qué nunca me dice Lénisu lo que le ocurre? Ni siquiera sé exactamente quién es, ni qué hace, ni cómo vive…
Callé, al percatarme de que estaba hablando en voz alta. Srakhi suspiró.
—Es difícil entender nada de él. Mejor es no preocuparse por eso. Yo sólo intento salvarle la vida. Y a pesar de los problemas que tiene, no consigo nada —añadió, con su sonrisa de gnomo—. Bueno, ¿y qué tal te ha ido este último año? ¿Qué tal Syu? —preguntó, posando su mirada sobre el mono gawalt, que le correspondió con una mueca cómica.
Yo no estaba para cambiar de tema pero, así y todo, le contesté como pude, mientras fluían las preguntas, en mi interior, como el agua en un torbellino. La situación explicada por Srakhi carecía de sentido. Tenía que averiguar qué estaba pasando y saber si había metido la pata hasta el fondo hablándole a la Niña-Dios. Si Lénisu había querido aprovecharse de la seguridad de las autoridades, yo no le hacía ningún favor sacándolo de ahí… ¿Pero para qué demonios Lénisu habría urdido un plan para su propio arresto? Todo aquello no me entraba en la cabeza.
Ninguna de las preguntas que le hice a Srakhi me aportó aclaración alguna. Todo indicaba que no estaba más al corriente que yo sobre el asunto. Pero algo más tenía que saber, me repetí. Sin embargo, a pesar de mi insistencia para que me revelase quiénes eran esos «aliados» de los que había hablado antes, el gnomo siguió tan imperturbable ante mis asaltos, arguyendo que no tenía ni idea de las actividades de Lénisu, y al cabo debió de cansarse porque se despidió de mí, pretextando que tenía que ir a hacer sus plegarias y me dejó con mil preguntas en la boca. Lo único que me repitió fue que no me preocupase, que todo lo que estaba pasando era normal. Y el problema era que, aunque me fiaba de Srakhi para algunas cosas, tenía mis serias dudas de que Lénisu hubiese aceptado nunca un plan para encarcelarse a sí mismo. Iba totalmente en contra de su personalidad. Antes habría recorrido medio mundo para huir de sus perseguidores, que entregarse a unos guardias desconocidos.
Entré en la Pagoda, cabizbaja, con el ceño fruncido y los ojos inquietos. ¿Por qué demonios le habría pedido a Lénisu que permitiese a Aryes dormir en su escondite? Sintiendo cierto malestar, en vez de ir a comer, fui directamente a mi cuarto y me dije que era hora de actuar. Y si lo que hiciera fastidiaba el plan de Lénisu… pues que él me lo hubiese explicado antes en vez de andarse con tantos secretos.
Me rebullía, inquieta. Inconscientemente, había sacado las garras y me quedé un momento absorta. De pronto, me levanté, cogí a Frundis y abrí la pequeña puerta con firmeza.
«Vamos a ver a Tilon Gelih», declaré.
Syu me miró con una expresión de asombro.
«¿Tilon Gelih?»
«El guitarrista», le expliqué, saliendo del cuarto. «Le prometí a Frundis que iría a verlo.»
Enseguida la música armónica pasó a ser más alegre. Aparecieron sonidos de pájaros, de flautas y de risas.
«Pero… ¿qué tiene que ver con el rescate de Lénisu?», preguntó el mono, siguiéndome.
«Nada. Simplemente que así me ocupo la mente», suspiré.
Syu se subió a mi hombro y me dedicó una gran sonrisa.
«A veces sí que pareces un gawalt», me confesó, con orgullo. «Pero sólo a veces», insistió, para que no me creyera más de lo que era.
Me crucé con Salkysso, Kajert y Galgarrios en el camino. Los dos primeros me observaron con extrañeza.
—Mírala —dijo Salkysso, cruzándose de brazos—. Parece transparente, como un fantasma.
—Será por no comer suficiente —dijo Kajert.
—Quizá —asintió Salkysso, mirándolo con aprobación.
—No me suena haberla visto hoy, comiendo con nosotros —añadió Kajert.
Galgarrios me echó una ojeada, sin entender.
—¿Un fantasma? —repetimos los dos, yo con indignación y él con incomprensión.
—Oye, ¿por qué os metéis conmigo? —me quejé, con una mueca—. No tenía hambre, eso es todo.
Salkysso y Kajert dejaron sus aires de expertos y sacudieron la cabeza con seriedad.
—¿Desde cuándo no tienes hambre? —soltó Kajert.
—¿Por qué últimamente estás tan extraña? —añadió Salkysso—. ¿Quién era ese gnomo de la entrada? ¿Y por qué estás siempre tan pensativa? Pareces Ávend.
Kajert le dio un codazo.
—No metas a Ávend en esto —gruñó.
Los observé con cierta sorpresa y entendí lo que sucedía: se preocupaban por mí. Eso me llegó al alma y sentí de pronto que todo el nerviosismo que había acumulado se hacía más ligero.
—Tal vez vaya a comer algo, si queda —dije—. Y luego he decidido ir a ver a Tilon Gelih.
—¿Tilon Gelih? —repitió Salkysso, boquiabierto—. ¿El guitarrista? ¿Y cómo se supone que vas a conseguir verlo? ¿Es pariente tuyo?
—Es humano, ¿cómo va a ser pariente mío? —repliqué—. Aún no sé si me dejarán entrar. Pero le prometí a alguien que iría a verlo.
Las expresiones de Salkysso y Kajert se ensombrecieron otra vez al notar que les estaba escondiendo algo. Pero Galgarrios, él, lo entendió todo. Cómo no. Y preguntó:
—¿Te refieres al bastón?
Lo miré con un tic en la cara.
—Exacto —contesté, algo tensa.
Al tiempo que Galgarrios fruncía el ceño, sin entender mi reacción, apareció de pronto una luz a mi derecha… justo alrededor de la cabeza del bastón. La señal era inequívoca. Frundis quería que les revelase su existencia.
Sin salir de mi asombro, escuché las exclamaciones de mis amigos y levanté una mano para que me prestasen atención.
—Este es mi amigo Frundis —declaré, sintiéndome algo ridícula al estar presentándoles un bastón—. Es músico… y compositor. Y le gustaría conocer al tal Tilon Gelih. Y como le prometí que se lo enseñaría, pues allá voy.
Galgarrios y yo contemplamos la reacción de Kajert y Salkysso con cierto temor. Kajert se lo tomó bastante bien. Se llevó la mano a la barbilla, pensativo, aunque algo escéptico. Salkysso se quedó paralizado, mirando a Frundis con los ojos abiertos como platos.
—Una mágara armónica —reflexionó Kajert, en voz alta.
«¡Que se lo lleven los demonios!», exclamó Frundis, ultrajado. «Cada vez que me ven, siempre me toman por una mágara. Pero yo tengo de mágara lo que ese caito de lince», resopló.
Carraspeé.
—No es una mágara. Es una persona que decidió abandonar su cuerpo por este bastón. Es un bastón sensacional —les aseguré con una gran sonrisa.
—Lo siento, Shaedra, no quería meter la pata —intervino débilmente Galgarrios, en medio del silencio.
Puse los ojos en blanco.
—No te preocupes, Galgarrios. Creo que ahora Frundis y tú estáis en paz. Mira, venid conmigo los tres. Os contaré cómo encontré a Frundis.
Salkysso había recobrado cierta serenidad y resopló.
—No me voy a perder por nada del mundo una entrevista con Tilon Gelih —declaró—. Y visto lo rara que eres, quizá la consigas.
—¿Lo rara que soy? —repetí, frunciendo el ceño.
—Lo extraordinaria que eres —rectificó Kajert, carraspeando y dándole otro codazo a Salkysso.
Los miré alternadamente y me encogí de hombros.
—¿Vamos?
Pasé por el comedor a coger un trozo de pan y rellenarlo del arroz que había sobrado y salimos de la Pagoda. Tener junto a mí a tres amigos que me iban preguntando cosas sobre Frundis me reconfortó notablemente y, sobre todo, me impidió pensar en Lénisu y en Aryes e imaginarme historias estrafalarias que sólo conseguían marearme y deprimirme.
Cuando me preguntaron por el gnomo, les dije que lo había conocido en las Comunidades de Éshingra y que era un buen amigo de mi tío. Al mencionar a Lénisu, Salkysso y Kajert hicieron una mueca pero se ahorraron los comentarios. Sin duda decidieron que era mejor no tocar ese tema. Me pregunté qué hubieran dicho si les hubiera revelado que Lénisu y Aryes estaban en ese mismo instante en Aefna, en una celda del cuartel general.
Nos fue totalmente imposible hablar con Tilon Gelih. El célebre guitarrista era un noblecillo vanidoso que sólo recibía en su acomodada morada a gente adulta y entendida. Sus fieles sirvientes le seguían la corriente y nos miraron a los cuatro de mala manera, diciéndonos que su amo no tenía tiempo que perder y que estaba muy ocupado pero que se nos agradecía nuestra admiración por un músico tan eminente… Frundis estuvo despotricando contra él durante todo el camino de regreso. Salkysso parecía algo decepcionado.
—Deberíamos haber dicho que éramos pagodistas —comentó—. Quizá les habría impresionado.
—Me temo que se lo han debido de suponer —intervino Kajert—. Shaedra y Galgarrios llevan la túnica de har-kar con la hoja de roble.
—Ya me puede suplicar ese Tilon que no volveré a su casa en la vida —repliqué—. ¿Qué forma de tratarnos es esa? Y aunque quisiera, Frundis me lo impediría —añadí, reprimiendo una sonrisa al oír la vehemente diatriba injuriosa que el bastón llevaba soltando desde hacía un buen rato.
Sin acostumbrarse todavía a que hablase del bastón como de una persona, Salkysso y Kajert intercambiaron unas miradas pensativas y, al llegar a la Pagoda de los Vientos, se despidieron de mí, meditabundos. Galgarrios y yo seguimos hacia la biblioteca de Aefna, él para acompañarme y yo para devolver el libro sobre las maneras que se usaban con las personas importantes. Se me había olvidado por lo menos la mitad de lo que había leído, pero de todas formas me parecía que ya había hecho suficientes esfuerzos al respecto.
Pasé el resto de la tarde dando vueltas por Aefna y, por primera vez, me interesé por las habladurías de la gente. Pero nadie hablaba de las tres personas que habían sido arrestadas la víspera. Al fin y al cabo, no era ningún acontecimiento que pudiera parecer extraordinario, sobre todo en plena época de Torneo. Por lo que la gente se preocupaba era por las fiestas, por las ganancias y por otros asuntos que no tenían nada que ver con ningún ladrón o detenido. Syu, por su parte, tampoco alcanzó a averiguar nada con sus pesquisas. Y Frundis, después de adoptar su tono de detective y de aconsejarnos mil cosas, nos dijo que la mejor solución para informarse era la de ir directamente al cuartel general.
Pero no estaba tan loca yo para presentarme en aquel lugar diciéndole al carcelero: “Hola, soy sobrina de ese ternian, y amiga de aquel y quisiera saber dónde tienes las llaves de las celdas.” Sacudía la cabeza al tiempo que me imaginaba haciendo frente a un enorme elfo oscuro que se iba pareciendo cada vez más a Brínsals, aquel guardia imponente de Ató cuyo carácter siempre me había inspirado cierto desprecio.
La espera fue insoportable. No me venía ni una noticia de nadie. Ni de la Niña-Dios, ni de Srakhi, ni Kwayat o Spaw. Y me pasaba el tiempo observando distraídamente pruebas y más pruebas sin tener ya que participar en ninguna. El Torneo ya estaba acabándose y quedaban dos días para la entrega de los premios. A lo cual seguiría un día de fiesta llamado el Día Negro, en el que se invitaba a los comerciantes a bajar los precios de sus productos para alentar a los que se preparaban ya a partir a que comprasen y se dejasen sus últimos kétalos. Los detalles me los explicó Deria cuando al fin, después de varios días sin noticias de ellos, fui a verlos.
Deria y Dolgy Vranc habían estado ocupadísimos aquellos últimos días con sus negocios. Dolgy Vranc había inventado un nuevo juguete y había llegado a acuerdos para obtener madera de la más barata con el fin de realizar su primera venta importante en Aefna. Deria estaba muy ilusionada y ambos ansiaban que llegase el Día Negro aunque temían no tener el tiempo suficiente como para llegar a fabricar todos los objetos que querían. Yo les aseguré que habría preferido mil veces ayudarlos a fabricar juguetes a tener que estar mirando uno tras otro a los candidatos de las pruebas de lucha de espada, de duelo de transformación, de carreras y demás pruebas que, con el tiempo, empezaban a pesarme. Y Deria aprovechó para disculparse de no haber ido a verme a mis combates tantas veces como hubiera querido. Yo entendía perfectamente que le fascinase más la fabricación de juguetes y la construcción de su comercio que unos cuantos duelos de har-kar en un salón de Aefna. Y al verlos a los dos tan ocupados, ni se me pasó por la cabeza contarles lo de Lénisu y Aryes. No quería molestarlos con mis preocupaciones.
El día siguiente era el segundo Muérdago del mes de Tablonas. Aquel día, todos nos enteramos de que el maestro Dinyú había contestado a Jaslu Rieyni, el maestro que lo había retado. Pero su mensaje, por lo visto, no había satisfecho a Jaslu, el cual lo llamó cobarde públicamente, comportándose como un niño contrariado.
—Lo único que pretende es atraerse más discípulos —gruñó el maestro Tuan, que había sido invitado a cenar a la Gran Pagoda por el maestro Kioldin.
Estaban pasando delante de nuestra mesa y oímos la conversación perfectamente.
—Lo que pretende es cosa suya —replicó el maestro Dinyú—. Poco nos debería importar. Hablemos de otra cosa.
—El problema viene del hecho de que ese hombre que se dice maestro no tiene el título de maestro de pagoda —terció el maestro Djilar, con total desaprobación—. Hace bien en no aceptar el reto, maestro Dinyú. Sería como aceptar formar parte del circo.
—En eso estamos de acuerdo —respondió el maestro Áynorin.
Me giré ligeramente para ver la reacción del belarco y percibí un esbozo de sonrisa.
—Me temo que si seguís dándome la razón, voy a acabar por llevaros la contraria y aceptar el desafío de Jaslu.
Se rieron y se sentaron más lejos, en una mesa aparte. Todos los kals habíamos seguido el intercambio y muchos comentaron animadamente el caso. Sotkins estaba roja de emoción defendiendo al maestro Dinyú mientras Arleo se complacía en hacerla rabiar, y cuando veía que la belarca empezaba a alzar demasiado el tono le soltaba un comentario halagador y poético.
—Tus ojos son dos gemas que se encienden cuando te enfadas —le dijo en un momento, con total seriedad.
Su frase provocó la hilaridad de sus amigos y Sotkins lo miró con una cara llena de irritación, convencida de que se estaba mofando de ella, y como habitualmente encontraba siempre unas réplicas bastante mordaces, me sorprendió que no encontrase ninguna en aquel momento y que decidiese levantarse sin una palabra y salir del comedor, lívida de cólera.
Arleo se quedó en suspenso, como extrañado de su reacción, mientras sus amigos soltaban todo tipo de burlas.
—¡Sotkins! —la llamó Arleo, frunciendo el ceño y se levantó para seguirla—. Espera, no entiendo por qué te pones así, ¿no te gusta la poesía?
Los demás redoblaron las risas, Arleo les dedicó una sonrisa vacilante.
—Voy a calmarla —les dijo.
Arleo me caía mejor que la mayoría de sus amigos. Cuando actuaba, no solía hacerlo con mala intención. Simplemente se le daba bien hacer burlas. Pero como sus amigos tenían tan poco gusto y se reían por todo, Arleo había acabado por no diferenciar las burlas inocentes de las burlas algo punzantes. En este caso, sin embargo, consideré que Sotkins había sido exageradamente susceptible.
Cuando acabé de cenar, decidí dar otra vuelta por la calle del cuartel general. De modo que recogí a Frundis y, acompañado de Syu, salí de la Pagoda y estuve caminando por las calles aún transitadas e iluminadas por lámparas envueltas por globos. Luego escogí una calle desierta y coloqué a Frundis a mi espalda para escalar el edificio. Una vez subida a la azotea, pude ver no muy lejos el camino que cercaba el cuartel general.
«Anoche nos pasamos horas mirando lo mismo», se quejó Syu, sentándose junto a mí. «¿Vamos a repetir?»
«No», dije. «Esta vez, voy a entrar.»
Syu se asustó por mi determinación pero, de todos modos, mis intentos fueron vanos. Era difícil ser prudente y pasar al mismo tiempo por encima de los dos guardias de turno, abrir la puerta de hierro, robar las llaves, encontrar las celdas donde estaban Lénisu y Aryes y huir de ahí, ni visto ni oído. Suspiré y, al de un par de horas, deseché mi sueño tan maravilloso y adopté una actitud más realista. ¿Qué estaba haciendo despierta a esas horas, cuando ni Kwayat me requería para una lección ni se podían hacer carreras correctamente como en Ató? Lo mejor que podía hacer era guardar mis fuerzas para el día siguiente, no por ser el día de los premios, sino porque la Niña-Dios me informaría de su decisión. No podía olvidar sus palabras: “Dentro de tres días, sabrás mi respuesta”, me había declarado. Recé por que la Niña-Dios no me hubiese olvidado porque, si no, la única esperanza que me quedaba era confiar en que Lénisu lo tuviese todo controlado y se hubiese inventado todo el arresto con sus amigos los guardias.
Estaba sobre el edificio más cercano al cuartel cuando divisé un movimiento que captó mi atención. La Vela y la Luna iluminaban el cielo y, pese a las nubes que de cuando en cuando las disimulaban, la oscuridad no era óptima. Me fundí en las sombras armónicas, al percatarme de que había siluetas avanzando por el tejado del cuartel general. Recordé que estaba en Aefna y que, al contrario de Ató, en la capital no sólo se me ocurría a mí caminar de noche con sigilo.
Syu y yo los observamos con curiosidad. Frundis se sumió en un silencio completo que me extrañó, ya que cada vez que había un poco de tensión en el ambiente se animaba enseguida. Al notar nuestra sorpresa, el bastón explicó sabiamente:
«Los silencios a veces son más preciosos que un concierto de Kautis.»
Me encogí de hombros, y aproveché el silencio armónico para concentrarme en mejorar mi sortilegio de camuflaje. En total, eran tres personas, dos pequeñas y una grande, pero no pude determinar de qué raza eran, ya que llevaban sus anchas capuchas sobre la cabeza. El más grande iba delante. El que lo seguía resbaló entre los dos tejados unidos del cuartel, pero su compañero de detrás le cogió del brazo. Se pararon un momento, seguramente para comentar algo.
Ni Syu ni yo osábamos casi respirar, aunque una distancia respetable nos separase de esos encapuchados. Por un momento, me imaginé que uno era Lénisu, pero ningún andar correspondía con el suyo. Luego me dije que podían ser Wanli y sus compañeros… A menos que fuesen unos desconocidos que iban a rescatar a otro encarcelado, pero dudaba de que hubiera muchos en el cuartel general, ya que la mayoría de los condenados los mandaban a los trabajos forzados.
Los vi bajar del cuartel general ágilmente y pasar por encima del muro que los separaba de la calle. Sólo entonces se quitaron la capucha. Ahora que estaban más cerca, pude ver que uno de ellos llevaba un saco. Sus rostros, escondidos por la oscuridad, eran apenas visibles. Si quería saber quiénes eran, tendría que seguirlos, me dije, atemorizada.
Syu no parecía oponerse a la idea y me dije que mientras él se estaba volviendo cada vez más temerario, yo me hacía cada vez más medrosa. Pero una de las razones por las que temía seguirlos era por no saber absolutamente quiénes eran. ¿Y si eran celmistas expertos en detectar sortilegios armónicos? ¿Y si resultaba que eran unos cazademonios, o unos ladrones, u otros individuos peligrosos? Lo único que quería saber era si tenían algo que ver con Lénisu. Pero no podía cortarles el paso y preguntárselo por las buenas.
«Si te decides, hazlo ahora, porque ya los estamos perdiendo», apuntó el mono, bajándose de mi hombro.
De hecho, las tres personas iban a doblar la esquina del edificio donde estaba.
«Los seguimos», declaré.
Y subí a cuatro patas el tejado hacia el lado opuesto para seguirles el rastro. Caminaban rápido por las callejuelas de Aefna y me costaba mantener el ritmo corriendo por los tejados. En un momento, me encontré con un jardín, y no me quedó otra que bajar del tejado y saltar a la calle. Pero cuando volví a verlos, no vi a tres personas, sino a cuatro. Y andaban los cuatro en línea, como una banda de matones, vestidos todos con largas túnicas negras. Se dirigían hacia el norte y estaban a punto de desembocar en la plaza de Laya cuando de pronto giraron a la izquierda. La calle estaba bordeada de árboles y de casas con jardines delanteros. Los árboles tenían un tronco de poca anchura y no eran óptimos para disimularse, así que reforcé mi sortilegio que empezaba a desmoronarse.
Aún había gente paseándose por la Plaza de Laya, pero no por aquella calle. Vi de pronto a los cuatro saijits desaparecer detrás de una línea de setos y me detuve durante un instante, indecisa. Iba a echar a correr hacia los setos cuando de pronto vi la luz de una lámpara y entendí que estaba pasando el sereno.
Esperé a que pasara y me pregunté si los cuatro saijits se habían ocultado por la misma razón y volverían a salir de su escondite o si ya habían llegado a su destino. La casa detrás de los setos era de piedra gris, con un balcón que la rodeaba prácticamente entera. Aguardé varios minutos pero no percibí ningún movimiento. Entonces le dije a Syu:
«¿Podrías ir a ver si siguen ahí?»
El mono gawalt ya estaba cruzando la calle, envuelto en armonías. Tenía un control sobre las armonías que de cuando en cuando me maravillaba.
«No hay nadie», dijo el mono y, aliviada, iba a salir de mi escondite cuando soltó de pronto: «Espera. Creo que hay una persona escondida no muy lejos.»
Después de un breve intercambio, decidí cruzar la calle con muchas precauciones y llegué del otro lado de la casa, ocultándome detrás de un arbusto lleno de flores blancas.
«Se ha movido», siseó Syu. «Creo que te ha oído.»
Me quedé paralizada.
«¿Hacia dónde se mueve?»
«Es un mediano», lo describió el mono. «Bueno, eso creo. Lo vas a comprobar dentro de poco. Se dirige hacia ti.»
Me entró el pánico y solté a Syu un quejido desesperado.
«Si me ve, voy a salir corriendo», le avisé.
Estuvimos un rato en silencio, tensos. Oí el leve roce de unos pies descalzos sobre los guijarros…
«Ha dado media vuelta», me informó Syu.
No me atreví ni a soltar un suspiro de alivio. Esperé, tendida entre dos matorrales de flores, a que se tranquilizaran los latidos de mi corazón. ¿Qué estaba guardando aquel mediano?, me pregunté de pronto, recelosa. ¿Acaso aquella casa era el nido de alguna cofradía ilegal? ¿Pero qué hacían unos miembros de dicha cofradía merodeando por el cuartel general, justo donde se suponía que la guardia estaba más alerta?
El mono se reunió conmigo poco después.
«Emocionante», comentó. «¿Y ahora qué?»
«Ahora, a intentar salir de aquí sin que nadie nos vea», mascullé.
El mono bostezó y aprobó.
«Buena idea. ¿Qué crees que guarda ese mediano?», preguntó.
Antes de que pudiera responder, oí voces y ruidos de pasos pisando los guijarros.
—Este trabajo es pan comido —pronunció uno de los saijits que se acercaban.
—No tan raudo —dijo una voz femenina—, el asunto aún no está resuelto. Tenemos que sacar la espada de ahí.
—La guardarán con las demás pertenencias. No creo que sepan nada sobre el valor de esa espada. —Por su tono de voz, parecía estar contento—. Buenas noches, Hawrius.
—Buenas noches —respondió una voz más lejana que debía de pertenecer al mediano que había visto Syu.
Los dos saijits pasaron justo por la avenida más cercana y estuve a punto de levantarme y echar a correr pero mi parálisis me lo impidió. Habían vuelto a ponerse las capuchas y apenas se les veía el rostro.
—Sólo hace falta poner en práctica lo que hemos dicho —añadió el hombre altísimo que se alejaba por la calle.
No oí lo que le contestó la mujer, pero no parecía convencida de que todo fuera tan sencillo. Deduje quizá demasiado de aquel intercambio. Hablaban de una espada, y yo enseguida la había relacionado con Hilo, la espada de mi tío, que tanto le había interesado al Mahir de Ató. La espada de Álingar tenía una reputación legendaria. Algunos decían que tenía encadenados a unos espíritus que liberaba para proteger al portador. Otros decían que era capaz de invocar a los muertos. Por supuesto, eran leyendas, y jamás había visto a Lénisu utilizarla, pero no dejaba de ser la espada una de las reliquias más codiciadas de la Tierra Baya. Y todo indicaba que esos encapuchados pretendían robarla.
Si tal era el caso, empezaba a entender mejor por qué Lénisu había montado aquel encarcelamiento. Pero aún seguía sin creerme que no hubiese encontrado otra manera de protegerse que la de entrar arrestado en el cuartel general.
«A menos que todo esto no tenga nada que ver», dijo Syu, leyendo mis pensamientos.
Suspiré y enseguida me tapé la boca, aterrada. El mediano Hawrius seguía ahí: no podía permitirme meter la pata ahora. Me mordí el labio inferior, intentando pensar en una manera segura de salir de ahí sin que me viese nadie. En ese instante oí un acorde de violines.
«En eso, puedo ayudarte», intervino Frundis con tranquilidad. «Te envolveré en un manto de oscuridad, ¿qué te parece?»
Me quedé totalmente pasmada.
«¿Puedes hacer eso?»
«Me es algo cansino soltar ilusiones al exterior, pero puedo hacerlo», dijo Frundis. «Recuerda esos lobos sanfurientos que te atacaron, el día que te conocí.»
Recordé que efectivamente aquel día en las Llanuras de Drenau el bastón había creado armónicamente varios lobos sanfurientos para demostrarme que era capaz de luchar.
«Si puedes hacer que no me vea, adelante», le animé.
«Pero eso sí, tú no intentes nada», me advirtió. «Tus armonías podrían chocarse contra las mías y mi esfuerzo sería vano.»
«Descuida, tú dime cuándo puedo echar a correr», contesté, sintiendo algo de aprensión al confiar tanto en las capacidades armónicas de Frundis.
Enseguida sentí el fluir de las energías armónicas a mi alrededor. Frundis me envolvió en una esfera de oscuridad.
«¡Listo!», me dijo.
Me levanté y eché a correr por la calle como si me estuviese persiguiendo un dragón de tres cabezas. Detrás de mí oí un grito ahogado y un sonido que semejaba al de un saco pesado cayendo al suelo.
A la mañana siguiente, Frundis aún seguía más silencioso de lo habitual por su esfuerzo armónico. No me había atrevido a hacerle el más mínimo reproche sobre lo ocurrido. Su esfera de oscuridad había sido tan exagerada que el mediano que vigilaba la casa sospechosa, al verla aparecer como un agujero negro en el aire, se había desmayado de terror. Pero ni Frundis, ni yo comentamos el percance, y Syu tan sólo observó burlonamente que la manera de escapar le había parecido profesional. Esperé que el tal Hawrius no se acordara de nada cuando despertase.
Estaba a punto de entrar en el comedor para desayunar cuando el maestro Dinyú se acercó a mí.
—Buenos días, Shaedra, quisiera hablarte un momento.
Realicé el saludo que convenía a un maestro y lo seguí. Me condujo a sus habitaciones y saludé a Saylen y Relé con una ancha sonrisa.
—¿Cómo estás? —le pregunté al niño de tres años.
Relé, al verme, salió disparado hacia mí, con las manos abiertas.
—¡Mono! Arriba —dijo.
Percibí la exasperación de Syu, al que nunca le había dejado de irritar la atención que aquel niño le prestaba.
—Syu es un mono gawalt —le expliqué.
—Yo también —dijo el niño, chupándose los dedos y sonriendo como un pequeño demonio.
Sonreí.
—Relé, ven aquí —le llamó su madre—. Tu padre quiere hablar con Shaedra.
—¿Y hablar con el mono? —preguntó Relé, volviendo adonde su madre.
—Eso me temo que va a ser más difícil —replicó el maestro Dinyú, sonriéndole con aire divertido.
Me despedí de ellos y seguí al maestro Dinyú a una pequeña sala impersonal con cojines y mesas bajas.
—Bueno, siéntate —me dijo, tomando asiento en un cojín escarlata.
Me senté y lo miré interrogante.
—¿Qué ocurre, maestro? —pregunté.
—Tengo unas preguntas que hacerte —empezó, lentamente—. Sé que os dimos para esta noche toda la libertad de ir adonde queríais y cuando queríais mientras os comportaseis como kals de Ató… no quiero meterme donde no me llaman, pero considero que si tienes un problema, es mi deber de maestro ayudarte. Esta noche te vi volver y parecías algo atemorizada.
Sentí que me invadían la tensión y el malestar. El maestro Dinyú siempre sabía adoptar el tono adecuado para no parecer un entrometido. Y yo lamentaba haberlo preocupado. ¿Y si el maestro Dinyú empezaba a dejar de confiar en mí por todos los secretos que le ocultaba?
—Es… un asunto que me viene preocupando desde hace unos días —confesé—. Así que esta noche fui a investigar.
—¿En el cuartel general? —preguntó Dinyú.
Agrandé los ojos. ¿Así que estaba al corriente…?
—Lénisu y Aryes están encarcelados ahí —asentí.
Su reacción mostró que, obviamente, no estaba al corriente de eso. Se sobresaltó y me miró, incrédulo.
—Espera… ¿puedes repetir lo que has dicho? —soltó, pestañeando.
—Lénisu y Aryes están encarcelados en el cuartel general —repetí pacientemente.
—Pero… ¿qué hace Aryes en Aefna? —preguntó, con aire perdido. Veía claramente que las preguntas se arremolinaban en su mente.
—Vino hace unos días, pero no quiere que nadie de la Pagoda sepa que está aquí. No me pregunte la razón, no la conozco. Estaba con Lénisu cuando lo arrestaron.
—Así que está vivo —meditó—. Eso alegrará a su padre. Bueno… como ya he dicho, no quiero meterme donde no me llaman, pero si necesitas ayuda, puedo proporcionártela, siempre y cuando el objetivo sea honesto.
Recordé que el maestro Dinyú había salvado a Lénisu en Ató al no señalar su presencia junto a la casa del Mahir.
—Realmente me siento muy mal metiéndole en esto, maestro Dinyú —me disculpé—. Ya tiene usted mucho que hacer con el Torneo y con los duelos y…
—Veo que estás acostumbrada a guardar todos los problemas para ti —me interrumpió tranquilamente Dinyú, con un tono que oscilaba entre la aprobación y el reproche.
«Se equivoca, no los guardas sólo para ti», me gruñó Syu cariñosamente. «Frundis y yo también los compartimos con generosidad.»
—Mire, maestro Dinyú —empecé—, puedo explicarle el asunto, si lo desea, pero dudo mucho de que vaya a poder hacer algo, porque está todo un poco embrollado.
El belarco me miró fijamente y asintió para animarme.
—Verá —dije—, un día quedé con Aryes en Aguaclara. Lo esperé quizá media hora, pero no venía, y él normalmente es siempre muy puntual —añadí.
—Cierto —aprobó Dinyú.
—Empecé a recorrer el Anillo que rodea el Santuario y vi a unos guardias montados a caballo arrestando a tres hombres. Y reconocí a Lénisu y a Aryes, aunque llevaban sacos en la cabeza. Y los condujeron al cuartel general.
—¿Cuándo pasó eso? —preguntó el maestro Dinyú.
—Antes de ayer —contesté, sintiéndome algo aliviada al contárselo todo y al ser tan bien escuchada—. Desde entonces, creo que no han salido de ahí.
—Y… ¿por qué los han arrestado?
—Ahí empieza el problema. —Con un mohín, saqué las garras y empecé a afilarlas unas con otras distraídamente mientras hablaba—. Y ahí entra en juego Srakhi.
—El gnomo say-guetrán —dijo el maestro Dinyú, entendiendo.
—Así es. Pero voy a contarlo cronológicamente que si no no va a entenderlo. Hace unos cuantos días, el primer día de mi prueba armónica, salvé a una sirvienta de la Niña-Dios cuando estaba atragantándose. Y el día del duelo entre Farkinfar y Smandjí, vino un Arsay de la Muerte a pedirme que fuera adonde la Niña-Dios… La Niña-Dios me dio las gracias por haber salvado su sirvienta y me dijo que podría pedirle un favor.
—Y tú le pediste que salvara a Lénisu y a Aryes.
—Era la víspera del arresto. Pero sí, al día siguiente fui al Santuario a pedirle que los sacara de ahí y me dijo que necesitaba tres días para pensarlo.
El maestro Dinyú parecía aún tener dificultades para asimilarlo y creerlo todo.
—Es una historia rocambolesca —acabó por decir.
—Pero no se acaba ahí —suspiré—. Ayer, Srakhi me dijo que Lénisu había entrado en la cárcel adrede. Con lo que probablemente he metido la pata pidiéndole a la Niña-Dios que… Ejem, bueno —me ruboricé—, el caso es que todo parece indicar que Lénisu está en apuros y que alguien pretende robarle otra vez su espada.
El maestro Dinyú permaneció en silencio un largo rato.
—Tu tío debe de tener amigos poderosos para que tantos guardias lo protejan. —Frunció el ceño—. Si es verdad que ha entrado ahí voluntariamente.
—No tiene sentido —admití—. Lénisu jamás habría permitido que Aryes… En fin, no lo entiendo. Y como Lénisu nunca me explica nada, ando totalmente a ciegas.
—Entiendo tu confusión —reflexionó el maestro Dinyú—. Y ahora entiendo por qué estabas tan poco atenta a lo que hacías estos últimos días. —Hice una mueca culpable—. Intentaré ayudarte. —Mi rostro se iluminó—. Pero quiero que sepas que si resulta que Lénisu está encarcelado por una buena razón, no haré nada para sacarlo de ahí.
—¿Usted siempre actúa según su conciencia, verdad? —solté con admiración.
Dinyú sonrió, recobrando su habitual serenidad.
—Actúo siempre según lo que me parece correcto. Quizá por eso haya tanta gente en Ajensoldra que me mira con mal ojo.
Puse cara sorprendida.
—Me extrañaría que sean tantos como dice —le aseguré, risueña—. Y ya tiene a un buen número de alumnos pagodistas que lo admiran. El maestro Jaslu…
—Dejemos aparte a ese joven maestro. Te invito a un desayuno —dijo el maestro Dinyú, sonriente.
Junté las dos manos y sonreí.
—Será un placer —respondí.
El maestro Dinyú se levantó riendo.
—Una de las cosas que más me marcaron al llegar a Ajensoldra fue la buena educación. En Iskamangra, la gente es menos abierta. Y eso sí, si el maestro Jaslu hubiese sido iskamangrés, habría empezado la lucha para obligarme a aceptar el duelo. A los iskamangreses no les gustan los circunloquios.
Lo vi algo soñador, recordando quizá ciertos eventos de su pasado en su tierra natal.
—¿De dónde es usted exactamente? —pregunté, curiosa—. Iskamangra es muy grande.
—Del Reino de Kolria —contestó él—. Nací cerca del Bosque Pang. Es una hermosa región.
Salimos de la salita y nos sentamos junto a Saylen y Relé para desayunar. Saylen le regaló un plátano a Syu y a este se le subió la moral enseguida. Frundis había empezado a tocar unas dulces notas de piano, como para adormilarse mejor.
Mientras desayunábamos, Saylen preguntó:
—¿Dónde se darán los premios?
—En la misma sala que durante la inauguración —respondió Dinyú, comiendo una torta llena de frutos secos—. Lo que es seguro es que Farkinfar ha ganado el segundo puesto en el har-kar del último nivel. Y Smandjí ha quedado primero.
—Estarás orgulloso —comentó su esposa—. Pero ¿por qué Pyen sigue siendo har-karista si no era lo que quería ser?
Dinyú se encogió de hombros.
—No he podido hablar mucho con él, aunque creo que se ha alegrado mucho de verme. Me dijo que había estado en los Reinos de la Noche durante muchos años. Enseñaba har-kar y recibía a cambio comida, alojamiento y favores. Me comentó que estuvo de aprendiz con un ebanista y con un herrero y que luego estuvo viajando por la Tierra Baya buscando algún destino.
—Pobrecillo —suspiró Saylen—. Al menos sus padres estarán contentos de verlo ganar el segundo puesto del har-kar en Ajensoldra.
—También me dijo que sus padres habían muerto —contestó tristemente su esposo.
Saylen agrandó los ojos y miró de reojo a Relé, entristecida.
—Oh. Vaya.
—De todas formas, ese joven es increíble —prosiguió el maestro Dinyú—. Siempre ha tenido muchas iniciativas.
—Aún me acuerdo de él —asintió Saylen—. Era un chico muy educado.
—Yo también —dijo Relé, mirándonos a todos con cara risueña e inocente.
Me eché a reír y lo observé levantarse e ir a buscar otro plátano para tendérselo a Syu. Reprimí una carcajada al notar su sorpresa y el mono gawalt me miró con los ojos entornados.
—¿Pa’ Su? —dijo el pequeño.
El mono abandonó mi hombro, saltó sobre la silla, juntó las dos manos para agradecerle el regalo, como me había visto hacer tantas veces, y cogió delicadamente el plátano de las manos del niño.
«Este bebé saijit me empieza a caer mejor», dijo Syu. «Aunque ahora no es que tenga especialmente hambre», añadió, pelando y devorando el plátano.
—Es un animal curioso —comentó Dinyú, observándolo—. Ha hecho una especie de gesto para dar las gracias. ¿Le estás enseñando la cortesía a un mono gawalt?
«Podría enseñártela a ti, grandullón», gruñó el mono, masticando ruidosamente, con los ojos fijos en el maestro.
—No exactamente —contesté y añadí, burlona, señalándome con el pulgar—: pero toma ejemplo.
«¿Tú, un ejemplo?», replicó el mono, con una risita irónica. «Tienes más cosas que aprender de mí que yo de ti, te lo digo yo, que soy un mono gawalt.»
Sonreí, divertida, y lo cogí en brazos.
—Muchas gracias por el desayuno, maestro Dinyú —dije.
—Os quiero a todos aquí a la hora de comer —me avisó—. Iremos todos juntos a la sala de los premios. Y te prometo hacer algo respecto a Lénisu.
Al advertir que hablaba tan tranquilamente delante de Saylen, supuse que no guardaba ningún secreto que no compartiera con su esposa. Los saludé a los tres, sonreí cariñosamente a Relé y salí de la sala para reunirme con los demás, que habían decidido dar un último paseo por Aefna. Al fin y al cabo, se suponía que al día siguiente retomaríamos nuestras carretas, rumbo a Ató. Pero yo sabía que si las cosas no se arreglaban de aquí a mañana, no me movería de Aefna.
No dudaba de que la ceremonia de los premios fuera a ser aburridísima. De camino hacia el lugar, observamos todo un flujo de personas que deseaban asistir al acontecimiento mientras los maestros Dinyú, Áynorin y Juryún nos abrían paso entre la multitud.
Sotkins parecía ya mucho más tranquila y decepcionada de que el Torneo hubiese acabado y caminaba junto a mí, sumida en sus pensamientos, mientras los demás iban hablando, alegres ya al saber que volverían pronto a Ató.
Yo hubiera preferido diez mil veces hablar con la Niña-Dios cuanto antes para saber lo que había decidido, pero entendía que como pagodista de Ató no podía tampoco desaparecer cuando me viniese en gana.
Mientras la gente se instalaba en los palcos y detrás de las barreras, los candidatos nos quedamos en la parte inferior de la sala. Habían dispuesto cuatro podios en medio para cada uno de los niveles del Torneo y habían llevado cuatro cofres llenos de objetos para los candidatos premiados.
Los maestros nos dejaron para irse a sus respectivos asientos, y me alegré de tener a Frundis para poder apoyarme, ya que iba a quedarme varias horas de pie.
Empezaron por entregar los premios a los más jóvenes. Les daban bolsas de dinero u objetos valiosos y los niños se largaban muy contentos, menos los tres primeros, que se veían obligados a subir al podio y a esperar ahí hasta que el Dáilerrin viniese a entregarles una corona diferente para cada uno.
Luego íbamos nosotros. Empezaron a dar los nombres de los premiados y de Ató fueron nombrados Sotkins y Marelta. Cuando observé a la elfa oscura sonreír con todos sus dientes y avanzarse para recibir su premio, suspiré, convencida de que a partir de ahí iba a ser insufrible. A Sotkins le dieron un brazalete de oro y a Marelta una daga con un filo puntiagudo y afilado. Y entre los tres finalistas salieron un pagodista de Agrilia campeón de la prueba brúlica, Ar-Yun, el har-karista de Kaendra que me había ganado en duelo, y una pequeña elfa de la tierra que había ganado al tiro con arco.
Siguieron con los premios para los adultos y luego para los profesionales, de los cuales Smandjí fue ganador junto con un celmista brejista del Palacio Real llamado Sirseroth y una tal Imaragowsha, celmista especialista en energía aríkbeta de las Repúblicas del Fuego. En medio de la entrega de los premios, empecé a bostezar descontroladamente y me ruboricé bajo las miradas de reproche de Sotkins.
Estuve oteando por los palcos superiores, suponiendo que la Niña-Dios habría ido a presenciar la ceremonia, pero desde donde estaba era difícil ver nada, y a Syu no le apetecía alejarse de mí para salir de exploración porque tanta gente le causaba cierto mareo y yo le entendía perfectamente.
Acabó la ceremonia de los premios y la sala se llenó de bailarines que realizaron una coreografía para cerrar el Torneo. En medio del baile, divisé a la pequeña semi-elfa de ojos rosáceos que había sido mi adversaria durante las pruebas armónicas. Estaba junto al mismo saijit ancianísimo que siempre la acompañaba. Y la joven parecía tremendamente decepcionada.
Como ya nos podíamos mover libremente, me acerqué a ella con Frundis y Syu y le sonreí.
—Hola, Tebayama, soy Shaedra, ¿te acuerdas de mí?
La semi-elfa me miró con mala cara. Sus ojos estaban más rojos que rosas y entendí que había llorado.
—Hola —contestó simplemente.
—Es una pena —comentó el anciano, asintiendo, con el tono de quien venía repitiendo las mismas palabras desde hacía un buen rato.
—Er… —solté, sin saber qué decir—. Bueno, ha sido un placer conocerte, quería decirte que me quedé impresionada al ver tus duelos. Debes de entrenarte mucho.
Tebayama pareció un poco más amigable cuando dijo:
—Gracias. Mi bisabuelo me entrena muchas horas al día. Pero no ha sido suficiente —añadió entonces con tono ahogado.
Se veía que hacía unos tremendos esfuerzos para no llorar, y entendí que el no recibir ningún premio la había zaherido mucho.
—Venga, no te preocupes, los Torneos no suelen ser justos. Habría que ver cómo calculan quién debe recibir un premio y quién no —razoné.
La joven semi-elfa me miró, quizá sorprendida de que me molestase en consolarla.
—Es verdad —contestó, más tranquila, pero enseguida empezaron a brotar lágrimas de sus ojos—. Pero es que he hecho tantos esfuerzos…
—No los suficientes —replicó el abuelo—. Deja de llorar, pequeña, una niña fuerte como tú no debe llorar.
Enseguida la semi-elfa se controló, pasó las manos por sus ojos y recompuso su expresión. El abuelo, pese a su edad, parecía de esos tipos que intentaban realizar sus sueños mediante otras personas. Y Tebayama parecía exhausta y completamente obsesionada por ser la mejor armónica de todos los de su edad.
Iba a despedirme de ellos cuando de pronto Tebayama me cogió del brazo.
—Ven —me dijo—. Quiero enseñarte algo.
—¡Tebayama! —exclamó el anciano, contrariado.
—Enseguida vuelvo, abuelo.
Y me arrastró por entre la gente, hasta la salida.
—¿Qué me tienes que enseñar? —le pregunté, curiosa y sorprendida a la vez, al salir de la enorme sala.
—No me hables como si tuviese cinco años —replicó ella—. Aunque no lo parezca, tengo quince.
Enarqué una ceja. Desde luego, no lo parecía.
—Perdona, no quería ofenderte —me disculpé—, pero ¿qué quieres enseñarme?
—Un truco —respondió ella—. Pero antes quiero que me digas cómo has conseguido deshacer mi imagen armónica.
La miré fijamente y solté una risa, divertida.
—¿Tanto te extraña que alguien consiga alterar tu creación armónica? —pregunté.
—Ninguno de los demás adversarios consiguió remodular tanto mi imagen como tú —insistió.
Parecía tomárselo todo muy en serio y me encogí de hombros.
—Qué quieres que te diga —suspiré—. Tus trazados me parecen más fáciles de cambiar que los de otras personas. Pero yo no tengo unos enormes conocimientos sobre eso. No me entreno tanto como tú —añadí, diplomáticamente.
Tebayama hizo una mueca. Parecía decepcionada por mi respuesta.
—Está bien —dijo al fin. Y entonces juntó las dos manos y las abrió, colocándolas en horizontal. Noté la vibración de energía armónica y entendí que estaba creando algo.
La imagen que se fue formando ante mí era la de un rubí magnífico. Parecía realmente estar ahí. E inexplicablemente, Tebayama cogió la piedra preciosa entre dos dedos y me lo mostró.
—¿A que no conocías este truco? —se divirtió, al ver mi expresión turbada.
—Pero… no has utilizado ningún sortilegio de invocación —solté yo, sin entenderlo.
—Por supuesto que no, es todo una ilusión. Pero puedo girar la piedra en todos los sentidos que siempre la verás. Soy capaz de crear una ilusión de contacto al mismo tiempo que una ilusión de la vista. Ahora, si no estuviese obligada a mantener la ilusión, podría engañarme y pensar que es un rubí verdadero.
—Interesante —medité. Era lo que se llamaba una combinación de sentidos. Pero me parecía mucho más increíble que hubiese logrado crear una imagen que pudiese verse desde todos los ángulos.
Tebayama parecía orgullosa de sí misma.
—Muy pocos de mi edad saben hacer eso. Tú no serías capaz, ¿verdad? —me preguntó.
—Sería incapaz —admití, algo sorprendida al notar la falta de tacto de Tebayama. No parecía darse cuenta de que se estaba comportando de manera algo grosera y soberbia.
—Entonces, creo que tengo toda la razón del mundo para odiar a todos los del Torneo —gruñó—. No ven que soy la mejor… —Carraspeó—. Lo digo sin querer insultarte.
—Por supuesto —repuse, reprimiendo una carcajada.
«Me temo, Syu, que esta semi-elfa tiene un sentido del orgullo todavía más agudo que el tuyo», comenté.
«Una cosa es orgullo y otra soberbia», replicó el mono. «Esta niña necesita una buena dosis de humildad, como suele decir Sotkins.»
Tebayama siguió despotricando contra los jurados del Torneo y yo la conduje poco a poco al interior de la sala y la dejé con su abuelo diciéndoles juntando las manos:
—Te deseo toda la suerte del mundo, Tebayama. Un placer conocerlo, abuelo.
—Espero que nos volvamos a ver —dijo Tebayama con una sonrisa de hada—. Creo que podríamos ser buenas amigas.
Le correspondí con una media sonrisa vacilante y me alejé. Tebayama era una persona muy extraña, concluí. Y aunque al principio dicha rareza me había intrigado, resultaba que sus aires de pequeño ángel no eran más que una fachada.
«La más bella rama puede convertirse en una serpiente», sentenció Syu.
«Bueno, no seas exagerado», sonreí. «Simplemente está obsesionada y no se da cuenta de que hay cosas más importantes que las armonías.»
En ese momento, me asaltaron todos mis compañeros.
—¿Dónde te habías metido? —preguntaba Laya.
—¡Un Arsay te está buscando! —exclamó Ozwil, llegando con sus botas encantadas.
Estaban sobreexcitados y me acribillaban a preguntas: ¿por qué me buscaba un Arsay de la Muerte? ¿Había hablado con la Niña-Dios? ¿Acaso tenía asuntos con ella?
—Esto… —dije, mareada.
Los demás pagodistas, atraídos por el alboroto, vinieron a unirse a los que observaban la escena con curiosidad. Pero en ese momento apareció Lacmin, el Arsay, y me sustraje a mis amigos sin haber acabado mi frase. Los pocos kals de las demás pagodas que se habían tragado todas las historias rocambolescas que habíamos hecho circular sobre nosotros, los valientes kals de Ató, me miraron con los ojos abiertos de par en par mientras los demás volvían poco a poco a interesarse por el baile y la música.
Seguí al Arsay sintiendo mis mejillas abrasadas. No estaba habituada a que tanta gente me mirase y aquella escena me había puesto muy incómoda. La sala era mucho más grande que la del har-kar, pero afortunadamente la Niña-Dios no se encontraba en los palcos de arriba, sino en un ancho balcón lleno de sacerdotes. Me recibió el hombre con túnica pajiza y me guió, no hacia el dosel donde se encontraba la Niña-Dios, sino hacia una pequeña sala vacía y sin ventanas. El sacerdote hizo un gesto y Lacmin inclinó ligeramente la cabeza y se marchó.
—Nos vemos otra vez, joven kal —soltó.
—¿Ha decidido algo la Niña-Dios? —pregunté, mordiéndome el labio por los nervios.
—Me ha encargado a mí ocuparme de tu caso —dijo. Por su tono, no parecía muy halagado—. Pero yo quisiera saber cuál es tu verdadero propósito liberando a tres ladrones.
—¿Así que están en el cuartel general? —me esperancé.
—Estaban. Los han movido esta mañana. Lénisu Háreldin, Aryes Dómerath y Manchow Lorent. ¿Qué relación mantienes con esa gente?
Abrí la boca y la volví a cerrar con expresión confusa.
—No hace falta que me lo digas —prosiguió él entonces—. El primero debe de ser tu tío. Y los otros dos unos amigos.
—Está casi en lo cierto —aprobé, sintiendo que todo aquel asunto iba a acabar muy mal—. A Manchow Lorent no lo conozco. ¿Vais a hacer algo para liberarlos? ¿De qué les acusan?
—Robaron una reliquia.
Su tono daba a entender que opinaba que aquellos ladrones merecían al menos quince años de trabajos forzados.
—¿Una reliquia? —repetí.
—No conozco los detalles —replicó él—. Pero el delito es enorme. Las reliquias pertenecen a Ajensoldra. Ellos pretendían sacarla de los Pueblos Unidos y venderla. Y sospecho que tú estabas al corriente de todo.
—¿Yo? —murmuré, confundida.
Los pensamientos se me arremolinaban en la mente. Si acusaban a Lénisu de robar una reliquia, obviamente no se había dejado arrestar a posta. Y eso significaba que, contrariamente a lo que me había dicho Srakhi, sí que había que preocuparse. Me pregunté por un momento si Lénisu realmente había querido robar alguna reliquia en Aefna o si estaban intentando hacer creer que la espada de Álingar había sido robada por mi tío…
—Por consiguiente, el favor que has pedido es nulo ya que va en contra de la ley de los dioses —dictaminó el humano.
Lo observé durante unos momentos con los ojos perdidos. Sentía que acababa de perder toda la esperanza.
—Usted, ¿cómo se llama? —pregunté de pronto. La cólera empezaba a invadirme. No podía existir una injusticia tan grande, me dije.
—Soy Djawurs, consejero y preceptor de la Niña-Dios —contestó con orgullo.
—Djawurs, está usted cometiendo un tremendo error —le dije con solemnidad, aunque mi voz temblaba de rabia—. Lénisu es un hombre honrado. No ha robado nada. Estoy más que segura de eso. Y Aryes es todavía más inocente. Esto es una injusticia —decreté.
—No he venido a discutir sino a comunicarte la decisión de la Niña-Dios —replicó él—. Que los dioses te acompañen.
Syu le enseñó los dientes, amenazante, y Frundis empezó a sonar las trompetas.
—Que los demonios te lo paguen —siseé, saliendo de ahí con la mente en ebullición.
Anduve por las calles de Aefna sin destino fijo, demasiado preocupada por encontrar una solución a mi problema para fijarme hacia dónde iba. Recorrí toda la Plaza de Laya, di varias vueltas y acabé por llegar al portal del Palacio Real. Sólo entonces desperté levemente de mi turbación para admirar el imponente edificio rematado por cúpulas majestuosas. Pero pronto me desinteresé y volví a bajar la vista sobre el adoquín. Seguí andando, con la sensación de que una garra hostil me oprimía el corazón. Esta vez, no podía hacer nada. Lénisu y Aryes ya no estaban en el cuartel general. Los amigos de Lénisu no aparecían. Y no tenía ni idea de dónde encontrar a Srakhi.
El cielo se estaba cubriendo y el viento había cambiado de dirección, enfriando rápidamente el aire. Pensé en volver a la Pagoda para recoger mi capa, pero me dije que a esa hora estarían todos de vuelta y no quería que me viesen. Habiendo leído libros sobre Aefna, sabía que cuando soplaba del noreste el frío cruzaba el océano Dólico y se propagaba por todas las praderas. El cielo empezaba a oscurecerse y el sol iba desapareciendo detrás de la colina del Santuario. La gente se encerraba en sus casas, presenciando el mal tiempo, y las calles se iban vaciando poco a poco.
Empecé a temblar de frío por el viento y decidí finalmente ir a recoger la capa sin que me vieran. No quería ver a nadie. Lo único que quería era encontrar una solución.
Envuelta de sombras armónicas, pasé por mi cuarto a la hora de la cena, cogí mi mochila naranja y todas mis demás pertenencias y me alejé de la Gran Pagoda sin intención de volver.
Ignoré el hambre y pasé por delante del cuartel general pero no giré ni la cabeza en su dirección. No sabía adónde ir. ¿Adónde se llevaban a los prisioneros normalmente? El cielo negreaba, no solamente por el crepúsculo sino porque se avecinaban unas nubes oscurísimas que venían directamente del norte. Por la mayoría de las calles tan sólo pasaban algunos trabajadores demorados o algún que otro gato que volvía a su refugio.
Cuando empezaron a caer las primeras gotas, me cubrí la cabeza con la capucha y me senté debajo de una morera, no muy lejos del cuartel. Había andado quizá durante cuatro horas sin parar y sentí que mis músculos se relajaban, cansados. Syu se había escondido debajo de mi capucha y parecía tan pensativo como yo.
«Tengo una idea», anunció.
«¿Cuál?»
No contestó enseguida, acariciando su cola, meditativo.
«¿Syu?», le animé.
«No se puede preguntar a los guardias dónde los han mandado, ¿verdad?», reflexionó.
«También se me ha ocurrido a mí», confesé. «Pero tengo mis dudas de que nos digan nada, sobre todo los que guardan la puerta, no sabrán nada.» Hubo un silencio e inspiré hondo, levantándome. «Pero se puede intentar.»
Mientras Frundis y Syu me daban consejos para intentar convencer a los guardias de que contestaran a mi pregunta, me dirigí hacia la puerta del cuartel general. Y vi a los guardias tendidos contra el muro, profundamente dormidos. Fruncí el ceño. Aquello no era normal.
Entonces recordé a los saijits que había visto sobre el tejado del cuartel general, la víspera. Por lo que había entendido, iban a intentar entrar en el edificio para robar la espada de Álingar. En un principio, había pensado que eran enemigos de Lénisu. Pero ahora me preguntaba si no era lo contrario. En todo caso, sin la espada, Lénisu ya no sería de ninguna ayuda para aquel que tanto ansiaba tener a Hilo. Y sin Lénisu, probablemente tampoco se podría utilizar la espada. El Mahir de Ató no había conseguido entenderla solo.
«Están dormidos», resoplé, sin poder creérmelo aún.
Eché un vistazo a mi alrededor, me aseguré de que no había nadie y salté por encima del portal, maldiciendo la capa que estorbaba mis movimientos. Me acerqué prudentemente a los guardias, imaginándome que de pronto se despertaban y me encarcelaban por haber franqueado el muro. Pero no se movieron. Sus posturas eran antinaturales como si hubiesen caído dormidos por sorpresa. ¿Qué les habrían hecho los saijits de capas negras?
La puerta estaba entornada. Una oleada de esperanza me invadió. Si lograba llegar hasta los registros, quizá descubriese el lugar adonde habían mandado a Lénisu y a Aryes.
«¡Cuidado!», exclamó de pronto Syu, señalando con el índice algo a la izquierda.
—Buenas noches —dijo una voz.
Vi una pequeña silueta aparecer entre las tinieblas y soplarme algo que se hincó en mi hombro con fuerza.
—Demonios —solté, sintiendo de pronto que algo me estaba atacando la sangre. Vacilé y titubeé un momento.
Entre las flechas de agua que caían del cielo vi el rostro de Hawrius que pasaba junto a mí mientras me desplomaba en el suelo encharcado.
* * *
Cuando desperté, me dolía la cabeza y tenía la impresión de poder dormir mil horas seguidas. Confusa, sin acordarme de dónde estaba, hice un esfuerzo por entornar los ojos al oír voces y me quedé en suspenso al advertir que estaba en un lugar desconocido. No era mi cuarto de Ató, ni mi cuarto de la Pagoda… Volví a cerrar los ojos, exhausta.
—Ya os lo dije —decía una voz familiar—. Aquella noche, lo que vi… debería haberlo entendido. He sido un estúpido al creeros que todo iría bien. Reíros de mí y de mi superstición, pero aquel elemental de humo negro que vi era una clara señal. No deberíamos haber aceptado este trabajo.
—Cállate, Hawrius —ladró una mujer—. Estamos todos aquí, no sólo tú.
—Si te crees que eso me hace sentir menos estúpido —suspiró Hawrius.
—Maldito Borklad —gruñó un hombre—. Ese siempre se libra.
Aquellas voces me resultaban familiares y al notar que poco a poco mi mente se aclaraba, entendí quiénes eran y recordé que uno de ellos me había tirado un aguijón de sueño.
Abrí los ojos otra vez y vi a mis compañeros de celda.
—Se despierta la muchacha —dijo el hombre que acababa de hablar.
En total, eran cuatro, dos hombres y dos mujeres. Al mediano Hawrius ya lo conocía. El hombre altísimo era un caito de pelo negro. Las dos mujeres eran humanas. Una, rubia, taladraba el mediano con sus ojos azules. La otra, de unos veinte años, peinaba distraídamente su pelo pelirrojo mientras tarareaba en voz baja una canción.
Pero cuando me senté en mi tabla de madera donde había estado tumbada, los cuatro me miraron con fijeza.
—Buenos días —dije, desperezándome. Tenía un hambre voraz.
Y de pronto me quedé sin habla, espantada.
—¡Syu! —exclamé, aterrada. Me levanté, miré en todas las esquinas de la pequeña celda y me agarré a los barrotes, desesperada—. Syu… —sollocé. Pero no había nadie en la sala para que pudiese pedirle explicaciones.
—¿Qué le pasa? —preguntó el hombre alto.
—Aún está afectada por el veneno —explicó Hawrius—. A veces causa ataques de hipersensibilidad.
Frundis tampoco estaba. Syu…
«Tranquila», dijo de pronto la voz del mono, muy lejana. «Estoy escondido en un seto. Y he conseguido arrastrar a Frundis conmigo. Pero no conseguí moverte, pesas una tonelada. ¿Estás bien?»
Inspiré hondo y espiré, aliviadísima.
«Estoy bien. Por un momento creí que os había perdido. No te muevas de donde estás. Conseguiré salir de aquí.»
No nos habían quitado nuestra ropa, pero no tenía mi mochila naranja. Una suerte que las Trillizas las guardase en mi bolsillo interior de la túnica. Eché una ojeada prudente a los demás. Tenían un aspecto totalmente extravagante. La rubia llevaba unos guantes que parecían valer una fortuna, y el hombre alto vestía ropa de calidad. La pelirroja tenía la cabeza adornada con una diadema de varias cadenas que parecían ser de oro.
—¿Quiénes sois? —pregunté.
—Los Leopardos —contestó la rubia—. ¿Qué hacías en el cuartel general?
—¿Los Leopardos? —repetí—. ¿Es alguna cofradía?
—¿No has oído hablar de nosotros? Somos unos cazarrecompensas. Pero sólo aceptamos las misiones que valen la pena. —Hawrius masculló, irónico, al oír las palabras de la rubia—. ¿Pero quién eres tú?
—Ibais a por la espada de Álingar, ¿no es así?
Se consultaron con la mirada y sentí aumentar la desconfianza.
—¿Quién eres? —preguntó la pelirroja.
—¿Yo? Soy Shaedra —dije sencillamente—. Una alumna de la Pagoda Azul.
Me contemplaron, como si estuviesen intentando adivinar si mentía o decía la verdad. Entonces, la rubia hizo un movimiento de cabeza.
—Mi nombre es Lassandra. Y estos son Ritli, Hawrius y Sabayu.
—Un placer —dije, juntando las manos y saludándolos a la manera de Ató—. Ya le conocía a Hawrius —añadí, carraspeando, y el mediano se ruborizó ligeramente.
—¿Qué sabes de la espada de Álingar? —preguntó Ritli.
Sus ojos castaños me escudriñaron con detenimiento.
—Oh, yo poca cosa —confesé, preguntándome cuál era la mejor manera de conseguir que se desinteresaran de mí—. Pero sé que vais detrás de ella.
—¿Cómo lo sabes? —preguntó Hawrius, receloso.
—Bueno… Hace unos días aparece la espada en el cuartel general y de repente aparecéis vosotros, ¿no es mucha casualidad? —pregunté, con el tono de quien se las da de experto cuando en realidad no lo es.
Pero a los cuatro Leopardos los había dejado estupefactos. Hawrius silbó entre dientes.
—La espada de Álingar —repitió.
—¿Qué es la espada de Álingar? —preguntó de pronto Sabayu, la más joven del grupo.
Me quedé mirándola, atónita, mientras Lassandra se lo explicaba.
—Es una espada legendaria que tiene el poder de invocar a los muertos, según dicen.
—Leyendas —escupió Ritli, molesto—. La espada de Álingar jamás ha existido.
—¿Qué? —solté, sin poder creerlo.
¿Así que los Leopardos estaban buscando otra espada, que no era la de Lénisu? Realmente no lo entendía.
—La joven ternian parece creer en la existencia de esa espada —replicó Lassandra—. Pero a lo mejor es una espada común y corriente con algún poder mágico o algo así.
Al oír la palabra «mágico» entendí que probablemente ninguno de los cuatro tenía ni la más remota idea de artes celmistas. Los cuatro Leopardos se habían puesto a discutir sobre la espada y sobre las leyendas. Hawrius y Lassandra aseguraban que la espada existía, Ritli se negaba a creerlo y Sabayu continuaba peinándose desenfadadamente el pelo con los dedos, con aire ausente.
—Por favor —intervine yo, sentándome otra vez en la tabla que me había servido de cama—, ¿alguien puede decirme desde cuándo estamos encarcelados aquí?
Lassandra y Hawrius seguían sacando todo lo que sabían de la espada de Álingar y sólo me respondió Ritli, cansado de la discusión.
—Desde hace un par de horas, creo. Nos han metido aquí y se han marchado.
—Me temo que nos han olvidado —comentó Sabayu, dejando por un momento de juguetear con su pelo pelirrojo.
—Nos han quitado nuestras bolsas y nuestras armas —suspiró Hawrius—. Ya os dije que esto acabaría mal.
—Deja ya de machacarnos con el mismo tema —resopló Lassandra—. Me temo lo peor. Ritli, ¿te han quitado todas tus herramientas?
El caito alto y delgado asintió.
—Por más que busco entre mis bolsillos, no encuentro nada.
—Ladrones —gruñó Hawrius.
Solté una risita irónica y me ruboricé al ver cuatro pares de ojos fijarse en mí.
—Perdón —dije precipitadamente—. Es que como sois vosotros también unos ladrones…
—¡Impertinente! —exclamó Hawrius—. No somos ladrones, jovencita. Cumplimos misiones, que es otra cosa.
—Oh, entiendo —dije, sin entender nada.
—Tenemos que salir de aquí antes de que vuelvan —reflexionó Lassandra, la humana rubia.
—Pero no saldremos si nos repites eso cada dos minutos, Lassandra —suspiró Sabayu, tumbándose en su propia tabla con toda la tranquilidad del mundo.
—Sabayu, controla esa lengua —replicó Ritli—. ¿De qué pueden acusarnos? No hemos conseguido nada.
—Hemos adormecido a cinco guardias —le recordó Hawrius.
—Querrás decir que tú has adormecido a cinco guardias —replicó la pelirroja.
—¡Sabayu! —bramó el caito—. No había otra manera de entrar en el cuartel general, ¿vale? ¿Qué habrías hecho tú con los guardias?
—Quizá hubiera intentado hablar con ellos —se burló el mediano, mirándola con desprecio.
Sabayu lo observó, hizo una mueca aburrida y se giró hacia el muro, como para intentar dormir. Según Ritli, debían de ser las dos o las tres de la mañana. Ignoraba si el producto que me había administrado Hawrius seguía teniendo su efecto pero a mí también se me cerraban los ojos. Aunque también tenía hambre, recordé, sintiendo el vacío en mi estómago.
De pronto, me sermoneé severamente por mi acción temeraria. Era cierto que entrar en la sala de registros habría sido la única manera de saber dónde habían acabado Lénisu y Aryes. Pero todo aquel asunto se había torcido más de lo esperado…
—¿Quién es el poseedor de la espada de Álingar? —me preguntó de pronto la rubia.
Levanté la cabeza, parpadeando. Me estaba casi durmiendo.
—¿No lo sabes? —pregunté—. Pues entonces será que no es la misma espada la que tenéis que encontrar. ¿Quién os ha contratado?
—Son los adultos los que hacen las preguntas —replicó Lassandra, categóricamente.
Me encogí de hombros. Estaba claro que ellos no revelarían nada del por qué habían querido entrar subrepticiamente en el cuartel general. Y yo no tenía intenciones de revelarles nada tampoco. De manera que lo único que me quedaba por hacer era cerrar los ojos y quedarme dormida. Pero no me dejaron tranquila.
—¿Qué hacías en el cuartel general? —preguntó Hawrius.
—Buscaba a unos amigos —respondí.
—¿Qué amigos? —insistió Lassandra.
—Pero no estaban aquí —proseguí. La turbación del grupo empezaba a divertirme. Por lo visto, no tenían ni idea de en qué fregado se habían metido.
—¿Y dónde están? —preguntó Ritli. Noté el cambio de tono. Estaban convencidos de que mis amigos eran aquellos que andaban buscando para robarles la espada. Pero quienes les había contratado no les había dicho que aquella espada era una reliquia, ya que probablemente entonces habrían declinado la oferta. Robar reliquias, como había indicado Djawurs, era un delito muy grave.
—Si lo supiera, no estaría aquí —contesté tranquilamente.
Hawrius soltó un resoplido.
—Amigos, si conseguimos salir de aquí, yo me marcho de Ajensoldra.
Sentí la aprobación de Lassandra y Ritli. Sabayu había girado la cabeza y no parecía alegrarse de la noticia, pero no hizo ningún comentario. A partir de ahí, no me hicieron ninguna pregunta. Los examiné un largo rato a hurtadillas, tumbada en mi tabla. Nunca había oído hablar de los Leopardos, aunque ellos habían manifestado sorpresa por mi ignorancia. Jamás había visto a un cazarrecompensas. Por lo general, tenían mala reputación. En realidad, la mayoría eran aventureros y se asemejaban más a los mercenarios, ayudando a los que les podían pagar.
«¿Syu?», pregunté.
«¿Mm?»
Tenía muchas preguntas, pero Syu no podía contestar a ellas. Ni tampoco los Leopardos.
«¿Sigue lloviendo?»
El resoplido mental del mono me bastó para saber que estaba jarreando. Me quedé dormida y desperté con un ruido estruendoso que me sobresaltó.
—¿Qué pasa? —preguntó Lassandra, despertando también.
—Son los fuegos artificiales —contestó tranquilamente Hawrius, sentado en su tabla como hacía unas horas.
Recordé que aquel día era Día Negro y que Dolgy Vranc y Deria estarían muy ocupados vendiendo sus artículos. Los fuegos artificiales duraron unos minutos y casi enseguida se abrió la puerta de la sala. Me recosté contra el muro, fingiendo tranquilidad. Tres guardias se acercaron a la puerta. Uno de ellos venía metiendo un ruido metálico de llaves.
—La ternian y la rubia vais a salir —dijo bruscamente uno de los guardias.
Aliviada al ver que iba a salir, me levanté de un bote y me acerqué a la puerta. Nos condujeron a Lassandra y a mí fuera de la sala vacía. A la humana la guiaron hacia otra puerta mientras que a mí me llevaron hacia lo que parecía ser la salida. Por las ventanas se veía que el cielo empezaba a iluminarse con la luz de la mañana y me pregunté si mis compañeros ya estaban despiertos. El guardia abrió una puerta y me paré un momento, atónita. No me esperaba para nada ver al maestro Dinyú en la pequeña sala que guiaba a la salida.
Enseguida me sentí culpable por causarle tantas molestias. Al fin y al cabo él era mi maestro y entendía que se sintiera algo responsable de lo que me sucediera.
—Maestro —dije, mordiéndome el labio—. Yo no tenía malas intenciones…
Su rostro reflejaba cierto descontento.
—Shaedra, eres una kal de Ató, deberías reflexionar un poco más antes de actuar. Pero dejando eso a un lado, creo que deberíamos salir de aquí y hablar de un asunto detenidamente. —Su rostro se suavizó entonces y entendí que no estaba tan enfadado conmigo.
A su lado, el capitán del cuartel nos miraba alternadamente, fijándonos con sus ojos rojos.
—Esperad un momento —nos dijo—. Me gustaría hacerle una pregunta, maestro Dinyú, si no es mucha molestia.
El maestro Dinyú sonrió al ver la aprensión que el hombre sentía al hablar con un maestro de pagoda.
—Adelante.
—Su alumna… ¿tiene algo que ver con esos hombres de los que me ha hablado usted?
—Uno de ellos es su tío —explicó Dinyú con tranquilidad—. Que tenga un buen día, capitán Shawk.
Íbamos a salir, dejándolo asimilar la noticia, cuando de pronto nos llamó.
—Esperad, la muchacha olvida su mochila —dijo el capitán, tendiéndomela.
Le sonreí con sinceridad.
—Muchísimas gracias, capitán.
Salimos del edificio en silencio y me paré en seco en el portal.
—Espere, se me olvidaba algo capital —solté.
—¿Adónde vas? —preguntó Dinyú, mientras me alejaba en el jardín que rodeaba el cuartel. Llegada junto a un arbusto lleno de flores, me incliné y le cogí a Syu en brazos. Estaba hundido y muy cansado de no haber podido pegar ojo. Con la otra mano alcancé a Frundis y sentí enseguida cómo me invadía una música hecha de ruidos de grillos y de lluvia cristalina.
«Odio la lluvia», gruñó Frundis. «Menos mal que mi madera es resistente.»
Syu y yo coincidimos. No era nada agradable pasar la noche debajo de un arbusto, bajo la lluvia. Syu estornudó. Le quité la capa verde que tenía totalmente hundida y lo metí debajo de mi capa, para que entrase en calor.
Cuando levanté la cabeza, vi al maestro Dinyú que me observaba con una expresión llena de ternura.
—Syu tiene frío —le expliqué, mientras me acercaba a él.
Sin comentar nada, Dinyú me guió hacia la salida y, de camino a la Pagoda, escuchó toda mi historia. Sin poner en duda mis palabras, asintió para sí.
—Los Leopardos son conocidos —dijo—. Suelen realizar unos trabajos bastante complicados.
—Pues a mí me han parecido poco profesionales —comenté.
Dinyú tuvo una media sonrisa pero luego sacudió con la cabeza, más serio.
—Tengo que decirte algo. El capitán Shawk me ha dicho el paradero de Lénisu y Aryes.
Me paré en seco.
—¿Se lo ha dicho así, sin más? ¿Dónde están? —me apresuré a preguntar.
El belarco me miró con la típica expresión de quien va a dar una mala noticia, pero intenté no dejar libre rienda a mi imaginación y fijé mi mirada en sus labios para no perderme una sola sílaba de lo que iba a decir.
—Los han exiliado.
Sentí que se desmoronaba el mundo a pedazos en torno mío. El maestro Dinyú me tendió una mano, temiendo quizá que me desmayase o me diera un mal. Inspiré hondo y Syu se agitó, inquieto, al sentir los latidos furiosos de mi corazón.
«¿Qué pasa?», preguntó, aletargado.
«No te preocupes. Duerme, que lo necesitas», le dije, acariciándole la cabeza.
Empecé a andar lentamente en la calle casi vacía.
—Exiliados —repetí—. ¿Adónde?
—Según me dijo, a Kaendra —contestó tranquilamente Dinyú.
—¿Y por qué motivo?
—Por robo.
Gruñí, exasperada. Sabía que Aryes nunca en su vida habría robado nada a menos que fuera una cuestión de vida o muerte. En cambio Lénisu… Sinceramente, no sabía de qué era capaz mi tío, pero tenía buen corazón, así que si realmente había robado algo, no podía ser nada muy importante.
—¿Qué robaron? —pregunté.
Dinyú sacudió la cabeza.
—Eso no me lo dijo.
Suspiré ruidosamente.
—El preceptor de la Niña-Dios me dijo que los acusaron por robar una reliquia. Yo no me lo creo —solté—. La reliquia tiene que ser la espada de Álingar por fuerza. Y esa es de Lénisu desde siempre.
—Yo no me creo que unos guardias hayan pillado a un Sombrío robando —razonó Dinyú.
Me quedé en suspenso y me volví a parar, mirando a mi maestro, sobrecogida.
—Maestro. ¿Ha dicho Sombrío? —pregunté, perpleja.
Dinyú puso cara sorprendida.
—Un… Sombrío, sí, es lo que he dicho.
Entrecerré los ojos.
—Está insinuando… ¿que mi tío es un miembro de la cofradía de los Sombríos? —pregunté lentamente.
Un destello de diversión pasó por las pupilas del belarco.
—Estoy casi seguro de que lo es —respondió—. ¿Tú no lo estás? Los antiguos Gatos Negros eran Sombríos encubiertos. De modo que al menos fue en su tiempo un Sombrío. Y esas cosas normalmente se arrastran de por vida.
Su tono ligero no conseguía serenarme. Lénisu era un Sombrío, me dije mentalmente, y traté de ver si había algo que no cuadraba en esa afirmación. Pero, así, a bote pronto, no encontraba ningún argumento para rebatir lo que decía Dinyú.
—Un Sombrío —murmuré—. Pero mi tío Lénisu siempre ha sido muy independiente.
—Que yo sepa, los Sombríos tienen mucha libertad de acción —dijo el maestro Dinyú, invitándome a reanudar la marcha—. No están necesariamente unidos a su Nohistrá, como llaman a su kaprad. Aunque eso lo sé de manera muy indirecta así que no puedo confirmarte nada.
Considerándolo mejor, que Lénisu fuera un Sombrío no me extrañaba tanto. Al fin y al cabo, también conocía al maestro Helith desde hacía mucho tiempo, y había ido varias veces a los Subterráneos, y, aunque no supiera lo que era, también había sido un eshayrí, cosa que parecía bastante seria. Ser un Sombrío, al lado de eso, no contrastaba mucho. Además, se suponía que la cofradía de los Sombríos era legal.
—Bueno, pase —dije—. Supongamos que es un Sombrío, eso no cambia nada. ¿A quién le interesa exiliar a un Sombrío y a un alumno de Ató a Kaendra? —pregunté.
—¿Y qué tiene tu tío que le atraiga a tantos enemigos? —replicó Dinyú.
—Su espada —respondí enseguida—. No puede ser otra cosa. Los Leopardos también iban a por una espada —le revelé—. Pero no sabían que era la espada de Álingar. Creo que no parecían muy contentos de saber que quien los contrató no les dijo toda la verdad.
—Raramente es el caso —rió Dinyú—. Los cazarrecompensas enseguida aprovechan para subir el precio. Claro que quien miente acerca de algo así, es un avaro y un sinvergüenza. ¿Supongo que no te dirían quién les contrató?
Sonreí a medias y negué con la cabeza.
—¿Qué cree que les van a hacer los del cuartel general? —pregunté. Aunque los Leopardos habían demostrado ser lo suficientemente estúpidos para aceptar robar la espada de mi tío, tampoco deseaba que tuviesen problemas.
—Bah, pedirán una fianza de varios miles de kétalos y ellos pagarán —me tranquilizó Dinyú.
—¿Varios miles de kétalos? —silbé entre dientes—. ¿Tan ricos son?
—Si mal no recuerdo, los Leopardos deben de ser unos de los cazarrecompensas más ricos de Ajensoldra. Por lo que he oído, son unos despilfarradores de kétalos. Han estado por toda la Tierra Baya.
No me cabía en la cabeza que el mediano supersticioso, la rubia amargada, el astuto gigante y la pelirroja desenfadada hubiesen podido forjarse tal reputación. Aunque por los guantes de Lassandra y algún que otro detalle, estaba claro que no eran pobres.
—¿Tienes hambre? —me preguntó de pronto Dinyú.
Sumida en mis pensamientos, me había olvidado de que estaba con el maestro Dinyú.
—Mucha —asentí, dándome cuenta de que estaba hambrienta.
—A esta hora tus compañeros estarán levantados, ¿quieres desayunar con ellos?
Lo contemplé fijamente, anonadada. No podía pensar en desayunar cuando Lénisu y Aryes estaban en camino hacia Kaendra.
—¿Cuánto tiempo van a estar en Kaendra? —pregunté, sin contestarle.
Dinyú sacudió la cabeza.
—Lo ignoro. Pero me da a mí que más de un año.
No veía a Lénisu quedándose en el macizo de los Extradios durante más de un año. De pronto, se me ocurrió una idea.
—Voy a pedirle a la Niña-Dios que…
Me detuve en seco al ver el pálido rostro de una elfa de la tierra, a unos treinta metros de distancia. Sus ojos me miraban fijamente, pero cuando me percaté de ello, ella dio media vuelta y desapareció detrás de una esquina. Su rostro me era familiar. Cuando caí en la cuenta, palidecí. Era la mujer vestida de negro que me había visto transformarme en demonio.
—¿Quién era? —preguntó el belarco, alarmado por mi reacción.
—Ni idea. Pero me ha mirado raro —repliqué, con los ojos entornados, escudriñando la esquina por donde había desaparecido la extraña figura.
—Bueno, decías que le ibas a pedir algo a la Niña-Dios —dijo Dinyú, retomando el hilo de la conversación—. ¿Vas a pedirle que rebaje la condena?
—Pero no me escuchará —suspiré—. Ayer, su consejero me dijo que no podían ayudar a unos ladrones de reliquias.
—Entiendo —meditó él—. Bueno, es un asunto difícil que no se puede arreglar en un día. Por el momento, vamos a desayunar.
Asentí con la cabeza.
—¿Cree que debería ir a ver a la Niña-Dios, así y todo?
—Por supuesto, aún no te ha hecho ningún favor —sonrió el maestro Dinyú.
Acaricié la cabeza de Syu, pensativa. El mono gawalt se había quedado dormido, pero sus manos se agarraban con fuerza a mi cuello. Empezaba a odiar aquel favor que me debía la Niña-Dios. No me gustaba no poder arreglar las cosas por mí misma. Sonreí, irónica, al pensar que Lénisu debía de estar pensando lo mismo en aquel instante.
—¿Tú otra vez? —preguntó Djawurs con irritación, al verme aparecer por el patio del Santuario.
Aquel día, su túnica era gris y llevaba un collar de oro con el símbolo eriónico. Su carácter acelerado no había cambiado.
—Vengo a hablar con la Niña-Dios —solté con una voz apagada.
Djawurs me contempló con severidad.
—Me temo que no has entendido el abismo que te separa de la Niña-Dios, jovencita. No puedes verla a todas horas, cuando te viene en gana. A esta hora, está en el Obelisco.
—¿El Obelisco? —repetí, confusa.
Mi ignorancia acabó por exasperar a Djawurs.
—Arriba de esta colina, está el Obelisco. Ahí van todos los peregrinos eriónicos a rezar.
—Oh.
Antes de que pudiera decir nada, Djawurs adivinó mi intención y me detuvo.
—Ni se te ocurra subir al Obelisco. Sería un sacrilegio.
—¿Un sacrilegio? —me indigné—. Pero yo ya sé cómo se reza a los dioses.
—No se puede hablar en el Obelisco. O esperas aquí, o das media vuelta.
Estaba claro que Djawurs prefería la segunda opción, pero yo opté por la primera.
—Está bien, esperaré aquí —declaré, sentándome tranquilamente en el muro blanco que rodeaba el Santuario.
El humano fijó sus ojos grises sobre mí con clara exasperación, e iba a añadir algo pero al cabo se retuvo y siguió su camino, suspirando. Sus grandes zancadas precipitadas lo llevaron pronto lejos de mi vista.
Coloqué a Frundis sobre el muro y despegué al mono de mi cuello. Apenas se había apartado de mí desde que habíamos salido del cuartel, incluso para desayunar, y me preocupaba su estado. El viento seguía soplando, pero la lluvia había amainado y ya apenas se recibían unas gotas de cuando en cuando.
«Syu, ¿te duele algo?», pregunté, por enésima vez.
«No», contestó el mono. «Pero tengo frío.»
Si hubiese tenido los conocimientos de Aleria, quizá hubiese podido intentar sondearlo, pero mis competencias en endarsía eran patéticas, tenía que confesarlo. Se me daba mucho mejor curar con plantas que con energías. Cubriendo a Syu con mi capa, lo dejé descansar mientras yo iba a explorar la zona. El bosque que rodeaba el Santuario era denso y tenía que ser tenebroso hasta en los días soleados. Había todo tipo de arbustos, algunos con espinas enormes y puntiagudas que inspiraban cierto respeto. En un momento, reconocí un arbusto con bayas azules que tenían toda la pinta de ser esantlas. Eran muy venenosas y me pregunté si las usaban para invitados pesados como yo.
No quise alejarme mucho por no dejar solos a Syu y a Frundis y regresé al Santuario con presteza. La lluvia había empezado otra vez a caer y decidí refugiarme debajo de la tejavana más cercana, maldiciendo a Djawurs, que ni siquiera se había molestado en franquearme la entrada. Esperé ahí quizá una hora. De cuando en cuando, veía pasar a peregrinos subiendo por la cuesta que llevaba al Obelisco.
Con cierta pesadumbre, me dije que todos los kals de Ató ya estarían en las carretas dirigiéndose hacia Ató. El maestro Dinyú me había dicho que me esperaría, pero yo le había asegurado que no hacía falta, y que seguramente volvería con Deria y Dolgy Vranc. No iba a retrasarlo más por culpa de mis problemas. No sé qué excusa iba a soltarles el belarco a mis compañeros para justificar mi ausencia, pero poco me importaba en aquel momento.
Cuando vi aparecer por el camino que bajaba la litera blanca con sus cuatro portadores y tres Arsays de la Muerte, empecé a decirme que mis intentos serían vanos. ¿Quién era yo para esa imagen eriónica intocable de Ajensoldra? Me hubiera jugado toda una casa llena de plátanos a que había subido hasta el Santuario inútilmente.
Cuando la litera pasó por delante de mí, se me ocurrió abordarla, pero la expresión de los tres Arsays me dieron mala espina y me quedé inmóvil, de pie junto al muro del edificio, reprimiendo mi impulso difícilmente. Un rayo de sol salió de entre las nubes e iluminó el Santuario y levanté la mirada hacia el cielo. Parecía que la lluvia iba a parar justo cuando al fin iba a poder entrar, pensé.
Pero no entré enseguida sino que tuve que esperar una hora más antes de que el portador de llaves me permitiera pasar. Esta vez, me guió hacia las escaleras y subí al segundo piso con aprensión. Llegamos a un amplio pasillo que cruzaba toda la anchura del Santuario.
El portador de llaves, con su rostro siempre serio, llamó a la puerta de enfrente. Djawurs abrió casi enseguida y, cuando me vio, su rostro se ensombreció.
—Adelante —me dijo sin embargo.
La sala en la que entré era pequeña y se parecía a una sala de estudio. La Niña-Dios estaba concentrada en la lectura de un pergamino y movía los labios al leer. Djawurs se sentó en una silla y yo permanecí de pie, preguntándome si sería de buena educación interrumpir a la Niña-Dios en su lectura. Djawurs parecía estar esperando pacientemente. Todo indicaba que los sacerdotes no tenían la noción del tiempo muy bien asimilada. Llevaba ya dos horas esperando afuera, bajo la lluvia, y estaba más que harta de esperar inútilmente.
Estaba planteándome dar media vuelta y marcharme de esa escena ridícula cuando al fin la Niña-Dios se dignó a levantar la cabeza. Sus ojos oscuros me examinaron de arriba abajo.
—Si has venido a que la Niña-Dios te conceda el mismo favor, tu esfuerzo ha sido inútil —dijo entonces con tranquilidad—. Mi consejero me ha dicho que eres muy terca.
—He venido a pedirle otro favor —la interrumpí, antes de que pusiese a prueba mis nervios definitivamente.
—De acuerdo. La Niña-Dios te escucha.
—Quisiera que rebajaras la duración de un exilio —dije, tensa.
—¡Qué descaro! —saltó Djawurs—. Ya sabes que no damos ese tipo de favores. Salvar a una sirvienta del Santuario no es una razón para molestarnos con tus caprichos.
—Por favor, Djawurs —intervino la Niña-Dios—. Rebajar la duración de un exilio está en mis manos. —Observé que la joven había olvidado hablar en tercera persona—. No se trata de quitar la condena. Pero esto es más que un favor —agregó, girándose hacia mí y retomando un tono autoritario—. Esto puede costarte más de cinco mil kétalos. Consideremos que la Niña-Dios te ofrece dos mil kétalos para devolverte el favor. Dos mil kétalos es mucho dinero para ti, supongo. Sin embargo, eso no es suficiente para rebajar la condena. Necesitarás mucho más, ¿pero cómo lo vas a pagar?
Entendía muy bien adónde quería ir a parar la Niña-Dios. Me estaba diciendo que tendría que hacer algo por ella. Sus ojos grises intentaban sondear mis pensamientos y me recorrió un escalofrío.
—¿Qué quiere que haga? —le pregunté.
—Que trabajes para mí —anunció con claridad.
Oí el gruñido atónito de Djawurs.
—¡Niña-Dios…! —protestó—. No estará pensando seriamente…
—Hace más de un mes que Saurek murió y aún no se ha reemplazado. La Niña-Dios necesita una sirvienta más —replicó ella.
—¡Pero hay muchísima gente que estaría dispuesta a sacrificar su vida por servirla, Niña-Dios! —exclamó él.
—Siempre son iguales. Sacerdotisas y sirvientas religiosas. Y además, esta será una sirvienta que no costará nada a la comunidad eriónica —añadió, con una sonrisa sarcástica.
Me quedé impresionada al ver cómo la Niña-Dios había conseguido hacer callar a Djawurs. El humano se rebullía en la silla, inquieto, mientras la Niña-Dios se interesaba otra vez por mí.
—Bien, ¿cuál es tu decisión?
—¿Cuánto tiempo tendré que trabajar para ti?
La Niña-Dios enarcó una ceja pálida, con aire calculador.
—Digamos, el tiempo que estén exiliados tus amigos.
No había más que hablar. En mi estado desesperado, el trato no podía ser mejor. Lo que había que hacer por los amigos, suspiré.
—Acepto.
—Entonces no hay más que hablar. Djawurs, llévala con Noysha y Zalhí y diles que la preparen.
El humano enseguida se levantó y pasó delante de mí echándome una mirada poco amigable. Cuando hubimos bajado las escaleras, empecé a oír los gruñidos de Djawurs.
—Ridículo —oí que mascullaba por lo bajo.
Lo cierto era que no entendía yo tampoco por qué la Niña-Dios quería que la sirviera. ¿En qué podía servirle yo? ¿Darle lecciones de har-kar y de armonía? ¿O quizá quisiese aprender mi especialidad, es decir, hacer todo lo posible para meterse en líos?
Ambos estábamos sumidos en nuestros pensamientos y, sin haber cruzado ni una sola palabra con Djawurs, me quedé entre las manos de dos jóvenes sirvientas.
Noysha era una sibilia de pelo azul muy claro que no paraba de hablarme mientras yo las observaba y las escuchaba con fascinación. Zalhí era una pequeña elfa oscura cuyos dientes blancos sobresalían en su rostro de un azul casi negro. Lo primero que hice fue dejar a Syu y a Frundis en un lugar tranquilo, donde el mono pudiese descansar a gusto. Le pregunté a Zalhí si había plátanos por ahí y la elfa oscura enseguida le fue a llevar al mono un plátano, haciéndole mimos. Las dos se admiraban de que hubiese sido capaz de adiestrar a un mono gawalt y, como no me entendían cuando les decía que no lo había adiestrado de ninguna manera, desistí y las seguí hacia otra sala donde me quitaron mi túnica de har-kar y me dieron ropa parecida a la que llevaban ellas: una túnica blanca y por encima otra túnica de color granate muy larga que me llegaba hasta los talones. Admiraron el bonito collar que llevaba al cuello y tuve que reprimir un suspiro al preguntarme por qué Spaw había elegido como mágara un collar que fuese tan elegante.
—¡Sólo faltan las sandalias! —anunció Noysha.
Me quité las botas de Lénisu, que empezaban a estarme algo estrechas, y puse las sandalias de cuerda que me dejaron. Se rieron de mí al ver que no sabía cómo anudarlas alrededor de mi pie y Zalhí tuvo que enseñarme mientras Noysha salía en busca de un tal Liturmool. Las dos sirvientas eran bastante simpáticas, pero aun así tenía la terrible impresión de que me iba a aburrir mucho si la Niña-Dios pretendía encerrarme en ese Santuario durante los demonios sabían cuánto tiempo. Claro que el exilio a Kaendra no debía de ser mucho mejor. Seguramente el Mahir de Aefna había mandado a Lénisu y Aryes ahí con el fin de que trabajaran en algún lugar, por ejemplo las minas, y en ese caso el trabajo sería muchísimo peor que el de servir a la Niña-Dios, decidí. Además, si se reducía la condena, probablemente sólo estaría ahí unos meses, me dije, e intenté convencerme de ello.
Aún no sabía si alegrarme de que la Niña-Dios hubiese aceptado ayudarme o si desconfiar de su trato. Pero no podía estar preocupada todo el tiempo. De modo que decidí seguirles la corriente a Noysha y Zalhí e intenté apartar mis inquietudes.
—Ya estás lista para ser una sirvienta de la Niña-Dios —me declaró Noysha, después de que me hubiese mareado el pelo, para “arreglarlo”, según ella.
Liturmool, un joven religioso que parecía estar en las nubes, me hizo dar una vuelta silenciosa por el Santuario y sólo al llegar delante de la puerta de la cocina me explicó que todas las mañanas tendría que realizar ese recorrido.
—¿Qué? —solté, incrédula—. ¿Todas las mañanas?
—Es un ritual para los dioses —me dijo Liturmool—. Todos lo hacemos, y es necesario para mantener la paz espiritual.
Lo contemplé un momento, frunciendo la nariz, y suspiré, pensando que al menos ser sirvienta de la Niña-Dios no parecía ser un trabajo muy arduo si me dejaban irme a pasear y meditar.
De vuelta del paseo, una sirvienta de edad madura se acercó a mí y me cogió del brazo, apretujándomelo con fuerza y examinándome como al ganado.
—Parece enérgica —aprobó.
La miré con cara de pocos amigos.
—Usted también —repliqué entre dientes.
Noysha, Zalhí y Liturmool interrumpieron su tranquila conversación para mirarme con aire escandalizado.
—Pero habrá que controlar esa lengua —soltó la mujer, después de observarme con unos ojos amenazantes que me dejaron lívida de terror—. Lavarás la ropa todos los días y limpiarás los pasillos. Noysha, tú pasarás a la cocina.
Me cogió el rostro entre sus dedos y me miró con aire crítico. Su cara hinchada y roja y sus ojos fríos y oscuros me parecieron de mal augurio. Me giró la cara como si estuviese evaluando a un caballo.
—¿Cuál es tu nombre?
—Shaedra —contesté.
—Shaedra —repitió, secamente—. Tu impertinencia me ha dado una imagen execrable de tu persona. Pero piensa que tu trabajo es lo principal. Yo puedo echarte por un despiste o por un comportamiento inapropiado.
No le dije que yo no había pedido el trabajo y que era la Niña-Dios quien me había metido en esto. Me soltó la mandíbula y la observé salir de la sala con rabia. ¿Por qué siempre tenía que haber personas que sólo vivían para fastidiar a los demás?
Oí la risa de Noysha y la miré, sorprendida.
—Esa es nuestra jefa, Jisleya —me dijo, acercándose a mí—. ¿Cómo te has atrevido a responderle así?
—Cuando te diga algo, procura no llevarle la contraria. Jisleya no suele ser muy molesta mientras hagamos nuestro trabajo —dijo Zalhí, con una mueca cómicamente seria.
—Jisleya —repetí, meditativa—. Bueno. A partir de ahora lo sabré. ¿Así que voy a pasarme todo el día lavando suelos? —pregunté, intentando esconder mi decepción.
—Es lo que he hecho yo durante más de un año —dijo Noysha—. La verdad es que estoy contenta de pasar a la cocina.
—No te alegres tanto —la previno Zalhí—. Te vas a hartar de fregar platos.
Hice una mueca. Desde luego, mi futuro próximo no parecía muy alentador.
Aquella tarde, las demás sirvientas tenían permiso para salir e ir a hacer las compras como todo el mundo en el Día Negro. Pero a mí, como nueva recluta, no se me otorgó ningún privilegio, sino un cubo de agua, jabón y un trapo grueso para frotar el suelo. Jisleya me mandó que limpiase una de las alas del Santuario y me abandonó a mi suerte. Me había dejado encadenar por la Niña-Dios por chantaje, me repetí por enésima vez.
Me habían dado una vieja túnica para que no estropeara la otra en mi trabajo y la remangué antes de arrodillarme y empezar a frotar. Normalmente, en el Ciervo alado, era Wigy la que se ocupaba de limpiar la taberna. En las horas siguientes, supe rápidamente lo que podía llegar a cansar un trabajo tan monótono. Y lo peor eran mis pensamientos. Había llegado a la conclusión de que hubiera sido mejor pedir tan sólo dinero a la Niña-Dios, contratar a los Leopardos y pedirles que salvaran a Lénisu y Aryes. Claro que era un plan descabellado, pero en aquel momento mi trato con la Niña-Dios me parecía totalmente incongruente.
Estaban entrando los rayos de sol del atardecer por la ventana cuando vi de pronto una silueta que me miraba atentamente.
—¿Eres Eleyha, no es así? —le pregunté a la pequeña elfa oscura.
Eleyha asintió, nos contemplamos durante un rato en silencio, y al fin soltó:
—Quería… Quería darte las gracias por haberme salvado la vida —farfulló, y sin esperar mi respuesta, salió corriendo por el pasillo.
Me pasé una mano sucia por el pelo, sorprendida, y reanudé mi trabajo. En un momento, pensé que debería avisar al maestro Dinyú de que no volvería tan pronto como lo esperaba.
—Todo esto es tan ridículo —mascullé entre dientes, estrujando el trapo hundido sobre el cubo.
¿Qué me importaba el suelo del Santuario? ¡Yo sólo quería que Lénisu y Aryes fuesen otra vez libres! En el fondo, sabía que mi táctica no era tan mala, pero así y todo no conseguía apagar la rabia que me causaba tener que servir a una Niña-Dios caprichosa.
Pasó el mes de Tablonas, llegó Riachuelos y pasó mi cumpleaños. Los días eran cada vez más calurosos y yo seguía limpiando suelos y colgando ropa. En total, en el Santuario, había catorce sacerdotisas, cinco Arsays de la Muerte, ocho portadores, siete sirvientes y un jardinero, además de algún que otro monje que decidía pasar unos días, para meditar. Syu recobró muy rápidamente su salud y, cuando Jisleya no pasaba por ahí para controlarme, jugábamos, hablábamos y nos divertíamos como dos nerús. Aburrida de tener que inclinarme siempre hacia el suelo, utilicé a Frundis como palo para sujetar el trapo y su música alegre me animaba mientras recorría los pasillos tarareando. Jisleya me pilló varias veces cantando y un día se quejó a Djawurs de mi comportamiento. Tenía la impresión de que me tenía ojeriza desde el primer día. Afortunadamente, Djawurs no le hizo ni caso.
Noysha y Zalhí eran las únicas personas con las que realmente hablaba, a la noche, durante la cena. Preparaban la comida para las sacerdotisas y la Niña-Dios, y luego comíamos todas juntas, con Sakún, el jardinero, y Liturmool, que se ocupaba del exterior del Santuario. A las otras tres sirvientas, Zalhí les llevaba la comida en las habitaciones de la Niña-Dios. Eleyha era una de ellas, y apenas me cruzaba con ella, aunque cuando me veía notaba en sus ojos una especie de curiosidad, que se fue amainando con el tiempo al ver que no soltaba rayos multicolores para matar dragones.
Un día en que estaba colgando las túnicas de las sacerdotisas bajo un sol de mil demonios, me llamó la ayudante de cámara de la Niña-Dios. Terminé de colgar una de las túnicas, recogí a Frundis, Syu se subió a mi hombro y nos aproximamos al edificio.
—¿Qué ocurre, Shaluin? —pregunté.
—La Niña-Dios quiere verte.
La noticia me sorprendió y enseguida me pregunté, esperanzada, si al fin el exilio de Lénisu y Aryes había acabado.
—¿Ahora? —pregunté, echando un vistazo a la cesta medio llena de ropa aún por colgar.
—Eso ha dicho —contestó la caita—. Ve. Ya colgarás la ropa más tarde.
Seguí a Shaluin por la larga veranda, y mientras ella se iba hacia las cocinas, yo subí las escaleras hacia las habitaciones privadas de la Niña-Dios.
Iba a ser la primera vez que la veía desde que trabajaba para guardar su Santuario impecable. La puerta del cuarto estaba abierta e iluminada por la luz del día, pero como no corría ni una gota de aire, hacía tanto calor como afuera. Entré en la habitación en silencio. Vi a Lacmin y a otro Arsay de la Muerte sentados a una mesa, jugando tranquilamente a una partida de Erlun.
Al verme, se giraron los dos hacia mí, desconfiados.
—Er… Estoy buscando a la Niña-Dios —dije—. Al parecer, quiere hablarme.
Lacmin movió una ficha antes de contestar:
—Adelante, es esa puerta.
Señaló una puerta detrás de ellos y me acerqué. De paso, miré el tablero de juego y sacudí la cabeza. Lacmin acababa de hacer una jugada temeraria.
Llamé a la puerta y oí una voz que me decía:
—Pasa.
El cuarto de la Niña-Dios estaba cargado de colores. Los muros estaban llenos de tapices y de cuadros, el dosel era dorado y las cortinas de un verde oscuro intenso. Sobre la cama, estaba sentada Eleyha, abrazando una muñeca. Al entrar, hizo que su muñeca me saludara y le sonreí. La Niña-Dios, sentada a su tocador, me miraba, con un vaso en la mano. Me examinó en silencio, tomó un sorbo e hizo una mueca.
—Shaluin me ha dicho que viniera —dije, molesta.
—Sí. Al parecer —observó con lentitud—, llevas más de un mes limpiando suelos.
Su aire burlón me hirió profundamente. Me vino en mente una réplica mordaz, pero me la callé e inspiré hondo para calmarme.
—Supongo que te habrá venido bien —prosiguió ella. Al parecer, cuando no se trataba de una visita oficial, no tenía ningún problema en hablar en primera persona—. Los pagodistas soléis ser muy orgullosos.
«A ella le vendría de perlas limpiar suelos», le gruñí a Syu, conteniendo difícilmente mi rabia.
La Niña-Dios sonrió al ver mi expresión. Bebió lo que quedaba en su vaso y lo posó en la mesa.
—Tengo noticias de tus amigos —dijo al fin, y levanté unos ojos intensos hacia ella, expectante—. Fueron exiliados para diez años. Y he podido reducir la pena por la mitad. Ahora te queda cumplir tu promesa.
Lívida de estupefacción, la miré con la sensación de estar ahogándome lentamente.
—He pensado que ya has lavado suficientes suelos. Eres una pagodista. Creo que puedes hacer algo más que eso.
—¿Cinco años? —exclamé, interrumpiéndola.
La Niña-Dios frunció el ceño, descontenta por mi reacción.
—Un trato es un trato. Cinco años son menos que diez —observó pacientemente—. Me serás útil. Eleyha, llévala a su nuevo cuarto.
En estado de choc, seguí a la pequeña elfa oscura sin protestar.
«¡Cinco años, Syu!», lamenté.
El mono movía la cola, pensativo.
«Esos son muchos años», coincidió. «Aunque por el momento debes reconocer que este mes lo hemos vivido más tranquilos que nunca. No ha habido ni secuestros, ni arrestos, ni demonios.»
«Cierto», admití, sonriendo ante el optimismo de Syu. Enseguida mi rostro se ensombreció. «Pero Lénisu y Aryes igual lo están viviendo muy mal. Sigo pensando que deberíamos haber organizado un rescate y pasar de la vía legal.»
Recordé que en la carta que me había mandado el maestro Dinyú en respuesta a la mía me decía que mi sacrificio era admirable, aunque deploraba que tuviese que perder a una alumna. Y me pedía que siguiese por esa vía mientras me pareciese llevadera. Deria y Dolgy Vranc me habían mandado una carta desde Ató diciéndome que debería haberles contado lo que me pasaba, y me habían asegurado que pronto volverían a Aefna a rescatarme. No había conseguido hacerles entender que no había encontrado una mejor manera de ayudar a Lénisu y a Aryes.
Eleyha se paró, abriendo una puerta en el fondo del pasillo.
—Este es tu cuarto —me declaró con una ancha sonrisa. Su anterior timidez parecía haberse desvanecido.
—Gracias, Eleyha —le dije—. ¿Cómo se llama tu muñeca? —le pregunté, curiosa.
La muñeca estaba bastante descolorida y parecía ser la preferida de la niña.
—Mamá —me contestó, animada. Y palidecí al entender que probablemente la niña había perdido a su madre hacía tiempo y que su muñeca se había convertido en una especie de sustituto mudo.
—Vaya. Encantada de conocerte —le dije a la muñeca, y me crucé con los ojos verdes de la elfa oscura—. Dime, ¿sueles estar siempre con la Niña-Dios?
—Sí.
—¿Qué crees que me va a pedir que haga, ahora? —pregunté, entrando en el cuarto.
—Mucha cosa —contestó ella alegremente—. Dice que harás lo que sea por ella para salvar a tus amigos —añadió, con su tono infantil.
Sentí un tic en la comisura de los labios y recompuse mi expresión mientras echaba un vistazo a mi cuarto. Al fin, me giré hacia la niña.
—Espero verte más a menudo ahora —le dije amigablemente.
Eleyha sonrió y se alejó por el corredor, murmurándole unas palabras a su muñeca. El cuarto era pequeño, pero tenía dos ventanas grandes y una cama cómoda. Distaba bastante de mi celda con claraboya donde había dormido hasta ahora.
«Bien», dije, sentada en la cama. «¿Y ahora qué?»
Oí unas notas de piano y bajé mis ojos hacia el bastón.
«¿Qué?», le animé.
«Aunque no te guste, la niña tiene razón», me dijo Frundis. «Dependes de la Niña-Dios para que rebaje la condena. Aunque también podríamos ir directamente a Kaendra y liberarlos. Yo podría ayudarte.»
Resoplé, divertida, al recordar la última vez que Frundis había querido ayudarme con sus armonías. El mediano Hawrius de los Leopardos había sufrido un síncope al ver el monstruo de tinieblas que se había deslizado a todo correr por la calle.
«Déjalo. Creo que hay demasiados guardias en Kaendra como para enfrentarse a todos ellos. Dicen que Kaendra es la ciudad más peligrosa de toda Ajensoldra. Entre los guardias y los monstruos, acabaríamos o encarcelados o devorados. Claro que normalmente ni el monstruo más tonto devoraría un bastón de madera», añadí.
«Por algún motivo me convertí en bastón», exultó Frundis.
Syu y yo intercambiamos una mirada divertida.
«Nuestro amigo bastón alardea bastante bien», comentó el gawalt. Aprobé con la cabeza, mientras Frundis suspiraba con paciencia.
—Bueno —dije, levantándome al de un rato—. Vamos a acabar de colgar la ropa.
Al salir del cuarto, me percaté de que mi frase, oída por un extraño, podría haber sonado bastante rara. Desde luego, la gente no podría entender que un mono gawalt me pudiera ayudar en una tarea doméstica.
* * *
La primera misión que me mandó hacer la Niña-Dios fue ordenar su biblioteca particular. No le gustaba la clasificación de Djawurs, y me pedía que ordenase los libros por orden temático. Su biblioteca consistía en una gran estantería que cubría un muro entero y tuve que utilizar la escalera para alcanzar los estantes de arriba. Me costó bastante clasificar los libros, ya que muchos trataban de religión o política, y yo no era muy entendida en esos temas. Sin embargo, también había novelas bastante recientes y cuentos tradicionales. Me pasé cinco días ordenándolo todo y cuando le anuncié a la Niña-Dios que había acabado, no se mostró satisfecha y tuve otra vez que cambiar de sitio unos libros siguiendo sus indicaciones.
Tenía toda la impresión de que la Niña-Dios quería poner a prueba mis nervios. Jamás había sentido tan claramente la autoridad de una persona y a duras penas conseguía aguantarla. Aun así, la Niña-Dios tenía un corazón mucho más tierno que Jisleya. La Hiena, como la apodábamos los sirvientes, era una verdadera bruja. Los aparentes privilegios que me daba la Niña-Dios la fastidiaban hasta tal punto que cada vez que me la cruzaba o bien fingía no verme o bien me miraba fijamente y me soltaba una frase desagradable. Era todavía peor que Marelta o Yeysa, porque no era lo suficientemente inteligente como Marelta para darse cuenta de su comportamiento ridículo, ni lo suficientemente tonta como Yeysa para contentarse con alguna sencilla metáfora infantil. Inexplicablemente, mi presencia la enojaba aunque yo no le había hecho nada.
Muchas noches, Syu, Frundis y yo aprovechábamos el nuevo cuarto para salir por la ventana e ir al bosque a disfrutar de un poco de libertad e intimidad. Era el único momento en el que me transformaba en demonio con total tranquilidad. Como el bosque estaba lleno de arbustos peligrosos y espinosos, al principio no nos atrevíamos a correr por ahí y preferíamos trepar a los árboles. Sin embargo, con el tiempo, empezamos a conocer la zona y a movernos con menos aprensión. Le repetí varias veces a Syu, por temor, que no probase ninguna baya que encontrase por ahí, y el mono me replicó que no tenía espíritu suicida.
«No, pero a veces eres muy goloso, y eres temerario», le repliqué cariñosamente.
Para colocar correctamente a Frundis a mi espalda, fabriqué una especie de cinturón con correas que pasaban por encima de mis hombros y que sujetaban el bastón de manera que ya no me estorbaba en mis movimientos. Las correrías nocturnas me devolvieron la agilidad en nada de tiempo.
La primera semana de la Gorgona, la Niña-Dios me pidió que fuese a verla y, cuando acudí, me explicó que tenía que ir al Templo de Aefna para presenciar una importante ceremonia religiosa.
—El Niño-Dios estará ahí, y todos sus sacerdotes, y también el Dáilorilh.
—De acuerdo —dije, sin saber muy bien qué pintaba yo en todo aquello. Más de una vez la Niña-Dios había ido al Templo y al Palacio Real durante el mes anterior, y nunca había juzgado necesario avisarme.
—Vendrás conmigo —me explicó entonces—. Quiero que avises a una persona para decirle que venga a verme.
—¿De quién se trata? —pregunté.
—De Sirseroth Ashar.
Agrandé los ojos como platos, sorprendida doblemente. La Niña-Dios estaba sin duda hablando del celmista brejista del Palacio Real que había ganado una corona en el Torneo. Pero lo que más me sorprendía era que la Niña-Dios tuviese tratos con los Ashar. Adivinando mis pensamientos, la joven pálida sonrió.
—Supongo que ya sabrás reconocerlo —dijo—. Búscalo en el Templo, estará ahí. Y cuando le hayas traído junto a mí, ve a comprar limones y vuelve al Santuario.
—¿Limones? —repetí, confundida.
—Lo que oyes. Quiero que estés en el patio delantero dentro de una hora. Ah, y no lleves ni al mono ni al bastón. Te dan un aire ridículo.
Sin una palabra más, se metió en su cuarto y me dejó con el ceño fruncido, frente a dos Arsays de la Muerte. No sabía por qué, pero tenía la impresión de que iba a echar de menos el cubo de agua y los suelos del Santuario.
Una hora después estaba en el patio, vestida con una larga túnica blanca que me había traído Eleyha. Syu estaba enfadado con la Niña-Dios por habernos separado y lo había intentado tranquilizar, pero no había conseguido convencerlo de que se quedara en el Santuario.
«No me verá nadie», me aseguró el mono.
Y de hecho, ni yo fui capaz de saber dónde estaba cuando empezamos todos a bajar la cuesta. A partir del Anillo, la gente comenzó a unirse a la procesión para acompañarla hasta el Templo. Pese a que aquel día había una fiesta religiosa, veía claramente que Aefna estaba mucho más vacía que durante el Torneo.
Por primera vez, entré en el Templo, un enorme edificio junto al Palacio Real, de piedras oscuras, pináculos altos y esculturas impresionantes.
«Wau», soltó la voz de Syu en mi mente.
Paseé mi mirada a mi alrededor, pero no vi al mono por ninguna parte. Los portadores llevaron la litera de la Niña-Dios en el interior del Templo y empezaron a subir las escaleras hasta los palcos superiores, mientras yo me quedaba abajo, alucinada por la vista espectacular. La sala principal del Templo lo ocupaba casi todo, con sus columnas majestuosas, sus imágenes religiosas y guerreras. Al cabo de un rato, me puse a buscar a Sirseroth Ashar. La sala se estaba llenando de fieles y me costaba circular. Estaba casi segura de que Syu no se había atrevido a entrar con tal amasijo de personas.
Me costó más de media hora encontrar al Ashar, pero al final lo conseguí. Tenía el mismo pelo rubio que Suminaria, y algunos de sus rasgos se parecían mucho a los de la joven tiyana. Llevaba una túnica negra y tenía un aspecto bastante lúgubre. Me dirigí hacia él y carraspeé.
—¿Sirseroth Ashar? —pregunté.
El joven tiyano giró su rostro pálido hacia mí. Sus escamas rojizas brillaron alrededor de sus ojos.
—¿Sí? —Su tono de voz era más dulce que brusco y me sorprendió.
—La Niña-Dios quisiera hablar con usted —dije simplemente.
—¿La Niña-Dios? —repitió Sirseroth, frunciendo el ceño—. ¿Qué quiere?
La pregunta me pilló desprevenida. ¿Y yo qué sabía lo que quería la Niña-Dios? Me encogí de hombros.
—No lo sé.
—Bien. Ya voy.
Al parecer, esperaba que lo guiase hasta ella así que crucé la sala entre la muchedumbre y esperé a que él me alcanzase para subir las escaleras. Como no sabía dónde se había instalado la Niña-Dios, fui mirando por todos los lados hasta encontrarla.
—Está ahí —le señalé a Sirseroth—. Si me disculpa, voy a ir a comprar limones.
Sirseroth levantó una ceja, sorprendido, y sonrió, iluminando su rostro lúgubre.
—¿Eres sirvienta de la Niña-Dios? —me preguntó.
—Sí —suspiré.
—No pareces alegrarte —se rió él—. Dime una cosa, ¿te ha parecido que hoy la Niña-Dios estaba de buen humor?
—Pues… No lo sé. Siempre está un poco rara.
—Es una persona divina —observó el tiyano. Pero no parecía tener prisas por ir a ver a esa “persona divina”.
—Sí —carraspeé y solté, observándolo detenidamente—: ¿es usted un Ashar de verdad?
Sirseroth hizo una mueca y asintió.
—Así es.
—No parece alegrarse —me reí, retomando sus palabras—. Yo conocí a una Ashar.
Sirseroth enarcó una ceja, sorprendido.
—¿Quién era?
—Suminaria —contesté—. Era una buena amiga.
El rubio parecía haberse olvidado de que tenía cita con la Niña-Dios.
—Suminaria —murmuró—. ¿Por qué dices que era una amiga tuya? ¿Cómo la conociste?
—En Ató. Soy alumna de la Pagoda Azul… Bueno, lo era antes de entrar al servicio de la Niña-Dios.
Sirseroth puso cara pensativa y asintió.
—Entiendo. Bueno, voy a ver qué quiere de mí la Niña-Dios.
—Buena suerte —le deseé.
Parecía sumido en sus pensamientos y sin ánimos de moverse cuando lo dejé para volver a bajar las escaleras. Salí del Templo y busqué a Syu.
«Syu, no hace falta ya que te escondas, la Niña-Dios está en el Templo.»
No oí ninguna respuesta. Caminé un poco por la calle, llamándolo, y de pronto sentí un peso sobre mi hombro y resoplé.
—¡Syu! Eres incorregible, algún día me matarás del susto.
El mono gawalt me sacó la lengua, risueño. Fui a la Plaza de Laya a comprar unos limones, y luego caminé hasta la Pagoda pero no me atreví a entrar. La ceremonia del Templo iba a durar todavía varias horas, así que no tenía ninguna prisa. Pasé por delante del cuartel, y luego fui al escondite de Lénisu, me deslicé por la trampilla y vi que no parecía haber pasado nadie por ahí desde la partida de Lénisu y Aryes. Al fin, cansada de andar, me dirigí hacia el camino que subía hasta el Santuario, pasando por la herrería, pequeño refugio de los Comunitarios.
Estaba cantándole a Syu una de sus canciones favoritas cuando de pronto oí un ruido en la espesura. Me giré hacia la izquierda y vi a tres siluetas negras abalanzarse hacia mí. Y a mi derecha otros dos saijits vestidos de negro intentaban acorralarme. Uno de ellos llevaba una cuerda. Entendí inmediatamente que sus intenciones no eran buenas.
«¡Salta y huye!», le grité a Syu.
Cogí impulso y realicé unas piruetas para atrás, el corazón latiéndome a toda prisa.
—¡Socorro! —exclamé aterrada, con todas mis fuerzas, al ver que me perseguían y les arrojé el saco lleno de limones.
Salí corriendo, confiando en que Syu sabría arreglárselas solo para encontrar un escondite. Preguntándome con desesperación quiénes eran esos locos vestidos de negro, bajé desaladamente la cuesta, pero entonces oí el ruido de una cuerda. Entendiendo de pronto que la cuerda era una especie de lazo, sin mirar hacia atrás, me tiré hacia la izquierda, realizando una voltereta, y me adentré en el bosque. En cuanto pude, trepé a un árbol, sacando mis garras e hiriendo apenas la corteza por las prisas. Las siluetas rodearon mi árbol. Los oí mascullar y echar pestes contra mí y contra los arbustos y sus pinchos.
—¡Baja de ahí, no te haremos daño! —gruñó una voz.
Reprimí una risita irónica. ¿Acaso esperaban que me lo creyese? ¿Cuánto tiempo estarían aguardando, al pie del árbol? Ya podían esperar horas, que si no se movían, yo tampoco. Sin embargo, cuando vi una de las siluetas sacar sus garras y empezar a trepar por el árbol sentí la sangre congelarse en mis venas. El ternian se acercaba a mí demasiado rápido. Me miró y sus dientes feroces aparecieron bajo su máscara. Entonces pronunció la palabra que acabó de causarme horror.
—Vamos, pequeña demonio, sólo queremos ayudarte.
Lo primero que pensé al salir disparada hacia las ramas superiores fue que había perdido los limones tontamente con ese lanzamiento. Mis manos me dolían al apretar con fuerza la corteza irregular. El ternian me perseguía, aunque avanzaba más lento. Mi corazón latía aceleradamente, más que de esfuerzo, de miedo. Viendo que el enmascarado había empezado a subir más rápido y que mis ramas eran cada vez más finas, decidí saltar. Con los ojos dilatados por el miedo y la desesperación, cogí impulso y me tiré hacia el árbol más cercano. Por un momento, sentí una tremenda pena al ver que probablemente moriría… caí sobre una rama gruesa, hundiendo las garras de las manos y los pies en la corteza.
«¿Estás bien?», preguntó Syu, acongojado.
«¡Estoy viva!», solté, sin poder creérmelo. «¿Dónde estás?»
«Justo arriba», contestó el mono.
Levanté la mirada y lo vi colgado en una rama, entre las hojas espesas.
«Te propongo que nos escondamos», dije, intentando no meter ningún ruido. «Subamos y cambiemos otra vez de árbol.»
«¿Estás segura?», me preguntó Syu, preocupado. «Yo no soy capaz de saltar esas distancias.»
«Pero yo sí», sonreí anchamente, los ojos me brillaban de excitación. «¡Ha sido genial!»
«Te recuerdo que casi te matas», gimió Syu, poco convencido.
Era consciente de que la excitación que me invadía era fruto del miedo, pero no pude remediarlo: estaba convencida de que no era tan difícil saltar de árbol en árbol. Después de todo, estaban cubiertos de ramas gruesas y de hojas que me ocultarían de la vista de los cazademonios. A menos que fuesen unos demonios, me dije, pensativa. Pero desde luego, no eran aliados.
Volví a subir, intentando ser lo más discreta posible. Me envolví en las armonías, ahora que tenía un poco de tiempo para pensar, y me pregunté dónde estaría ahora el ternian que me perseguía. Una vez arriba, salté a una rama de otro árbol bastante cercana y Syu silbó entre dientes, aliviado al ver que el salto no había sido para tanto. Volví a envolverme en armonías, ya que al saltar había perdido mi concentración, y seguí huyendo sigilosamente de mis enemigos.
Lo que me impedía sentirme a salvo era el silencio del bosque. No se oían las voces de nadie. Y en cada momento me imaginaba al ternian observándome como un depredador, enseñando sus dientes blancos amenazantes.
El sol estaba descendiendo y el lado este de la colina se quedó de pronto a oscuras, pese a que el cielo estuviese aún azul.
«¿Los oyes?», pregunté.
«No», murmuró Syu, mirando hacia abajo. «¿Crees que se han ido?»
«Ojalá», suspiré.
«¿Voy a comprobarlo?»
«¡No!», dije, vivamente. No quería que Syu se acercara a esos dementes que me habían tendido una emboscada traicioneramente. Ayudarme, habían dicho. Resoplé, sarcástica. ¿Pero cómo habían averiguado que yo era una demonio? ¿Acaso los Comunitarios me habían vendido? ¿Acaso esa elfa de la tierra vestida de negro…? Ella me había visto transformarme. Y me había estado siguiendo…
—Hola —me susurró una voz.
Creí morirme del susto. Con la respiración entrecortada, me giré bruscamente y vi una melena violeta.
—¡Spaw! —murmuré, sintiendo que mi tensión me había anudado la garganta. Sacudí la cabeza para quitar los puntos negros que habían empezado a nublarme la vista por el susto—. ¿Qué haces aquí?
—Vine a protegerte, como acordamos —sonrió él—. Tenemos un grave problema.
—¿Cuál?
Enarcó una ceja.
—¿No lo sabes?
—Oh —gruñí—. ¿Te refieres a esos chiflados que me estaban persiguiendo?
Sus ojos violetas miraron hacia abajo y volvieron a fijarse en mí enseguida.
—A esos me refiero. Con toda probabilidad… son unos cazademonios.
—¿Cazademonios? —repetí, escudriñando el bosque—. Eso me parecía. Uno me ha llamado demonio.
—Entonces, he acertado —se felicitó Spaw. Pese a su tono de voz, parecía algo nervioso, sentado en su rama.
—Nunca creí que serías capaz de subir a un árbol tan alto —comenté.
—No he llegado trepando —replicó, en voz baja—. ¿Cuántos son?
—Cinco. ¿Cómo que no has llegado trepando?
—No sé trepar como tú. Cinco son muchos. Está claro que tienen miedo de los demonios. Pensarán que tienes poderes maléficos y esas cosas.
Ambos sonreímos, divertidos. Ladeé la cabeza, pensando súbitamente en algo.
—Si no sabes trepar, ¿cómo vas a volver a bajar? —pregunté.
Spaw hizo una mueca.
—Eso es un problema —confesó—. Pero por el momento hay que pensar en cómo vas a salvarte.
Se cogía de la rama con fuerza y, aunque no quisiese mostrarlo, estaba claro que no estaba para nada cómodo sentado en un árbol.
—Spaw, ¿puedo preguntarte algo?
—Por supuesto —sonrió con naturalidad.
—No quiero hacer demasiadas suposiciones, pero me da a mí que no sabes levitar —empecé.
El demonio pareció realmente divertido por mi conclusión.
—Correcto —dijo.
—Y el collar que me diste es una mágara muy poderosa, ¿verdad?
—Algo —coincidió.
—Así que cuando dijiste que el collar me protegería, en realidad eras tú. Has venido aquí…
—Sí, sí —me cortó Spaw, impaciente—. Si tanto deseas saberlo, mi collar me permite teletransportarme donde está el otro collar, el tuyo. Pero ahora escúchame, por el camino están pasando la Niña-Dios y su comitiva, ¿los oyes?
Agudicé el oído y asentí.
—Pues te aconsejo que corras hasta ellos. Con ellos, los cazademonios no se atreverán a hacerte nada.
—De acuerdo.
Spaw carraspeó.
—Y si puedo pedirte un favor… —prosiguió.
Enarqué una ceja, atónita.
—¿Un favor?
—Intenta no irte por ahí sola, ¿vale?
Tuve una media sonrisa.
—Pero si me atacan, aparecerías para salvarme, ¿no?
—No existe ninguna mágara perfecta. Esta no siempre funciona. Sobre todo una vez utilizada…
—Era de suponer —repliqué, tranquila—. Te prometo que intentaré ser prudente. De todas formas, nunca estoy sola —añadí, haciendo un pequeño gesto hacia Syu, que se irguió con aire orgulloso.
—Corre ya, o bien tendré que encontrar otro método para sacarte de aquí —me soltó Spaw.
Junté las dos manos a modo de saludo, me levanté y salté a otra rama para pasar luego a un árbol más cercano al camino. Poco después, aterricé cerca de la procesión y vi a la Niña-Dios en su litera, rodeada de sus guardias y de sus sacerdotisas. Djawurs cerraba la marcha y fue el primero en verme.
—Buenas tardes —dije, con una sonrisa forzada. Aún estaba preguntándome cómo demonios iba Spaw a bajar del árbol y me lo imaginé, de noche, tiritando de frío, rodeado de cazademonios, sin poder dormir ni poder hacer nada.
El humano me miró con cara desconfiada.
—¿Qué haces aquí? ¿No se suponía que tenías que estar en el Santuario?
—Sí —contesté lentamente—. Pero decidí… explorar el bosque. Para meditar —añadí, sonriendo levemente con aire inocente.
La expresión de Djawurs se ensombreció todavía más. Era imposible mentir a ese humano, me desesperé. Sin embargo, tenía que haber decidido que era inútil hablarme, o que no era digno de él, porque no replicó nada. En el camino, recogí el saco de limones y sonreí, vacilante, al ver que Djawurs me miraba fijamente, desaprobando sin duda cualquier tontería que hubiese hecho. Con un rápido vistazo, verifiqué que los limones no estuviesen demasiado abollados y seguí la comitiva con aire formal, junto a Djawurs.
El humano carraspeó cuando llegamos al Santuario, y mientras los portadores llevaban a la Niña-Dios en el interior, se giró hacia mí.
—Creo haber entendido que la Niña-Dios te pidió que no llevases a tu mono a Aefna.
Agrandé los ojos y giré la cabeza hacia el mono, que se había tensado sobre mi hombro, irritado.
—Ejem… ¿se refiere a Syu? No estaba conmigo en el Templo —argumenté.
Djawurs suspiró.
—Aún no entiendo por qué la Niña-Dios te quiere como sirvienta. Me desordenas la biblioteca y ahora quiere hacerte mensajera de sus pequeñas historias, como si fueses su fiel amiga.
Fruncí el ceño.
—Tiene usted razón, yo tampoco entiendo por qué la Niña-Dios se empeñó en ayudarme. Cuando vine aquí, tenía pocas esperanzas de que alguien me hiciera caso.
Djawurs pareció sorprendido por mi respuesta y su rostro se suavizó un poco, pero enseguida volvió a cubrirse de preocupación.
—La Niña-Dios me ha pedido que te dijera que vinieses a cenar esta noche con ella. A las diez, en su cámara.
Reprimí un suspiro y asentí vivamente.
—Estaré ahí.
—Te aconsejo que te cambies de túnica, pareces haber vivido diez años en una jungla —añadió Djawurs, alejándose ya.
Bajé la vista hacia mi túnica y constaté, sorprendida, que mi nueva túnica blanca estaba más sucia que el trapo que había utilizado yo para lavar los suelos.
Llevé los limones a la cocina y saludé a Noysha y a Zalhí antes de volver rápidamente a mi cuarto. Una vez ahí, cerré la puerta e inspeccioné atentamente mi alrededor.
«¿Crees que hay cazademonios por aquí?», se preocupó Syu, aprensivo.
Procuré tranquilizarme y negué con la cabeza.
«No se atreverían a entrar en el Santuario», contesté. Pero Syu percibió perfectamente mi vacilación y permaneció sobre mi hombro, alerta.
Cerrando los ojos a mis temores, me vestí con la túnica roja y plegué con delicadeza mi túnica sucia, preguntándome qué querría la Niña-Dios. Djawurs decía que deseaba hacerme su mensajera. Eso no me gustaba nada, me dije. Porque significaba que tendría que salir del Santuario sola…
«Te protegeré», me dijo Frundis. Lo había cogido con la mano, buscando quizá alguna canción apaciguadora, y el bastón, notando mi desasosiego, intentó animarme. «Al fin y al cabo, soy un bastón de combate», añadió, con una risita satisfecha.
«Y yo una luchadora», le repliqué, mordiéndome el labio. «O al menos, se supone que lo soy…»
«Los gawalts no somos luchadores», replicó suavemente Syu, sentándose sobre mi rodilla. «Pero sabemos defendernos.»
Le despeiné cariñosamente y me tumbé en la cama, meditativa. No vi el tiempo pasar y estaba ya casi durmiéndome cuando de pronto recordé que tenía que ir a ver a la Niña-Dios. Me levanté de un bote, me despedí de Frundis y Syu, asegurándoles que no me iba muy lejos y que volvería corriendo si me atacaban otra vez los cazademonios.
En el pasillo, estaba Lacmin delante de la puerta de las habitaciones de la Niña-Dios. Por primera vez, me reconfortó verlo y lo saludé amigablemente antes de entrar en la habitación. La Niña-Dios estaba sentada en un cojín, leyendo en voz alta un libro de poemas a Eleyha mientras Shaluin ponía la mesa. No había nadie más en la sala. La Niña-Dios pronunciaba con claridad los versos mientras la pequeña elfa oscura la escuchaba con fascinación.
Era como blanca luna
que en la tierra se refleja
y vago recuerdo deja
en la memoria.
Y era bajo el triste cielo
un ópalo de verano
que en el aire avanza en vano,
turbio de historia.
Calló y supuse que había llegado al final del poema. Eleyha sonrió anchamente, encantada.
—Este poema habla de una joven que se transforma en fantasma para salvar a su amado —pronunció la Niña-Dios, sin mirarme—. ¿Te gusta la poesía?
—Oh… Sí, claro —contesté.
—Gracias, Shaluin —dijo entonces la pálida joven, levantando la cabeza para posar sus ojos en mí—. Puedes ir a cenar.
La caita hizo un gesto y me miró, curiosa, antes de salir. La Niña-Dios cerró el poemario y se levantó. En silencio, nos sentamos a la mesa.
—¿Cuál es tu poeta favorito? —preguntó la Niña-Dios, mientras Eleyha destapaba una cazuela que contenía una ensalada de arroz.
Desde luego, no me esperaba a que me hablase de poetas. Carraspeé.
—Pues…
—Limisur es el mejor —me interrumpió, antes de que pudiera decir nada—. Te recomiendo este libro, Shirel de la montaña. ¿Lo leerás?
Ladeé la cabeza, sorprendida. Parecía empeñada en que lo leyese.
—Lo leeré —asentí. E iba a coger mi cuchara cuando recordé que en el Santuario siempre había que meditar antes de comer.
Mientras la Niña-Dios pronunciaba unas plegarias más breves incluso que Zalhí en la cocina, me puse a pensar de repente en un detalle. ¿Y si los cazademonios pretendían matarme? En ese caso, podían usar todos los medios. Bajé la mirada hacia el arroz y me mordí el labio. Incluso podían intentar envenenarme.
Sacudí la cabeza. Desde el envenenamiento de Taroshi estaba volviéndome demasiado desconfiada, me dije. Así que, sin más reservas, me serví arroz y empecé a comer.
—Esta tarde, he tenido una conversación interesante con Sirseroth Ashar —me dijo la Niña-Dios.
Levanté la mirada hacia ella, en silencio, masticando mi arroz. Eleyha nos miró alternadamente. Estaba claro que la Niña-Dios quería que me mostrase intrigada por saber más de aquella conversación. Pero no me apetecía facilitarle la tarea para que me metiese en sus asuntos.
—Sirseroth es un Ashar muy particular —prosiguió—. Es el único que sabe ser amable y comprensivo. Tiene buen corazón. Por eso quería hablarle.
—¿Para decirle que tenía buen corazón? —pregunté, sin poder resistirme a tomar un tono ligero.
La Niña-Dios entornó los ojos, pero se ruborizó.
—Una Niña-Dios no puede decir ese tipo de cosas —gruñó—. Hablamos de bréjica. Y de su familia. Y de la ceremonia. —De pronto me dedicó una mirada autoritaria—. He decidido qué es lo que vas a hacer esta semana.
—¿Ah? —inquirí, tratando de no transparentar demasiado mi contrariedad.
—Vas a espiar a Sirseroth —declaró.
—¿Es… espiar? —farfullé, incrédula, escupiendo granos de arroz.
—Como lo oyes. Si has sido capaz de matar a un dragón, eres capaz de espiar a un joven celmista, aunque sea Sirseroth Ashar —añadió, con una sonrisilla.
—¿Dragón? —repetí, soltando una carcajada nerviosa—. Yo no maté ningún dragón, simplemente puse nervioso a uno. Además, Sirseroth vive en el Palacio Real.
—Lo sé, pero eso no es un obstáculo para una kal pagodista —replicó, quitándole importancia a mis protestas.
La miré fijamente. ¿Acaso se creía que iba a poder entrar en el palacio, así por las buenas?
—¿Para qué demonios quieres que espíe a Sirseroth? —pregunté, exigiendo la verdad.
La Niña-Dios enarcó una ceja.
—¿Para qué has limpiado los suelos del Santuario? —replicó—. ¿Para qué has ordenado la biblioteca? ¿Para qué me sirves? —añadió.
—Es imposible debatir con esos argumentos insensatos —gruñí.
La Niña-Dios agrandó los ojos, ofendida. Por lo visto, no estaba habituada a que le hablasen de esa forma. Pero lo cierto era que estaba harta ya de sus caprichos.
—Ten cuidado con lo que dices —me avisó con un tono amenazante que me dejó indiferente—. Los dioses pueden venir a castigarte.
—Está claro que los dioses te han pedido que espíes al joven y apuesto Sirseroth —solté con desenfado—. En ese caso, sería un sacrilegio no aceptar tu trabajo. Pero si es un trabajo divino —añadí—, entonces deberías rebajar todavía más el tiempo que debo servirte.
La Niña-Dios resopló, sarcástica.
—No sabes tratar con la gente como yo —replicó—. Yo sólo concedo cuando siento realmente que debo hacerlo. De todas formas, no te pedía que me dijeras sí o no. Simplemente es un trabajo que te encargo, de dueña a sirvienta. No puedes decir que no.
Ella tampoco sabía tratar con la gente como yo, me dije mentalmente, gruñendo. Pero no ganaba nada enfureciéndola, así que procuré tranquilizarme.
—Está bien —repliqué—. ¿Qué debo hacer?
—Quiero que me digas todo lo que hace. Cuáles son sus amigos. Con quién habla. Si es trabajador, si es jugador, si tiene buena reputación, todo lo que interesa.
—Ah. —Fruncí el ceño, pensativa—. ¿Y cómo se supone que debo entrar en el palacio? ¿A escondidas? ¿Y si me pillan?
—Si te pillan, te haces pasar por una sirvienta, o yo qué sé —replicó la Niña-Dios, que no quería preocuparse por esos nimios detalles—. En cuanto a cómo vas a entrar… mañana irás a ver a una amiga mía en el Palacio Real para darle un mensaje. Y después de mañana irás a recoger su respuesta. Y una vez ahí, te las arreglas.
Aquel trabajo no me gustaba nada. No solamente porque, en sí, no tenía ningún interés, sino que además eso suponía que iba a tener que salir del Santuario. Y no quería volver a encontrarme con los cazademonios otra vez.
—Podría acompañarme alguien hasta ahí —insinué—. Por ejemplo, un Arsay.
—¿Para qué? —preguntó, sin entender.
—Todo aquel que vería al Arsay, no advertiría mi presencia —razoné, sabiendo que mi argumento era poco convincente.
—Mm… Me parece realmente superfluo. Los Arsays están para proteger el Santuario, no están para cumplir ese tipo de trabajos.
Su tono dejaba entender que Djawurs le había tenido que repetir más de una vez que los Arsays de la Muerte no estaban a sus órdenes. Y entonces, la Niña-Dios había decidido emplearme a mí.
Eleyha se agitó en la silla. Habíamos acabado de comer y la niña elfa oscura se aburría mortalmente. Así que, poco después, salí al fin al pasillo, con el poemario Shirel de la montaña en las manos. Le dije buenas noches a Lacmin y me fui a mi cuarto, sumida en mis reflexiones. Encontré a Frundis y a Syu en plena discusión filosófica. Según entendí, cada uno pretendía explicar lo que era tener principios.
«Syu no quiere escucharme», se quejó Frundis.
«Buaj. Le vengo escuchando desde que te fuiste», replicó Syu, mirándome con los brazos cruzados.
Puse los ojos en blanco y me senté en la cama.
«No hace falta pensar tanto. Se actúa bien, y ya está», declaré con sencillez.
Syu asintió enérgicamente.
«Eso es cierto, Frundis me hace pensar demasiado», gruñó. «Siempre con sus reflexiones de bastón saijit. Al final me va a hacer olvidar todo lo que te enseñé, Shaedra. Haces bien en recordarme que somos gawalts.»
Me reí por lo bajo y bostecé.
«Tengo que contaros algo. Imaginad qué me ha pedido la Niña-Dios. Quiere que espíe a alguien para ella. Me siento ridícula aceptando un trabajo así», suspiré.
Syu y Frundis intentaron consolarme, el uno diciéndome que los saijits tenían ideas muy raras y el otro asegurándome que había tenido un portador que había sido un espía cofrade raenday y buena persona al mismo tiempo. Al de un rato, me dormí, mecida por la música tranquila del bastón.
Soñé que corría de árbol en árbol y que me perseguían unos nadros rojos que pegaban saltos muy altos. Estaba ya pensando que iban a pillarme cuando de pronto apareció Aryes, volando, y me cogió por la cintura, llevándome muy lejos de los malvados monstruos. Y él me sonreía y me decía que nunca había volado tan alto ni tan lejos. Y entonces empezamos a caer, a caer a gran velocidad… ¡Demonios!, me dije. Me desperté con el corazón latiéndome aceleradamente. Oí un ruido en el pasillo y me quedé petrificada, convencida de que algo malo iba a pasar.
Frundis trocó la tranquila melodía de violines por un aire inquietante de flautas precipitadas.
«¿Qué ocurre?», preguntó Syu, pestañeando, medio dormido.
No sabía qué contestarle. El ruido de los pasos se paró muy cerca de mi puerta. Lívida de terror, cogí a Frundis con firmeza y me levanté con sigilo. Los rayos azules de la Gema iluminaban tenuemente el cuarto y vi, aterrada, que alguien torcía la manilla de la puerta. Dudaba entre salir por la ventana o enfrentarme a mis atacantes y chillar todo lo posible para que los Arsays me ayudasen.
—¿Shaedra? —dijo entonces una voz familiar.
Una pequeña silueta pasó por la puerta, paseando la mirada por el cuarto al no verme en la cama. Sentí que el alivio me invadía como si me hubiesen tirado un cubo de agua.
—Eleyha —murmuré—. Qué susto me has dado.
La pequeña elfa oscura corrió hacia mí y me abrazó.
—He tenido una pesadilla horrible —soltó, con una voz aguda—. Y mi hermana es mala. Siempre me echa de su cama.
Hermana, me repetí, y agrandé los ojos por la sorpresa. ¿Así que Eleyha era la hermana de la Niña-Dios? Pero… ¿no se suponía que la Niña-Dios se apartaba de toda su familia, al ser nombrada? Eso, al menos, era lo que ponía en el libro que me había regalado Wigy.
—¿Qué has soñado? —le pregunté con dulzura.
El rostro pequeño de la elfa apareció, detrás de sus mechas negras desordenadas. Sus grandes ojos verdes estaban llenos de lágrimas.
—Había un enorme monstruo de roca —me contó—. Me perseguía y tenía ojos violetas, ¡era terrible! Y estábamos en un desierto, mi hermana y yo y… nos perseguía —repitió— y ahí me he despertado.
La intenté consolar, le dije que las pesadillas no tenían ni pies ni cabeza y que había que intentar cambiar de sueño cuando se podía. Al cabo, le sugerí que volviera a la cama, pero Eleyha negó con la cabeza enérgicamente, aunque ya más apaciguada.
—No quiero volver a ver el monstruo —afirmó.
Finalmente, le propuse jugar al kiengó. El jardinero, Sakún, me había dado una baraja vieja y la elfa oscura enseguida se animó. Jugamos Syu, ella y yo durante una hora entera, pero el mono y yo estábamos bastante cansados, y además cualquier ruido que oíamos en el Santuario me recordaba que había unos cazademonios que podían estar por ahí rondando.
—La Niña-Dios decía que no estaba segura de que supieras que ella y yo fuésemos hermanas —dijo en un momento Eleyha, esperando a que yo jugara—. Pero yo sabía que ya lo sabías.
La miré con la ceja enarcada por encima de mis cartas.
—¿Y cómo estás tan segura? —pregunté, echando una carta.
—No te has sorprendido cuando te lo he dicho —explicó sencillamente la niña.
—Oh. Mira, a veces hay que desconfiar de las apariencias —le dije sabiamente—. Pero no te preocupes, no tenía intenciones de decir nada a nadie sobre el tema.
Eleyha sonrió anchamente.
—Me gustaría tener una hermana como tú. Las demás sirvientas apenas me hablan y no juegan conmigo. Jisleya dice que soy una niña mimada.
—¿De veras? —me extrañé.
«Senador negro», soltó Syu, impaciente, después de echar su carta de senador. «¿Estamos jugando, o no?»
—Te toca. No le hagas mucho caso a Jisleya —continué yo, mientras Eleyha jugaba.
—La odio —gruñó la pequeña elfa oscura—. Mi hermana dice que tiene alma de arpía. ¡Pero no se lo digas a nadie!
Sonreí.
—A nadie. Y, para que no pienses que te estoy mimando… —eché mi última carta— te dejo perder generosamente —declaré. Syu bufó y Eleyha hizo una mueca cómica—. Y ahora a la cama todos.
Guardé las cartas y Eleyha se acercó a la puerta, vacilante, como queriendo añadir algo.
—Buenas noches —dijo sin embargo.
—Buenas noches, Eleyha. No sueñes con monstruos —bromeé. Eleyha se mordió el labio, asintió y volvió a su cuarto.
Estaba a punto de dormirme ya cuando Syu carraspeó.
«Has tenido mucha suerte con las cartas.»
«Ojalá tenga tanta suerte mañana», repliqué. Ya me veía vagando, aburrida, por los enormes pasillos de un palacio desconocido, sin ver a Sirseroth por ninguna parte.
El mono gawalt vino a enrollarse junto a mí y bostezó:
«Bah. Mientras sigamos juntos, todo irá bien», me aseguró.
Sonreí, conmovida por su confianza.
«Cierto», aprobé. Y me dormí, más tranquila, junto a Syu, agarrando a Frundis con la mano.
Al día siguiente, bajé el camino que llevaba a Aefna a toda velocidad, utilizando el jaipú para acelerar mis movimientos. Estaba convencida de que en cualquier momento unas capas negras cazademonios surgirían del bosque oscuro para atacarme. Se me ocurrió ir a verificar que Spaw ya no estaba colgado en una rama, pero la idea me pareció tan disparatada en el momento que aceleré todavía más. La música agitada de Frundis acompañaba mi ritmo rápido y sólo se calmó cuando hube cruzado el Anillo.
«¡La suerte me acompaña!», jadeé, exultante, mientras el mono, resoplando, dejaba de agarrarse tanto a mi hombro.
«Pff, qué carrera, eres una exagerada», se quejó. Aunque sabía que en el fondo él habría corrido igual.
Atravesé la ciudad a la hora en que todos empezaban ya a trabajar. Los mercados se llenaban poco a poco y cuando llegué al Palacio Real entraban y salían carretas y trabajadores. Me presenté a los dos hombres que guardaban las puertas, diciéndoles que iba a entregar un mensaje a una persona que vivía en el palacio. Al verme con el hábito del Santuario, hicieron aparente caso omiso de mi bastón y de Syu y asintieron con la cabeza.
—Ten cuidado con no perderte por el palacio —me aconsejó el más joven de ellos, sonriente—. Yo que tú le preguntaría a algún sirviente, de lo contrario puede que te pases varios días para encontrar a la persona que buscas.
—Gracias —dije, agrandando los ojos por la aprensión, antes de entrar por las puertas.
Primero, me encontré con una gran plaza blanca muy limpia y, al cruzarla, me pregunté cuánto tiempo se necesitaría para dejarla así de inmaculada. Las puertas principales eran enormes, pero estaban cerradas y supuse que tan sólo se abrirían en las grandes ocasiones. Siguiendo a las demás personas del palacio, pasé por varias verandas y por pasillos, dándome rápidamente cuenta de que el joven guardia no me había aconsejado vanamente: ahí debían de vivir muchísimas personas, porque había pasillos y escaleras por todas partes.
Puse los ojos en blanco. «Si se cree la Niña-Dios que por ser pagodista puedo encontrar a Sirseroth en un laberinto como este…»
Pero primero tenía que buscar a una tal Adorina Waraiser que, según la Niña-Dios, era amiga suya desde que había llegado a Aefna para encerrarse en el Santuario. Así que me acerqué a una joven humana que estaba regando unas plantas y le pregunté educadamente si podía indicarme el camino. La humana, con una sonrisa que le dio de pronto un aire cómico, replicó:
—Ni idea. ¿Aquella Adorina, es una sirvienta o una huésped del palacio?
—Supongo que una huésped.
—¿Lo supones? —Hizo una mueca—. Pues mira, te aconsejo que vayas a las cocinas y preguntes por Chako Wak, el jefe de los cocineros. Conoce a todo el mundo.
—Gracias. Por curiosidad, ¿cuánta gente vive en este palacio? —pregunté.
—Ni idea —volvió a repetir, continuando con su tarea de regar plantas—. Pero varios cientos. Las cocinas, las encontrarás del otro lado, por ahí, y cuando veas el patio de geranios de luz gira a la derecha. De todas formas, lo olerás: a estas horas están haciendo los últimos panes para los que se levantan tarde.
Le di las gracias otra vez, sin decirle que en mi vida había visto geranios de luz, ya que no crecían en Ató, y me alejé, tomando la vía indicada. Encontré las cocinas sin problemas, más por el olor a pan que por los geranios.
Chako Wak era un tiyano extrañamente alto, de rostro risueño y carácter hablador, que se propuso enseguida para guiarme por el complicado entramado de pasillos.
—Deberíamos tener guías —me dijo, mientras salía de las cocinas—. Cada vez que tenemos a un nuevo sirviente, se pierde todos los días y no consigue realmente estar a gusto hasta pasados unos meses. Adorina Waraiser… ¿la conoces? —Negué con la cabeza—. Es una gran amiga de los pájaros. Tiene en su cuarto muchísimos dibujos de pájaros, algunos la llamamos la Dama Pájaro…
Siguió hablándome tranquilamente pero ininterrumpidamente de Adorina, del palacio, y de todo lo que se le ocurría hasta que llegamos delante de una puerta.
—Ya hemos llegado. Esta es la puerta que da a las habitaciones de los Waraiser.
Enarqué una ceja.
—¿Así que está toda la familia? ¿Pero no dijiste que Adorina no estaba casada?
—No, pero tiene otras dos hermanas —me explicó, abriendo la puerta sin llamar. Y entonces advertí que la puerta daba a otro pasillo, con cuatro puertas.
Chako Wak sonrió al ver mi expresión.
—Su puerta es aquella —dijo, señalándomela.
Le di las gracias y él partió otra vez rumbo a su cocina. Sin más vacilaciones, llamé a la puerta indicada y pronto me abrió una señora, de pelo rojo elegantemente peinado y de vestido blanco y sencillo, cuyo rostro me pareció ser el de un felino.
—¿Qué quieres? —preguntó.
Apenas hablé con ella, pero no me dejó una mala impresión. Le entregué el mensaje de la Niña-Dios, me dio las gracias y me preguntó si el mono sabía obedecerme. Syu, por supuesto, no pudo evitar enseñarle los dientes y yo hice una mueca.
—El mono es un amigo y los amigos no obedecen —le expliqué con toda la sencillez del mundo.
—Oh —contestó la caita y le sonrió al mono—. De acuerdo. Como los pájaros. Ellos tampoco obedecen a nadie.
Puse los ojos en blanco al oírla comparar a Syu con un pájaro. Frundis y yo tratamos de tranquilizar al mono mientras salíamos de las habitaciones de Adorina Waraiser, en busca de Sirseroth. Llevaba ya una hora paseándome por los pasillos, aburrida, cruzándome con todo tipo de gente vestida muy elegantemente, cuando me topé con él y con una tiyana de ojos violáceos que se quedó pasmada al verme.
Nos quedamos las dos mirándonos, atónitas, y tan sólo cuando Sirseroth le sacudió a Suminaria y Frundis me soltó una ráfaga musical pudimos reaccionar.
—¡Shaedra! —exclamó ella.
—Suminaria —jadeé.
—¡Es imposible!
—Querida prima, a mí me parece que es más que probable —sonrió pacientemente Sirseroth—. Precisamente te iba a contar que me había encontrado con una amiga tuya, ayer.
Los miré alternadamente, pestañeando.
—¿Sois… primos?
—Sí, bueno, primos lejanos —contestó Sirseroth—. Parece como si hubieseis visto a un fantasma en vez de a una amiga —observó.
Suminaria sacudió con la cabeza y carraspeó.
—Perdón. Es que no esperaba encontrarme contigo en el Palacio Real. Y con esa túnica. Creía que te irías una vez acabado el Torneo… ¿Qué te ha pasado?
Hinché los mofletes, con una expresión elocuente.
—Esta primavera está siendo muy movida —le aseguré.
Suminaria agrandó los ojos y luego soltó una risita y se abalanzó hacia mí para darme un abrazo. Me alegré al ver que no guardaba las distancias como antaño.
—No has cambiado —me dijo, con los ojos brillantes de alegría.
Sentí una dulce llama recorrerme el corazón al ver que me había echado de menos. Hacía más de un mes que no había visto a un amigo de verdad. Exceptuando a Syu y a Frundis, claro.
—Tú en cambio sí que has cambiado —le repliqué, burlona—. Nunca te he visto en Ató con una túnica tan florida.
—Costumbres de por aquí —contestó, con un suspiro—. Pero dime, esa túnica ¿es realmente del servicio de la Niña-Dios? —Asentí—. No puedo creérmelo. Tienes que contarme qué te ha pasado.
Reprimí una mueca al pensar que la historia estaba tan ligada a Lénisu que quizá Suminaria recordase el fracaso de la expedición del año anterior. Sin embargo, asentí, animada. Sentía que necesitaba hablarle. Quizá me diese algún consejo útil, después de todo.
—¡Por supuesto! —dije entonces—. Pero es una larga historia.
Suminaria asintió, entendiendo.
—Entonces busquemos un lugar donde sentarnos.
—Vayamos al parque del palacio —sugirió Sirseroth.
Ambas lo miramos, sorprendidas. Desde luego, no se me había ocurrido que Sirseroth quisiera oír mi historia.
—¿Qué? —replicó sin embargo, con desenfado—. Yo también tengo curiosidad por saber cómo una pagodista de Ató con un mono gawalt ha acabado sirviendo a la Niña-Dios.
Visto así, entendí que hubiera despertado un poco su interés. Sin embargo, carraspeé.
—Si quieres escuchar mi historia, tendrás que hacerme un favor —declaré.
El tiyano rubio enarcó una ceja.
—¿Qué tipo de favor?
—Tendrás que contestarme a unas cuantas preguntas, para que no vuelva junto a la Niña-Dios con las manos vacías.
Sirseroth pestañeó.
—No lo entiendo. ¿Qué preguntas?
Sonreí a medias. Después de todo, la Niña-Dios no me había pedido que guardase ningún secreto. Y lo del espionaje era tan ridículo que no conseguía tomármelo en serio.
—La Niña-Dios me ha encomendado una misión divina. Y quiere que le lleve las respuestas a preguntas del estilo… ¿qué amigos tienes? ¿Cómo te vistes? ¿Eres simpático? ¿egoísta? ¿filantrópico? —Sonreí anchamente al ver a los dos tiyanos mirarme de hito en hito—. Así que si quieres saber por qué una célebre matadragón como yo ha acabado trabajando para la Niña-Dios, tendrás que echarme una mano, no me apetece inventarme sola las respuestas que le puedo dar.
Sirseroth soltó al cabo una carcajada.
—La Niña-Dios es incorregible —resopló—. Ya sabía yo que se traía algo entre manos. Pero no te creas que ha sucumbido a mis encantos y esas cosas, esta Niña-Dios sólo aspira a consolidar su posición para cuando nombren a otra en su lugar y se quede sin nada. Lo cual, se entiende muy bien. Al fin y al cabo, tan sólo le queda un año antes de la ceremonia con el Niño-Dios. Me parece un buen trato —dijo entonces—, yo te doy las respuestas a tus preguntas y tú nos cuentas toda tu historia. Me encantan las historias.
Me condujeron al parque del palacio y constaté que no se trataba de un pequeño jardín, sino de un bosquecillo con caminos sinuosos y arbustos floridos. Tranquilizado por el entorno tan familiar, Syu enseguida se despegó de mí. Suminaria, Sirseroth y yo fuimos a sentarnos en el pretil de una fuente.
Les conté lo que me había sucedido con Lénisu, sin detallar demasiado. No escondí sin embargo que alguien había querido robar la espada de mi tío y que Lénisu y Aryes habían acabado siendo exiliados para diez años.
—No encontré otra solución que pedirle ayuda a la Niña-Dios, ya que me debía un favor —les explicaba—. Accedió a hacer un trato conmigo: yo acepté trabajar para ella durante el tiempo en que estuviesen exiliados Lénisu y Aryes y ella me prometió que haría todo lo posible para rebajar la duración del exilio pero resulta que tan sólo ha podido reducirla a cinco años. Y aquí se acaba la cosa —suspiré, algo desanimada—, llevo más de un mes en el Santuario, y me pregunto si realmente ha servido de gran cosa.
—Deberías habérmelo dicho antes —se lamentó Suminaria—. Los Ashar tenemos mucho poder. Podríamos haber anulado el exilio.
—Prima —gruñó Sirseroth, levantando los ojos al cielo—, ¿te acuerdas de lo que te dije? Tú no eres los Ashar. Y dudo de que tus padres se molesten en salvar a una desconocida.
—Podría convencerlos —protestó Suminaria.
—Imposible —replicó él—. Parece que no los conoces.
—No importa —les aseguré, antes de que empezasen ninguna disputa—. Como dice Lénisu, cada uno tiene que saber resolver sus problemas a su manera.
«Bien dicho», aprobó Syu, apareciendo junto a mí.
A partir de ahí, Suminaria no abordó más el tema y Sirseroth contestó pacientemente a mis preguntas, insertando en su relato algunas mentiras lo suficientemente creíbles como para satisfacer todavía más a la Niña-Dios. Al cabo, tuve que despedirme de ellos, prometiéndole a Suminaria que pasaría por su casa al día siguiente.
Salí del palacio sin demasiada dificultad y emprendí el camino de vuelta. Al llegar al Anillo, me acordé de los cazademonios y ralenticé el ritmo, temerosa. No me apetecía para nada subir el camino desierto que llevaba al Santuario…
En aquel instante, oí pronunciar mi nombre y me giré bruscamente, sobresaltada. Busqué a la persona que me había llamado, alarmada.
«¿Habéis visto a alguien?», les pregunté a Syu y a Frundis.
El mono gawalt soltó una risita irónica.
«¿Que si he visto a alguien? Con toda esta gente, es difícil que no vea a nadie. Pero al que buscas no lo he visto. Yo que tú no me pararía mucho. Este asunto me da mala espina. Es la típica situación en la que pasa algo malo», me avisó, tomando un tono de sabio.
—Shaedra —me llamó de nuevo una voz.
Giré la cabeza y vi a Srakhi Léndor Mid que avanzaba rápidamente hacia mí.
«¡Por una vez te equivocas, Syu!», exclamé, sonriente.
Me precipité hacia el gnomo.
—¡Srakhi!
—Buenos días, Shaedra. Sígueme. Hay… novedades.
—No sabes cuánto me alegro de verte, Srakhi —le aseguré, y él me correspondió con una pequeña sonrisa—. ¿Sabes algo de Lénisu y de Aryes? —pregunté, ansiosa.
Srakhi levantó una mano para imponerme silencio y, callada, lo seguí, muy a pesar mío. Las preguntas se me arremolinaban en la mente y Syu, aunque no decía nada, daba a entender claramente que aquello no auguraba nada bueno. El gnomo se paró en una callejuela y empujó una puerta.
«¿Acaso esperas que nos acoja un escama-nefando detrás de esa puerta?», le solté al mono, intentando tomar un aire ligero.
«No soy adivino», gruñó él. «Quizá nos espere un cuenco lleno de plátanos, pero lo dudo», me aseguró muy gravemente.
Con aprensión, entré delante de Srakhi. La habitación estaba llena de muebles viejos cubiertos de polvo. Tendido en una silla, nos observaba fijamente un gato que maulló inquietantemente. Sentí cómo se tensaba Syu.
«Sólo es un gato», le dije para tranquilizarlo.
«Ya, ya, sólo, como si no tuviera garras», replicó Syu, receloso.
«Yo tengo garras», apunté, burlona.
«No es lo mismo», me explicó pacientemente. «Tú tienes espíritu gawalt. Ahí está toda la diferencia.»
«Me alegro de que encuentres al menos una diferencia», resoplé mentalmente, divertida, desviando la mirada del gato.
—Por aquí —me dijo Srakhi, interrumpiendo nuestra conversación.
—¿Me puedes explicar un poco adónde me llevas? —le pregunté, cada vez más aprensiva.
¿Acaso me estaría llevando a algún clan de say-guetranes?, me pregunté. Se me ocurrían mil posibilidades. ¿Y si Lénisu había conseguido salir de Kaendra y se hallaba ahora en Aefna otra vez? Pero aquel pensamiento era demasiado bonito para ser verdad. ¿Y si Syu tenía razón y había ocurrido alguna catástrofe? Al fin y al cabo, Srakhi no parecía estar del todo tranquilo. Todo podía ser.
Al entrar en la nueva habitación, mis pensamientos se desvanecieron y retrocedí, impresionada. En los dos sofás, estaban sentadas cinco personas. Y dos de ellas ya las conocía: una era Wanli, la elfa de la tierra de pelo gris y mechas violetas, y el otro era Néldaru Farbins, apodado el Lobo, cuyo rostro extrañísimo era el resultado de una mezcla de varias razas. Ambos habían sido miembros de los antiguos Gatos Negros, junto a Lénisu. Y, por mi conversación con el maestro Dinyú, inferí que todos los presentes estaban relacionados estrechamente con la cofradía de los Sombríos.
«Te lo dije», gimió Syu, incómodo al ver que todas las miradas se habían posado sobre nosotros.
—Buenos días, Shaedra —me dijo Wanli, sonriente. Su rostro denotaba sin embargo que llevaba tiempo sin dormir lo suficiente. Se levantó ágilmente para realizar el saludo de bienvenida y yo le contesté, intentando pensar en algo coherente—. Queríamos hablarte —añadió.
—Vaya —solté, sin saber qué decir.
Me invitaron a sentarme y me coloqué en una butaca, convencida de que jamás me había sentido tan confusa. ¿Por qué Srakhi me había traído ahí, a una reunión de Sombríos?
Una vez que estuvimos todos sentados, incluido el gnomo, empezó a hablar con suma tranquilidad un humano de cara simpática y cabello negro, rizado y revuelto.
—Bien, ahora que estás aquí, quisiera informarte de varios acontecimientos que probablemente se te hayan escapado. —Lo miré, prestándole suma atención—. Primero, querrás saber quiénes somos, aunque quizá ya lo sepas. Somos Sombríos, y de ahora en adelante me gustaría que borraras de tu memoria todos los rumores que corren por ahí sobre nosotros porque en su mayoría son falsos.
—¿Ya sabías que éramos Sombríos, verdad? —preguntó Wanli, al ver mi reacción.
—Lo sabía —asentí—. En realidad, hace poco que lo sé.
—Bien —dijo el humano—. A partir de esto, debes saber que tu tío Lénisu era también un Sombrío.
Me puse lívida.
—¿Era? —repetí, con la garganta seca.
—Es —se precipitó en rectificarse el humano.
Una elfa oscura algo anciana soltó una risita.
—Keyshiem, no metas la pata, ¿vale? Si sigues así, te vas a liar y a la muchacha le va a dar un pasmo.
—Está bien. Lénisu es un Sombrío desde hace mucho tiempo —prosiguió el humano, retomando su serenidad—. Pero últimamente ha tenido problemas.
—¿Sus problemas tienen relación con los Sombríos? —me extrañé. Fruncí el ceño. ¿Qué tenía que ver la espada de Álingar con los Sombríos?
—En cierto modo —contestó Néldaru, con la mirada fija en el suelo.
—Pero… ¿sigue encarcelado o no? —pregunté, ansiosa por saber si estaban ahí para darme buenas o malas noticias.
—Su exilio a Kaendra acaba de ser invalidado —dijo Keyshiem—. Pero sigue sin poder acercarse a Aefna.
Sentí que mi corazón daba un vuelco.
—Está libre —murmuré, anonadada—. Así que todo lo que he hecho no ha servido para nada…
Keyshiem carraspeó, molesto, y la elfa oscura anciana me sonrió amigablemente.
—Te equivocas. Que te sacrificases para Lénisu nos ha demostrado a nosotros que podíamos confiar en ti.
—¿Dónde está Lénisu ahora? —me apresuré a preguntar.
—Vamos a contarte la historia desde el principio, para que luego se la puedas contar a Lénisu —me explicó Keyshiem—. Sabes que Lénisu lleva un objeto muy valioso.
—La espada de Álingar —afirmé.
—Exacto. Nadie sabe muy bien de dónde la sacó Lénisu, pero varias historias cuentan que fue el Nohistrá de Agrilia el que se la regaló, por algún servicio realmente extraordinario. —Recordé que los Nohistrás eran los capataces de los Sombríos y suspiré interiormente preguntándome por qué demonios Lénisu tenía que meterse en tantos líos.
«Tú no eres muy diferente», me aseguró Syu. «¿O es que no recuerdas aquella poción que bebiste…?»
«¡Syu!», protesté, interrumpiéndolo. Y Syu soltó una risita sarcástica en mi mente.
—En fin —prosiguió Keyshiem, sacudiendo la cabeza—, sea verdad o no, esa espada lleva causándole problemas desde hace muchos años porque cada vez que alguien se entera de que su espada es una reliquia, se la quieren quitar de las manos.
Entonces, hubo un silencio en el que los Sombríos se miraron, dubitativos. Parecía como si les costase decirme algo y me preocupé.
—¿Si lo liberan, eso significa que ya tienen la espada y que ya no necesitan a Lénisu? —pregunté, al ver que no se decidían a hablar.
—No —intervino Néldaru, girando de pronto sus ojos hacia mí—. El que lo hayan soltado, no tiene nada que ver con eso. El Nohistrá ha pedido al Mahir que lo libere, junto a su hijo.
Agrandé los ojos.
—¿Su hijo? ¿El hijo de quién? —exclamé, alarmada.
—Del Nohistrá de Aefna, por supuesto —me dijo pacientemente Keyshiem—. Su nombre es Manchow Lorent. Lénisu no tiene hijos, que yo sepa.
—Ah —inspiré—. Entonces, el Nohistrá ha salvado a Lénisu, ¿pero por qué?
—Porque es un Sombrío. Y para encomendarle una misión —contestó sencillamente el humano—. En los Subterráneos.
—¡Los Subterráneos! —repetí, aterrada—. Pero eso lo va a matar. Es un acto cruel. Lénisu no quería volver nunca más a los Subterráneos…
—Ya lo sabemos —gruñó el elfo oscuro que todavía no había hablado—. Nos lo ha repetido varias veces cuando estaba aquí, en Aefna.
—Su situación era delicada —explicó Keyshiem—. Si no aceptaba el trato, el Mahir no le habría liberado. De todas formas, él no tuvo mucha elección.
Resoplé, algo perdida.
—¿Y Aryes? —pregunté.
Keyshiem frunció el ceño y se encogió de hombros.
—Los tres han sido indultados. Manchow incluido. Él nunca debería haber sido encarcelado de todas formas.
—Hay demasiadas cosas que no logro entender —me desesperé—. ¿Por qué Lénisu dijo que se encarceló voluntariamente? ¿Por qué había unos cazarrecompensas buscando la espada de Álingar? ¿Y qué tiene que ver el Nohistrá de Aefna en todo esto? No quisiera ser una entrometida —añadí, mordiéndome el labio—. Pero no entiendo por qué…
—Ya lo vas a entender —me interrumpió Keyshiem—. Pero lo que vamos a decirte no debe salir de esta habitación. Quiero que sepas que todos nosotros somos Sombríos, pero somos viejos amigos de Lénisu, y todo lo ocurrido nos ha pillado por sorpresa cuando… —carraspeó— cuando en realidad todo este asunto ha sido causado por los propios Sombríos, es decir, por el Nohistrá de Aefna.
—Pero esto no se lo digas a nadie —insistió Wanli, mirándome con seriedad—. Si el Nohistrá descubriese que estamos revelando sus acciones…
—No se lo diré a nadie —les aseguré, con una mueca. Siempre tenían que meterme en sus asuntos.
—Salvo a Lénisu —intervino la anciana elfa oscura—. Necesitamos que vayas a buscarlo y que le digas la verdad, para que sepa que el Nohistrá lo está utilizando de manera poco honorable. La misión de los subterráneos sólo pretende…
—Alejarlo —entendí.
—Y ponerlo en peligro —añadió Wanli, con una mueca.
—No creo que el Nohistrá quiera que le ocurra nada malo —razonó Néldaru—. Sobre todo considerando que Manchow va a ir con él. Simplemente quiere que pasen un tiempo lejos de aquí. Pero tenemos un problema.
—¿Cuál? —me alarmé.
Keyshiem y Néldaru intercambiaron una mirada y el humano sacudió la cabeza.
—El problema —dijo— es que Lénisu no querrá marcharse a los Subterráneos si sabe que estás en Aefna. Por eso queremos que te marches de aquí.
Mi corazón se había puesto a latir más rápido.
—¿Yo? ¿Pero cuándo? ¿Y adónde? ¿A los Subterráneos? —pregunté atropelladamente.
—Eso es —aprobó la elfa anciana—. Queremos que lo tranquilices un poco y que le digas también que el Nohistrá de Aefna no es tan miserable, como podría creerlo Lénisu si le cuentas que ha sido él quien le ha vendido la espada a un miembro de los Ashar.
Palidecí. ¿Así que el Nohistrá había planeado robarle la espada a Lénisu y dársela a un… Ashar?
—Pero lo hizo para liberar a unos cuantos Sombríos de los trabajos forzados —explicó Keyshiem, antes de que yo pudiese reaccionar—. Y no le salió del todo bien a la primera ya que ese idiota de Manchow también fue encarcelado. —Tuvo una sonrisa torva y la vieja elfa le soltó una mirada de aviso—. En todo caso, esos son detalles que no deberían preocuparte. Lénisu tan sólo ha perdido una espada, no la vida, pero consideramos así y todo insultante que el Nohistrá nos haya alejado de Aefna mientras él se ocupaba de cerrar el trato con el viejo Ashar tratando así a uno de nuestros miembros.
—Ha sido un comportamiento cobarde —asintió Wanli, y percibí en su voz una fuerte indignación.
—No liemos a la joven —intervino la anciana—. Ella tan sólo le tiene que decir a Lénisu que no vuelva a pisar Ajensoldra durante un buen rato y que lleve a cabo su trabajo lo mejor que pueda. Al fin y al cabo, sigue siendo un Sombrío.
—Pero… —carraspeé—. Si le cuento todo lo que me habéis contado… yo en su lugar no me volvería a meter en historias de Sombríos, con todos mis respetos —añadí, nerviosa.
Vi que intercambiaban rápidas ojeadas.
—Bueno —dijo Wanli, molesta—. Eso ya depende de él. Entonces, ¿cuándo te marcharás de Aefna?
Me sorprendí al ver que me pedía mi opinión y fruncí el ceño, pensativa. Tenía que ir a ver a Suminaria al día siguiente, aunque… ahora mismo, meterme en la casa de los Ashar sabiendo que uno de ellos por lo menos había causado la desgracia de Lénisu me inspiraba cierta repugnancia. Y salir de Aefna iba a ser para mí una liberación, no solamente porque empezaba a hartarme de la Niña-Dios, sino que además no quería acabar en manos de los cazademonios que al parecer se habían aficionado a mí.
—Deberías salir ahora —reflexionó el elfo oscuro, al ver que no contestaba.
Negué con la cabeza.
—Me iré mañana. Pero no puedo irme sola.
—Yo te acompañaré —intervino Srakhi—. Me temo que este último mes no he cumplido con la palabra que le di a Lénisu de protegerte.
Keyshiem se levantó, diciendo:
—Eso ya lo arregláis entre vosotros. Simplemente quisiera darte esta carta para Lénisu. ¿Se la darás?
Sus ojos oscuros brillaron con una intensidad extraña. Asentí con solemnidad.
—Se la daré.
Supuse que no iba a olvidármela tan fácilmente como me había olvidado de la carta de Yrasiuth… Estábamos ya todos levantándonos cuando me atreví a preguntar:
—Y ese trabajo que le ha dado el Nohistrá a Lénisu… ¿en qué consiste exactamente?
—Ni idea —contestó Néldaru Farbins posando sobre mí sus ojos casi fijos—. Seguramente ni Lénisu lo sepa todavía.
—No te preocupes por eso —me dijo la anciana, sonriente—. Seguro que no es más que un pretexto para alejarlo de aquí. Tu tío Lénisu siempre ha tenido una habilidad sorprendente para exasperar a Nohistrás.
Empezaron a salir uno a uno de la habitación e iba a seguirlos cuando Wanli me retuvo.
—Espera —murmuró—. También yo tengo una carta para Lénisu. Es importante.
Cogí el sobre y sonreí.
—Si no me pasa nada en el camino, llegará a sus manos, te lo prometo.
«Odio hacer tantas promesas», suspiré mentalmente. Y Syu sonrió con burla, diciéndome con total serenidad:
«Pues no las hagas.»
—¿Y a mí qué me importa que le gusten los peces? —exclamó la Niña-Dios, colérica—. ¡Te pregunto si sabes ya qué amigos tiene y tú me hablas de peces!
Suspiré tranquilamente.
—Parecen detalles, pero que le gusten los peces nos enseña mucho de él —le aseguré.
—¿Qué nos enseña? —preguntó con brusquedad.
Estábamos sentadas en unos cojines en el Altar de los Nueve, al fondo del Santuario, y ni los rezos ni los dioses parecían apaciguar a la joven pálida frente a las informaciones que acababa de soltarle sobre Sirseroth.
—Pues que tiene un carácter apacible, y un corazón sincero y bondadoso —le dije con una sonrisa—. Es evidente.
La Niña-Dios me fulminó con la mirada.
—¿Porque le gustan los peces?
«Deberías haber dicho que le gustaban los plátanos», suspiró Syu, tumbado en el borde de la ventana. «Generalmente eso inspira confianza.»
«Debiste habérmelo dicho antes», sonreí, sumamente divertida, y le miré fijamente a la Niña-Dios con toda la seriedad del mundo.
—También le gustan los plátanos y las golosinas —sentencié—. Y eso significa que tiene un espíritu salvaje y rebelde. Por eso es un celmista tan respetado.
«O un gawalt», se rió Syu. «¿No me estarás retratando a mí en vez de a ese tiyano?»
Ante mis réplicas puerilmente tontas, la Niña-Dios acabó por perder la paciencia.
—Tu comportamiento ha pasado el límite de la infamia. Tus bromas no tienen ninguna gracia. No sabes trabajar para mí —declaró—. Creí que pondrías más empeño en salvar a tus amigos. Estoy por anular mi favor y hacer que tus compañeros se queden diez años exiliados —me previno.
—Va a ser difícil, puesto que han sido indultados —le repliqué.
La Niña-Dios pareció haber recibido un golpe en la cabeza.
—¿Cómo lo sabes? —resopló.
Entorné los ojos, impresionada. ¿Así que la Niña-Dios ya estaba al corriente y no me lo había dicho? ¿Acaso creía que no me iba a enterar algún día u otro?
—Tú ya lo sabías —repuse.
La Niña-Dios adoptó una expresión imperturbable.
—Lógicamente, ya no querrás quedarte al servicio de la Niña-Dios —dijo, retomando un tono oficial que hacía tiempo que no había empleado conmigo.
—Lógicamente —coincidí.
—No has sido muy útil para la Niña-Dios —deploró ella.
—Creo que lo más útil que he hecho han sido las tareas de limpieza —asentí.
—Muy bien. Justo quieres irte cuando la Niña-Dios pensaba que podrías convertirte en una buena amiga y una buena mensajera.
—Espía, querrá decir la Niña-Dios —la corregí educadamente, siguiéndole la corriente.
La joven se irguió en su cojín y miró hacia las estatuas de los dioses.
—La Niña-Dios no ve por qué sigues junto a ella cuando deberías estar ya lejos de este lugar sagrado —pronunció, muy dignamente.
Me levanté, cogí a Frundis y salí sin una palabra, seguida del mono. Pero en el umbral, solté sin girarme:
—Creo que haces bien en quedarte ahí, meditando. Lo necesitas. Aunque en el fondo eres una buena persona.
Me alejé sin esperar a que me contestara. Una vez en mi cuarto, me cambié la túnica del Santuario por la de pagodista de Ató, me ceñí la cinta azul de Wigy, recogí mis efectos personales, es decir mi mochila naranja, y salí al pasillo, donde me encontré con Lacmin.
—Hola, Shaedra —me dijo, como acostumbraba, con un gesto de cabeza.
—Me voy, Lacmin —le informé—. La Niña-Dios ya no requiere mis servicios.
El Arsay de la Muerte enarcó las cejas, sorprendido.
—Una pena —dijo—. ¿Adónde vas a ir?
—Aún no lo sé —contesté, sin querer mentirle—. Voy a despedirme de los demás.
—Pues, que tengas buena suerte.
—Lo mismo digo. La Niña-Dios, a veces, es difícil de aguantar.
Lacmin sonrió a pesar de que mis palabras no fuesen del todo reglamentarias. Me despedí de Noysha, de Zalhí, de Sakún, de Shaluin y de Liturmool e iba a irme ya, lamentando no haber visto a Eleyha, cuando la pequeña elfa oscura apareció corriendo en el patio.
—¡Shaedra! —me llamó.
Se precipitó hacia mí y correspondí a su abrazo, emocionada.
—Intenta llevarle un poco la contraria a tu hermana —le recomendé—. Le vendrá bien. Pero aun así, es una buena hermana.
Sonrió y asintió, con los ojos brillantes. Cuando ya estaba bajando la cuesta, me llamó otra vez:
—¡Te echaré de menos! —me gritó, y yo levanté una mano para despedirme definitivamente de ella y del Santuario.
Lo cierto era que no había previsto decirle nada a la Niña-Dios hasta el día siguiente, y no había pensado que tendría que pasar una noche en Aefna fuera del Santuario. Pero antes de preocuparme por eso, tenía que llegar al Anillo sana y salva, recordé.
Bajé la cuesta corriendo como si me persiguiese un oso sanfuriento, diciéndome que sería la última vez que pasaría por ahí. Me había reunido con la Niña-Dios bastante tarde y ahora el cielo empezaba a oscurecerse.
Estaba casi en el Anillo cuando de pronto Syu exclamó:
«¡A tu derecha!»
En la esquina de un gran muro, advertí la presencia de una persona cubierta de una capa verde. Parecía ser la capa de Spaw. Podía ser él pero también podrían haberle robado la capa. Entrecerré los ojos, desconfiada, sin embargo ralenticé el ritmo, horrorizada al pensar que le hubiera podido pasar algo a Spaw.
La silueta se agitó de pronto y sentí que me hacía signos para que me acercara. Pero, por más que lo intentaba, no conseguía ver su rostro.
«Esto no me gusta», le dije a Syu. El mono asintió, aprensivo.
«Bah, no os preocupéis», intervino Frundis. «Si pasa algo malo, os protegeré.» Parecía estar ansioso de ver surgir a diez enemigos para darles una paliza.
Y lo peor fue que aquel pensamiento resultó no estar tan alejado de la realidad, porque, de hecho, aquello no era más que una trampa.
De pronto, sentí un ruido detrás de mí y me giré, agarrando el bastón, con las manos temblorosas. Le di un bastonazo a una mujer que había querido atacarme por detrás. Frundis soltó un aullido exultante.
«Frundis, cálmate, ¿quieres?», tartamudeé, temblequeando, mientras veía que otros tres arremetían contra mí. Pero Frundis parecía controlar la situación, así que me dejé llevar torpemente por el bastón, cuya música se había vuelto una basta melodía bélica de cuatro notas. Al de un momento, decidí reaccionar un poco más inteligentemente y me rodeé de armonías para dificultarles la tarea.
Le di un buen coscorrón al ternian que me había ido persiguiendo la última vez en el árbol, y acababa de darle una patada a otro cuando, de pronto, sentí una red de cuerda caer sobre mí.
—¡Por Nagray! —exclamé, desesperada—. Sacadme de aquí o lo lamentaréis —gruñí.
Mis palabras no parecieron convencerlos porque se pusieron a atarme otra cuerda alrededor de la red para que no pudiera quitármela. Los fulminé con la mirada, me agité como pude, e iba a gritar con toda la fuerza de mis pulmones para despertar a toda Aefna cuando de pronto sentí que alguien me clavaba un objeto puntiagudo como una aguja en el cuello y me tambaleé. Parpadeé un momento, aturdida, antes de sumirme en la inconsciencia.
* * *
Cuando desperté, lo primero que vi fue a Syu, sentado encima de mí, mirándome con cara preocupada.
«¿Estás bien?»
«Creo que sí», contesté, enderezándome, aturdida todavía. Masajeé mi cabeza dolorida, la sacudí para despejarme la mente y paseé mi mirada a mi alrededor. Me fijé enseguida en el rostro de Spaw, del otro lado de los barrotes… No, espera, él también estaba en una jaula. Sentado con las piernas cruzadas, con los ojos cerrados, parecía estar meditando tranquilamente pero, al oír mi movimiento, abrió los ojos y me sonrió.
—¿Menuda noche, eh? —me soltó.
Estábamos en una sala iluminada simplemente por una antorcha fijada en la pared de unas escaleras que subían.
—Demonios —resoplé.
—Nunca mejor dicho —se rió Spaw.
—¿Dónde estamos? —pregunté—. ¿En la guarida de los chiflados que me han atacado?
—Me parece que han decidido hospedarnos durante un rato —asintió el demonio.
Iba a contestar cuando de pronto me golpeó un pensamiento como una roca catapultada.
—¡Frundis! —bramé, aterrada.
«Está ahí», me dijo Syu, señalando una esquina de la habitación. «Antes he ido a verlo. Está bien, aunque se siente indignado porque nos han atacado a traición», explicó.
—¿Te encuentras bien? —preguntó Spaw, observándome con sorpresa.
Lo miré y entendí que no podía saber quién era Frundis. Suspiré de alivio al ver al bastón entre la oscuridad de la habitación y carraspeé.
—Me encuentro bastante bien —contesté—. Pero estaría todavía mejor fuera de esta jaula.
—Si pretendes salir de aquí, yo estoy abierto a cualquier propuesta —me aseguró.
Lo miré más detenidamente, pensando de pronto en algo.
—Spaw… ¿puedo preguntarte algo?
El demonio sonrió con todos sus dientes, seguramente porque le había hecho la misma pregunta la última vez que nos habíamos visto.
—Dispara —me dijo. Parecía tomarse su encarcelamiento con filosofía.
—Bien… ¿cómo demonios has acabado aquí? Aunque… estoy contenta de volver a verte, porque me preocupaba que te hubieras caído del árbol —le dije, con sinceridad.
Spaw hizo una mueca.
—Me costó bastante bajar de ese árbol —reconoció—. Era bastante alto. Pero así y todo, cuando puse al fin los pies en el suelo, ahí me estaban esperando los malditos.
—No tienen honor —suspiré—. Syu dice que jamás podrán llegar a ser gawalts. Está claro que tiene razón. ¿Pero qué crees que van a hacer con nosotros?
Spaw me dedicó una gran sonrisa.
—¿Sabes? Llevo todo un día y una noche haciéndome la misma pregunta.
Estuve en silencio durante media hora entera, intentando pensar en una manera para salir de ahí. En la jaula, no teníamos más que un suelo de piedra donde tumbarnos. No había ni agua, ni comida, ni había un carcelero delante de nosotros para que pudiéramos echar la culpa a alguien, cara a cara.
Cuando me percaté de que había perdido las dos cartas de los Sombríos, me sentí terriblemente mal. Syu intentó inútilmente consolarme y al cabo me propuso llevarme a Frundis para que me cantara algo que me serenase, pero ¿cómo iba a poder serenarme si acababa de meterme en un lío que probablemente enfadaría a todos los Sombríos de Aefna?
«Recuerdo que una vez me dijiste que no hay que generalizar», observó Syu.
«No generalizo», repuse. «Pero de todas formas, tienes razón, no importa que los Sombríos se enfaden conmigo, ya que los cazademonios nos guardan bien protegidos.»
Solté un resoplido de desesperación y Spaw se estiró, despertando de su ensimismamiento.
—Estoy escasa de ideas —declaré.
—Si al menos viniese alguien a vernos —suspiró Spaw—. Pero parece que después de tanto esfuerzo por enjaularnos, se han olvidado de nosotros. Si tuviésemos algo para abrir esas cerraduras…
Fruncí el ceño y, de pronto, hundí la mano en uno de mis bolsillos internos de la túnica. Ahí estaban las tres piedras. Al menos no había perdido las Trillizas, me dije, aliviada. Pero las Trillizas no me servirían para abrir una jaula.
Me levanté, saqué mis garras y probé metiendo una en la cerradura… pero esta tenía un agujero demasiado pequeño.
—Por un momento creí que íbamos a salir de aquí —lamentó Spaw.
—No todo se consigue en un abrir y cerrar de ojos —apunté.
Apartándome de los barrotes, volví a cavilar un momento. Entonces se me ocurrió algo pero enseguida me sentí un poco culpable.
«Syu. ¿Crees que Frundis podría abrir la jaula con uno de sus pétalos? Son casi como llaves.»
El mono se encogió de hombros.
«Intentémoslo», dijo, y pasó por entre los barrotes para arrastrar con dificultad a Frundis hasta la jaula.
—¡Has tenido una idea! —exclamó Spaw, acercándose a los barrotes, esperanzado—. Qué listo es aquel mono.
—Es un gawalt —repliqué, con una sonrisilla.
Cogí a Frundis y enseguida me invadió una música tranquila de piano. Parecía estar como medio dormido.
«¿Frundis?»
«¿Mm? Oh, Shaedra, déjame un momento, por favor. Intento serenarme. Si me hablas de la batalla contra esos miserables, voy a explotar», me aseguró, haciendo al parecer un tremendo esfuerzo por controlarse. Mientras hablaba, la música se había acelerado y ahora resonaba el chirrido precipitado de un violín.
Hice una mueca y palpé los pétalos que tenía en el extremo superior. Acaricié el pétalo azul y Frundis se relajó enseguida.
«¿A qué viene tanta caricia en estos momentos tan críticos?», preguntó, desconfiado.
«No quiero verte explotar», repliqué, divertida. «Y además, me gustaría que considerases una idea que tengo. Tus pétalos son duros como el metal. Podrían abrir la cerradura de la jaula.»
Frundis soltó un grito de indignación.
«¡Mis pétalos no sirven para eso! Abrir cerraduras… ¿pero a quién se le ocurre? Es lo más absurdo e insultante que he oído en mi vida.»
Syu y yo intercambiamos una mirada.
«Él también generaliza», apuntó Syu.
Asentí y traté de reunir valor para convencer a Frundis. Después de todo, Frundis no se había mostrado tan delicado a la hora de repartir bastonazos a los cazademonios…
—¿Qué ocurre? —preguntó Spaw, ignorando que estaba en plena conversación.
—Es… Es que Frundis no quiere ayudarnos —expliqué, distraída.
«¿Cómo que no quiero ayudaros?», protestó el bastón. «Hay una diferencia notable entre ayudar y sacrificarse. Es como si te estuviese pidiendo que metieses la cabeza en la cerradura para abrir la puerta, dándote vueltas. Mis pétalos son mis pétalos», declaró firmemente.
Asentí, resignada.
«Lo entiendo. Olvídalo, Frundis», me disculpé.
—No importa —le dije a Spaw—. Encontraremos otra forma.
—Seamos optimistas —aprobó él, pero no parecía tener mucha fe.
Entonces, nos pusimos a compartir todas las posibilidades que se nos ocurrían. Él dio varias patadas contra la cerradura de su jaula. Yo intenté invocar una lámina de metal, pero sabía desde el principio que fallaría estrepitosamente y en vez de crear las buenas energías utilicé las armonías. Era frustrante pero me era cada vez más difícil no soltar armonías en cada hechizo que hacía. La única energía que se libraba era la brúlica.
Miré los barrotes, pensativa. Siempre podía intentar aflojar los barrotes con un sortilegio de desintegración.
—Déjalo —me aconsejó Spaw, al adivinar que pretendía soltar otro sortilegio—. Acabarás haciéndote daño.
Hice un mohín testarudo, agarré un barrote con las dos manos y me concentré. Estaba en plena generación de energía brúlica cuando oí un fuerte chirrido metálico y me quedé boquiabierta, mirando el barrote.
—¿Eso he sido yo? —me maravillé.
—Creo que no —dijo Spaw, acercándose a sus barrotes y mirando hacia las escaleras con gravedad—. Alguien viene.
Syu enseguida se escondió detrás de mi pelo y me senté en la piedra, con las piernas cruzadas, intentando estabilizar mis energías.
—Si te preguntan algo —susurró Spaw— no digas nada.
—No te preocupes —sonreí—. Seré yo quien haga las preguntas.
Spaw esbozó una sonrisa y se contentó con soltarme una mirada para invitarme a la prudencia. ¡Como si yo no supiera ser prudente!, me indigné.
Aparecieron gradualmente dos botas rojas, unos pantalones negros, una túnica blanca bien cuidada y un rostro de elfo oscuro que llevaba entre sus manos una placa de madera con hojas y una bolsa. Al llegar el elfo a los últimos peldaños, se detuvo, contemplándonos con curiosidad y aprensión, como preguntándose si las jaulas le protegerían de un eventual ataque de demonio enfurecido. ¿Pero a qué círculo de saijits se le ocurría preocuparse por lo que hacían los demonios?, me pregunté, anonadada.
—Buenos días —dije, con tranquilidad—. Sería un placer franquearte la entrada a mi humilde morada, pero desgraciadamente no tengo la llave.
Oí el resoplido de Spaw mientras yo le dedicaba al elfo aprensivo una media sonrisa que se transformó poco a poco en un rictus.
—¿Quién eres? —pregunté.
El elfo oscuro, considerando al parecer que no saldríamos de nuestras jaulas, dejó su material en el último peldaño y avanzó un paso hacia nosotros, guardando una distancia exagerada.
—A mí antes me gustaría saber por qué estamos aquí —intervino Spaw con toda la amabilidad del mundo.
Advertí que Syu, escondido debajo de mi capa, estaba nervioso y se había puesto a hacerme trenzas. Frundis, por una vez, parecía estar atento a la escena y no tocaba más que unas cuerdas de laúd.
—Sí, ¿por qué nos han encerrado aquí? —interrogué—. ¿Sois unos secuestradores? Porque en ese caso no veo por qué os habéis tomado la molestia de secuestrar a dos jóvenes pobres como nosotros.
—¿Quién te ha dicho que yo sea pobre? —retrucó Spaw.
Enarqué una ceja.
—¿No lo eres?
El demonio gruñó.
—Bah, seguro que nuestros secuestradores no saben ni quiénes somos.
El elfo oscuro, que nos escuchaba, no decía ni una palabra. Seguía mirándonos como a unos seres que, pese a su comportamiento normal, escondían sin duda una terrible monstruosidad en su interior. Entonces, dio media vuelta y se sentó en un peldaño, cogió una hoja y un lápiz, se colocó unos anteojos y se puso a garabatear algo.
—¿No nos vas a decir nada, verdad? —le pregunté, con cierta desilusión.
—Quizá sea mudo —sugirió Spaw.
—Al menos no parece ser un criminal —dije. En ese instante, el elfo alzó la cabeza hacia nosotros. Sus ojos rojos nos detallaron como a un paisaje exótico y volvieron otra vez a su hoja.
Se pasó así un buen rato, levantando la cabeza, examinándonos y escribiendo en sus hojas.
—Tengo la impresión de ser un pájaro de Kunkubria —comentó Spaw.
—¿Se puede saber lo que estás escribiendo? —inquirí, inquieta—. Parece muy interesante. —Observamos silencio un rato y, al cabo, perdí la paciencia—. ¿No te molesta estar delante de dos enjaulados que no saben por qué están aquí? Podrías ayudarnos, o hablarnos, al menos. Sería lo mínimo.
En aquel momento, sin embargo, el elfo oscuro recogió sus cosas, se levantó y se marchó.
—¡Etska te castigará! —lo amenacé mientras él desaparecía por las escaleras.
Spaw soltó una risita.
—La Niña-Dios parece haberte pegado la vena eriónica —comentó.
Puse los ojos en blanco.
—Era para ver si recapacitaba. Los hay que no saben hacer el bien si no tienen a unos dioses mostrándoles el camino —le expliqué.
Spaw, con una media sonrisa, sacudió la cabeza.
—Al menos, no parece que tengan pensado deshacerse de nosotros. De momento —añadió.
No sé cuánto tiempo pasó antes de que volviéramos a oír un chirrido metálico y ruidos de botas sobre la piedra. Horas enteras. Apenas pude dormir y, como ya nos habíamos resignado a quedarnos en las jaulas hasta que se nos ocurriese algo mejor, nos dedicamos Spaw y yo a compartir historias. Me contó unas cuantas extrañas que jamás había oído y cuando le pregunté de dónde era, se encogió de hombros.
—No soy de Ajensoldra. Cuéntame tú una historia.
Entrando en una de mis especialidades, le conté una leyenda muy conocida en Ató y seguí con otras que sacaba de la taberna o de las canciones de Frundis.
Acabé con la voz ronca y Spaw me pidió que guardara algo de voz para gritarles maldiciones a nuestros carceleros. El bastón soltó una risita.
«Deberías utilizar las armonías, no enronquecen las cuerdas vocales», me aconsejó.
«Yo no sé hablar con las armonías», le repliqué, acariciándole el pétalo rojo. «¿Qué tal si nos cantas una canción?»
«¡La tierra del sol!», sugirió Syu, subiéndose a mi hombro.
«Ya que insistís…», suspiró Frundis, disimulando el placer que le causaba tanto entusiasmo.
Y mientras me recostaba contra el suelo frío, Frundis se complació mostrando todas sus habilidades de músico y cantante. Tenía que haber acabado la noche desde hacía ya rato cuando bajaron tres saijits. Antes de que los viese, empecé a oír sus voces.
—Debe de ser telekinesia —decía uno.
—No digas insensateces —le replicaba otro—. Y ahora, silencio.
Junto a un elfo oscuro desconocido, aparecieron la elfa de la tierra que me había estado siguiendo desde hacía un mes y el ternian que había querido alcanzarme subiendo por los árboles.
—Felices días —soltó el elfo oscuro, acercándose a las jaulas sin aparente temor.
Llevaba una túnica verde de buena tela, con borlas y adornos varios. Era joven, no debía de tener más de treinta años, y nos dedicaba una sonrisa del todo cordial.
—No me miréis con esa cara de desconfianza —prosiguió—. Sólo he venido a traeros algo de beber. Aquí tenéis.
Sacó una botella y el ternian sacó dos vasos.
—Y también hemos venido a haceros unas preguntas —añadió el elfo oscuro, mientras vertía el contenido de la botella en los vasos.
—Empiezo yo, si no os importa —dijo Spaw, con total tranquilidad—. ¿Se puede saber quiénes sois?
—Vuestros benefactores. Y ahora, bebed, que supongo que estaréis sedientos.
—¿Por qué nos perseguíais? —insistió Spaw.
—Me temo que no tenéis la mente muy clara —replicó el elfo oscuro, sonriente—. Os equivocáis si pensáis que tenemos malas intenciones.
Y diciendo esto, tendió el vaso a Spaw, el cual lo observó, impasible.
—Creo que no tengo sed.
El elfo oscuro soltó una carcajada y el ternian y la elfa de la tierra intercambiaron sonrisas que no me inspiraron mucha confianza. ¿Acaso pretendían envenenarnos o algo así?
—Joven demonio —sonrió el elfo oscuro, y me estremecí, muy pálida, al oír sus palabras—, estás aquí enjaulado, por tu bien. Nosotros estamos aquí para ayudarte. Así que te lo propondré otra vez —dijo, tendiendo el vaso hacia los barrotes—. ¿Tienes sed?
Spaw lo miró fijamente y, luego, con mucha precaución, tendió la mano y cogió el vaso. Agrandé los ojos.
—Yo que tú, no me lo bebería —intervine—. La buena gente no enjaula a los demás y no se inventa excusas como que son demonios y monstruos.
Spaw me dedicó una gran sonrisa.
—¿Nooo me digas? —replicó, irónico.
—Tú —me apostrofó el elfo oscuro, acercándose a mi jaula—, ¿cómo has conseguido recuperar ese bastón sin salir de esa jaula?
Enarqué una ceja.
—¿Quién te ha dicho que no he salido de la jaula?
El elfo oscuro frunció el ceño y verificó que la puerta estaba bien cerrada.
—Sólo los celmistas muy poderosos son capaces de hacer eso —murmuró la elfa de la tierra.
—O los demonios —añadió el ternian, mirándome a los ojos.
Solté un resoplido.
—¿Hacer el qué?
La elfa de la tierra se cruzó de brazos.
—Conoces la ciencia de la telekinesia.
Definitivamente, aquellos tres jóvenes saijits estaban mal de la cabeza. Solté una risotada.
—La… ¿telekinesia? —repetí, alucinada.
—De alguna manera ha llegado el bastón hasta ti —razonó el elfo oscuro, tendiéndome el segundo vaso.
—¿Qué es ese líquido? —pregunté, recelosa.
El elfo oscuro enarcó una ceja pero fue Spaw quien contestó:
—Zumo de ortigas azules.
—¿Lo has probado? —me alarmé.
Spaw sonrió.
—No pienso probarlo.
El elfo oscuro nos miró alternadamente. Su expresión reflejaba intensa reflexión.
—Lo sabíamos —pronunció entonces, posando el vaso en el suelo, junto a los barrotes—. Así que sois realmente unos demonios. Lo comprobaremos más a fondo. Os dejaremos los vasos. Y no saldréis de aquí hasta que os muráis de sed o dejéis de mentirnos. Venga —dijo a sus compañeros—, ya hemos estado aquí demasiado tiempo, se preguntarán dónde andamos.
Dieron media vuelta y se fueron, dejándonos solos y estupefactos. Antes de subir las escaleras, el elfo oscuro posó la botella medio vacía en el suelo, con la esperanza tal vez de verificar mis capacidades de telekinesia otra vez.
—¿Así que pretenden matarnos? —solté, aterrada.
Spaw se sentó en el suelo, soltando un suspiro.
—Eso parece.
—Bueno, al menos tenemos la elección —relativicé.
El demonio me miró, sin entender.
—¿Elección?
—Morir de sed o morir envenenado. ¿Qué crees que es mejor?
«Deja ya de hablar de cosas tan macabras», protestó Frundis.
«Déjame pensar… ¿quién inventó la nota macabra hace poco?», repliqué, poniendo los ojos en blanco. «Casi me mataste del susto.» El bastón masculló algo inintelegible.
—Bueno… —soltó Spaw, mirando el vaso con aire pensativo—. Visto así, sí que es tener una dura elección… Aunque, déjame decirte algo, Shaedra.
—¿Qué?
—Esto es zumo de ortigas azules. Según algunas leyendas, se trata de una bebida para purificar el alma y echar todo lo malo afuera y tal. ¿Sabes lo que creo yo? —Negué con la cabeza—. Que estos chiflados intentan matar al demonio que tenemos dentro para salvarnos.
Me quedé boquiabierta, mirándolo.
—¿El demonio que tenemos dentro? —repetí.
—Es una forma de hablar. Algunos saijits piensan que los demonios somos algo así como espíritus malignos que se meten dentro de personas inocentes.
Puse cara pensativa. Era verdad que la mayoría de los cuentos que hablaban de demonios, en Ató, daban una imagen del demonio más cercana a aquella definición que a la sencilla explicación según la cual se despertaba, por accidente, una parte existente en todo ser vivo llamada Sreda.
—¿Y estás seguro de que ese zumo no nos puede hacer nada? —pregunté—. A veces las leyendas dicen verdades.
Spaw esbozó una sonrisa divertida.
—Posiblemente te transformes en un gran monstruo de tres cabezas con cuernos y colmillos de vampiro, pero no te preocupes, vamos a salir de aquí —reflexionó.
—Oh. Por supuesto —mascullé—. Yo propongo bebernos el zumo. Si realmente nos transformamos en unos monstruos, supongo que tendremos fuerza para destrozar la jaula, ¿qué te parece?
—Es una idea extraordinaria —me felicitó Spaw, burlón—. Pero te aconsejo que no toques a ese zumo. No sabemos si contiene otras cosas.
—Descuida, no me lo beberé —repuse—. ¿Qué te propones?
Spaw se acercó a los barrotes y me habló en voz baja.
—La próxima vez que vengan, nos hacemos los muertos. Abrirán la jaula, nos sacarán de aquí, y entonces echaremos a correr.
«Esa idea me gusta», intervino Syu, agitando la cola.
Spaw y yo nos sonreímos. Al fin teníamos un plan. Estaba en plena reflexión cuando de pronto oí el resoplido de Spaw.
—¡Demonios! —jadeó entre dientes.
—¿Qué pasa? —pregunté con extrañeza.
Hubo un silencio.
—Nada. No pasa absolutamente nada —pronunció.
Fruncí el ceño al notar que me estaba escondiendo algo. ¿Qué le había ocurrido? A partir de ese momento, Spaw se mostró más reservado y, cuando le pregunté dónde podíamos esconder el zumo para que creyesen que lo habíamos bebido, sacudió la cabeza, pensativo. Parecía haber olvidado que no eran horas para meditaciones.
Cuando se volvió a oír la puerta abrirse, sentí que mi sangre se congelaba como si realmente hubiese dejado de vivir.
—Qué vergüenza —decía una voz desconocida—. Espero que no estén muertos o lo lamentarás.
Oí la puerta de la jaula abrirse y alguien se aproximó a mí. Tendida en el suelo, haciéndome la muerta, me hubiera gustado abrir los ojos para ver qué pasaba a mi alrededor, pero hubiera sido chafar los planes de Spaw. Alguien posó una mano en mi cuello y suspiró.
—Aún respira. ¿Qué les has hecho?
—Yo… —farfulló la voz del elfo oscuro que nos había traído el zumo de ortigas azules—. Yo… Padre, no quería… Sólo quería…
—Buaj, déjalo. No eres más que un patán que no sabe diferenciar la ilusión de la realidad. ¿Y si estos muchachos son hijos de Sombríos importantes? Eres un…
Por lo visto, el padre no encontró la palabra adecuada o bien no consiguió pronunciarla por causa del enojo.
—¡Esa ternian es una demonio! —protestó el elfo oscuro, intentando justificarse.
—Una demonio y todo lo que tú quieras, pero es también una Sombría, y eso es todo lo que debería importarte si fueras mínimamente sensato. Se nota que no escuchaste nunca lo que te decía yo, cuando eras un niño. Y ahora, como el más completo imbécil de la Tierra Baya, te has metido en la cabeza que eras un cazademonios, ¡y secuestras a dos jóvenes que no te han hecho nada, como el más basto de los criminales! Y encima intentas justificar tus locuras, ¡por Nagray! Siento decirte que, pese a todos mis esfuerzos, has acabado siendo un niño consentido que nunca ha pensado en todo lo que podría hacer por su padre y por su familia en vez de estar pateándote la ciudad buscando a hipotéticos monstruos con unos amigos irresponsables que te siguen la corriente como buenos fanáticos bobos y atolondrados…
—Padre…
—¡No me interrumpas! —soltó el padre—. Deja ya de marearme o te mando a los Subterráneos, con las arpías, los trolls y todos los monstruitos que a ti tanto parecen gustarte, para que dejes en paz a tu familia, que ya nos tienes hartos a todos, sobre todo a tu madre.
—No le irás a contar esto a mamá… —farfulló el elfo oscuro.
—¡Ni en sueños! Y ahora déjate de protestas y ayúdame a despertar a esta muchacha.
—¿Realmente está viva?
Noté una pizca de temor en su pregunta.
—Imbécil, pues claro que está viva. ¿Acaso te creías ese cuento de las ortigas azules? Venga, échame una mano y saquemos a estas pobres almas de aquí antes de que nos vea alguien y piensen que los Clark no son tan respetables como lo han parecido siempre. Qué vergüenza —repitió—. Si vuelves a ver a esos amigos, te aseguro que no vuelves a cruzar el umbral de mi casa hasta que mi cuerpo sea ceniza.
Alguien me cogió y me levantó sin esfuerzo aparente. Y, justo en ese momento, Syu soltó una exclamación de sorpresa. Solté un suspiro y abrí un ojo.
—Han sido mis tripas —dije con total naturalidad, al ver que el gran elfo oscuro que me sostenía en sus brazos me miraba fijamente, asustado.
«Lo siento», murmuró Syu, escondido debajo de mi capa.
«No importa», le aseguré.
Salté al suelo, miré a los dos elfos oscuros durante una fracción de segundo, y de pronto cogí a Frundis y me abalancé hacia la puerta abierta de la jaula, pasando junto al hijo de los Clark que se había quedado con la cara pasmada. Como si nunca hubiese visto a un demonio en acción, pensé divertida.
—¡Espera! —me dijo el elfo más viejo—. Quisiera disculparme por el tremendo error. Mi hijo no pretendía secuestraros.
Y, diciendo esto, soltó una mirada elocuente a su hijo, quien asintió enérgicamente.
—Por supuesto que no —afirmó.
Una vez fuera de la jaula, intenté serenarme y reflexionar correctamente. El elfo oscuro más viejo parecía querer hacer todo para contentarme. Según la conversación que había oído, creía que yo era una Sombría… probablemente porque había leído las cartas. En aquel momento agrandé los ojos, aterrada. Me alejé ligeramente de las escaleras y miré a padre e hijo, con los ojos entornados. Había momentos para correr y momentos para actuar e interpretar un papel.
—Me alegra saberlo —dije, intentando parecer segura de mí misma—. En ese caso, ¿por qué mi compañero sigue en esa jaula?
—Porque mi hijo aún no ha tenido tiempo de liberarlo, jovencita —contestó el padre.
El joven elfo oscuro, bajo la mirada imperante de su padre, se precipitó hacia la jaula de Spaw, sacó el llavero y la abrió. Spaw aún seguía haciéndose el muerto y me pregunté por qué.
Vi las llaves en la cerradura y, por un momento, se me ocurrió empujar a los dos elfos oscuros dentro de la jaula y cerrarla… Pero, dentro, también estaba Spaw, recordé.
—Está inconsciente —constató entonces el padre.
Seguí la mirada del joven y palidecí. El vaso con el zumo de ortigas azules no estaba lleno. Pero ¿cómo había podido beber de eso cuando él mismo había dicho que no bebería…?
—¿Qué tenía ese vaso, aparte de zumo de ortigas azules? —preguntó el padre a su hijo, fulminándolo con la mirada.
—¡Nada! —exclamó el elfo oscuro, retrocediendo en la jaula. Su rostro mostraba claramente su turbación.
El padre lo observó durante unos segundos y luego se giró hacia mí.
—Siento este contratiempo. Supongo que andarás con prisas para entregar los dos mensajes.
—¿Los ha leído? —gruñí, fingiendo enfado cuando en realidad estaba cada vez más preocupada por Spaw. ¿Qué podía haber en ese vaso para que Spaw se hubiera desmayado? El elfo hizo una mueca.
—No era mi intención abrir las cartas de los Sombríos —aseguró, prudentemente—. Pero de todas formas me he quedado en la primera frase, ya que lo demás está todo encriptado y la primera frase ya ha satisfecho toda mi curiosidad. Mira, te propongo algo: te devolvemos las cartas y salís los dos de aquí discretamente sin comentar nada de lo ocurrido, ¿qué te parece?
La idea de estar hablando con un Sombrío parecía ponerlo nervioso. Ciertamente, si los Sombríos la tomaban con él creyendo que los Clark actuaban en contra de sus intereses, iba a tener problemas. No podía saber que yo no era ni una persona importante ni una Sombría y que lo único que quería era salir de Aefna.
«Sólo soy una humilde demonio», pensé divertida. Percibí la sonrisa mental de Syu.
—Me parece correcto —contesté—, siempre y cuando me sean devueltas esas cartas. Sin olvidar la mochila naranja —añadí, mordiéndome el labio—, le tengo mucho aprecio.
—Bien, pues adelante —dijo él—. Coge a tu amigo y sube estas escaleras. Mi hijo y yo te esperaremos arriba. Vas a lamentarlo —le siseó a su hijo por lo bajo.
Los miré pasar junto a mí, atónita. ¿No iban a ayudarme a sacar a Spaw de la jaula? Empecé a dudar de que realmente quisiesen liberarnos y se me ocurrió interponerme y exigirles que me explicasen sus intenciones. Noté que Frundis había empezado a vibrar, ansiando otra vez mostrar lo que valía como luchador y sacudí la cabeza.
«Ahora no», le dije al bastón. «Quiero saber cómo está Spaw.»
Lo primero que hice fue arrastrar a Spaw fuera de la jaula. Al menos habíamos conseguido dar un paso hacia la libertad, me dije, optimista.
—Spaw —murmuré—, ya no hace falta que finjas.
Pero Spaw seguía inconsciente. Syu subió prudentemente sobre su tórax y lo examinó detenidamente.
«Los demonios son los seres más vivos que existen», pronunció, imitando el tono solemne de Kwayat.
No pude reprimir una sonrisa pero enseguida me puse seria.
«Syu, no bromees con esas cosas, quizá sea algo grave.»
Le di a Spaw unas palmaditas contra la mejilla. Le di una torta más fuerte. Nada. No había manera.
—¡Spaw! —solté.
Empezaba a estar verdaderamente preocupada. ¿Y si el elfo oscuro había acertado y las ortigas azules mataban realmente a los demonios? Con el miedo en las entrañas, intenté cogerlo por la talla para subirlo por las escaleras, a sabiendas de que no iba a ser evidente.
Resoplando, llegué al tercer peldaño cuando perdí el equilibrio. Solté un bufido. La escalera tenía al menos veinte peldaños más. En ese momento, Spaw abrió los ojos y se me quedó mirando con las comisuras de los labios levantadas.
—Maravilloso —murmuró.
—¿Spaw? —pregunté, temiendo que se desmayase otra vez—. ¿Estás bien?
—¡Maravilloso! —exclamó entonces, levantándose de un bote—. ¿Cómo lo has hecho? ¿Cómo hemos salido de la jaula?
—Oh. El padre del cazademonios nos ha liberado después de haberle echado una buena bronca a su hijo por haber secuestrado a dos Sombríos —expliqué—. Sólo tenemos que subir estas escaleras y salir de la casa y estaremos del todo libres.
Spaw me miró como si estuviese intentando adivinar si lo que afirmaba era cierto.
—Venga, salgamos de aquí —le dije—. ¿Puedes caminar?
Él enarcó una ceja y replicó, burlón:
—¿Y tú?
La casa de los Clark no era una casa cualquiera. Desde luego, no parecían ser mucho más pobres que Amrit Daverg Mauhilver en Dathrun, pensé, admirando la sala en la que aparecimos, Spaw, Frundis, Syu y yo después de haber subido las escaleras a toda prisa. Renové mi esfera armónica de luz para aumentar la claridad y vi que nos rodeaban por todas partes esculturas y otros objetos que debían de valer una fortuna.
—Un lugar curioso para esconder una puerta hacia un calabozo —comentó Spaw.
—Es la recompensa para quien consigue salir de aquí vivo —dije con un tono teatralmente misterioso.
Encontré unas cortinas enormes y las corrí ligeramente, descubriendo una ventana.
—Es de noche —observé. Aquel día había sido un fracaso total. No solamente no había ido a visitar a Suminaria sino que además Srakhi me habría estado esperando en las afueras de la ciudad, sin verme aparecer. Al menos el padre de ese cazademonios neófito no había tardado nada en averiguar las maquinaciones de su hijo, pensé.
Por la ventana, se veía una terraza y un jardín por el que se paseaban siluetas difuminadas entre la oscuridad nocturna. Sólo entonces se me ocurrió que quizá no fuese una buena idea salir a la ventana con una esfera de luz y deshice el sortilegio con un gesto de mano precipitado.
Me giré hacia Spaw y lo vi examinar el busto de un saijit que compartía ciertos rasgos con los Clark que acabábamos de ver.
—Curioso —dijo Spaw, tocando la nariz de la escultura y frunciendo su propia nariz—. Es mármol de Lisia.
—Spaw —intervine, acercándome a la escultura y echándole un rápido vistazo antes de hacer la pregunta que me importaba—. Dime que no has bebido zumo de ortigas azules.
Spaw pestañeó, me miró y sonrió.
—No he bebido zumo de ortigas azules —repitió—. ¿Sabes? Aún no te había mentido pero acabo de hacerlo —declaró con un fruncimiento de ceño—. Bueno, eso creo.
Agrandé los ojos y sentí que se me bloqueaba la respiración.
«Tranquila», me dijo Syu. «Igual es que le gustaba el zumo.»
«¿Y si tenía veneno o cualquier otra cosa?», repuse enérgicamente.
«Parece que eso que tú dices ya le está afectando», comentó el mono.
De hecho, Spaw se paseaba por la sala andando de manera totalmente desenfadada y observando todos los objetos sin preocuparse por encontrar la salida.
—¿Spaw, estás seguro de que estás bien? —aventuré, siguiéndolo.
—¿Me hablas a mí? —preguntó, fijando sus ojos negros en los míos—. Pues claro que estoy bien. Algo afectado, eso sí, pero no puedo quejarme al tener tantas cosas bonitas a mi alrededor.
Me ruboricé al notar su mirada directa, carraspeé y le estiré del brazo.
—Spaw, creo que la salida está… er… por ahí.
En ese momento, la puerta que estaba señalando se abrió y una luz brillante bañó toda la entrada. Entrecerré los ojos y advertí el rostro del elfo oscuro con túnica verde que nos había secuestrado.
—No toquéis nada —nos dijo, nervioso—. Venid. Os llevaré hasta la salida. Aquí tenéis vuestras pertenencias, con… con las cartas de los Sombríos.
Nos aproximamos a él y resoplé de alivio al ver mi mochila naranja. Dentro, tenía un juego de naipes, tres libros, ropa de recambio y… las cartas para Lénisu, comprobé.
Bajo la mirada atenta del elfo oscuro, las guardé en un bolsillo interior de mi túnica y asentí.
—Te seguimos.
Spaw, que había recuperado su capa verde, caminaba cada vez menos recto y tuve que cogerle del brazo para ayudarle.
«Me estoy mareando sólo con verlo andar de esa manera», se quejó Frundis, que siempre había andado muy recto.
El hijo de los Clark nos hizo pasar por unas escaleras desiertas y nos llevó hasta una puerta de servicio por la que no debía de pasar mucha gente.
—Aquí os dejo —nos declaró fríamente.
A lo lejos, se oían ruidos de voces y risas. Todo indicaba que aquella noche había una fiesta en la morada de los Clark.
—Os pido disculpas por este error —prosiguió el elfo. Parecía que cada palabra le ardiera en la boca—. Y os doy esta bolsa de dinero como muestra de respeto a los Sombríos.
Ahogando la sorpresa que me invadía, cogí la bolsa de dinero y realicé un saludo de agradecimiento.
—No se hable más del incidente —dije.
—Una sola pregunta —intervino Spaw. Parecía haber recobrado cierto aplomo. Lo oí inspirar hondo y me señaló—. ¿Quién os ha pagado por encontrarla? y —marcó una pausa— ¿quién os ha dado esa botella?
—Nadie nos ha pagado —replicó el elfo oscuro, tomando un tono desdeñoso—. Por mucho que digáis, yo sé que no sois saijits normales.
—¿Quién es normal en los tiempos que corren? —repliqué, burlona.
Entonces ocurrió algo que no me esperaba ver: en un segundo, vi a Spaw saltar sobre el elfo oscuro, tirarlo al suelo y apuntar su cuello con una especie de daga puntiaguda.
—Si gritas, no volverás a respirar —le avisó.
El elfo oscuro y yo lo miramos con los ojos dilatados y la respiración entrecortada.
«¡Se ha vuelto loco!», exclamó Syu, aferrándose a mi cuello y escondiendo la cabeza detrás de mi pelo para no mirar.
—Ahora, contesta —dijo tranquilamente Spaw—. ¿Quién te dio esa botella? Contesta —repitió, al ver que el elfo respiraba con un ritmo entrecortado pero no hablaba.
—Yo… no quiero… morir —jadeó el elfo.
La sonrisa que le dedicó Spaw a su víctima me heló la sangre en las venas.
—¿No? Entonces sólo tienes que decirme un nombre.
—No lo conozco. Fue Chimath quien habló con él. Mi amigo ternian. Yo no sé nada.
—El nombre —insistió el joven humano.
—Eres un demonio —bramó el elfo, con el rostro deformado por el odio y el miedo.
—¿Dónde está Chimath? —preguntó entonces Spaw.
—No te lo diré nunca.
—¡Ah! ¿Y qué dirías si ese desconocido fuese en realidad un enemigo nuestro que se ha aprovechado de vuestra credulidad para cazarnos gratuitamente diciéndoos que somos unos demonios? ¿Eh?
El elfo oscuro lo observó y negó con la cabeza.
—No te creo. Y ahora deja de hincarme ese cacharro o acabarás haciéndome daño.
—¿Crees que me importa? —replicó Spaw.
Sin embargo, se levantó de un bote y retrocedió hacia la puerta. Lo agarré antes de que se estampase. Parecía haber vuelto a su estado de aturdimiento.
—Bueno —dije, abriendo la puerta precipitadamente—. Creo que nos vamos a ir. Buenas noches.
Y salimos de ahí lo más rápido que pudimos.
—¿Qué mosca te ha picado atacando a ese elfo? ¿De dónde has sacado esa daga? —pregunté, resoplando.
—De la sala de esculturas —contestó él.
Bajamos torpemente las escaleras y nos dirigimos directamente hacia el muro que rodeaba la casa. Spaw caminaba más decididamente que antes, pero aun así noté que la bebida seguía afectándolo.
—¿Por qué demonios bebiste lo que había en ese vaso? —refunfuñé, cuando llegamos al pie del muro.
—Era… un experimento —explicó Spaw, apoyando un pie en una piedra.
—Un… ¿experimento? —repetí. No podía creerlo—. ¿Así que has bebido por simple curiosidad, para saber si ibas a morir o a perder la cabeza? —pregunté, alucinada—. Bueno… la cabeza ya pareces haberla perdido.
Spaw tomó otro apoyo, se subió al muro, me echó una mirada pensativa pero pasó del otro lado sin contestarme. Syu lo siguió con agilidad y yo me pasé a Frundis a la espalda para subir cómodamente.
Aterricé en una calle al norte del Palacio Real.
—Por aquí —me dijo Spaw, señalándome una callejuela.
—No tengo tiempo que perder —dije—. Tengo que irme de Aefna.
—¿Te vas de Aefna, eh? Mm… quizá sea una buena idea —aprobó Spaw. Se paró al principio de la callejuela y se giró hacia mí—. ¿Puedo preguntarte qué relación tienes tú con los Sombríos?
—¡Ja! Me temo que te he preguntado yo algo antes que tú. Sabes algo sobre esos cazademonios. ¿Crees realmente que alguien les dio esa botella y les pidió que nos secuestrasen? ¿No te parece un poco exagerado?
—Bueno, reconozco que tuve mis dudas y no hubiese estado seguro si Zaix no me hubiese hablado —reconoció Spaw.
Me quedé mirándolo fijamente y solté una carcajada.
—¿Zaix? —repetí, incrédula y con una ancha sonrisa—. ¿Y qué te ha dicho?
—Que probablemente la botella que tenía el jovenzuelo rico ese entre las manos contenía algo malo. Y, como dijo, ¿quién sino Askaldo querría vengarse de ti?
—Askaldo —susurré, frunciendo el ceño—. Oh. Askaldo. Claro.
«¿Quién es Askaldo?», preguntó Syu.
«Lo cierto es que no me acuerdo», contesté. «Pero me suena mucho.»
—Y, por lo visto, Zaix tenía razón —prosiguió Spaw—. Este “zumo” no podría hacerlo alguien que no conoce a los demonios y a la Sreda. Me siento… como si tuviese diez mil hormigas dentro correteando y… —soltó un sonido gutural— creo que voy a vomitar…
—¡Askaldo! —exclamé entonces. ¡Por supuesto!, me dije. Era el hijo de Ashbinkhai. Aquel que había sufrido alteraciones irremediables después de no haber recibido la poción para estabilizar su Sreda a tiempo… y todo eso por mi culpa. Y por culpa de Zoria y Zalén, recordé con pesadumbre.
Spaw se había inclinado hacia delante, sosteniéndose en el bordecillo de un muro, pero no parecía decidirse a vomitar, así que le agarré del brazo, diciéndole:
—Alejémonos de aquí y vayamos a un sitio en el que puedas descansar tranquilamente.
Se me ocurrió llevarlo al escondrijo de Lénisu, junto al Anillo. Pero estaba demasiado lejos, al otro lado de la ciudad.
—Estoy mejor —dijo Spaw, irguiéndose e inspirando hondo.
—¿Crees que los efectos van y vienen? —pregunté.
—Esto no me gusta nada —resopló—. Los experimentos de Zaix acabarán por matarme algún día —sonrió—. Pero no será hoy —y entonces señaló una calle—. Por aquí.
Entramos en un patio rodeado de casas y Spaw comenzó a subir escaleras en silencio.
—No quiero ser pesimista —empecé—, pero la última vez que bebí una poción, las consecuencias no fueron del todo nimias. Aunque no quisiera alarmarte.
Spaw se giró hacia mí y soltó una risita irónica.
—No te preocupes —me aseguró—. De todas formas, ya estoy alarmado.
De hecho, sus ojos negros reflejaban algo muy parecido al miedo. Sentí un escalofrío recorrerme por todo el cuerpo al percatarme de ello. ¿Y si resultaba que el zumo contenía veneno que mataba poco a poco? Al fin y al cabo, Askaldo quizá hubiese sufrido tanto por sus mutaciones indeseadas que se había vuelto loco. Lo más absurdo había sido que, a pesar de la torpeza con que nos habían dado el zumo aquellos cazademonios, Spaw había conseguido beberlo. Desde luego, ese joven humano no destacaba por su prudencia.
Spaw se paró frente a una puerta, cogió una llave de encima del marco y abrió. Tuve que abalanzarme sobre él para impedir que cayera de cabeza en el suelo de la habitación.
Avancé, sosteniéndolo como podía, dejé caer a Frundis al suelo y senté a Spaw en una butaca.
—¿Cómo te sientes? —pregunté.
Soltó un resoplido por toda respuesta, con los párpados caídos. Fui a cerrar la puerta, recogí a Frundis y acababa de invocar una esfera de luz en el instante en el que apareció, por el marco de una puerta a mi izquierda, una silueta con una especie de machete en la mano.
—Er… —solté, agrandando los ojos por el susto. «¿Dónde demonios nos ha metido Spaw?», les pregunté a Frundis y a Syu, aprensiva.
La linterna que llevaba la silueta en su otra mano iluminó toda la habitación y, al acostumbrarme a la luz, vi a una elfocana viejísima cuyo rostro arrugado me recordó a la vieja Émariz de Ató.
—¿Spaw? —dijo entonces, soltando el machete y aproximándose al humano con precipitación. A medio camino, se detuvo y sus ojos incoloros se fijaron en mí—. ¿Quién eres?
—¿Yo? Oh… Er… una amiga de Spaw —contesté, sorprendida de que resultase que, finalmente, Spaw no se había equivocado de puerta—. ¿Y usted?
La anciana, sin contestar, se acercó a la butaca donde estaba Spaw, medio inconsciente, y posó una mano blanquísima sobre la frente del demonio. Éste abrió los ojos al contacto y murmuró algo tan bajito que no oí nada.
«¿Quién será esta anciana?», comenté con curiosidad. Conocía a Spaw, me dije. ¿Y si era una demonio?
El mono, sobre mi hombro, observaba la escena con un interés relativo. El pobre apenas había dormido en la jaula y ahora le costaba mantenerse despierto.
—¿Cree que está grave? —pregunté, paseando la mirada por la habitación. Había una ventana grande con contraventanas, una chimenea condenada, una silla y, pegado en el muro, un papel con el dibujo a lápiz de un conejo y una niña pequeña jugando en el campo.
Me había acercado para mirar el dibujo pero me giré cuando oí la honda inspiración de Spaw.
—Estoy bien —dijo—. Simplemente necesito una de tus pociones, Lu. Es la Sreda, está hecha un lío.
—Entiendo —respondió entonces la anciana—. No te preocupes. Tengo de todo.
Spaw sonrió anchamente y luego espiró y volvió a recostar su cabeza contra el respaldo de la butaca, exhausto. La anciana me miró e hizo un gesto.
—Procura no acercarte a Spaw —me avisó—. Está inestable.
—¿Y eso es contagioso? —pregunté, incrédula.
La anciana simplemente volvió a hacer un gesto de cabeza, con una mueca grave, y desapareció por el marco por el que había aparecido.
—Esto no me gusta —comenté—. ¿Quién es esta Lu, Spaw? ¿Sabe realmente quién eres tú?
—Hmpf —sonrió débilmente—. Lu es mi abuela. Bueno, biológicamente hablando no lo es pero así la considero.
Me quedé a cuadros.
—Ah.
Me senté en la silla, tratando de poner orden en mi mente confusa.
—¿Así que lo de los demonios ya lo sabe?
—Sí —suspiró Spaw, abriendo un ojo—. Fue ella quien acabó mi instrucción de demonio, para tu información. ¡Demonios! —exclamó entonces, dando un respingo—. Tengo la impresión de estar ardiendo. Voy a por agua.
—No, no te muevas, déjame a mí —le dije, levantándome y haciendo un gesto apaciguador.
—No vas a saber dónde encontrar el agua —negó Spaw— y si entras en el laboratorio de Lu… No te lo aconsejo.
—Tonterías —repliqué—. Ya sé reconocer una cocina de un laboratorio. Y lo cierto es que tengo una sed terrible —me percaté.
Spaw pareció rendirse porque dejó de intentar levantarse y soltó:
—Y yo tengo sed y hambre.
—También intentaré arreglar eso —sonreí.
Y me adentré en las profundidas de la casa de Lu. Bueno, en realidad sólo había un pasillo con tres entradas. Dos de ellas tenían puertas y la tercera daba a la cocina. Lo cierto es que tardé un buen rato en encontrar el agua. Finalmente, hallé una jarra con muy poca agua. La eché en un bol e hice un esfuerzo considerable para no beberla.
«Syu», le avisé, al ver que el mono se relamía, con los labios secos.
Con la mirada, busqué comida, pero tan sólo encontré unas patatas y unos puerros y no me iba a poner a cocinar en ese momento.
Le llevé el agua a Spaw y él se la bebió de un trago.
—Gracias —murmuró—. Es curioso cómo a veces parece que de pronto todo se estabiliza y, entonces, cuando todo va bien, se vuelve a estropear.
—Aún no entiendo cómo has podido beberte esa poción —suspiré, incrédula.
Spaw se encogió de hombros.
—Ya te lo he dicho. Soy más curioso que prudente.
—Pues con esas vas a acabar matando de un susto a tu abuela —repliqué, tomando un tono muy cercano al de Wigy cuando me regañaba.
—Te aseguro que me ha visto en peores estados.
Inspiró de pronto hondo, emitiendo un ruido gutural y agrandando los ojos y sentí que el corazón se me aceleraba de miedo. Pero afortunadamente, Spaw se calmó.
—Aunque esto podría llegar a ser uno de los peores —recapacitó.
—¿Va a tardar mucho tu abuela? —me inquieté.
—Preparar ese tipo de brevajes no se hace enseguida. En todo caso, si me pasa algo grave, recuérdale lo que le he dicho siempre, que la culpa de lo que me pasa es sólo mía.
Sus palabras me llenaron de pavor.
—No te pongas dramático —repliqué, sintiendo el pánico invadirme—. Ya se te pasará.
No alcanzaba entender muy bien qué le estaba pasando a Spaw. Supuse que no debía de ser muy diferente de lo que yo había sentido cuando me había convertido en una demonio. Después de todo, era una desestabilización de la Sreda. Claro que quizá una Sreda despierta desestabilizada podía ser más peligroso, reflexioné.
—¿No me digas que ha sido Zaix quien te lo ha pedido? —solté entonces, después de estar cavilando un rato.
Spaw abrió los ojos. Su frente estaba sudorosa y empecé a preguntarme si, además de la Sreda desestabilizada, no estaba sufriendo las consecuencias de algún veneno o de alguna gripe.
—¿Hablas del zumo? —Asentí y él negó con la cabeza—. No me lo pidió. Me lo sugirió.
Enarqué una ceja, sorprendida. ¿Era acaso posible que Spaw fuese capaz de hacer experimentos con su propia persona de una manera tan alegre? Pensé en la vez en que había aparecido colgado en un árbol, junto a mí, sin arredrarse ante unos cazademonios y empecé a dudar de la cordura de aquel joven humano.
—Es una locura —sacudí la cabeza—. Pero, dime, ¿de qué conoces a Zaix?
—Aha. —Sacudió el índice, sonriendo—. Contéstame tú antes a mi pregunta. ¿Eres una Sombrío, sí o no?
Lo miré, atónita al ver brillar en sus ojos la curiosidad, y solté una carcajada.
—No. En mi vida se me ocurriría entrar en ninguna cofradía.
—Sin embargo, tienes en tu poder dos cartas escritas por Sombríos, si he entendido bien.
—Son para mi tío —expliqué—. Él, al parecer, es un Sombrío, aunque de eso me enteré hace poco. Lénisu siempre anda con secretillos. No sé cómo no se arma un lío.
Spaw soltó un gruñido y se levantó a medias, tirando el bol vacío al suelo.
—¿Spaw? —solté, precipitándome hacia él.
—Arggg —dijo él por toda respuesta. Con una mano en el pecho y los ojos cerrados, parecía estar intentando sobrellevar una nueva racha de energías inestables.
Si hubiesen sido energías normales, podría haber intentado soltar sortilegios de estabilización, con la energía brúlica, pero no solamente yo no era una experta en esa rama específica sino que además la deserranza no se utilizaba dentro de un ser vivo. Y tal vez hubiera empeorado las cosas. Definitivamente, no era una buena idea.
—¿Quieres que vaya a decirle a Lu que necesitas una ayuda urgente? —pregunté—. Quizá…
—No… no, déjala tranquila —resopló él—. Necesita estar concentrada. Menuda idea que he tenido.
Con un esfuerzo y con mi ayuda, volvió a sentarse en la butaca.
—Estoy bien —me dijo—. Quiero decir, me repondré. Mientras la Sreda siga inestable y no me pase nada, todo va bien. Lo peor es si decide cambiar. Bueno, tú ya me entiendes.
Lo miré fijamente.
—No, no te entiendo. Lo cierto es que Kwayat me ha hablado mucho de la Sreda, pero no me habló mucho de cuando se desestabilizaba. Según él, nunca pasaba o casi nunca.
Spaw soltó una risita irónica.
—Ya, claro. Al gran Kwayat nunca le pasa nada malo.
—Supongo que no irá bebiéndose cualquier cosa por ahí —comenté. Syu emitió una risita y tuve una media sonrisa al recordar que mi frase se había parecido mucho a la que había soltado Seyrum, aquel día, en Dathrun, cuando yo me había bebido una poción creyendo que era zumo míldico.
Spaw hizo una mueca de protesta.
—Ey, era un experimento. Ahora sabemos que los cazademonios esos han sido contratados por un demonio.
—¿Estás seguro?
—¿Quién, si no, sería capaz de desestabilizar la Sreda tan eficazmente? —replicó.
Fruncí el ceño, pensativa.
—¿Y crees que ese Askaldo…?
—No se puede saber.
—Bueno. —Me encogí de hombros y sonreí anchamente—. Sólo hace falta ir a preguntárselo. ¿Dónde vive?
Spaw se me quedó mirando, como si me hubiese vuelto loca.
—Askaldo no vive en Aefna.
—Oh, y entonces, ¿dónde? ¿En algún recóndito lugar de los Subterráneos, incubando su venganza?
El joven humano puso los ojos en blanco.
—Estuvo viviendo en Mythrindash, hasta que mutó. Entonces, desapareció. Los Comunitarios no saben dónde está. Y Zaix está convencido de que quiere vengarse de ti. Y de él, por haberte protegido. En cuanto se siente un poco amenazado, Zaix se siente el centro del mundo y le gusta. Tiene un pequeño problema de personalidad.
Agrandé los ojos. Se me había ocurrido una idea absolutamente inédita.
—¿Conoces a Zaix?
Spaw hizo una mueca, exasperada.
—Pues claro que lo conozco, te estoy hablando de él.
—No, no, quiero decir, ¿lo has visto alguna vez?
—Oh. Sí. Claro que lo he visto. Su paradero es algo secreto, pero si algún día quieres ir a verlo, te acompañaré. Es más, deberías ir algún día, por cortesía al menos. Entonces… tu tío es un Sombrío, ¿eh? Eso es una información interesante. —Su expresión se deformó y resopló—. Hubiera preferido que aquel niñato grande me clavase un puñal. Ese Askaldo ya me cae mal.
—Bueno, no hablemos demasiado rápido. Quizá Askaldo no haya tenido nada que ver. Un mono gawalt actúa bien y rápido pero no sin pensar.
Apenas hube dicho esto último, me ruboricé, azorada.
—Quiero decir… —solté precipitadamente— un demonio…
Spaw tuvo una media sonrisa, divertido.
—Tú sí que tienes un problema de personalidad.
Carraspeé pero no contesté. En aquel momento, oí unos pasos en el corredor y me giré justo a tiempo para ver entrar a la anciana Lu en la habitación, llevando una bandeja con dos boles, una botella y un queso y pan. Enarqué una ceja. Debía de tener la comida bien escondida para que Syu no la hubiese encontrado.
«Si hubiese habido algo comible, lo habría olido», se defendió el mono, echando un vistazo de desagrado hacia el queso.
Di las gracias a la anciana y observé cómo le hacía beber un bol entero a Spaw, lleno de un líquido negro pegajoso. Cuando el bol estaba medio lleno, me dispuse a preocuparme por mis propios asuntos y abrí la botella. Fruncí la nariz. Era vino.
La anciana sonrió al percibir mi aire reacio, me cogió la botella de las manos y me rellenó el bol entero.
—Gracias por haber ayudado a Spaw a llegar hasta aquí —me dijo, agradecida.
Al fin parecía más dispuesta a hablar, pensé. Sin embargo, no me apetecía acabar borracha.
—Er… gracias. No es por nada pero… ¿no tendrás agua?
La anciana negó con la cabeza.
—Hay que ir al pozo, para eso. Y no voy todos los días.
—Oh, entiendo.
Realmente tenía mucha sed, me dije, mirando el vino con aire afligido. Alcé la cabeza hacia el rostro risueño de la anciana y me dije que si estaba tan tranquila significaba que confiaba en que Spaw se recuperaría después de haber bebido su poción.
—¿Eres alquimista? —pregunté.
La vieja elfocana se encogió de hombros.
—Me limito a hacer sedantes y estabilizadores de Sreda. ¿Y tú, de dónde vienes?
—De Ató —contesté—. Bueno, er… aunque hace más de un mes que estoy en Aefna. Me llamo Shaedra.
La anciana sonrió cómicamente.
—Yo soy Lunawin, pero todos me llaman Lu.
El verano se acercaba y el sol empezaba a levantarse antes que la mayoría de la gente. La plaza estaba desierta y en paz. Dejé caer el cubo en el pozo y lo subí de nuevo, lleno de agua. Los pájaros cantaban en los árboles alegremente y los gatos, tumbados en la piedra de los umbrales, se distraían mirándome, indolentes.
Llené el segundo cántaro que me había dado Lu y sacié mi sed con el agua que quedaba en el cubo del pozo. Syu, entonces, se metió de lleno, salpicándome, y me puse a reír al verlo tan feliz chapoteando en lo que quedaba de agua. Sus bigotes mojados se alzaron, desafiantes.
«¿Qué? No es porque tú no puedas caber en un cubo que yo no pueda meterme», razonó.
Le di toda la razón pero agregué:
«Creía que no te gustaba el agua cuando había demasiada.»
«Bah. Te equivocas. Esto es lo ideal», me aseguró el mono, dando vueltas en el agua, muy contento.
Soplaba un viento cálido y pensé que a mí también me hubiera gustado poder meterme en un cubo de agua. Pero de todas formas ya era hora de llevar los cántaros de Lu a casa. Aquel día iba a ser un día atareado: tenía que buscar a Srakhi, pedirle disculpas y salir de Aefna. Y, si me daba tiempo, hablar con Suminaria y pedirle disculpas a ella también por no haberme presentado el día anterior en su casa.
Después de haber convencido a Syu de que se le iba a arrugar la piel de tanto estar en el agua, recogí el cubo y lo vacié donde crecía un matorral de flores preciosas.
Syu se subió a mí, inundándome el hombro.
«¿Por qué miras esa planta?», me preguntó, interesado.
Me di cuenta de que me había pasado más tiempo de la cuenta contemplando el arbusto, pensativa, y espabilé.
«Estaba pensando en lo hermosa que es la naturaleza», le expliqué.
Syu ladeó la cabeza y miró más atentamente las flores. Al cabo, asintió.
«Coincido», dijo. Y giró hacia mí una cara burlona. «Los gawalts somos una prueba de ello.»
Puse los ojos en blanco.
«Y los ternians», repliqué. «Pero, sin flores, no habría plátanos, ni manzanas, ni nada de eso que tanto te gusta», observé.
Esas palabras dejaron a Syu muy pensativo. Cogiendo los dos cántaros de Lu, me dirigí hacia la callejuela. Cuando llegué a casa de Lunawin, encontré a Spaw en la cocina, sentado a la mesa con un cuchillo y tres puerros. Tenía el pelo violeta recogido en una coleta y desde luego no parecía haber pasado una noche terrible, como yo sabía que la había pasado.
—Buenos días —le dije, mirándolo con curiosidad—. ¿Qué estás haciendo?
—Sopa —me explicó, sonriente.
—¿A estas horas? —me extrañé.
—A Lu le gusta desayunar sopa. Pero como está muy ocupada con sus experimentos, siempre se olvida de hacerla.
Lo miré fijamente y sonreí, divertida.
—¿Qué tal estás? —pregunté, sentándome a la mesa.
—Mejor. Las pociones de Lu son bastante eficaces cuando funcionan.
Hice una mueca al oír sus últimas palabras. Pero, claro, que un alquimista metiese la pata de cuando en cuando era de lo más natural, reflexioné.
—He estado pensando —dijo de pronto Spaw, cortando los puerros con rapidez—. Me dijiste que ayer debiste haber salido de Aefna, y me parece una muy buena idea. ¿Con quién dijiste que tenías que irte?
Enarqué una ceja.
—No lo dije.
Spaw se detuvo en pleno movimiento.
—¿No irás a marcharte sola?
—¿Y por qué no? —solté, sintiendo una sonrisa dibujarse en mi rostro— Soy una har-karista demonio con mono gawalt y bastón compositor, ¿quién podría hacerme daño?
Spaw puso los ojos en blanco.
—¿Bastón compositor? —repitió.
—Ahá —asentí, con desenfado.
—¿Tu bastón es una mágara, eh? Me lo suponía. ¿Emite música?
—No es una mágara —le aseguré—. Es un amigo.
El demonio tuvo una media sonrisa incrédula y volvió a sus puerros suspirando:
—Dudo que la música pueda salvarte de una panda de bandidos.
—Dudo que unos bandidos se interesen por una ternian sin un kétalo —repuse—. Pero de todas formas, Srakhi me acompañará. Es un amigo de mi tío.
—Ah —dijo entonces Spaw, sacudiendo la cabeza—. Es… ¿un Sombrío?
—No, no lo es. Pero le debe la vida a mi tío Lénisu. Y ahora, como le ha prometido que cuidaría de mí… Voy a reunirme con Lénisu —expliqué.
—Y… ¿eso queda lejos? —preguntó Spaw.
Enarqué una ceja.
—¿Por qué quieres saberlo?
El demonio me miró, sorprendido.
—Pues… es natural. Después de todo, estoy aquí para protegerte.
Me quedé en suspenso un momento. Los ojos negros de Spaw brillaron, sonrientes, y me atraganté con la saliva, entendiendo.
—Trabajas para Zaix.
Spaw asintió.
—Creía que lo sabías. —Sonrió—. Al fin y al cabo, eres su nueva criatura.
Y se levantó para poner a hervir en la cazuela el agua, las patatas, los puerros y otro ingrediente que me recordaba algo que no supe identificar.
—Demonios —resoplé, impresionada—. Eso significa que… ¿Zaix me protege?
Spaw hizo una mueca.
—Eso significa que yo te protejo. Zaix… recompensa.
Lo miré, ultrajada.
—¿Así que todo lo del collar, los cazademonios y todo… fue por una recompensa?
Cuando él volvió a su silla y se sentó, noté en sus movimientos cierto cansancio que, sin embargo, conseguía borrar de su expresión.
—No me interpretes mal —contestó—. Yo no soy ningún cazarrecompensas. Mira, diré las cosas claramente. Zaix es como un padre para mí. Se ocupó de mí desde que era un niño. Y los demás demonios de la comunidad me han dado todo lo que necesitaba. Es totalmente normal que ahora me toque a mí ayudar a los demás, ¿no crees?
Lo miré con súbita desconfianza.
—Er… ¿de qué comunidad estás hablando? ¿Zaix tiene una comunidad? —Él asintió tranquilamente—. Y ¿sois muchos?
Spaw soltó una carcajada, divertido.
—Somos cinco —dijo simplemente—. Pero ahora apenas nos vemos.
Asentí para mí. Las comunidades de los Demonios Mayores reagrupaban cientos de demonios. En comparación, la comunidad de Zaix era más bien reducida.
«Suficiente, si son gawalts», intervino Syu con una seriedad burlona.
«¿Tú crees que hay demonios gawalts?», le pregunté, divertida.
—Supongo que te preguntarás por qué no te he hablado de Zaix antes —prosiguió Spaw—. Pero comprenderás que una persona que trabaja para el Demonio Encadenado está muy mal vista. Y no quiero que se entere todo el mundo de que sigo trabajando para él.
—¿Kwayat lo sabe? —pregunté.
—Sabe que Zaix me educó. Pero cree que estoy trabajando para Ashbinkhai. Lo cual es cierto también.
Lo miré, perdida.
—Spaw… ¿me estás diciendo que trabajas para dos demonios a la vez?
Spaw suspiró.
—Te seré sincero, como siempre lo soy —carraspeó e inspiró hondo antes de decir—: Verás… soy un templario.
Lo miré durante un momento, esperando a que añadiera algo, pero él parecía más entretenido observando mi reacción.
—Vale —dije con impaciencia—, ¿qué es un templario? Supongo que no tiene nada que ver con esos guerreros antiguos que se tiraban de los acantilados para huir de sus terribles enemigos —dije, recordando una escena histórica que nos había contado el maestro Tawb en Dathrun.
—Nada que ver con eso que tú dices —confirmó él—. Entre los demonios, un templario es algo así como un mercenario que hace de espía, mensajero y tal. Lu siempre me ha reprochado que eligiese ese trabajo —suspiró—. Y tiene toda la razón, pero, lo creas o no, es menos peligroso que ser alquimista. En fin, como comprenderás mi trabajo requiere cierta apariencia de neutralidad. Y si supiesen mis clientes que sigo guardando lealtad a Zaix, quizá no se fiarían tanto de mí. Por simple superstición: la gente sigue pensando que Zaix es un traidor.
—¿Porque robó las Cadenas de Azbhel?
—Exacto —sonrió—. Bueno, ahora que te he contado mi apasionante vida, dime, ¿adónde piensas ir con ese amigo de tu tío?
No contesté de inmediato, pensativa.
—Espera un momento —dije—. Aún no me has dicho por qué trabajas para Ashbinkhai.
—Oh, eso es un detalle —me aseguró Spaw—. Ashbinkhai me pidió que encontrase a su hijo Askaldo y lo, porque últimamente está muy rebelde. —Me dedicó una sonrisa torva—. Me enteré de que había mandado a uno de sus amiguetes a Aefna y entendí que, si te encontraba, podía resultar algo desagradable.
—¿Quieres decir que ha enviado a alguien a Aefna y ese alguien va a vengarse de mí? —resoplé, aterrada.
—Bueno, Askaldo no es una persona violenta, según su padre —me consoló Spaw—. Pero Ashbinkhai se preocupa por él, lo cual es normal, es su único hijo. Y te recuerdo que “ese alguien” ya intentó vengarse de ti.
—Si realmente fue Askaldo quien contrató a esos cazademonios —dije pausadamente— entonces la poción que bebiste…
—Ya, ya, no me lo recuerdes —me cortó Spaw, carraspeando—. Cuando se lo diga a Zaix, se va a reír de mí. Pero bueno, al menos tú no la probaste. Porque probablemente entonces Lu no habría podido salvarte, porque desconoce totalmente tu Sreda, y habrías acabado los dioses saben cómo.
—Mmpf —solté—. De modo que lo de que no es una “persona violenta” es bastante relativo.
Spaw abrió la boca, hizo una mueca y asintió.
—Er… De hecho, lo es. Supongo que lo que quiso decirme Ashbinkhai era que Askaldo no iba apuñalando a la gente y esas cosas. De todas formas, no me cuesta creerlo, dado que su familia, normalmente, siempre ha destacado por su paciencia y su amabilidad.
—Mm —reflexioné—. ¿Y no trabajas para más gente?
Los ojos oscuros de Spaw destellaron de diversión.
—Ahora mismo, no —me dijo—. Entiendo tu desconfianza. Zaix ya me ha explicado que una persona que trabaja en ese tipo de cosas para mucha gente da que pensar sobre su fiabilidad y su honradez. Pero en mi opinión, soy una persona honrada. Siempre digo la verdad —me aseguró—, o casi. Y no tomo partido por nadie. Menos en los asuntos de Zaix, por supuesto —agregó.
Sonreí. Ese demonio empezaba a caerme bien.
—Está bien —dije—. Por lo que has dicho, parece que eres un demonio de altos principios. Así que… ¿tienes pensado acompañarnos a Srakhi y a mí?
Spaw carraspeó.
—Ahí está el problema. Aún no estoy del todo curado. Necesitaré varios días para restablecerme. —Al oír eso, asentí, turbada, y Spaw prosiguió—: Pero, si piensas que ese Srakhi es de fiar, te aconsejo salir de Aefna lo antes posible. Creo… que no deberías esperar más.
Levanté la cabeza, sorprendida.
—¿Crees que el demonio enviado por Askaldo volverá a intentar algo? —pregunté, algo asustada.
—El problema es que… es más que probable.
—Eso es un problema —aprobé, reprimiendo una sonrisa burlona—. Bien. Entonces me voy ahora mismo a buscar a Srakhi. Nos dirigiremos hacia Kaendra.
Spaw asintió con la cabeza, pensativo.
—¿No quieres esperar a que esté la sopa? —preguntó entonces.
Enarqué una ceja, divertida.
—De acuerdo. Pero dime, Spaw, esa receta… ¿de dónde la has sacado?
—¿Por qué lo preguntas? —se extrañó Spaw.
—Porque… jamás vi una sopa hecha con anémonas blancas y raíces de tugrín. Pero mi tío me comentó que era muy típica en el lago Turrils. En los Subterráneos —especifiqué.
Spaw agrandó los ojos, sorprendido, y luego rió.
—Tienes razón, sólo faltan los puerros negros —dijo—. ¿De modo que tu tío es un conocedor de los Subterráneos, eh?
Puse los ojos en blanco.
—Dijiste que siempre decías la verdad —le reproché.
—¿He dicho alguna mentira? —retrucó él, con toda la tranquilidad del mundo.
El mono resopló. «Este saijit no sabe lo que dice», comentó. No podía más que estar de acuerdo con él. Spaw era demasiado sincero y misterioso a la vez como para que pudiera fiarme de él. Pero aun así, me había contado verdades. Y, sobre todo, me había dicho que me protegería. Sin embargo, al percibir un rastro de cansancio en su expresión, pensé que podía empezar protegiéndose a sí mismo.
* * *
Me había marchado cargada con mi mochila naranja y acompañada de Frundis y Syu, después de haberme despedido de Spaw y Lu, diciéndole hasta luego al uno y agradeciéndole su hospitalidad a la otra. Y ahora me dirigía, casi corriendo, hacia el Santuario. Spaw me decía que era una tontería, pero yo no podía soportar la idea de que estaba robándole un libro a la Niña-Dios. Era totalmente normal que le devolviese el poemario Shirel de la montaña. Pero se me podría haber ocurrido antes, me repetí, cruzando la Plaza de Laya.
Estaba pasando por una calle menos transitada cuando de pronto alguien se paró en seco ante mí. Me empotré contra él y levanté la mirada, temiéndome lo peor…
—¡Maestro! —exclamé, como en un sueño.
—Shaedra, vaya —soltó el maestro Dinyú, con una gran sonrisa—. Precisamente volvía del Santuario. Pero me dijeron que te fuiste anteayer.
Asentí, conmocionada.
—Sí. La Niña-Dios y yo no congeniábamos muy bien. Soltaron a Lénisu y Aryes y ella me lo encubrió divinamente. ¿Qué hace por Aefna? —pregunté, sintiendo la alegría invadirme.
—Oh, bueno —empezó Dinyú—. Ya te dije que no me quedaría en Ató. Me quedé un mes más, hasta que el Dáilerrin encontrase un nuevo maestro. De todos modos, sólo estoy de paso. Tenía unos asuntos que resolver con la Pagoda. Y quería saber si estabas bien. Pero ahora veo que las cosas se arreglan. ¿Así que Lénisu y Aryes están libres ya?
—Bueno… Las cosas son más complicadas —dije, con una mueca—. Pero al menos ya no están exiliados. Me voy de Aefna hoy mismo.
—Oh, ¿y adónde?
—A Kaendra.
Y entonces le expliqué que iría con el gnomo say-guetrán que una vez había visto en la entrada de la Pagoda de los Vientos. Y él me contó qué tal estaban los demás kals de Ató.
—Galgarrios estaba muy preocupado por ti —me dijo—. Y Sotkins no ha parado de preguntarme si sabía por qué te habías quedado en Aefna —sonrió—. Creo que pensaba que te habías quedado estudiando en la Gran Pagoda o algo así.
Le devolví la sonrisa imaginándome la envidia de Sotkins.
—¿Y Kirlens? —pregunté entonces.
Su rostro se ensombreció.
—Por lo que oído, Kirlens está… hecho un lío. Hace unas semanas, volvió su hijo y se fue casi enseguida. Al parecer, discutieron.
Lo miré, con los ojos agrandados. ¡Kahisso había vuelto a Ató! Al menos, eso significaba que estaba vivo. Que hubiesen discutido no me sorprendía mucho: Kirlens y Kahisso siempre habían sido muy dados a los dramas. El rostro del maestro Dinyú se aclaró.
—En fin, me alegra saber que no te vas a pasar la vida en el Santuario —declaró, burlón.
Poco después, quizá notando mis prisas o porque las tenía él, el maestro Dinyú se despidió de mí y me deseó buen viaje. Lo miré un instante, teniendo la triste sensación de que no volvería a ver a mi maestro de har-kar.
«¿Quién es el adivino aquí?», se burló Syu.
«Un buen tipo, ese maestro Dinyú», comentó a su vez Frundis, con una música de cascabeles y zampoña. «Es más prudente que tú. Y no me usaría como palo de escoba. Podría ser un mejor portador…», insinuó maliciosamente.
«¡Frundis!», me indigné.
Oí una risita divertida.
«Estaba bromeando», protestó. «Tranquila, él no creo que aprecie tanto mi música como tú. Y… no creo que me soportase tan bien», añadió, pensativo. «¿Ves? Sé reconocer mis defectos y tus cualidades», apuntó, contento. «No soy tan egocéntrico como pareces pensarlo a veces.»
Su tono reflejaba todo menos humildad. Reprimí una risa.
«Me alegra comprobar que has sabido elegir al portador acertado», solté teatralmente.
Estaba llegando al Anillo cuando apareció de pronto Wanli delante de mí, con las manos en jarras y una expresión de claro enojo que no auguraba nada bueno.
—Shaedra, eres un desastre —declaró.
Y Frundis soltó otra vez una risita divertida.
Caminaba rápidamente sobre el camino del sur, siguiendo a Srakhi y echando humos. Wanli no tenía ni idea de lo que me había pasado y, como obviamente no le iba yo a hablar de demonios, se había enojado conmigo, diciéndome que no me importaba lo que le pudiera pasar a mi tío. Desde luego, todos sus razonamientos absurdos eran fruto de su preocupación. Sus leves sonrisas tranquilas y amables de la última visita se habían trocado por mohines contrariados y exasperados.
Wanli no tardó en llevarme junto a Srakhi para que saliéramos ambos de Aefna sin más dilaciones. Estuvimos varias horas andando casi en silencio, salvo Frundis, que estaba exultante por volver a caminar por el campo. Sin embargo, cuando el sol acababa de pasar el cenit, el say-guetrán se giró hacia mí y soltó un suspiro, como indicando que, después de haber cavilado detenidamente, acababa de llegar a una conclusión.
—Definitivamente, eres igualita a Lénisu —me dijo—. Ya empiezas a guardar secretos. En fin, supongo que tenías que tener una buena razón para desaparecer durante un día entero.
—Tenía una buena razón —le aseguré, con una mueca—. De veras, siento este contratiempo. Pero no creo que un día de retraso sea tan grave como para que Wanli se pusiera tan… er… —Vacilé y luego solté—: Nerviosa.
Srakhi se encogió de hombros y puso cara pensativa.
—Admito que estoy intrigado. —Yo enarqué una ceja interrogante y Srakhi carraspeó, con una leve sonrisa divertida—. Tengo curiosidad por saber qué pensará Lénisu de todo esto —añadió y, mientras seguía avanzando, yo me quedé silenciosa, preguntándome sobre el significado exacto de sus palabras.
«Si quieres que te lo explique, me dices», intervino Syu, mirándose las uñas con desenfado, sentado cómodamente sobre mi hombro.
«Oh», solté, burlona. «Adelante.»
El mono me cogió una trenza y empezó a destrenzarla para volver a trenzarla, mientras me contestaba:
«Escucha atentamente, joven kal», dijo, con un tono de maestro de Pagoda. Marcó una pausa y luego carraspeó y me enseñó todos sus dientes al sonreír socarronamente. «Iba a decir algo interesante, pero se me ha olvidado.»
Oímos la risita de Frundis.
«La memoria épica de los monos gawalts…», comentó el bastón.
Syu gruñó.
«Buaj, la memoria no es lo más importante en la vida», relativizó, filósofo.
Viendo venir el debate, Frundis entonó una canción muy antigua y bastante larga. Syu y yo la escuchamos con atención hasta que acabara y le pedimos que encadenase con otra. Al menos su música me daba ánimo para avanzar.
En un momento, Srakhi se detuvo y declaró que era la hora de comer. Comimos pan con queso y ahí le empecé a contar mi estancia en el Santuario aunque lo cierto era que no había mucho que contar. Luego Srakhi se puso a meditar durante media hora con lo que empecé a dudar de si realmente tenía prisas por ver a Lénisu. Cuando retomamos la marcha, me atreví al fin a preguntarle:
—Srakhi, quizá te sorprenda esta pregunta pero llevo haciéndomela desde hace tiempo… Pues bien, ¿cómo te salvó Lénisu de los Istrags?
La aventura de su secuestro por la cofradía de los Istrags, en Dathrun, hacía de eso casi dos años, siempre había sido un misterio para mí y no lograba entender por qué Srakhi no había vuelto junto a Lénisu, aquel día, en Ombay. Aunque recordaba que Lénisu me había dicho que había ido a esconder a algún sitio desconocido esos documentos tan codiciados que tantos problemas habían causado.
Tras un silencio, el gnomo se encogió de hombros.
—Es una pregunta algo comprometida. Le prometí a Lénisu no hablar del tema y no lo haré —me afirmó y entonces me dedicó una sonrisa divertida—. De todas formas, no veo por qué le contaría nada a una persona que no me dice toda la verdad.
Hice una mueca y asentí, contrariada.
—Es un círculo vicioso —suspiré—. Lénisu no cuenta nada. Yo no cuento nada y tú tampoco. Finalmente, con tanto afán por no complicar las cosas contando secretos, empiezo a preguntarme por qué tenemos tantos problemas.
Srakhi soltó una carcajada.
—Me temo que estamos lejos de tener tantos problemas como Lénisu —declaró.
Lo miré, dubitativa.
—Tal vez —dije—. Pero quizá no estemos tan lejos como parece.
«Aunque», les dije a Syu y a Frundis, «creo que efectivamente mi tío tiene muchísima experiencia acarreándose problemas. Debe de ser de familia.»
«No me empieces a preocupar», comentó Frundis. «Yo no quiero tener problemas.»
Me reí mentalmente.
«¿Quién dijo que yo los buscaba? Me temo, Frundis, que aquel día, en la cabaña de tu antiguo portador, tuviste una tremenda mala suerte.»
Frundis soltó una serie de sonidos de piano, resoplando.
«No te creas, mis últimos portadores han tenido una vida todavía más agitada que la tuya», me aseguró. «Heilder, el último, era un imprudente. Una vez, casi me tira al mar por inclinarse demasiado por un acantilado. Sí», dijo al adivinar mi asombro y me invadió el sonido de las olas furiosas embistiendo contra las rocas para que me representara bien la escena, «soy un sufrido», declaró alegremente. «Pero aquí sigo.»
«Por el momento», repuse.
Y sonreí, levantando mi mano libre para acariciarle el pétalo azul. Frundis, contento por mi marca de atención, dejó de pronto escapar una orquesta desacompasada de tambores, trompetas y otros instrumentos y no pude dejar de advertir la cara meditativa del mono, que debía de estar reflexionando acerca de las reacciones de los bastones saijits.
* * *
Estaba el sol desapareciendo por el horizonte cuando Srakhi declaró que era hora de detenernos a descansar. Durante el día, nos habíamos ido acercando a las Montañas de Acero que nos separaban del Macizo de los Extradios. Habíamos pasado delante de muchas granjas y terrenos de cultivo y frutales, pero llevábamos más de una hora cruzando un paisaje de hierba rala sembrado de árboles de poco follaje y de troncos retorcidos y no parecía haber muchos saijits viviendo por ahí. Y, de hecho, el gnomo aseguró que no encontraríamos ningún cobijo para pasar la noche.
—No conozco mucho Ajensoldra —confesó, sentándose sobre su manta y sacando comida de su saco—, pero pasé una vez por aquí y me pareció una zona poco acogedora. Me recuerda un poco a algunos sitios de la Insarida.
Lo miré, impresionada.
—¿Has estado en la Insarida? Conozco a algunos Centinelas que trabajan en la zona. Dicen que es un verdadero hervidero de bichos.
—Bueno, buena parte de las criaturas que salen de los Subterráneos bajan de las montañas pasando por esa zona —concedió Srakhi—. Pero no se quedan ahí, eso lo sabrás de sobra al vivir en Ató. —Hice una mueca afirmativa—. Es una zona bastante desértica —concluyó, tendiéndome un trozo de pastel de arroz y un puñado de frutos secos.
Charlamos tranquilamente mientras comíamos y, cuando hubimos terminado, Srakhi me dio una manta.
—Aunque ya estemos a finales de primavera, una manta no te vendrá mal.
—Gracias —dije con sinceridad—. Desde luego, eres más previsor que yo. Aunque las noches ya no son tan frías.
Sin embargo, no me quité la capa antes de recostarme, envuelta en mi manta.
«Buenas noches, Syu», le dije al mono. Este se había hecho un hueco debajo de mi manta y se arrebujó contra mí.
«Me había olvidado de lo que significaba viajar», bostezó, cansado.
«Entiendo que estar sentado casi todo el día encima de un hombro en movimiento debe de ser terriblemente agotador», repliqué, con una compasión burlona.
El mono reprimió una sonrisa.
«No te burles tanto», pronunció solemnemente. «Al fin y al cabo, ya eres la portadora de un bastón. Un gawalt pesa menos.»
Vibró un sonido de arpa del bastón.
«Haré caso omiso de tu insinuación», soltó Frundis, magnánimo.
Reprimí una sonrisa y entonces observé que el gnomo, sentado y con los ojos cerrados, parecía estar otra vez meditando. Me mordí el labio, intrigada.
—¿Cuántas horas al día te pones a pensar tanto? —pregunté.
Srakhi sonrió anchamente y abrió los ojos.
—No pienso, simplemente reposo mi espíritu.
—¿Lo tienes atormentado por algo?
El gnomo puso los ojos en blanco.
—Lénisu es más comprensivo que tú. Reposar el espíritu es como entrar en una especie de trance. Me recuerdo todos mis principios y todas las promesas que he hecho y me digo que debo cumplirlas. Y luego me encomiendo a la Paz, que es como el conjunto de los dioses de este mundo. Y, normalmente, cuando no viajo, rezo cuatro horas al día.
Parpadeé, alucinada.
—¿Dices que Lénisu es más comprensivo que yo? —solté, y resoplé entre dientes, pensativa, apoyando la cabeza en una mano—. Bueno, yo soy bastante comprensiva, no creas. Después de todo, no es muy diferente a pasarse cuatro horas haciendo har-kar con el maestro Dinyú. Él siempre repite que el har-kar es más un arte para aprender concentración que otra cosa —sonreí.
—Aquel maestro parece sensato. ¿Es el que vi a la entrada de la Pagoda de los Vientos, verdad?
—Ajá, así es.
El gnomo sacudió la cabeza.
—Deberías dormir. Mañana tendremos que rodear las Montañas de Acero y será un día largo.
—Buenas noches, Srakhi —dije, cerrando los ojos y rápidamente me sumí en un sueño donde el maestro Dinyú paseaba por un jardín florido y me informaba tranquilamente que quien había ganado el Torneo de har-kar era un demonio que me andaba buscando con una rosa en la mano.
* * *
Desperté, sobresaltada, al oír un grito sofocado. En cuanto abrí los ojos, vi a Srakhi, espada en mano, amenazando a una sombra tirada en el suelo que jadeaba de miedo. Aún brillaba la Luna en el cielo oscuro.
—¿Quién eres? —inquirió el gnomo.
—¡Demonios! ¡Shaedra! —exclamó Spaw, aterrado.
—¡Srakhi! —solté, asustada, levantándome de un bote—, es Spaw, un amigo mío.
El say-guetrán retrocedió pero, desconfiado, no envainó aún la espada.
—¿Un amigo tuyo? —repitió, pidiendo más explicaciones.
—Sí —dije, azorada—. Er…
Spaw se levantó, arredrándose un poco por prudencia, sacudió su capa de polvo y habló al ver que yo vacilaba, sin saber muy bien cómo presentarlo.
—Me llamo Spaw Tay-Shual —declaró—. Y he venido a deciros que tenemos que irnos de aquí cuanto antes. Hay unos caballeros, no muy lejos de aquí, y tengo la impresión de que van a por vosotros. No me preguntéis por qué, no tengo ni idea. Pero me da a mí que no tenían buenas intenciones. Y conociéndole a… mi amiga, no me sorprende… Quiero decir que siempre te metes en líos —añadió diplomáticamente al verme fruncir el ceño—. La única palabra importante que pillé fue la palabra “Ashar”. —Observó nuestras reacciones y esbozó una sonrisa—. Tengo curiosidad: ¿de veras has conseguido tener problemas con una de las familias más influyentes de Ajensoldra?
Carraspeé, molesta. Todo esto daba que pensar…
Srakhi, sin embargo, y contrariamente a sus costumbres, se puso inmediatamente a agitarse a toda prisa, recogiendo mantas, escondiendo las brasas consumidas, … Al cabo, reaccioné y le eché una mano.
—¿Dices que están cerca de aquí? —pregunté.
—Apenas unos kilómetros —asintió Spaw—. Eran tres. Es una suerte que hayan decidido pararse a dormir antes de encontraros.
Entrecerré los ojos, observándolo a través de la oscuridad.
—¿Realmente crees… que van a por nosotros?
—Podría ser —terció Srakhi—. Y ante todo, hay que ser prudente. Sigamos el camino durante un rato y luego cortaremos por el monte y pasaremos por las Montañas de Acero. Gracias por la información, muchacho —añadió.
Spaw sonrió con sinceridad.
—De nada.
Cogí a Frundis mientras Syu corría ya por el camino. El mono parecía haber recuperado toda su energía. Y Spaw también.
—No creí que te restablecerías tan pronto —le murmuré a Spaw.
El demonio se encogió de hombros.
—Tengo una salud endemoniadamente resistente —aseguró, divertido.
Nos pusimos en marcha. Srakhi no comentó nada sobre el hecho de que Spaw nos acompañase, aunque yo adivinaba que aún no confiaba en él.
Que tres personas relacionadas con los Ashar se dirigiesen hacia Kaendra no podía, en sí, alarmarme. Pero, aun si resultaba que no nos buscaban, no se perdía nada siendo prudente.
—¿Por qué piensas que van a por nosotros, Srakhi? —pregunté, mientras andábamos por el camino oscuro. El gnomo hizo una mueca pero no contestó y entendí que no se atrevía a hablar delante de Spaw—. No temas. Spaw ya sabe más de lo que crees. Sabe que mi tío es un Sombrío. ¿Y si nos dejamos de secretos por una vez?
Srakhi suspiró.
—Me preocupa que confíes demasiado en los desconocidos —dijo—. Porque creo que no me equivoco al suponer que conociste a este muchacho en Aefna, es decir, hace poco. Quizá se trate de un espía.
Me ruboricé al entender que ponía en duda mi capacidad para encontrar mis amigos. Pero no podía revelarle que Spaw era un templario demonio que me protegía por cuenta de Zaix. En realidad, Srakhi no erraba tanto al decir que Spaw podía ser un espía…
—Eso es un golpe bajo —comenté.
—No te preocupes —me dijo Spaw—. Estoy inmunizado contra los insultos. ¿Así que tú eres Srakhi? Un placer conocerte.
Con una expresión imperturbable, el gnomo miró la mano que le tendía Spaw mientras andábamos.
—No doy la mano a nadie en quien no confíe —replicó y Spaw, suspirando, dejó caer la mano.
—Es natural —le aseguró—. Muy poca gente confía en mí.
Crucé la mirada de Srakhi pero éste meneó la cabeza, dándome a entender que me reprochaba haber trabado amistad con ese extraño individuo.
—Tú confiaste en Lénisu sin problemas después de que te hubiese salvado la vida —intervine, mordaz.
El say-guetrán levantó los ojos al cielo, exasperado.
—Aceleremos el ritmo —declaró por toda respuesta mientras Frundis, poco a poco, se iba despertando de su sosegado sueño de flautas.
Como la Luna es… Viento
contra la voz violento.
Como el amor, lejana.
Brisa helada. Rumor
de la nueva mañana
cubierta de vapor.
Cerré el libro, meneando la cabeza.
—No entiendo estos poemas —declaré, vencida—. Parecen acertijos.
Sentados en unas rocas, nos situábamos en la cuesta de la primera montaña, que daba luego paso a una especie de meseta irregular. Llevábamos un día y medio andando y no habíamos visto ningún rastro de nuestros perseguidores. Y Srakhi empezó a dudar en voz alta de las palabras de Spaw. Este aguantaba su desconfianza con suma paciencia aunque fui notando que, ciertas veces, sus réplicas eran cada vez menos diplomáticas.
Para evitar cualquier disputa, mientras comíamos y reposábamos, había sacado el poemario de la Niña-Dios titulado Shirel de la montaña. Al cabo de uno o dos poemas, Srakhi había cerrado los ojos y, por lo visto, se había puesto a meditar.
—¿De quién son esos versos? —preguntó Spaw, recostado contra el único árbol que había en veinte metros a la redonda.
—De un tal Limisur —contesté, echando un vistazo a la cubierta—. No tengo ni idea de quién es, pero desde luego Frundis tiene más inventiva.
«Gracias, Shaedra», me dijo el bastón, tendido sobre mis rodillas. «Siempre es agradable oír cumplidos. A veces no me atrevo a decírtelo, pero los cumplidos me sientan tan bien como cuando me rascan el pétalo azul», me aseguró.
Con una mano, le rasqué el pétalo azul y, mientras me invadía una melodía de cítara, solté:
—Lo malo es que este libro no es mío. Se supone que debería habérselo devuelto a la Niña-Dios. Pero no me dejaron —añadí, con una mueca, pensando en las prisas que había tenido Wanli de que me fuera ya de Aefna.
—Así que Frundis es el nombre del bastón —dijo Spaw, con un leve tono interrogante. Parecía algo sorprendido.
—Sí —contesté—, er… te dije que no era un bastón normal y… En realidad, no te dije toda la verdad.
«¡Espera, espera!», me dijo el bastón, con rapidez. «No le digas nada. Déjame entre sus manos. Veremos cómo reacciona», rió, imaginándose ya la escena.
Me mordí el labio, reprimiendo una sonrisa.
«Es una buena idea», concedí, divertida. «Pero no lo mates de un susto.»
Entonces, dejé el libro y le tendí el bastón al demonio.
—Cógelo y verás.
Spaw agrandó los ojos, intrigado, y asió el bastón. Frunció el ceño e iba a preguntar algo cuando, de pronto, se le escapó un resoplido. Pero no soltó a Frundis. Lo observó con fascinación y, a partir de ahí, se pasó un buen rato en silencio. Supuse que estaría hablando con Frundis. Tenía curiosidad por saber qué se decían, pero hubiera sido de mala educación preguntárselo.
Alcé la mirada. Srakhi seguía sentado con los pies cruzados, pero sus ojos observaban con atención a Spaw y al bastón. Ahora que lo recordaba, él tampoco estaba al corriente de la existencia de Frundis.
«Shaedra», dijo entonces Syu, apareciendo junto a un gran roble barik. «¿Una carrera?»
Se me iluminó el rostro, me levanté de un bote y, dejando a Spaw y a Frundis con su conversación y a Srakhi con su trance, me fui a correr con Syu, sin tener que evitar espinas y arbustos peligrosos como en el Santuario. Algunos árboles tenían muchas ramas gruesas que partían casi desde el suelo y nos divertimos como niños subiéndonos a ellos y haciendo carreras.
Cuando volvimos, Srakhi me esperaba con impaciencia.
—Se supone que estábamos haciendo una pausa y tú estás más cansada que nunca —suspiró—. Deberíamos continuar. Quiero llegar a la meseta esta noche.
Spaw se avanzó hacia mí y me tendió a Frundis con una gran sonrisa.
—Frundis ya me cae bien —declaró—. Es un verdadero artista. Aún no acabo de creerme que pueda una persona fundirse en un bastón.
Nada más tocar el bastón, sentí la música invadir mi mente. Frundis parecía muy contento de haber podido impresionar a Spaw.
—Supongo que ahora no me mirarás tan raro cuando digo que el bastón es amigo mío —sonreí.
El demonio hizo una mueca.
—Lo siento. No podía imaginarme algo parecido. Es increíble.
—Pero cierto —apunté.
Seguimos nuestro viaje, hablando de Frundis, de la música y de las energías. Bajábamos ya la montaña, hacia la meseta, y los bosques se volvían cada vez más densos.
—¿Dónde aprendiste a controlar las energías? —pregunté mientras caminábamos.
—Oh —dijo Spaw—. Lu me enseñó, entre otras personas.
Entendí que no quería hablar del tema delante de Srakhi y suspiré. Cuántos secretos. El uno no podía hablar de los demonios, aunque ser un demonio simplemente significase que la Sreda se había “despertado”. Y el otro no quería hablar de Sombríos porque no se fiaba de Spaw. Afortunadamente, no había sólo demonios y Sombríos en el mundo y podíamos hablar alegremente de muchas otras cosas.
A la noche, les volví a leer dos o tres poemas del libro de Limisur y, mientras Srakhi rezaba, Spaw, Syu, Frundis y yo echamos carreras en el crepúsculo. El terreno era ya casi recto y la hierba era tan blanda y verde como el musgo.
—Última carrera —declaré, cuando vi que Spaw estaba jadeando y ya apenas se veía dónde pisábamos.
Cuando volvimos adonde nos habíamos instalado para la noche, vimos a Srakhi rezando todavía y Spaw no pudo reprimir un resoplido.
—¿Tú sabes por qué siempre está así? —me preguntó por lo bajo.
—Es un say-guetrán —le expliqué en un murmullo—. Anteayer me explicó que le rezaba a la Paz.
—¿La Paz? —repitió Spaw con una risa estrangulada—. Pero si cuando lo conocí, casi me atraviesa con su espada.
—Ejem —carraspeé, molesta.
—Hay que respetar las costumbres de cada uno —intervino entonces Srakhi, abriendo los ojos—. Venga, todos a dormir.
Nos dijimos buenas noches y nos envolvimos en nuestras mantas y capas. Pese al calor del día, las noches eran aún frescas a tal altura y hasta me desperté una vez por el frío, en plena noche. Las estrellas lucían, bellísimas, en el cielo y la Luna iluminaba el claro donde yacíamos. Con tanta luz, enseguida vi que Spaw no estaba en su estado normal. Estaba transformado en demonio. Y las marcas negras, sobre su rostro, se divisaban claramente. Dormía plácidamente sin embargo y, tras cavilar un poco, se me ocurrió que quizá su Sreda se restablecería más rápidamente si se transformaba. Con este pensamiento, me volví a sumir en un sueño profundo.
A la mañana siguiente, una bruma espesa nos cernía. Apenas veíamos a unos cuantos metros de distancia, pero Srakhi aseguró que sabía hacia dónde teníamos que dirigirnos, así que lo seguimos. Continuamos avanzando, pero esta vez en silencio. Hasta la música de Frundis se había acompasado a la mañana brumosa. Tan sólo horas después empezó la niebla a levantarse y, en nada de tiempo, nos iluminó un sol resplandeciente.
—Quién hubiera dicho que detrás de esa niebla había un día tan radiante —se alegró Srakhi, avanzando con más decisión.
—¿Alguien vive por estos parajes? —preguntó Spaw, al de un rato.
Asentí.
—Por lo que sé, existe un pueblo. Antiguamente se llamaba Eklao, que en jruense significa “paradero”, pero, ahora, lo llaman Kolcero, por Chaubil Kolcero.
Spaw frunció el ceño.
—¿Chaubil Kolcero? La verdad es que no conozco mucho la historia de Ajensoldra. ¿Quién es ese?
—El sajigante que mató al dragón de hielo que vivía en la zona, hace unos cien años —expliqué—. Pero te aviso, yo tampoco sé mucho de historia. He leído mucho, pero me entra todo por un ojo y me sale por el otro. Es terrible.
—Y ese sajigante… ¿no seguirá errando por aquí, verdad? —preguntó Spaw, mirando a su alrededor.
—Por supuesto que no —le reconforté—. Seguro que ya está muerto. Aunque quizá no haya existido nunca, nadie puede conocer realmente el pasado. Pero, si existió realmente, tal vez sus descendientes sigan por aquí —aventuré, burlona.
En aquel momento, estábamos cruzando un claro, bajo la luz del sol, y el grito de Srakhi, a unos pasos delante de nosotros, nos pilló totalmente por sorpresa.
—¡Atrás, bestia! —vociferó el gnomo—. Maldita sea, Shaedra, ¡corre!
El corazón latiéndome de pronto a toda prisa, extendí el cuello y… solté una carcajada al ver un pequeño dragón de escamas rojas que nos miraba con ojos agrandados por el miedo.
—No te preocupes, Srakhi —suspiré—. La conozco, es Naura.
Al oír su nombre, la dragona se abalanzó sobre nosotros, tiró a Srakhi a un lado, sin querer, y, moviendo la cola con estrépito, se puso a saltar, feliz, al reconocerme. Desde luego, toda su anterior timidez parecía haberse desvanecido.
—Hola, Manzanona —le dije, acariciándole el hocico sonriente.
Agrandé entonces los ojos. Que estuviera Naura aquí sólo significaba una cosa: Kwayat no debía de estar muy lejos. Levanté la cabeza. Y me crucé con las miradas estupefactas del demonio y del say-guetrán, que no sabían cómo reaccionar a una escena tan inédita. Y Syu, junto a Spaw, meneaba la cabeza, manteniéndose a una distancia prudente.
—¿Es una amiga tuya, verdad? —soltó Srakhi, respirando hondo para recobrar su serenidad.
—Sí —afirmé—. Aunque me sorprende que me haya reconocido. Nos conocimos en las Hordas. Es una dragona huérfana.
—Una lástima —dijo Srakhi distraídamente, más concentrado en observar a la dragona que, ahora, estaba tendida al sol a unos metros de nosotros, mirándonos lánguidamente.
Aun así, su fascinación no le impidió que reaccionara rápidamente y continuamos andando, despidiéndonos de Naura. Sin embargo, noté que ésta nos seguía, como si estuviese sola y se aburriese mortalmente. ¿Acaso significaba eso que Kwayat no estaba con ella?
Cuando nos paramos, el cielo ya se estaba oscureciendo y habíamos empezado a subir una montaña que señalaba el final de la meseta. No nos habíamos encontrado con ningún pueblo ni ningún saijit. Después de todo, para ir a Kaendra, se solía rodear las Montañas de Acero por el sur, junto a las Llanuras del Fuego. Era infinitamente más práctico que cruzarlas. Pensativa, evalué que a la noche siguiente estaríamos ya en las Cárcavas del Sueño. En poco más de tres días llegaríamos a Kaendra, me dije.
—No es por nada —dijo Spaw, al ver que el gnomo sacaba sus frutos secos y ponía arroz en una cazuela—, pero un conejo vendría de maravilla con el arroz.
—Lo sé, pero no tenemos conejo —replicó Srakhi, tajante—. Además, si no te parece bastante, yo había previsto comida para dos, no para tres.
—Por aquí hay muchos conejos. He visto a más de uno corretear mientras andábamos. Si me prometes que no vas a comerte todo el arroz, voy enseguida a cazar uno.
Finalmente, Srakhi nos mandó a Spaw y a mí a cazar y él se marchó a recoger leña mientras la dragona nos espiaba en algún lugar no muy lejano.
—Spaw —dije, mientras andábamos en el bosque—, quería hablarte de algo serio.
—Dime. ¿Tiene que ver con la dragona?
—En parte —asentí—. Esa dragona nos la encontramos Kwayat y yo en las Hordas. Y desde entonces Kwayat se ocupa de ella. O eso creía yo. Pero parece que Naura no tiene lugar adonde volver.
—¿No me dirás que estás pensando en adoptarla? —se alarmó Spaw—. No tengo nada contra los dragones, que conste, pero si pretendes que vayamos a Kaendra con ella…
—No he dicho que fuese a adoptarla. Es más, creo que en esta meseta está mejor que en ningún sitio. Hay animales a montones y no parece haber mucho saijit.
—Oh, entiendo. Te preocupa Kwayat —adivinó Spaw, girando hacia mí sus ojos negros como el azabache—. Te preguntas dónde puede estar si no se está ocupando de la dragonzuela ni de ti, ¿verdad? Pues te voy a dar un consejo, Shaedra: no te atormentes pensando en Kwayat. —Lo miré, sorprendida y él meneó la cabeza—. Tiene su propia vida, Shaedra, y, si tiene otros asuntos más interesantes, te aseguro que no va a volver. Zaix respeta sus conocimientos, por eso le encargó que te instruyese, pero dice que es como Sahiru, trágico y distante. Aunque también dice que le hace gracia —sonrió, irónico.
Medité sus palabras durante un rato.
—De acuerdo —dije al fin—. Ya me he fijado en cómo Sahiru y Kwayat se miraban. Parecen conocerse desde hace mucho.
Spaw asintió.
—De eso no cabe duda. Ya que lo dices, me parece que se criaron juntos —soltó con desenfado.
—¿Qué? —exclamé, con asombro—. ¿Sahiru, el jefe de los Comunitarios, se crió con Kwayat?
—El jefe de los Comunitarios —repitió Spaw, muy divertido—. Ese título suena un poco rimbombante. Pero, de hecho, Sahiru no es una persona cualquiera. Ni Kwayat tampoco. Antes, eran como uña y carne, según me contaron. Y un día, zas, dejaron de hablarse. Ni venganza, ni disputa, ni nada. Simplemente, dejaron de hablarse —contó, con aire misterioso—. En fin, prácticamente. Y se supone que nadie más que ellos sabe por qué.
—Curioso —comenté, y entonces levanté la mirada al percibir un movimiento y exclamé—: ¡Ahí!
Un conejo corría a toda prisa entre los árboles y los arbustos. Nos costó más de media hora pillar alguno, y eso que nos topamos con más de diez. La Meseta de Acero era un verdadero hervidero de vida.
Cuando volvimos, Srakhi ya había aunado un buen montón de leña y había encendido el fuego. A unos veinte metros de donde estaba, se encontraba Naura, pasando su enorme lengua rasposa por su cuerpo brillante de escamas rojas.
Spaw llevaba el conejo muerto por las orejas y, al llegar, me lo tendió, diciendo:
—Antes he visto un arbusto con frambuesas. Voy a ir a buscar alguna.
Y mientras desaparecía Spaw en la penumbra, Srakhi me soltó:
—Despelléjalo y lo pondremos en trozos en el arroz, así dará sabor.
Me extrañé de la ligereza del conejo. Girando la cabeza hacia el animal, me quedé mirándolo y, al verlo inmóvil y tan indefenso y tan exento de vida, se me rompió el corazón y sentí las lágrimas que empezaban a deslizarse por mis mejillas.
—No puedo —declaré, sollozando, con la mirada clavada en el conejo de pelaje gris.
Srakhi levantó hacia mí unos ojos llenos de sorpresa.
—¿Cómo que no puedes?
Me arrodillé junto a él, intentando secar mis lágrimas.
—No puedo —repetí—. Hazlo tú.
Srakhi soltó un inmenso suspiro.
—Pues tendremos que esperar a que venga Spaw, porque yo tampoco puedo. Es una cuestión de principios say-guetranes —explicó, como lo miraba, sorprendida, a través de mis lágrimas.
—Vaya —solté. Y dejé al conejo sobre mi capa, tendido en el suelo—. ¿Así que hay reglas entre los say-guetranes?
—No son exactamente reglas, sino principios morales.
—Pero… comer carne es natural en los saijits —dije, ya más serena al no tener el conejo muerto entre las manos.
—Natural, sí. Pero la naturaleza a veces es cruel. Y los say-guetranes procuramos evitar todo acto de crueldad.
Me mordí el labio, meditativa.
—Tengo curiosidad. ¿Existe algún centro de la cofradía de say-guetranes, o vais por libre?
—Los say-guetranes no somos ninguna cofradía. Somos personas que comparten un mismo objetivo en la vida.
—¿Un objetivo? —me sorprendí—. ¿Y qué objetivo?
EL say-guetrán hizo un gesto grave con la cabeza y declaró:
—Difundir la bondad en el mundo.
Oímos de pronto un crujido de huesos rotos y nos giramos para ver a Naura mascando y saboreando el conejo gris que acabábamos de cazar.
—¡Nuestra comida! —exclamé, levantándome de un bote. La indignación me invadía—. Naura, eso está muy mal. Podrías haber cazado tu propio conejo, el conejo gris era para nosotros…
—Shaedra, cálmate, por favor —me pidió Srakhi—. No sé cuánto conoces a esa dragona, pero he leído alguna vez que los dragones son muy listos, sobre todo los dragones rojos, y si se ofende por tus palabras no quiero ni imaginarme lo que pasará.
Agrandé los ojos, dándome cuenta de que en realidad tampoco conocía a Naura la Manzanona lo suficiente como para poder prever sus cambios de humor.
—Está bien, cómetelo —solté con resignación—. Saboréalo, venga, no te cortes. Como si a ella le costase tanto como a nosotros encontrar comida —refunfuñé.
—Er… —Oí una voz detrás de la dragona y vi aparecer a Spaw con su camisa levantada llena de frambuesas.
«Ojalá no le gusten tanto las bayas a la Manzanona como las manzanas y los conejos», suspiré. Syu aprobó, sin perderse un sólo movimiento de la dragona.
Spaw se acercó a nosotros, rodeando prudentemente a Naura.
—Se ha comido el conejo —lo informé, apesadumbrada.
El demonio puso cara de decepción pero se encogió de hombros, mirando cómo Naura acababa de roer y escupir los huesos del conejo.
—Nos contentaremos con el arroz y las frambuesas —declaró.
Finalmente, como la dragona no paraba de mirarle a Spaw y a sus frambuesas y lo ponía extremadamente nervioso, decidimos echarlas en la cazuela, con el arroz.
—Lénisu pensará que es una aberración culinaria —suspiré—. Pero así no creo que Naura meta los morros encima del fuego.
Afortunadamente, la Manzanona nos dejó comer tranquilamente nuestro arroz aframbuesado mientras echaba una cabezada después de su cena. Srakhi decidió montar el primer turno de guardia aquella noche a pesar de que yo le asegurase que Naura sería incapaz de hacernos daño.
De modo que, al día siguiente, encontré a Srakhi durmiendo. Era la primera vez que veía a alguien dormir sentado. Lo despabilé y nos pusimos en marcha. Salimos definitivamente de la meseta y nos despedimos varias veces de Naura, pidiéndole que se fuese. Al cabo, cuando ya pensé que no conseguiríamos hacerle entender que estaba mucho mejor en las Montañas de Acero, nos encontramos frente a un acantilado con una estrecha senda natural que subía. Ahí, la Manzanona fue incapaz de seguirnos y nos miró alejarnos con ojos agrandados y tristes.
A partir de ahí, nuestro viaje hacia Kaendra fue más monótono. Llegamos a la cresta de una montaña sin árboles y contemplamos los enormes socavones de piedra clara que poblaban las Cárcavas del Sueño. Y, más allá, se veían las altas montañas de los Extradios. Tardamos varias horas en bajar de la montaña y llegar al valle. Cruzamos barrancos sembrados de rocas negras con formas extrañas y Syu, Frundis y yo nos divertimos adivinando formas y poniendo nombres a cada roca peculiar. Spaw nos contó, durante la cena, una historia truculenta sobre aquella región y le avisé que, si tenía pesadillas, la culpa la tendría él.
Sin embargo, llegamos al pie de los Extradios sin pesadillas ni problema alguno. Escaseaba el agua, en cambio. Y me pregunté cómo las energías naturales podían cambiar tanto de un lugar a otro para que en Ató hubiesen previsto un Ciclo del Pantano y aquí, en las Cárcavas, no hubiese ni un arroyuelo que surcase ese terreno rocoso y desierto.
Una vez llegados a los Extradios, nos dirigimos hacia el sur para unirnos al Camino del Oribe que unía Kaendra con las demás ciudades de Ajensoldra. Todo fue haciéndose verde y, el día en que llegamos al camino, empezó a soplar un viento del sur que no solamente abrasó el ambiente sino que además nos fue cubriendo de polvo y arena caliente de las Llanuras del Fuego.
«Simpática región», dijo Frundis. «Si mal no recuerdo, la última vez que pasé por aquí fue en invierno. Eso sí que fue una aventura. La gente iba resbalando por los precipicios. Alguien, no recuerdo quién, decía que Kaendra era la ciudad más acogedora de todo Ajensoldra. Si uno sobrevive al frío, te tiran piedras, te pasan enfermedades y luego te dan un saco de barro teñido de oro.»
Enarqué una ceja, sorprendida.
«Desde luego, ese alguien no era muy optimista», comenté. Si bien recordaba, Ar-Yun, el har-karista kaéndrano contra el que había luchado, me había parecido bueno y honesto. Pero quién sabía con qué nos podíamos encontrar, suspiré. A lo mejor ni encontrábamos a Lénisu, me dije, irónica. No creía que Lénisu fuese capaz de esperarnos pacientemente en una ciudad durante más de un día. Sobre todo en una ciudad donde había estado exiliado.
Llevábamos andando un buen rato, y el camino empezaba a estrecharse de modo que no podía pasar ya más de una carreta a la vez. Los montes, a nuestro alrededor, eran empinados y rocosos. Algo me impedía asemejarlos a los de las Hordas. Quizá porque escaseaban los bosques, pensé. Acababa de pasar una carreta de mercancías que iba un poco demasiado rápido a mi parecer, cuando Srakhi, que andaba delante, se volvió hacia mí.
—Shaedra, deberías quitarte esa túnica y ponerte otra. No sé si es una buena idea que vayas enseñando a todo el mundo que eres de la Pagoda Azul.
Bajé la vista hacia mi túnica, sorprendida, y contemplé la hoja de roble negra.
—¿Qué tiene de malo ser de Ató? —pregunté entonces, sin entender.
Srakhi esbozó una sonrisa.
—Se ve que nunca has ido a Kaendra. Existe en esa ciudad una inquina ancestral contra el poder de Ajensoldra.
Me encogí de hombros. Ya había oído hablar del carácter independiente de Kaendra.
—¿Y una pagodista de Ató representa el poder de Ajensoldra? —me burlé, divertida.
—Sí.
Su réplica me hizo enarcar una ceja.
—Vaya. Entonces me cambiaré. No me gusta representar a nadie —reflexioné—, y menos a un poder que me ha traído más problemas que otra cosa —agregué, echando un vistazo a mis garras.
Poco después, llegamos a un arroyo bordeado de matorrales e hicimos una pausa para descansar y comer un poco, y antes aproveché para ponerme una túnica de recambio que tenía.
—Así que ya has estado en Kaendra —dije, cuando me reuní de nuevo con Srakhi y Spaw.
—Una vez —asintió el gnomo gravemente—. Hace muchos años.
No dijo más y reprimí una sonrisa irónica: Srakhi tampoco se diferenciaba tanto de Lénisu en algunas cosas. En ese momento, me fijé en que Spaw estaba muy silencioso. Pero cuando crucé su mirada, me sonrió y sugirió:
—¿Y si nos lees algo de Limisur?
Puse los ojos en blanco pero saqué el libro y les leí algunos poemas para pasar el rato.
Después de rellenar nuestras cantimploras de agua, reanudamos la marcha. En el camino, nos encontramos con una patrulla de guardias, alguna carreta cargada de mercancía y viajeros con escolta. Era casi imposible no acordarse entonces de lo cerca que estaba el portal funesto de la ciudad de los Extradios. Y cada vez que Frundis hacía una reflexión macabra sobre la región, Syu y yo echábamos ojeadas a nuestro alrededor, inquietos.
El camino se fue ensanchando poco a poco y me di cuenta, al de un rato, que estábamos en un valle y que ambos lados del camino estaban poblados de bosquecillos.
—Hace un calor de mil demonios —resopló Srakhi, abriendo el cuello de su túnica.
De hecho, el sol pegaba fuerte y Syu hasta se había cubierto con mi pelo para ocultarse de sus rayos cálidos. Para compensar, Frundis nos cantó al mono y a mí una canción épica del gran Thurb’Orak perdido en las Montañas Nevadas.
Afortunadamente, poco después topamos con un río y nos empapamos todos la cabeza. Sólo cuando alcé la vista, chorreando, me fijé en que alguien nos observaba. Estaba sentado en una roca, a la sombra, en la misma ribera. Era un ternian de pelo sombrío cuya cara redonda reflejaba aprensión. Debía de rondar los mismos años que Kahisso y vestía la típica ropa de los campesinos de la región de Aefna. Supuse que la carreta que acababa de divisar estaría cargada de productos agrícolas.
—Qué calor, ¿eh? —soltó, pese a su aire prudente.
—Y que lo digas —contesté, sonriente.
—¿Vais hacia Kaendra, verdad? —preguntó, levantándose—. ¿Sabéis algo de cómo van las cosas ahí?
Srakhi se encogió de hombros.
—No tenemos ni idea. ¿Por qué? ¿Hay problemas últimamente?
—¡Ja! —sonrió el comerciante—. Siempre los hay. Pero el trigo se vende más caro que en Aefna así que merece la pena el viaje.
Trigo, pensé, echando un vistazo a su carreta mientras el hombre volvía a enganchar los caballos.
—¿Sois… de Aefna? —preguntó.
—Venimos de ahí —asintió el gnomo—. Aunque yo crecí en las Comunidades.
—¿Las Comunidades? —repitió el hombre, frunciendo el ceño, pensativo—. Veo que lleváis todo el día andando. Ya que nos dirigimos todos hacia Kaendra, ¿por qué no viajamos juntos?
Srakhi, Spaw y yo intercambiamos una mirada y asentimos.
—Será un placer —dijo Srakhi.
—Gracias —dije yo, uniendo las manos.
—Entonces todos a bordo. Mi nombre es Pflansket —declaró. Después de que nos hubiéramos presentado, nos hizo saber que quien le había puesto aquel nombre era un tío abuelo suyo explorador que había llegado hasta la lejana Albrujia—. Significa “Resistencia” en un dialecto de ahí —nos explicó, mientras arreaba los caballos y seguíamos el camino montados en la carreta—. ¿Extraño nombre, eh? Mi tío abuelo recorrió toda la Mar de Plata. Y tan sólo volvió con setenta y seis años. Puso los nombres a todos mis hermanos y hermanas: Ravacha, Liklata, Linsawdro, Kujnigrá, Laychows y Jatraguembo. Ya os imagináis que no nos llamamos así a diario. Preferimos los diminutivos Rava, Lik, Lin, Kujni, Lay y Jat. A mí me llaman Flan —se rió—. Y toda esta historia por culpa de las exploraciones de mi tío abuelo.
La conversación de aquel hombre era divertida e ininterrumpida. Parecía que su tío abuelo le había contado sus historias tantas veces que se las sabía de memoria, así que nos complació contándonos hechos reales de aquellas lejanas tierras del sur. Toda su aprensión parecía haberse desvanecido. Yo seguía sus palabras con mucha atención, fascinada por aquellas exploraciones por Albrujia, Kunkubria y el Principado de Neih. El maestro Áynorin siempre había dejado claro que aquellas tierras habían sido siempre salvajes y que no existía ningún tipo de civilización, si se exceptuaban algunas ciudades de Neih, y me sorprendía oírle hablar a Pflansket de pueblos acogedores, de comercio y de cultura.
—Sí —decía, al advertir mi expresión extrañada—. Según mi tío abuelo, existe toda una red de pueblos nómadas en Kunkubria. Y para ir de un pueblo a otro, cruzaba leguas enteras de tierras inhóspitas llenas de monstruos de todo tipo. No sé cómo volvió vivo de ahí pero no le fue mal porque llegó a cumplir los ciento diez años antes de reunirse con los ancestros.
Srakhi no parecía estar muy atento a lo que decía y Spaw guardaba un silencio que me sorprendía cada vez más.
Llevábamos ya varias horas avanzando y el sol estaba desapareciendo detrás de los montes cuando, de pronto, oímos un grito que me levantó los pelos de punta. Miramos a nuestro alrededor y entonces Spaw siseó:
—Bandidos.
Eran dos, uno con un bastón y otro con un machete. Se precipitaban hacia nosotros, saliendo a descubierto de los bosquecillos. Flan se había quedado lívido de terror pero reaccionó rápido y arreó los caballos.
—¡Al galope, Nin y Gar! ¡Corred!
Los dos caballos eran resistentes y de buena raza, pero no eran de los que echaban carreras de cuádrigas. No tardamos en darnos cuenta de que, ante nosotros, otras dos personas habían dispuesto una barrera. Y era imposible salirnos del camino con una carreta, pensé.
—Estamos perdidos —se lamentó Flan.
—Qué vergüenza —solté, mirando a nuestros asaltantes con desprecio—. ¿A quién se le ocurre atacar a cuatro pobres viajeros con una carreta llena de trigo?
—No quieren el trigo —dijo Flan, con los ojos abiertos de par en par por el pavor. Suspiró y, para mi sorpresa, confesó—: Me están buscando a mí. Lo siento —murmuró. Parecía estar a punto de desmayarse así que le cogí las riendas de las manos y estiré para detener los caballos.
Los dos bandidos que nos seguían estaban ya a menos de cincuenta metros pero los dos de delante aún estaban lejos. Empuñé a Frundis, Srakhi desenvainó su espada y Spaw se quedó mirándonos con una sonrisa traviesa.
—¿Vais a luchar? —preguntó.
—Me temo que no nos dejan otra opción —suspiró el say-guetrán, a regañadientes.
—Está bien —declaró Spaw con tranquilidad y sacó velozmente de su bota una daga de un metal rojizo.
Lo observé sorprendida pero enseguida me concentré y bajé de la carreta de un salto. Apreté con fuerza a Frundis y observé a los dos hombres que se aproximaban a la carrera.
«Es ahora o nunca», dije. Percibí el asentimiento del bastón. Entorné los ojos por la concentración.
—¡Iii-Aaaa! —vociferé, como una salvaje, mientras el bastón soltaba de pronto dos rayos de luz armónica que dejaron a los bandidos estupefactos—. ¡Acabaréis en los infiernos! —sentencié y lancé el sortilegio armónico que llevaba preparando desde hacía un rato. Una horrible imagen oscura y temible se formó ante los atacantes.
—¡Un azruk! —exclamó uno de ellos, detrás de la imagen creada. En su voz pude percibir un sentimiento de pánico. Oí la risita burlona de Frundis. Habíamos conseguido amedrentarlos.
«¿Qué es un azruk?», preguntó Syu, ladeando la cabeza.
Me encogí de hombros.
«Ni idea.»
Nuestra pequeña victoria, sin embargo, no lo arreglaba todo ya que desde mi posición era difícil no reconocer una armonía a menos que realmente no se supiese nada sobre ellas. Por eso los dos bandidos de delante, un caito rubio y una ternian, ambos enmascarados, se pusieron a correr hacia nosotros mientras que sus compañeros huían despavoridos.
—¡Ríndete, Pflansket! —gritó el rubio.
Su compañera, de pelo largo y negro, tendió un arco hacia nosotros y se paró a menos de veinte metros.
—¡Sabemos lo que llevas! —bramó—. Y no te vas a librar, aunque te acompañe el mismísimo Ágalsur el Terrorífico.
Me desconcerté al ver a Flan inspirar hondo, aterrado, y mi monstruo oscuro se deshilachó y desapareció.
—Nosotros no tenemos nada que ver con esto —dijo Spaw, bajando de la carreta de un bote—. Os dejamos entre vosotros ya que parecéis conoceros.
—Siento haberos metido en esto —nos murmuró Flan—. He cometido un grave error.
—Devuélvenos lo que es nuestro o quemo toda tu mercancía —declaró de pronto la arquera. Entonces me fijé en la flecha y advertí una ligera chispa.
—¡No! —exclamó Flan, levantando unas manos temblorosas—. No lo hagas.
—No queremos meternos en ningún lío —intervino Srakhi—, es cierto que acabamos de conocer a este hombre, pero no podemos permitir que arregléis vuestra querella de esta forma tan salvaje.
—No dispares, Dekela —le suplicó Flan a la arquera—. Podemos llegar a un acuerdo. Os daré lo que deseáis. Pero no utilices esa flecha de fuego. No llevo… sólo trigo, ¿entiendes? Esta carreta lleva varios kilos de pólvora.
¿Pólvora?, me repetí, horrorizada. Con un súbito impulso, Spaw, Srakhi y yo echamos a correr tan lejos como nos fue posible de la carreta y los bandidos retrocedieron unos pasos, prudentes.
—¡Si le dispara, todo va a explotar! —resoplé, horrorizada, al girarme hacia Flan y la carreta, después de haber recorrido unos veinte metros—. ¿Por qué no corre? —les pregunté a Spaw y Srakhi, pero estos menearon la cabeza, la mirada clavada en la escena. ¿Por qué no corría?, me repetí a mí misma.
—¿Quién eres en realidad? —preguntó Dekela, autoritaria—. Dinos la verdad. ¿Trabajas para alguien más? ¿O te has creído que podrías vender la piedra tú solito y utilizar el dinero a tu antojo?
Los dos bandidos que habían huido habían llegado a la altura de la carreta y el rubio hizo señas para que se apartasen con premura. Nosotros ya estábamos a una distancia prudente.
—Vámonos de aquí —nos sugirió Spaw—. Ya se arreglarán entre ellos.
—Tenemos un problema —suspiré—. Nuestros sacos están en la carreta.
Y de pronto me puse lívida y metí la mano en los bolsillos internos de mi túnica. Me había cambiado de ropa, recordé, aterrada. Y me había olvidado de las Trillizas. Por no hablar de las cartas para Lénisu y de la carta de Laygra. Una explosión de pólvora acabaría con ellas, sin lugar a duda…
—No puedo dejar que corra la sangre —declaró gravemente Srakhi, interrumpiendo mis pensamientos—. Vosotros, alejaos un poco más y sobre todo no os acerquéis.
Lo observé que bajaba otra vez hasta el camino y, tras alejarnos unos cuantos metros más, agudicé el oído para escuchar el intercambio entre Flan y Dekela, pero apenas oía algunas palabras sueltas. Cuando Srakhi llegó a la altura de la carreta, habló tranquilamente, Dekela hizo un gesto de impaciencia y el gnomo cogió mi mochila y la suya. Había caminado unos cuantos metros cuando, de pronto, la arquera se enfureció. Percibí claramente la palabra “ashro-nyn”.
—¿Ha dicho ashro-nyn? —preguntó Spaw, enarcando una ceja, intrigado.
—Eso me ha parecido —confirmé. Si aquellos eran miembros de la cofradía de los ashro-nyns, lo mejor que podíamos hacer era salir corriendo de ahí lo antes posible. Se decía que los ashro-nyns eran unos asesinos y ladrones que no respetaban nada. Tenían una reputación parecida a la de los Istrags en las Comunidades y, si Flan andaba en líos con esa gente, tenía un grave problema.
Entonces oí un ruido de pasos no muy lejano y me giré. Levanté los ojos al cielo al advertir que los dos bandidos que antes habían huido nos amenazaban ahora con sus armas.
—Os habéis burlado de nosotros —soltó uno al acercarse. Su expresión estaba deformada por un sentimiento del todo negativo.
—Moriréis por ello —afirmó el otro, levantando su machete.
Al oír tales palabras, me estremecí. Advertí un brillo rojizo en los ojos de Spaw y, con cierto temor, entendí que todavía su Sreda no acababa de estar del todo equilibrada.
—Odio que me amenacen de esa forma —siseó el demonio, levantando su daga roja.
No sé exactamente cómo empezó la lucha. El caso es que, en un momento dado, el del bastón intentó darme un golpe y no tuve más remedio que replicar. Lo más increíble fue que, aunque tenía más fuerza, no consiguió darme ni una vez. En cambio Frundis y yo lo llenamos de moratones hasta que cayó de rodillas, exhausto. Retrocedía unos pasos inspirando hondo cuando oí un grito de dolor. Spaw acababa de dar un tajo en el brazo a su adversario, y este soltó el machete, sosteniendo su miembro con una mueca de sufrimiento.
—¿Esos son los terribles ashro-nyns? —jadeó Spaw, sarcástico. Se había quedado sin aliento.
Apenas hubo hablado, oímos una terrible explosión. Dejé caer a Frundis y me tapé los oídos. Al echar un vistazo hacia la carreta, vimos a la arquera y al rubio tirados en el suelo, protegiéndose los oídos mientras Flan, montado sobre uno de los caballos de la carreta, galopaba a rienda suelta. La flecha de la ternian aún estaba junto al arco, sin disparar. Entonces, ¿quién había provocado la explosión? Aún no acababa de entender lo que sucedía cuando percibí un movimiento por el rabillo del ojo y lancé un ataque estrella al desgraciado que me había querido atacar por sorpresa. Le di luego una patada y tumbé de nuevo al ashro-nyn, que quedó esta vez inconsciente.
—Maldito. No me apetecía luchar —le gruñí, contrariada.
Spaw sonrió ante mi observación pero su rostro enseguida se ensombreció.
—¿Dónde está Srakhi?
La pregunta me heló la sangre en las venas. Recogí a Frundis y, mientras corríamos hacia el bosque, miré a mi alrededor, muy preocupada. Unos segundos después, sin embargo, vimos a Srakhi salir de detrás de unos arbustos y echar a correr hacia nosotros.
—Muchachos, huyamos de este condenado sitio —masculló.
Ambos aprobamos con la cabeza y eché a correr con ellos. Suspiré interiormente al pensar que nuestros primeros encuentros en los Extradios no habían sido muy afortunados.
«Si Naura la Manzanona hubiese estado aquí, todo nos habría ido mejor», bromeé, mientras seguía al gnomo.
«De eso no me cabe duda», reflexionó Frundis. «En primer lugar, nadie nos habría propuesto subirnos a ninguna carreta.»
Al imaginarme a la dragona, montada sobre una carreta llena de pólvora, reprimí una sonrisa divertida. La imagen de su cara simpática e inocente despertó en mí cierta añoranza. Aún recordaba los ojos brillantes de incomprensión de la Manzanona al vernos alejarnos de ella. Esperaba que Kwayat la cuidaría correctamente.
Al llegar al bosque, Spaw se dobló en dos y declaró, jadeante:
—De ahora en adelante, ya lo sabremos: nunca aceptes viajar con un desconocido.
—Queda dicho —aprobé—. Aunque, quién sabe, quizá le hayamos salvado la vida a Flan. Me pregunto cómo una persona tan alegre y simpática como él puede tener relaciones con unos asesinos.
—Por lo que he podido entender —dijo Srakhi, retomando su respiración—, todos ellos eran ashro-nyns. Incluido Flan.
Agrandé los ojos, espantada.
—Aunque éste parecía haber desertado la cofradía —añadió el gnomo—. Bah, sus historias no nos incumben. No nos paremos aquí. Sigamos. Avanzaremos un buen trecho fuera del camino.
—Siempre tan prudente —sonreí, contenta de ver que, a pesar del incidente, todos estábamos sanos y salvos—. Por cierto —proseguí, mientras reanudábamos la marcha—, ¿alguien sabe lo que es un azruk?
Spaw, detrás de mí, soltó una carcajada.
—Según la creencia, es un Demonio de Sombras, o algo así.
Srakhi se giró hacia él con seriedad.
—No es sólo una creencia. Los Demonios de Sombras existen. Pero no en la Superficie.
Spaw y yo intercambiamos una mirada y él hizo una mueca, pensativo.
—Tengo curiosidad. ¿Crees de veras que los demonios existen?
Percibí en su tono una incredulidad perfectamente conseguida y fulminé al demonio con la mirada. El say-guetrán tuvo una media sonrisa.
—Por supuesto que existen. Todos los libros de Historia te lo dirán. Pero todos ellos han sido erradicados de la Superficie.
—La Superficie —repitió Spaw, meditativo—. Una suerte entonces que no estemos en los Subterráneos.
—No será por mucho tiempo —declaré.
El joven humano enarcó una ceja, alarmado.
—¿Qué quieres decir?
Recibí una mirada de aviso del gnomo pero la ignoré.
—Que en cuanto encontremos a Lénisu, nos vamos a los Subterráneos.
Spaw me observó con detenimiento. Las comisuras de sus labios comenzaron a levantarse.
—Maravilloso —declaró con sinceridad.
Al día siguiente, llegamos a Kaendra sin más contratiempos. La ciudad era totalmente diferente a Ató. Rodeada de precipicios y montañas abruptas, estaba construida en una colina rocosa y empinada. Tenía escaleras de piedra por todas partes, incluso en los jardines periféricos, y según había leído, las casas se prolongaban dentro de la roca. Cosa insólita para mí, Kaendra estaba rodeada de varias murallas. En las últimas horas de camino, vimos dos torres de guardia junto al estrecho Camino del Oribe.
—Es impresionante —reconocí, mientras nos acercábamos a las puertas de la ciudad. ¿Cuánto habrían tardado para construir esas murallas?, me pregunté, admirándolo todo y queriendo inmortalizar aquella imagen en mis recuerdos.
«Demasiada roca», comentó Syu. «Y demasiados pocos árboles.»
«Gekyo vivía aquí», intervino Frundis, emocionado, con unas notas de piano.
«¿Gekyo?», repetí, sin entender.
«Oh, ¡vamos! A veces pareces una persona con cultura y otras veces desconoces las cosas más básicas», se quejó el bastón, contrariado. Y tomó un aire de biógrafo al proseguir: «Gekyo es un gran músico, esencialmente pianista y también compositor. Su obra más notoria es Otoño de Chakalamov. Nació en 5287…»
«Es decir, hace más de tres siglos», lo corté, divertida. «¿De veras crees que conozco a todos los músicos famosos de todos los rincones del mundo? Ni siquiera conozco a todos los har-karistas famosos. Y eso que se supone que debería conocerlos. En fin, tú mismo no conoces a los músicos eminentes de hoy en día.»
Frundis suspiró.
«Tilon Gelih», pronunció. «Pero supongo que ese guitarrista no es representativo, porque si no lamentaría tener que decir que la música ha entrado en decadencia moral en estos nuevos días. Gekyo, en comparación, era un semidios salido directamente de las Arpas Divinas…»
Siguió perorando sobre el ínclito músico mientras Srakhi se paraba ante los guardias. El gnomo los saludó a la manera de Éshingra y yo lo hice a la manera de Ató. Aunque en Ajensoldra los saludos eran en sí bastante similares, siempre existían ciertas diferencias que no pasaron inadvertidas a los ojos sagaces de los guardias. Spaw, en cambio, se contentó con mirarlos a estos fijamente, escudriñándolos en silencio.
Después de habernos presentado, nos dejaron pasar las puertas, avisándonos de que, si pensábamos quedarnos más de tres días seguidos, tendríamos que volver y pedir una prolongación. Tener que presentarme a unos guardias antes de entrar en una ciudad y pagarles cinco kétalos por cabeza me dejó una curiosa sensación. Al menos, la población gozaba de cierta seguridad, pensé, observando la gente con la que nos cruzábamos.
—Bien —dije, cuando subíamos por la calle principal—. Hemos llegado. ¿Y ahora qué, Srakhi?
El gnomo, con el ceño fruncido, miró a su alrededor.
—Vayamos a un sitio más tranquilo.
Aprobé y Spaw y yo seguimos a Srakhi sin saber adónde nos guiaba. Cuando nos encontramos en un lugar desierto, el gnomo me dijo en voz baja:
—Tenemos que buscar una cestería del nombre de Sombra verde y preguntar por un tal Darosh.
—¿Ahí estará Lénisu? —pregunté, esperanzada.
—Lo ignoro. Pero supongo que si no está ahí, no tardaremos en encontrarlo.
—Mmm —dije, pensativa—. Pues adelante. ¿Quieres que nos separemos para encontrar la cestería?
Srakhi hizo una mueca de desagrado.
—No, Kaendra no es tan grande. Sería innecesario.
—Podríamos preguntar —intervino Spaw, pragmático—. Los Sombríos son una cofradía legal. No tenemos por qué esconder que queremos hablar con ellos.
El gnomo lo escudriñó.
—Shaedra, confías demasiado en este muchacho. Sabe demasiado.
—Srakhi —carraspeé, molesta—. Spaw es un amigo. Y no veo por qué no va a saber dónde se mete. Ya has visto cómo se defendió ayer contra los bandidos. Deja ya de desconfiar tanto.
Srakhi se encogió de hombros.
—Al menos quiero que sepa que desconfío de él.
—Eso ya me lo has dejado claro —aseguró Spaw, sonriendo, divertido.
Mientras subíamos la colina, en busca de la Sombra verde, unas nubes oscuras aparecieron por los montes, atravesadas por rayos que iluminaban todo el valle y emitían un ruido de tambores.
—Si no encontramos pronto la cestería, tendremos que cobijarnos en alguna taberna —observó Srakhi.
Asentí, echando un vistazo a la tormenta que se avecinaba. Llegamos al Templo, en la cima de la colina, sin haber visto ningún comercio llamado la Sombra verde en la calle principal. El Templo de Kaendra era más pequeño que el de Ató, pero estaba rodeado de unos jardines magníficos. Al avanzar, divisamos en el ancho camino que llevaba al edificio una larga procesión de personas que acompañaban a… Me detuve en seco y sentí un escalofrío al ver a la persona tendida en la litera, cubierta de una manta con los colores de la Guardia de Kaendra.
—Un Centinela —dijo de pronto una voz. Aparté los ojos del muerto y me fijé en un humano grande y flaco que se había parado junto a nosotros. De piel lívida y pelo negro, tenía ojos rasgados y oscuros y vestía una larga capa negra que le daba un aspecto casi irreal—. Murió luchando contra una arpía a unas horas de aquí. Sus compañeros partirán mañana para acabar con toda la familia de esa asquerosa criatura.
Nos quedamos los tres mirándolo con cautela. El desconocido esbozó una sonrisa y juntó las manos en un saludo.
—Darosh —se presentó. Su movimiento me dejó entrever la espada que llevaba a su cintura.
—Srakhi Léndor Mid —contestó el say-guetrán, imitando torpemente su saludo.
Junté las manos a mi vez y dije:
—Shaedra Úcrinalm Háreldin. Y Syu —añadí, señalando al gawalt con el pulgar.
Darosh respondió a mi saludo, echó un leve vistazo al mono pero pronto se giró hacia el joven humano, interrogante. Con una sonrisa, este levantó brevemente una mano.
—Yo soy Spaw, es un placer.
—El placer es mío —replicó Darosh.
Pasadas las presentaciones, no pude aguantarme más y solté:
—¿Lénisu…?
Pero él negó con la cabeza.
—Será mejor que me sigáis antes de que nos caiga un rayo. Os contaré todo cuando lleguemos a casa.
Asentí aunque me quedé contemplando el panorama del valle. Llevaba un rato buscando algo, sin encontrarlo… Sin embargo, tenía que estar en alguna parte, me convencí.
—¿Buscas algo? —me preguntó Darosh.
—Sí. La Pagoda —contesté, con el ceño fruncido.
Según los libros, la Pagoda de los Lagartos era una reliquia capaz de hacerse invisible, pero aún no podía imaginarme sin dificultad que un enorme edificio pudiese estar ocultado por un encantamiento.
—Está al norte, por ahí —afirmó Darosh, señalando un monte con el índice—. Hace falta subir una larga escalera de piedra para llegar a ella. Puedes entrecerrar los ojos todo lo que quieras, no la verás —me previno—. Desde aquí, no se puede ver. Como sabrás, la Pagoda es una viejísima reliquia.
Dicho esto, resonó un trueno estruendoso y nos apresuramos a seguir a Darosh entre las calles de Kaendra. La Sombra verde era un pequeño local en el este de la ciudad. Cruzamos el trastero, a rebosar de cestas, y penetramos en un cómodo salón con unas maravillosas vistas sobre el este.
—Poneos cómodos —nos dijo el Sombrío.
Nos sentamos. El gnomo no dejó en ningún momento de mirar con ojos cautelosos a su anfitrión. Pero, como no decía nada, rompí el silencio:
—Tengo un mal presentimiento. —Todos se giraron hacia mí con las cejas enarcadas y añadí tranquilamente—: Si Lénisu estuviese en la ciudad, ya nos lo habrías dicho.
Darosh se ensombreció y se dejó caer en una butaca, suspirando. Lo observamos durante unos instantes en silencio pero ansiosos de escuchar lo que tenía que decir. Entonces, alzó su mirada sombría hacia mí.
—Tienes razón. Lénisu no está en la ciudad. Cometí un grave error al decirle que estabas ya de camino hacia aquí. Al día siguiente, no había ni rastro de él. Bueno, sí, me dejó una nota pidiéndome que te acogiese y que te llevase de vuelta a Ató.
—Y… ¿se ha marchado solo a los Subterráneos? —jadeé, atónita.
—Así es.
Maravilloso, pensé, con desgana. Lénisu se había marchado sin esperar ni siquiera a verme. Apreté los dientes con firmeza. Pues para mí que se fuera a tomar vientos por nuevas riberas. Entonces mis ojos se iluminaron.
—¡Eso significa que Aryes sigue aquí! —exclamé.
Darosh tuvo una mueca de sorpresa por mi cambio de humor y asintió.
—Así es —repitió—. Lénisu intentó mandarlo de vuelta a Ató, pero el muchacho es bastante terco. No quiso moverse de aquí en cuanto supo que vendríais. Hoy ha ido a la Pagoda de los Lagartos. Al parecer, conoce a uno de los maestros, un tal Ákito Eiben. Estará de vuelta dentro de nada.
Ákito Eiben, me repetí, agrandando los ojos. Eiben. Aquel era el apellido de Akín. Ahora que lo pensaba, aquel maestro tenía toda la pinta de ser uno de sus hermanos mayores.
Lénisu, gruñí para mis adentros. Siempre tenía que desaparecer justo en el mal momento. Y se suponía que tenía que entregarle dos cartas… Malditos Sombríos y sus cartas.
Srakhi, con el ceño fruncido, meneó la cabeza lentamente.
—En ese caso, llevaré a Shaedra y a Aryes a Ató —reflexionó—. Y luego iré a los Subterráneos.
Lo miré con cara exasperada pero él alzó una mano autoritaria.
—No pienso escuchar tus protestas, Shaedra —me avisó—. Lénisu no quiere meterte en sus asuntos y me parece correcto.
—¿Y por qué vas a meterte tú en sus asuntos? —repuse, mordaz.
—Por una razón mucho más importante que cualquier otra —replicó, implacable.
Su gravedad me llamó la atención. ¿Qué razón tan importante podía tener Srakhi para seguir a Lénisu por todas partes? ¿Acaso actuaba así sólo porque este le había salvado la vida dos veces? Quizá, aunque también tenía que darse cuenta que ambas veces se había visto en apuros por culpa de mi tío…
—Odio tener que decirlo, pero no estoy de acuerdo —declaré tranquilamente—. Si hemos salido juntos de Aefna, yo creía que era para ir juntos adonde estaba Lénisu. Aunque, francamente, la actitud de Lénisu es de lo más insultante y casi dan ganas de dejarlo ir a cumplir su misión solito.
Srakhi me fulminó con la mirada.
—No hables sin saber, Shaedra.
Puse los ojos en blanco, pero no repliqué. Darosh seguía sumido en sus pensamientos. Empezaba a hartarme de tantas historias. ¿Por qué Lénisu tenía que complicarlo todo? Siempre tenía que estar huyendo y corriendo hacia el peligro, como un insensato. Desde luego, no tenía sangre gawalt en las venas.
Cuando resonó afuera un trueno más ruidoso que los anteriores, di un respingo, asustada. El granizo empezó a chocar estruendosamente contra los cristales. El día soleado acababa tristemente, pensé, echando una ojeada al cielo oscurecido.
—Bueno —intervino Spaw—. Creo haber entendido la posición de Shaedra y de Srakhi. ¿Y la tuya, Darosh?
El Sombrío lo observó con detenimiento y, de pronto, espetó:
—Tú. ¿Quién eres en realidad? Nadie me dijo que vendrían tres personas. No eres un Sombrío, pero pareces estar de nuestro lado.
El demonio se cogió el mentón con la mano, pensativo, y negó con la cabeza.
—Si fuese Sombrío, creo que lo recordaría. Y no estoy del lado de nadie. En realidad, soy un amigo de Shaedra.
Brilló un destello de recelo en los ojos de Darosh y gruñí, harta ya de que desconfiasen siempre de Spaw.
—Es un amigo —afirmé—. Por no decir que más o menos me salvó la vida.
No pasé por alto el leve sobresalto de Srakhi, quien debió pensar que Spaw, finalmente, no era mala persona.
—Entonces, está decidido, todos a Ató. Los Subterráneos son peligrosos y no me convencía nada la idea de llevarte ahí. Deberías ser más sensata, Shaedra. Estoy seguro de que tu tío te habrá contado muchas historias terribles de su estancia allí abajo. Por cierto, ¿dónde tienes la carta de Keyshiem? Dámela —me ordenó el say-guetrán, tendiendo la mano.
Me encogí de hombros. Al fin y al cabo, qué más daba quién tuviese la carta. Es más, estaría más a salvo en manos de Srakhi que en las mías. Mientras la buscaba en mi mochila, comenté:
—Conocí a una enana que estudió en Dumblor. Al parecer, muchas de las historias terribles que se cuentan de las ciudades subterráneas no son más que leyendas.
—Pero muchas leyendas tienen un trasfondo de verdad —repuso Spaw, guiñándome un ojo.
En ese momento, se oyó el sonido de una campana en la entrada de la tienda y Darosh se levantó y desapareció por la puerta del salón. Al tomar la carta de mis manos, Srakhi le echó un vistazo y frunció el ceño.
—Este sobre ha sido abierto.
Sentí cómo la sangre se me subía al rostro y, turbada, crucé la mirada de Spaw.
—Esto… —murmuré—. Esto…
—Mejor que no se entere nadie de que la has abierto —suspiró Srakhi, guardando la carta.
—¡Yo no la he abierto! —protesté—. Ni siquiera la he mirado una vez abierta. Además, está encriptada.
—¿Cómo lo sabes si no la has mirado? —replicó enseguida el gnomo, irritado—. Es decepcionante que me mientas.
Lo contemplé con una mueca aburrida.
—No te estoy mintiendo. Simplemente digo que no la abrí yo.
—Me cuesta creerlo —repuso Srakhi.
No me molesté en contestarle ya que Darosh acababa de entrar y, apenas hube divisado la melena blanca y los ojos azules y serenos de Aryes, me levanté de un bote y, con los ojos entumecidos por la alegría, me abalancé sobre él para abrazarlo con fuerza.
—Shaedra —resopló, emocionado—. Yo también me alegro de verte. Pero… es que estoy hundido.
Me aparté y lo contemplé un breve instante con una ancha sonrisa.
—Por Nagray —dije, llevándome las manos a la cintura—. Parece que te han tirado cincuenta cubos de agua en la cabeza.
—Al menos no me ha caído ningún rayo —relativizó Aryes—. ¿Qué tal el viaje?
—Bien. Casi no hemos tenido contratiempos —aseguré.
—¿Casi? —repitió él, con una ceja enarcada.
—Ayer nos encontramos con unos bandidos —explicó Srakhi, y esbozó una sonrisa—: Es una alegría volver a verte, muchacho.
—Esperad un momento. ¿Estabais con la carreta que explotó ayer en el camino? —preguntó Darosh.
Entonces nos sentamos todos otra vez y les contamos el incidente. Aryes se puso lívido cuando evoqué la lucha contra los ashro-nyns.
Cuando Srakhi acabó de contar cómo Flan había escapado montado en uno de sus caballos, Darosh comentó:
—Los ashro-nyns son unas verdaderas serpientes. El pobre Flan va a tener problemas.
—Hablas como si lo conocieras —observó Aryes.
—Lo conozco —asintió Darosh—. En realidad, es, o más bien, era un Sombrío infiltrado en la cofradía de los ashro-nyns. —Me quedé mirándolo, boquiabierta—. Yo no aceptaría el trabajo que hace ni por cien mil kétalos. Esa cofradía está llena de chiflados asesinos. Dicen que reclutan a niños huérfanos y que los entrenan para matar.
—El mundo está lleno de crueldad —lamentó Srakhi con gravedad. Se le había despertado la vena say-guetranesca y soltó otras frases solemnes del estilo. Siguieron comentando la explosión de la carreta y yo guardé silencio, agotada y adormilándome ya en la cómoda butaca.
—Por cierto —los interrumpí en un momento—. Todo esto es muy interesante, pero… —Me rasqué la cabeza, molesta—. Esto… Cómo decir… Llevamos todo el día andando y, me preguntaba… ¿No tendrás algo para dar a una hambrienta, Darosh?
Todos me miraron sorprendidos por el cambio radical de la conversación. Entonces Aryes sonrió.
—Si me permites, Darosh, voy a preparar la cena.
Darosh asintió y me levanté de un bote.
—¡Te ayudo!
Cuando salimos de la habitación, inquirí, curiosa:
—¿Qué vamos a preparar? ¿Algo rico? ¿Un plato de arroz? —pregunté. Se me hacía la boca agua con sólo imaginarme un plato de arroz bien condimentado.
Aryes me dio un codazo, burlón.
—Eso será la próxima vez. Ahora, vamos a poner una receta secreta que me enseñó Lénisu —me reveló—. El plato se llama “deándrano de manzanas”.
Oí el ruido de mis tripas y les di unas palmaditas reconfortantes. Syu, que correteaba por el pasillo, preguntó, entusiasmado:
«¿Podré comer yo también de eso?»
«Sí», le prometí. «Mientras no comas tanto como la Manzanona…»
«No me compares con semejante glotona», me replicó, divertido. «Los gawalts tenemos sentido de la medida. Incluso me estoy moderando con las golosinas», afirmó, orgullosamente.
Entramos en la cocina y a Syu se le iluminaron los ojos al ver la cesta llena de frutas.
«Ya veo que vas camino de convertirte en un perfecto asceta», le felicité, burlona.
Un paso más, un peldaño más. Inspiré hondo. Jadeé. Uno más…
—Venga, casi hemos llegado —me animó Aryes, unos metros delante.
—Fffff —resoplé, apoyándome sobre Frundis, agotada—. ¡Esto… es… mortal!
Aryes puso los ojos en blanco y, al llegar arriba, se sentó sobre una roca, para esperarme con paciencia. Syu, que durante todo el ascenso había estado tranquilamente sentado sobre mi hombro, saltó ágilmente y subió los últimos peldaños para reunirse con él.
«¡He ganado!», exclamó, socarrón.
Lo miré con cara de pocos amigos y subí un peldaño más. Otro más. La música de tambores se aceleró al ver que estaba casi y solté un gruñido.
«Frundis, no te aceleres», le supliqué.
Cuando llegué arriba, lo que vi fue un inmenso edificio con torres en forma de gigantescos pétalos blancos. Pero eso ya me lo había podido imaginar con las descripciones que había leído. En definitiva, la vista no me pareció tan maravillosa como para arriesgar la vida subiendo unas escaleras interminables y sin barandilla.
—¿Bonito, eh? —dijo Aryes, levantándose y contemplando la Pagoda de los Lagartos con las manos sobre las caderas.
Bien mirado, era más que bonito, pensé, admirando la pagoda. Una gran plaza pavimentada llevaba a la puerta principal, abierta de par en par.
«Da vértigo», dijo Syu, echando un vistazo hacia atrás. Me giré y me quedé sin habla al ver, a lo lejos, la ciudad de Kaendra y el valle, todo estaba tan alto… Retrocedí hacia la Pagoda, aprensiva.
—Demonios —mascullé.
Aryes se carcajeó, divertido.
—¿No me digas que tienes vértigo, tú que vas siempre saltando de tejado en tejado?
—Eso no es cierto —protesté con una mueca testaruda—. Reconozco que es impresionante. Pero podrían haber puesto una barandilla en esas escaleras.
—Eso mismo pensé yo —aprobó Aryes—. Pero los pagodistas dicen que podría ser peligroso para el encantamiento de invisibilidad. Como si una reliquia de ese tamaño pudiese ser destruida por unas simples barandas —musitó, mirando de nuevo la Pagoda con aire embelesado. Se giró hacia mí—. Al parecer, los nerús no suben hasta aquí, estudian en la ciudad. Y los snorís y kals viven de manera muy distinta a los de Ató. Pasan la mayor parte del año en la Pagoda, sin ir a la ciudad. Así que dicen que los pagodistas de Kaendra pertenecen más a la Pagoda que a sus familias. Curioso cómo cambian las cosas según las regiones, ¿eh?
No pude reprimir una sonrisa divertida al verlo hablar con tanto entusiasmo. Pasamos toda la mañana visitando la Pagoda. Aryes me presentó al maestro Ákito y éste, al saber que era amiga de su hermano Akín, me preguntó si tenía noticias suyas. Me dolió el corazón al ver su rostro sombrío cuando le dije que no sabía nada desde hacía meses. Como tenía que dar una clase, tuvimos que despedirnos de él y salimos de la Pagoda. Afuera, el sol calentaba agradablemente la tierra y decidimos sentarnos en un banco, junto a las escaleras. Dejé a Frundis y me desperecé como un gato, a gusto, mientras Aryes se tapaba otra vez de los rayos con la capucha para proteger su piel. El viento soplaba suavemente y reinaba un silencio soporífico. En lontananza, las aguas de un río centelleaban como cubiertas de mil pequeñas estrellas atrapadas.
—Parece tan irreal —murmuré, contemplando el valle de Kaendra.
Aryes asintió levemente. Había cerrado los ojos como para echar la siesta y su rostro, oscurecido por la capucha negra, reflejaba una total serenidad.
Cuando pensaba que había permanecido un mes trabajando en una mina… Según él, había sido más aburrido que otra cosa y yo entendía que no quisiese hablar del tema, pero no podía dejar de imaginarme lo duro que debía de haber sido. Aunque, como bien había dicho él, al menos el sol no había sido un problema.
Cerré los ojos y poco a poco me dejé llevar por la música sosegada de Frundis mientras vagaban mis pensamientos…
—Shaedra —dijo de pronto Aryes, tocándome la mejilla con el índice hasta despertarme—. Ya es hora de ir a comer. Aún quedan restos del deándrano de manzanas.
—Vaya —resoplé, enderezándome en el banco y pestañeando. ¿Cuánto tiempo había dormido? Meneé la cabeza—. ¿Cómo he podido dormirme?
—No siempre se puede estar luchando contra bandidos —sonrió Aryes. Entonces frunció el ceño y añadió—: He estado pensando y… me gustaría saber. Se trata de Spaw. Es un demonio ¿verdad?
La pregunta me pilló totalmente desprevenida.
—Vaya, has dado en el blanco. De hecho, Spaw es… mi demonio protector. Trabaja para Zaix —expliqué—. Según dice.
Aryes enarcó una ceja.
—Según dice —repitió—. ¿No te fías de él?
—Oh. Supongo que sí. Por el momento no me ha dado razones para no fiarme.
—Un día, hace tiempo, me dijiste que la confianza se construía con el tiempo —observó.
—Ya… Y es cierto —afirmé—. La verdad, no puedo dejar de pensar que Spaw me oculta algo. Algo que tiene que ver con Zaix. Aunque son sólo suposiciones. Por lo demás, le falta quizá prudencia, pero tiene buen corazón.
—Zaix —repitió Aryes—. ¿Sigue hablándote por vía mental?
—Apenas —le aseguré—. En este último mes, sólo lo he oído una vez y se contentó con decirme “buenos días” antes de marcharse. Parece como si sólo viniese para cerciorarse de que sigo viva. Es un poco desconcertante.
Entonces le conté a Aryes todo lo que me había ocurrido en Aefna, en especial el secuestro frustrado de los cazademonios aficionados.
—No debería contarte todo esto —dije al fin—. Podría atraerte problemas. Sobre todo no le digas a Spaw que sabes lo que es. Aún no lo conocemos lo suficiente como para saber cómo reaccionaría. Si es como Kwayat, que no creo, podría enfadarse.
—No sé cómo consigues meterte en tantos líos al mismo tiempo —se rió Aryes—. Es asombroso.
En aquel momento, oímos unos pasos detrás de nosotros y, al darme la vuelta, agrandé los ojos por la sorpresa.
—¡Ar-Yun!
El joven har-karista se detuvo en seco antes de emprender la bajada. Llevaba una elegante túnica blanca y amarilla con, bordado sobre el pecho, el símbolo de la Pagoda de los Lagartos: un dragón rojo encarcelado en un triángulo negro. Sonrió vacilante y pareció reconocerme.
—¿Peleé contra ti en el Torneo, verdad? —preguntó.
—Así es, soy Shaedra —contesté, levantándome y saludándolo debidamente—. Y este es mi amigo Aryes.
—Vaya —dijo Ar-Yun, pasándose la mano sobre su cabeza calva y observándonos con extrañeza. Sólo entonces me percaté de que no tenía que ser muy común ver a una ternian con un gawalt y un kadaelfo de pelo blanco encapuchado en un día radiante—. ¿Y qué hacen dos ciudadanos de Ató en Kaendra? —preguntó con tono afable.
—Oh. Estamos de paso —contesté—. Es una hermosa ciudad. Y la pagoda, desde luego, es más impresionante que la de Ató.
Ar-Yun asintió con ojos sonrientes.
—Lo sé —contestó con modestia—. Aunque es mucho menos práctica. Estas escaleras son la maldición de todos nosotros —aseguró.
Emprendimos juntos la bajada, hablando de las pagodas y del Torneo. Pese a que bajar esas escaleras fue todavía más peligroso que subirlas, se me hizo más corto y llegamos abajo sin que Aryes tuviese que utilizar sus sortilegios de levitación para salvarme de una caída mortal.
Inesperadamente, junto a las escaleras, tumbado sobre una roca plana, Spaw dormitaba tranquilamente bajo el sol. Al ver que nos acercábamos, sin embargo, se levantó. Ignoro por qué, tuve un mal presentimiento.
—¿Ha pasado algo? —pregunté.
—No, qué va. Estaba intentando reunir el suficiente valor para subir esas escaleras, eso es todo. Todo va bien —aseguró.
Habló con un tono demasiado tranquilo por lo que, cuando Ar-Yun se despidió de nosotros al entrar en la ciudad, no me sorprendió que rectificase:
—En realidad, no todo va bien. Había salido a decírtelo, cuando me he encontrado con esas escaleras de los infiernos y he decidido esperar abajo. Tampoco es nada urgente.
Puse los ojos en blanco, impaciente.
—¿Qué ocurre, Spaw?
—Srakhi se ha marchado —declaró—. Y me da a mí que el Sombrío estaba al corriente de algo, porque no parecía muy sorprendido.
Me quedé paralizada un momento, atónita. ¿Que Srakhi se había marchado? Eso no me lo esperaba. ¿No se suponía que tenía que llevarnos a Ató antes de marcharse a los Subterráneos?
—Esto sí que es asombroso —suspiré.
—No tanto —intervino Aryes—. Al fin y al cabo, Srakhi tiene una deuda moral que saldar con Lénisu. En las minas, Lénisu me explicó un poco la filosofía de los say-guetranes. Es muy estricta. Al parecer, si alguien le salva la vida, no puede deshacerse de la deuda hasta que le haya devuelto el favor con la misma moneda. Lénisu ya se la ha salvado dos veces. Quién sabe lo que significa eso para Srakhi.
—Lénisu debe de estar encantado —me reí, irónica.
Aryes sonrió.
—De hecho, dijo que era la última vez que salvaba la vida a un say-guetrán.
* * *
—Ya os lo he dicho. Al gnomo le ha entrado la neura y se ha marchado así, por las buenas —masculló Darosh, con las manos en los bolsillos.
Spaw, Aryes y yo, sentados los tres en su sofá, lo contemplamos en silencio.
—El caso es que no sé ya qué hacer de vosotros —prosiguió, con fastidio—. Supongo que Srakhi pensaría que yo os llevaría a Ató. Pero resulta que estoy demasiado ocupado con otro asunto. Soy uno de los pocos Sombríos de Kaendra y el Nohistrá de esta ciudad siempre acude a mí. Es totalmente imposible que salga de Kaendra ahora. Por no decir que no me apetece para nada darme toda la vuelta a Ajensoldra para pasar por el camino más seguro.
Marcó una pausa y suspiró.
—Si queréis, podéis quedaros en mi casa —añadió—. Personalmente, os desaconsejo salir en busca de Srakhi. Se dirigirá hacia el portal funesto y eso está plagado de monstruos. Supongo que intentará pactar con algunos mercenarios para pasar. En fin, si ese say-guetrán consigue encontrar a Lénisu solo y sin morir sería toda una sorpresa.
—Desde luego, podrá contratar a algún mercenario —comenté, con tono neutro—. Se ha llevado todo el dinero que teníamos.
Incluido el que nos había dado el señor Clark a Spaw y a mí, añadí para mis adentros. No había contado el dinero, pero no eran menos de trescientos kétalos… Srakhi, el honorable say-guetrán, se había convertido en un vulgar ladrón y traidor que ni siquiera se molestaba en decir adiós.
—Podría habernos consultado antes —coincidió Spaw—. Yo pensaba comprarme otra capa verde. Esta la tengo muy desgastada…
Aryes sacudió la cabeza.
—Aún no salgo de mi asombro —confesó—. Hace dos años Srakhi jamás habría actuado así. No se habría marchado robando el dinero y dejándonos en casa de una persona a la que apenas conoce. Perdón si te ofendo, Darosh.
—De ninguna manera, entiendo perfectamente lo que quieres decir. Aunque seguramente ese gnomo pensaba actuar correctamente. Al fin y al cabo, es un say-guetrán.
—A menos que le hubiese llegado una información urgente que desconocemos, está claro que Srakhi está obsesionado por recuperar su honor de say-guetrán —reflexioné.
—Cada uno con su honor —sonrió Aryes—. Los Sombríos también tienen su código, ¿verdad Darosh?
El hombre pálido asintió.
—De hecho, lo tenemos. Por eso algunos de nosotros hemos decidido ayudar a Lénisu, por ejemplo. El Nohistrá de Aefna olvidó una de las leyes esenciales de los Sombríos: un regalo nunca se roba.
—Entonces ¿es cierto que Hilo fue regalada a Lénisu por el Nohistrá de Agrilia? —pregunté.
—El antiguo Nohistrá, para ser exactos —precisó Darosh—. Según algunos, se la dio por haber salvado a su hija de un secuestro. Pero en realidad está claro que no fue esa la razón, ya que jamás se supo antes de ese día que el Nohistrá poseía la espada de Álingar. Todos pensaban que esa espada estaba metida en la Mazmorra de la Sabiduría.
Fruncí el ceño.
—De modo que…
—El Nohistrá se contentó con regalarle uno de los objetos a la persona que los encontró y que trabajaba para él —completó Darosh.
—Lénisu, obviamente —dedujo Aryes, admirativo—. ¿La Mazmorra de la Sabiduría? Increíble. Eso es uno de los lugares que cualquier saijit sensato evita.
—Recuerda, Aryes, que estamos hablando de mi tío —apunté con un tono ligero—. Que yo sepa, no tiene ningún atisbo de sensatez.
Oí el resoplido de Darosh y entendí que se acababa de reír.
—En cualquier caso —dijo este, retomando su seriedad—, tenéis un problema. O seguís a Srakhi, o volvéis a Ató, u os quedáis aquí. Elegid, pero sinceramente, la primera opción no os la recomiendo. En cuanto a la segunda, me parece la más lógica… si rodeáis los Extradios por el oeste, evidentemente: supongo que vosotros que habéis estudiado en la Pagoda conocéis mejor que yo todas las criaturas que podéis encontrar en la Insarida.
Me quedé pensándolo detenidamente. Seguir a Srakhi en medio de criaturas de todo tipo no me parecía del todo una buena idea, pero necesitaba más tiempo para aceptar volver a Ató. Sin embargo, no podía quedarme indefinidamente en Kaendra. ¿Por qué me había quedado en Aefna sirviendo a la Niña-Dios? Porque había encontrado una manera de ayudar a Lénisu y Aryes. Pero resultaba que ahora ambos estaban libres. Y si Lénisu no quería que fuese a los Subterráneos pues…
—Quedaos aquí unos días y pensadlo —declaró Darosh, interrumpiendo mis pensamientos—. Y ahora os tengo que dejar, el deber me llama.
—¿Los Sombríos? —interrogó Aryes.
—Las cestas —replicó Darosh, sonriente—. El asunto de los Sombríos requiere mi atención diariamente, pero no tanto tiempo como las cestas.
Enseguida propusimos ayudarlo en su negocio, ya que nos íbamos a quedar unos días, y Darosh, tras alguna reticencia, accedió a enseñarnos las bases del arte de cestería. Así fue como empezó el Sombrío a reconocer el valor inestimable de Syu. De hecho, el mono desatendió mis trenzas para enredar tiras de mimbre a diario, y corría a enseñarme su resultado con evidente orgullo.
Los días pasaban, tranquilos y serenos, y Aryes y yo empezábamos a darnos cuenta de que estábamos demasiado felices como para emprender el viaje hasta Ató cruzando caminos peligrosos. Además, Darosh parecía estar contento de que le hiciésemos un poco de compañía. Cuando nos enteramos de que, pese a su juventud, ya había estado casado pero se había quedado viudo muy pronto, empecé a entender mejor que tomara de cuando en cuando un aire abstraído. Sin embargo, no quiso contarnos lo que le había ocurrido a su esposa y era evidente que seguía muy afectado por su pérdida.
Acabamos conociéndonos toda Kaendra. Durante los primeros días, Spaw prefirió quedarse en casa y me explicó que aún notaba su Sreda algo inestable y prefería descansar para reponerse antes de que saliéramos “a matar dragones”. Así que Aryes nos enseñó la ciudad primero a Frundis, a Syu y a mí. Había pocas tabernas, y sólo en una entraban los extranjeros. En las demás, nos miraron con recelo, como preguntándose qué demonios se nos había perdido en su sitio querido. Los parques eran preciosos pero una de las cosas que más me impresionaron fueron los talleres de cerámica. Kaendra estaba llena de alfareros. Que si vasijas, jarrones, cántaros, con tal forma de boca, con tal pie, con tal asa… Las conversaciones entre los alfareros eran especialmente violentas y reinaba un ambiente de competición animada y activa.
Habían pasado ya dos semanas y una tarde en que estábamos todos sentados en el taller de cestería, trabajando pese al calor, le dije al Sombrío:
—Agradecemos mucho tu hospitalidad, Darosh. Es… toda una prueba de generosidad.
—Es natural. Tan sólo sois unos muchachos. Además, no soy tan generoso, sé que Lénisu me devolverá el favor —añadió con una sonrisa burlona.
«Ya está», anunció Syu. Me dio su cesta acabada y corté el mimbre que sobraba con unas tijeras.
—Hemos estado pensando —proseguí, al de un rato, mientras seguía la labor—. Srakhi nos ha dejado atrás. Y no tenemos otra que volver a Ató.
—Me suponía que llegarías a esa conclusión —contestó Darosh—. Bien, me ocuparé de daros los víveres suficientes para vuestro viaje. —Bostezó y se estiró—. Y ahora, creo que será mejor dejar esto por hoy, gracias por ayudarme. Voy a ir a hacer unas compras. Mientras tanto, ¿qué os parece si preparáis la cena? Desde que estáis aquí tengo la impresión de que todo lo que cocinaba antes eran huesos del diablo.
Aryes y yo cruzamos una mirada divertida y esperamos a que Darosh se marchase para empezar a discutir sobre qué íbamos a cenar. Estábamos dudando entre tres platos cuando Spaw intervino:
—Por si a alguien le interesa mi opinión, yo voto por las zanahorias con berenjenas. Hay muchas en la despensa.
—¿Zanahorias con berenjenas? —explotamos Aryes y yo al mismo tiempo, horrorizados.
—¿De dónde demonios sacas ese plato? —pregunté, con una mueca.
—Con eso, nos despertaremos con hambre —me apoyó Aryes.
—Por cierto, ¿a que no sabéis en qué consiste el trabajo de Sombrío de Darosh? —preguntó Spaw, con tono inocente.
La pregunta me pilló desprevenida.
—¿Cómo dices?
—Está escondiendo a alguien en uno de los cuartos de su bonita casa —continuó—. ¿A que no sabéis a quién?
Aryes y yo lo fulminamos con la mirada, impacientes.
—¿A quién? —preguntó Aryes.
—A alguien que conoces, Shaedra: a Flan. —Spaw sonrió de oreja a oreja al ver mi cara estupefacta—. ¿Zanahorias con berenjena?
—Prepáralo tú si eres capaz de hacer algo comestible con eso —repliqué—. Pero ¿qué hace Flan en casa de Darosh? ¿Y cómo te has enterado?
—Nada más sencillo. Lo seguí una noche y… los oí hablar.
—Los espiaste, quieres decir —lo corregí—. ¿Y qué se dijeron?
Spaw puso cara pensativa.
—Nada muy interesante. Aunque lo que está claro es que Flan tiene graves problemas. Y no dudo de que Darosh nos contara la verdad.
—Darosh es un buen tipo —asintió Aryes—. Desde luego, no cualquiera mete en su casa a un Sombrío perseguido por los ashro-nyns.
¿De veras?, pensé. ¿Aunque se lo pidiese el Nohistrá? Por lo que había podido ver, algunos Nohistrás incluso llegaban a acuerdos con los Ashar. No debía de ser fácil vivir tranquilamente siendo un Sombrío. Los seguí a ambos a la cocina, pensativa. Syu, subido sobre mi hombro, bostezó.
«¿Entonces nos iremos dentro de poco a casa?», inquirió.
Asentí.
«Me parece lo más razonable.»
Por no decir que echaba de menos a Kirlens y a Wigy. Percibí la risita del gawalt.
«Me alegro de que por una vez seas razonable», comentó, burlón.
Falsamente ultrajada, le estiré la cola y el mono protestó, indignado.
«En cambio, sólo un insensato estiraría la cola a un gawalt», me previno, sentencioso.
Puse los ojos en blanco.
«Porque actúe una vez de manera razonable no significa que no sea una insensata», medité con naturalidad.
Aquella noche, después de haber estrenado las zanahorias con berenjenas cocidas, fritas luego en la sartén, no pude dormir, pensando en el viaje próximo. El cuarto en el que estaba era pequeño, con una ventana que daba a un patio interior. La casa de Darosh era grande y estaba claro que en un principio el Sombrío había querido fundar ahí una familia. Syu estaba sumido en un sueño agradable y Frundis se adormecía acompasadamente con la melodía antiquísima de una canción de cuna.
Incapaz de dormir, me acerqué a la ventana para observar el cielo nocturno. Aquella noche estaba despejada y, junto a la luz de la Luna, brillaban las estrellas, desperdigadas en la oscuridad.
Estaba absorta en unos pensamientos casi filosóficos cuando, por el rabillo del ojo, divisé un movimiento en el tejado. La silueta andaba agachada, armada con un arco. Se me heló la sangre en las venas. No sé por qué tenía la desagradable sensación de que aquella sombra era la de un ashro-nyn, más precisamente, la de Dekela, la mujer que había estado apuntando a Pflansket en su carreta.
Esas eran malas nuevas. Sobre todo para Flan, pensé, alejándome prudentemente de la ventana. Con sigilo, salí de mi cuarto y me acerqué al de Darosh. Llamé a la puerta tres veces, rápidamente. Volví a llamar. Nada. Empecé a sentirme algo acongojada. ¿Y si, de pronto, aparecía Dekela por los pasillos…? Pasé por la cocina y cogí lo primero que encontré: un gran rodillo de buena madera. Se me ocurrió coger un cuchillo, pero me daba grima nada más ver aquel enorme filo cortante. No iba a pasar nada, me repetí.
Estaba recorriendo un pasillo cuando oí un ruido sordo en el tejado y un grito de dolor. Pálida, me puse a correr. Desemboqué en un cuarto con, junto a la puerta, Darosh, retorciéndose de dolor en el suelo. Tenía una flecha hincada en el hombro.
—¡Ascuas, duele! —masculló entre dientes.
—Voy a matar a esa bruja —dijo una voz en el interior del cuarto.
Reconocí a Flan cuando lo vi pasar por la ventana. Me precipité hacia el herido.
—¡Darosh! —jadeé—. ¿Cómo te encuentras? ¿Qué ha pasado?
—Oh, eres tú. Si me pudieses hacer un favor: impide que ese inconsciente llegue hasta la ashro-nyn —soltó él, con una mueca—. Se supone que no debe morir.
—Allá voy —asentí, infundiéndome valor.
Darosh mostró de pronto una sonrisa sorprendida y levantó su brazo no herido.
—Espera un momento, la ashro-nyn no se amasa con un rodillo, toma.
Me tendió su daga pero conservé mi rodillo en la otra mano.
—Es para distraer —me justifiqué.
Salí por la ventana y seguí los pasos de Flan. Bajé hasta la planta baja por el tejado, crucé un parque y al fin lo alcancé: estaba doblegado en dos, cansadísimo.
—Flan, Darosh te pide que vuelvas a casa. Por favor. Ella es arquera. Parece que se ha marchado, pero podría estar rodeándonos, quizá esté apuntándonos en este mismo instante, quién sabe…
—Cállate —siseó el humano—. No podré seguir viviendo si no mato a esa asesina.
Reconocí el estado del hombre: estaba cegado por el odio y las prisas. No iba a ser fácil convencerlo de que renunciara a su inútil empresa. Intenté formular una frase convincente pero una voz intervino antes:
—No vais a armar escándalo. Si contestáis a mis preguntas, no os haremos daño.
La mujer de pelo largo y negro apareció entre la oscuridad de los árboles.
—Dekela —gruñó Flan, irguiéndose—. Jamás he conocido a una persona tan odiosa como tú.
La ashro-nyn sonrió.
—Hace apenas unas semanas, me parecía que opinabas todo lo contrario.
—Eso es por culpa de tu lengua de serpiente insidiosa —escupió Flan.
—¿Insidiosa? —replicó Dekela. Lentamente, tensó su arco—. Tú eres el mentiroso. Eres un Sombrío. Siempre nos has estado engañando.
—No lo niego.
—Nos has traicionado.
—No me arrepiento.
—Entonces, morirás —decretó ella.
—¡Esperad un momento! —solté con premura—. ¿Qué historias son éstas? No tengo ni idea de por qué os lleváis tan mal los Sombríos y los ashro-nyns, pero por favor, comportaos de manera civilizada. Estamos dentro de una ciudad…
Callé al percibir la mirada fría de Dekela sobre mí.
—Una pregunta —pronunció ella—. Flan. Dime dónde está el anillo de Azeshka.
—¿Qué importa que te lo diga? Me matarás de todas formas.
—Eso depende. Puedo dejarte un respiro. Puedo prometerte que no volveré a intentar nada en Kaendra, ¿qué te parece? —preguntó ella con una sonrisa torva.
Flan estaba pálido como la muerte, pero noté en él cierta determinación y supe que no le iba a decir nada. ¿Por qué Darosh me habría mandado que lo trajese de vuelta si el condenado no quería ni seguir viviendo?
—Me parece correcto.
Agrandé los ojos y suspiré aliviada. Flan no estaba tan loco como parecía.
—Entonces trato hecho —dijo la mujer—. A menos que decidas entretanto revelar nuestros secretos. En ese caso, nos volveremos a ver antes.
—Sabes perfectamente que no conozco tanto como tú a los ashro-nyns.
—Eres despreciable. Hablas de los ashro-nyns como si tú no fueras uno de ellos. Pero tú eras uno de los nuestros. Traidor. Ningún código de ninguna cofradía dejaría vivo a un traidor.
—Me extraña que hayas leído otros códigos, querida —replicó Flan.
—Responde. El anillo.
—No lo tengo yo. Se lo di al Nohistrá de Kaendra. Ahora estará de camino a Aefna. Como sabrás, el anillo de Azeshka pertenece a la familia Éhetayn.
—Tristes van a ser los últimos días de esa familia —sentenció Dekela. Un escalofrío de miedo me recorrió. Esa mujer no tenía corazón—. Pero, me extraña que no estés al corriente. La familia Éhetayn no vive en Aefna desde hace años.
Flan se encogió de hombros.
—Eso ya no forma parte de mi misión como Sombrío.
Dekela soltó una risita.
—Tú nunca formarás parte de ninguna cofradía. Y acabarás pidiendo pan a tu familia y la arruinarás por tu estupidez.
Observé que Flan temblaba de rabia.
—No le harás daño a mi familia, Dekela, o te perseguiré hasta en los mismísimos infiernos. Tu espíritu, si es que lo tienes, no volverá a pisar este mundo.
—Qué lindas palabras —se emocionó falsamente ella—. Pero basta de maldiciones. Necesito más información.
—Siento interrumpir —dijo de pronto una voz.
Detrás de Dekela, apareció Spaw, con una daga en la mano.
—Sólo puedes matar a una persona antes de que yo te degüelle —informó tranquilamente—. Sería un tremendo error actuar con precipitación y te aconsejo que te retires dejándonos tu arco y tus bonitas flechas.
—¿Pero por qué os metéis en este asunto? —masculló la mujer, con fastidio. Pese a su tono, advertí que se había puesto lívida—. La muchacha y tú podéis marcharos. Sólo necesito a Flan.
—Oh —dijo Spaw—. Por mí vale. Pero creo que a la patrulla de guardias que se está acercando no le gustará ver un espectáculo como el vuestro. Reitero lo dicho: deja ese arco y márchate.
A veces, Spaw, cuando se ponía serio, me dejaba impresionada. Dekela suspiró.
—Está bien.
Y, dicho esto, disparó. La flecha fue a clavarse en el vientre de Flan, Spaw le plantó la daga a la asesina y yo le di un buen golpe con el rodillo. Ella sacó su daga y empezó a dar tajos con desesperación, le di una patada, su daga me rozó el tobillo y me aparté, aterrada, mientras Spaw le quitaba la daga y le pegaba en las narices un trapo. Dekela se desplomó hasta el suelo y quedó inmóvil.
—Idiota —pronunció Flan, los ojos fijos en la mujer inconsciente—. Y decir que yo la amaba…
Se desmayó.
—Menudo desastre —resoplé. El corazón me latía a toda prisa y sentía que se me empañaban los ojos de lágrimas.
Spaw recogió su daga, se acercó a Flan y cortó el astil de la flecha.
—Odio estas escenas absurdas —suspiró, molesto. Y luego se giró hacia mí—. ¿Estás bien? —Asentí y me dedicó una sonrisa—. Finalmente, tampoco soy tan mal protector.
—Gracias… por salvarme —dije, aún conmocionada.
Él enarcó una ceja.
—Es mi trabajo.
—¿Y la patrulla? —pregunté, mirando a mi alrededor.
—Era un truco —explicó Spaw, mirando la escena con una mueca de desagrado—. Pero quizá no una mentira. Podríamos haber despertado a algún vecino, aunque todos hemos sido bastante silenciosos. No sé por qué, me esperaba que gritaras de horror.
Lo fulminé con la mirada e intenté recobrar cierta compostura, aunque el pánico seguía amenazando con invadirme.
—¿Qué hacemos? —pregunté.
—Sinceramente, no lo sé. No podemos llevar a Flan a casa. No es que sea especialmente gordo, pero pesa sus kilos.
—No podemos dejarlo aquí —protesté.
—Tú haz lo que quieras. Si ven esto, como mucho pensarán en un duelo ilegal…
—Venga ya —repliqué, irónica—. Volvamos a casa. Tal vez Darosh tenga una idea.
—Tal vez.
Pero cuando volvimos a casa, encontramos a Darosh en su cama, sudando y tiritando mientras Aryes, un trapo mojado en la mano, intentaba sonsacarle adónde habíamos ido.
—¡Por todos los dioses! —exclamó el kadaelfo al vernos entrar por la ventana—. ¿Qué ha ocurrido? ¿Dónde está Flan?
Sin previo aviso, al ver el estado de Darosh, llegué a mi límite y solté un sollozo.
—Está muerto. O casi —contesté.
—He intentado detenerlos, pero su sangre estaba destinada a nutrir la tierra kaéndrana —contó Spaw, elocuente.
—¿La ashro-nyn también está muerta? —preguntó Darosh, agrandando unos ojos vidriosos y febriles.
—No —lo tranquilizó Spaw—. Pero casi. Están los dos muy mal, ella ha disparado y luego Shaedra le ha dado un golpe a la moza que la ha dejado inconsciente.
Explicó un poco lo sucedido y me fijé en que no comentó en ningún momento el trapo blanco que había sumido definitivamente en la inconsciencia a la asesina. Al fin y al cabo, era un demonio templario, pensé. Hacia el final del relato, sin embargo, Darosh cerró los ojos.
—¿Por qué Darosh está tan mal? —pregunté, preocupada, observando la flecha en su brazo.
Aryes dirigió hacia mí sus ojos azules y contestó:
—Creo que la flecha estaba envenenada.
Lo contemplé, atónita y entonces me percaté de un leve fluido intruso que subía por mis venas.
—Oh, no —murmuré, echando un vistazo a la pequeña herida que me había causado la daga de Dekela en el tobillo—. ¡Maldita ashro-nyn!
Lo primero que hice cuando volví a mi cuarto fue transformarme con la esperanza de que mi cuerpo de demonio lograría eliminar el veneno como lo había hecho con la anrenina. Y mientras Aryes y Spaw se ocupaban de Darosh, conté a Syu y a Frundis lo que había pasado.
«Cada vez que te vas sola, te pasa una desgracia», suspiró el mono con infinita paciencia. «Deberías aprender la lección.»
«Un rodillo», repitió Frundis, alucinado. «¡Santos clarines! Ese rodillo mancha tu historial de portadora de armas. Espero que no me confundas con ese utensilio de cocina porque me sentiría muy insultado.»
Puse los ojos en blanco.
«En mi vida se me ocurriría confundirte con un rodillo, Frundis. Y tienes razón, Syu, ahora, si no consigo desprenderme de ese veneno, va a ser un verdadero problema. Y Darosh está muy mal», añadí, preocupada.
«Podríamos buscar un antídoto», propuso el gawalt, más animado. «Como en la Balada de la bruja de Chaybenkull. Claro que habría que saber qué antídoto», añadió, dándose cuenta de que no era tan fácil.
En ese instante, Aryes aparecía junto a la puerta abierta. Era noche cerrada, pero estábamos lejos de tener ganas de dormir.
—¿Puedo pasar? ¿Cómo te encuentras? —me preguntó.
—Lo cierto es que no tan mal —le aseguré—. La anrenina fue mucho peor.
—¿La anrenina? —repitió Aryes, sin entender.
—Oh. Eso es historia pasada. En primavera, Taroshi me envenenó con anrenina. Pero ya lo he perdonado. Bueno, no del todo, pero mientras no lo tenga delante de mí, estamos en paz.
Aryes me miró, boquiabierto.
—¿Taroshi, hijo de Kirlens? Por las barbas de Karihesat, ¿cómo pudo…?
—Aryes —lo corté—, ¿cómo está Darosh?
—Oh. La verdad es que muy mal. Pero se ha despertado y nos ha pedido que fuéramos a hablarle al Nohistrá de Kaendra. Spaw y yo vamos ahora mismo a verlo. Y será mejor que no te muevas mucho, o el veneno se expandirá más rápido —me advirtió al ver que me enderezaba en mi cama.
—Siento el veneno, pero transformada no parece tener grandes efectos —lo tranquilicé.
—Mira que salir tras una ashro-nyn…
—¡Fue Darosh quien me lo pidió! —protesté, ruborizándome—. No empieces tú también. Syu y Frundis ya me han estado echando la bronca —le expliqué con una mueca de niña compungida.
Aryes tuvo una sonrisa traviesa.
—Empiezo a entender por qué Lénisu tiene tantos problemas. Si los Sombríos se meten en los asuntos de las demás cofradías tan alegremente, todos sus miembros deben de estar durmiendo con la daga debajo de la almohada. Descansa, estaremos de vuelta enseguida.
—¿Sabes dónde vive el Nohistrá? —pregunté, extrañada.
—Darosh nos ha dado indicaciones. Se llama Sinen Minantur. Y vive cerca del Templo.
—¿Aryes? —preguntó Spaw, apareciendo en el marco. Y de pronto se quedó en suspenso—. ¿Shaedra? ¿Qué…? Vaya. Qué sorpresa.
Entendí el problema y no pude más que soltar una carcajada.
—Hace tiempo que Aryes sabe que soy una demonio, Spaw, no te preocupes, si yo he podido confiar en ti, tú podrás confiar en él.
Ante la mirada escrutadora de Spaw, Aryes se rebulló, incómodo.
—Bueno, ¿vamos? No es por nada, pero Darosh está agonizando.
Spaw asintió y comentó:
—No me gusta hablar con gente como los Nohistrás, pero no voy a dejar que vayas solo. Podrías perderte.
Aryes y yo intercambiamos una mirada, burlones.
—Procurad no toparos con asesinos por el camino —les aconsejé—. Por cierto, ¿alguien quiere llevarse a Frundis? Está deseando vivir aventuras.
Aryes y Spaw se miraron con sorpresa.
«¿A qué viene eso de las aventuras?», preguntó el bastón.
«Así podrás contármelo todo en detalle. Y si es posible, no compongas nada durante la conversación con el Nohistrá y no desestabilices a tu portador temporal.»
«Desestabilizar, ¡pff! Qué ideas», replicó Frundis, con una risita malévola.
Aryes se adelantó y cogió a Frundis. Intercambió unas breves palabras con el bastón que lo hicieron sonreír.
Cuando me dejaron sola, me levanté y me dirigí hacia el espejo, junto a una mesilla. Se delineaban claramente las marcas de la Sreda sobre mi rostro y en medio lucían dos ojos rojos. Definitivamente, Darosh no me podía ver así o pensaría que las almas de los difuntos venían a llevárselo con ellas a la Muerte.
«Voy a ir a ver si Flan sigue vivo», dije.
Syu, que me observaba con atención, formó una ancha sonrisa en su rostro de mono.
«No sé por qué, me olía que no podrías estar dos minutos tranquila.»
Puse los ojos en blanco.
«Apenas siento el veneno. Sé que no voy a poder arreglar nada, pero me gustaría saber…»
«Vosotros, los saijits, deseáis siempre saberlo todo. Ha recibido una flecha envenenada en el vientre. ¿Qué más quieres saber? Qué ganas de complicarse la vida», gruñó Syu.
Me mordí el labio y consideré seriamente la postura del mono gawalt. Tenía toda la razón. Saliendo no iba a conseguir nada más que extender el veneno que había en mi propio cuerpo, estuviese Flan vivo o muerto.
«Menos mal que estás aquí, Syu», solté, tumbándome en la cama, pensativa. «A veces, en estos casos, pierdo mi capacidad de reflexión.»
Syu resopló, divertido.
«Eso mismo estaba pensando.»
* * *
Cuando Spaw y Aryes volvieron, empezaba el cielo a azularse y yo me sentía repuesta y los esperaba en el cuarto de Darosh, bajo mi forma habitual. A fin de cuentas, la daga apenas me había rozado. En cambio, Darosh estaba aún más pálido de lo acostumbrado y no había abierto un ojo desde que me había sentado a su cabecera.
Junto a Spaw y Aryes, entró en el cuarto un hombre de unos sesenta años cuyo rostro inspiraba a la vez respeto y aprensión. Iba respaldado por una mujer rubia con cara redonda y por un joven de expresión impertérrita cuyos ojos inquietos miraban los alrededores, alertas. Los tres iban bien armados.
—Dejadnos solos —ordenó el sesentón.
Sin duda, debía de ser el Nohistrá, pensé, sorprendida. Jamás me hubiera imaginado que acudiría en persona en ayuda de Darosh.
Spaw, Aryes y yo salimos del cuarto en silencio y recuperé a Frundis de manos del demonio, que lo había llevado de vuelta a casa.
«Interesante vuelta», me contó.
«¿Ese hombre tan serio es el Nohistrá, verdad?», pregunté.
«Ajá. Nos ha costado tiempo llegar hasta él, pero en cuanto le hemos explicado el asunto, se ha puesto en marcha. Aunque su mujer intentaba detenerlo; creo haber entendido que no le caía bien Darosh. En realidad, todo parece indicar que existe una estrecha relación entre el viejo y nuestro anfitrión.»
Agrandé los ojos, entendiendo.
«¿Quieres decir que Darosh es hijo del Nohistrá?»
«Eso es lo que he deducido yo», aprobó Frundis gravemente.
Me acerqué a Aryes y a Spaw, en el pasillo, y les susurré:
—¿Van a salvarlo?
—Supongo que sí —contestó Aryes.
—Aunque, quién sabe, igual el Nohistrá resulta ser un ashro-nyn —bromeó Spaw.
Sonreí y luego meneé la cabeza.
—No le podría hacer daño a su propio hijo.
Spaw sonrió.
—Lógicamente, no debería. ¿Así que Frundis te ha contado mi teoría, eh?
—¿No era idea de Frundis? —me extrañé.
—¡Ja! ¿Eso te ha dicho? —preguntó Spaw, incrédulo.
Adivinando sin duda que iba a hacerle una pregunta embarazosa, Frundis me llenó la cabeza de una veloz melodía de piano, fingiendo estar absorto en su creación.
«Nunca cambiará», comenté.
Syu meneó la cola.
«Es un bastón.»
En el pasillo, nos topamos con un viejo elfo oscuro vestido todo de negro, cuyo rostro arrugadísimo nos mostró una sonrisa simpática y desdentada.
—Hola, muchachos. Pasad por aquí, el Nohistrá, ese buen hombre, ¡me ha pedido que os vigile!
Era evidente que la idea le parecía del todo divertida y me fue difícil reprimir una sonrisa. Nos invitaba a entrar en el salón así que lo seguimos adentro, dejé a Frundis contra el muro y me senté en el sofá, junto a Aryes y Spaw.
—Bien, bien —dijo el anciano, pillando sitio en una butaca—. ¡Uf! No debería haberme sentado, ni Vaersin conseguiría levantarse de estas butacas a mi edad. Me llamo Chakrinel.
Enarqué una ceja, observándolo con atención. Me pregunté por qué le habían apodado con el nombre de una especia de Mirleria famosa por su picante. Una vez que nos hubimos presentado cortésmente el anciano se quitó el sombrero de paja, sacó una pipa, la encendió y se puso a fumar unas hierbas que olían a estiércol abrasado.
—Según me han contado, sois de Ató —dijo, después de soltar una bocanada de humo.
«Parece un dragón», comenté.
«Mm», aprobó el mono gawalt, frunciendo la nariz.
—Shaedra y yo somos de Ató —asintió Aryes—. Spaw… en cambio… —Le soltó una mirada interrogante y el demonio bostezó con toda la boca abierta antes de contestar.
—Yo soy de Aefna. ¿Y tú, Chakrinel?
El anciano puso aire pensativo, como retornando al pasado.
—Nací en Kaendra, pasé mi juventud en Aefna y viví durante treinta años cerca de la Arboleda.
Sin duda se refería a la mítica Arboleda de las Repúblicas del Fuego, me maravillé.
—¿Entraste en la Arboleda? —pregunté con suma curiosidad.
—En algunas ocasiones, sí —contestó animadamente—. Es un lugar precioso. Aunque perdí ahí a más de un viejo amigo. Es uno de esos lugares llenos de buenas y malas sorpresas donde uno no se puede despistar.
—¿Y qué hacías ahí? —interrogó Aryes.
—Oh, ya veo adónde quieres ir a parar. Algunos de mis amigos iban en busca del Manantial de la Juventud, pero yo enseguida desistí, como podéis comprobar. Tenía otras preocupaciones más realistas. Viejos asuntos que ya no interesan a nadie. Me casé ahí y fundé una alegre familia… Pero desgraciadamente vino la guerra y la estupidez saijit se los llevó a todos. Un poco como lo que le pasó a Darosh, pero en su caso es todavía más trágico porque la epidemia pareció resurgir de la nada sólo para llevarse a su mujer.
Me quedé sin habla.
—¿Su esposa murió por una epidemia? —resopló Aryes.
—Por las fiebres frías —aprobó el anciano—. No fue una epidemia cualquiera. El año fatídico se llevó a muchísima gente de Kaendra —recordó con aire sombrío—. Por eso esto parece tan abandonado. Aún no sé cómo sobreviví a ese invierno. Aquel año, Darosh se había mudado a Aefna con su esposa, pero al año siguiente volvió por una misión. Y la mala suerte quiso que su esposa fuera una de las últimas víctimas de esa edad oscura.
Recordaba bien el episodio, contado por algunos parroquianos del Ciervo alado, pero era historia reciente y jamás había podido leer nada sobre ello en un libro. Si bien recordaba, las fiebres frías habían arrasado Kaendra el año 5617, es decir, hacía diez años. Pero no era lo mismo oír una historia contada en una taberna de Ató y oír contar en Kaendra la vida real de Darosh.
—Fue el Nohistrá quien lo hizo volver a Kaendra —adivinó Spaw—. Escalofriante. ¿Es su padre, verdad?
—¡Ah! —El viejo esbozó una sonrisa—. Lo es, de hecho. Algunos malhablados de Kaendra suelen llamar a Darosh el Bastardo de Sinen. Cada vez que oigo a alguno hablar de esa forma, lo castigo con mi cachava, si no huyen antes, claro —bromeó.
Soltó otra voluta de humo y esta vez fue Syu quien lo comparó a las chimeneas de Ató.
—Vosotros sois muy jóvenes para haber vivido lo que viví yo —prosiguió—. ¡Qué tiempos aquellos! Cuando tenía pocos más años que vosotros, en Kaendra había forasteros aventureros por todas partes. Cazadragones, cazarrecompensas, celmistas sospechosos, de todo pasaba por aquí. Casi había más personas extrañas que mineros. Y Aefna, no os podéis ni imaginar. En los años cuarenta, los jóvenes que estábamos ahí ¡nos metíamos en cada bronca!
Siguió hablando de su vida pasada y del siglo anterior con una amenidad agradable, aunque yo era incapaz de dejar de pensar en Darosh. Estaba muy mal y no quería que le sucediese lo peor.
—¿Por qué te apodan Chakrinel? —pregunté, curiosa, cuando observé que llevaba un rato sin hablar.
—Todos me lo preguntan —sonrió—. Cuando volví a Aefna, en el año setenta y ocho, todos se reían de mí por ser incapaz de comerme un plato sin añadirle chakrinel. A alguien se le ocurrió apodarme Chakrinel y así me quedé. Antaño me llamaba Hébalith. ¡Un nombre horrible para un Sombrío! —exclamó—. En el dialecto típico de Kaendra, significa Sol Naciente.
Se puso entonces a hablar de la etimología de los nombres y me fijé en que Spaw y Aryes, que habían pasado toda la noche en vela, empezaban a tener dificultades para mantener los ojos abiertos. ¿Qué demonios estaba haciendo el Nohistrá? ¿Acaso era una especie de curandero? El viejo elfo oscuro acabó por impacientarse él también y nos abandonó un momento para ir a informarse. Spaw, que había cerrado los ojos, abrió uno para observar al anciano salir del salón. Aryes, en cambio, parecía profundamente dormido, constaté con una leve sonrisa.
—Me parece que está en la Quinta Esfera —comentó Spaw.
—¿La Quinta Esfera? —repetí, extrañada.
—Es una expresión —carraspeó Spaw—. La suele decir Lu.
Lo cierto era que sentía una verdadera curiosidad por aquella “abuela-demonio” de Spaw. Desgraciadamente aquel no era el momento para hablar de demonios, me dije.
—Pues ya he bajado a la Cuarta —soltó Aryes, sin abrir los ojos pero bostezando—. Por Nagray, ¿alguien sabe ya si van a salvar a Darosh? —preguntó, enderezándose.
En aquel momento, oímos unos pasos en el pasillo y esperamos, impacientes, a que el anciano volviese. Chakrinel entró, seguido del Nohistrá, cuyo aire sombrío me heló la sangre en las venas.
—Darosh… —murmuró Aryes, con los ojos agrandados.
—Nos llevamos a Darosh para cuidarlo —nos informó—. No le molesta que os quedéis aquí pero cuando os vayáis, pasaos por mi casa para dejar las llaves. —De pronto se giró hacia mí—. ¿Eres la sobrina de Lénisu, verdad?
Enarqué las cejas, asombrada por la súbita atención que me prestaba.
—Sí —vacilé—. ¿Cómo está Darosh?
—Grave, pero vivirá si lo cuidamos bien. Quisiera agradeceros a los tres vuestras buenas intenciones. Y quisiera, joven ternian, que, cuando le veas a tu tío, le repitas estas palabras: las hojas rojas nacen en otoño. Lo entenderá.
—Me temo que no se lo podré decir —repliqué, muy molesta a la idea de tener una nueva tarea pendiente que recordar—. Lénisu se ha ido a los Subterráneos y Srakhi nos ha dejado plantados. Yo me vuelvo a Ató.
Se encogió de hombros.
—Simplemente díselo si lo ves. Aunque le convendría saberlo.
—¿Y qué pasa con Flan? —preguntó Aryes, mientras yo me repetía, perpleja, las palabras enigmáticas de Sinen.
—Ya nos hemos ocupado del asunto —nos aseguró él—. Ahora, dormid un poco y, naturalmente, no habléis de este asunto con nadie. Lo consideraría comme una traición. Buenos días —nos dijo gravemente, saliendo de la habitación.
Nos levantamos para saludarlos a él y a Chakrinel. El cielo empezaba a clarear, pero era verano y los días eran muy largos de modo que aún no había nadie por las calles. Aun así, me extrañaba que sólo los Sombríos se hubiesen enterado de lo ocurrido.
—Espero que se recupere pronto —comentó Aryes, cuando hubimos cerrado la puerta detrás de ellos.
Asentí con la cabeza, pensativa.
—¡Bueno! Yo voy a dormir —declaró Spaw—. Y os propongo que salgamos hoy mismo.
Aryes y yo lo contemplamos, sorprendidos.
—Bueno… —reflexionó el kadaelfo—. Reconozco que no me apetece quedarme aquí. Tener asuntos con los Sombríos es una cosa. Pero con los ashro-nyns…
—De acuerdo —suspiré, convencida—. Pero habrá que comprar los víveres. ¿Cómo los vamos a comprar? No tenemos ni un kétalo en los bolsillos.
Spaw puso los ojos en blanco.
—Darosh debe de tener algún kétalo perdido por ahí. No se va a morir por tener uno de menos.
—Desde luego —aprobó Aryes.
—De acuerdo —repetí.
Spaw se dirigió hacia su cuarto y yo suspiré. Sinceramente, sentía cierta aprensión a salir de Kaendra en esas circunstancias y con la única compañía de Aryes y Spaw. Al fin y al cabo, Aryes y yo teníamos quince años y Spaw no debía de tener muchos más… ¡Vamos!, me dije, alucinada. Yo que siempre me metía en los peores líos imaginados, siguiendo fielmente los pasos de Lénisu, ¿me había convertido en una cobarde hasta el punto de temer salir de una ciudad? La imagen del cadáver del guardia asesinado por una arpía me impactó de nuevo y meneé la cabeza para intentar deshacerme de aquel recuerdo.
—No te preocupes —me dijo Aryes, adivinando por lo visto mis reparos—. Pasaremos por el camino más seguro.
—A la ida también pasamos por el camino más seguro —comenté. Y sonreí anchamente, añadiendo—: Pero basta de pensar, seamos buenos gawalts y vayamos a dormir.
Aryes me dedicó una sonrisa divertida y luego frunció el ceño.
—¿Ya no notas el veneno, verdad? —inquirió.
—No. Apenas me rozó la daga. Aryes, ¿tú qué crees que ha querido decir el Nohistrá con “las hojas rojas nacen en otoño”?
Mi amigo hizo una mueca cómica.
—¿Sabes? Hace tiempo que ya no intento adivinar los asuntos de los Sombríos y de Lénisu —contestó simplemente—. Son complicados y a mí me traen sin cuidado.
«Me ha quitado de la boca lo que quería decir», se emocionó Syu, agitándose sobre mi hombro.
Aryes sonrió al oírlo y me carcajeé.
—Creo que de ahora en adelante voy a seguir tu ejemplo —decidí.
—Esto… Creo que ya nos vale —dije, contemplando nuestras pertenencias.
Habíamos comprado víveres para llenar tres sacos enteros y me daba la impresión de que podíamos alimentar una tribu entera de anefáins.
Cargados con nuestros sacos, subimos la cuesta hasta la casa de Sinen Minantur, dejamos las llaves de la Sombra verde y nos encaminamos hacia las murallas. Hacía un día precioso, con nubes blancas que se deslizaban lentamente en el cielo. La brisa era fresca y determiné que era un buen día para viajar.
Una vez afuera, pensé que ser har-karista, a fin de cuentas, no era algo que fuera tan inútil. Había podido pelear contra unos ashro-nyns, recordé, algo orgullosa. Oí una nota de violín más alta que las demás.
«¿Quién quiere oír una nueva composición?», preguntó Frundis. Aquel día estaba de muy buen humor. Hacía rato que yo había adivinado que algo se traía entre manos y sonreí al adivinar que había compuesto una nueva canción.
Syu y yo lo animamos a que compartiese con nosotros su creación y, mientras Spaw y Aryes charlaban sobre la vida pagodista en Ató, me dediqué a escuchar al bastón con sumo deleite.
Estaba casi acabando su composición, o eso me parecía, cuando Spaw se giró hacia mí:
—¿En qué estás pensando, Shaedra? ¿No me digas que piensas en Darosh?
—No… —empecé. Callé al oír una ráfaga de notas discordantes.
«¡Atrás, atrás!», exclamó Frundis, ultrajado. «Me corta justo en la traca final, ¿qué ser es capaz de hacer eso? Yo no…»
Solté un resoplido.
«Tranquilo, Frundis, tranquilo», lo apacigüé.
—Frundis me estaba enseñando su última composición —les expliqué—. Es una verdadera maravilla. Seguramente se dignará a enseñárosla a vosotros también —añadí, acariciando suavemente el pétalo azul del bastón.
«Siempre me rascas el pétalo azul como si sirviese para tranquilizarme», me reprochó el bastón.
«¿No funciona?», le repliqué, burlona.
«Mmpf. Ya que estás, el pétalo rojo tiene envidia», sugirió Frundis.
Sonreí y pasé a rascar el pétalo rojo.
—Sería un honor escuchar su composición —contestó Spaw con sinceridad.
—¡Hoho! —solté, divertida, en voz alta—. ¿A que le perdonas su insultante atrevimiento al interrumpirte, Frundis?
El bastón encadenó con otra de sus composiciones sin contestar. Se notaba claramente que ya no estaba enfadado.
—Resulta extraño saber que hablas con el bastón y que no lo oigamos —comentó Aryes—. Y, al mismo tiempo, él sí que nos oye.
—Yo que lo llevo continuamente, a veces me sorprende no oírlo cuando lo dejo un rato —confesé y añadí, divertida—: Frundis me tortura musicalmente.
—Sin duda es la peor de las torturas —afirmó Spaw, burlón.
Un carruaje lleno de pasajeros nos adelantó poco después y tuvimos que echarnos a un lado para que no nos atropellase. Arriba de la carreta iban sentados dos hombres armados.
—¿Cuánto creéis que cobran por viajar en carruaje? —pregunté.
—Me temo que con los víveres ya le hemos cogido suficiente dinero a Darosh —contestó Aryes—. Viajar en carruaje no debe de ser barato.
—Darosh… —repetí—. Me estaba preguntando, ¿creéis que Flan y Dekela aún están vivos? Se me hace raro preguntar algo así, pero a lo mejor están muertos.
Spaw soltó una enorme carcajada que me hizo mirarlo de hito en hito.
—No puedo saberlo con certeza. Apostaría a que Flan, si lo han cogido a tiempo, se salvará. En cambio, dudo de que el Nohistrá se haya preocupado mucho por Dekela.
Palidecí, recordando la escena.
—Además de clavarle la daga —pronuncié lentamente—, le hiciste respirar algo en un pañuelo blanco. ¿Qué era? ¿Evandrelina?
Sabía que la evandrelina era capaz de dormir a un orco negro, pero la evandrelina era muy cara, por no comentar que era totalmente ilegal.
—Se le parece —aprobó Spaw—. Pero no era evandrelina. Actúa demasiado lento. Lo que utilicé se llama sansil. Una receta inventada de Lu.
—¿Quién es esa Lu de la que habláis? —inquirió Aryes, curioso.
—Arr —carraspeó Spaw, incómodo—. Espero que seas un buen tipo, porque no cuento mi vida a cualquiera. Lu es mi abuela.
—¡Ah! —entendió Aryes—. La que os recogió después de lo de los… —Calló de pronto, ruborizado—. Perdón, yo no quería…
Mientras yo me mordía el labio para reprimir una sonrisa, Spaw se giró hacia mí, alucinado.
—No me lo creo. ¿Le cuentas todas las historias de los demonios y también el episodio de los cazademonios? ¿Y se traga todo tranquilamente sin pensar que somos unos monstruos aterradores y traicioneros? No lo entiendo.
—¿Monstruos aterradores y traicioneros? —repitió Aryes, antes de que pudiera contestar yo—. No tengo mucha idea de lo que es un demonio, pero me parece que Shaedra está lejos de ser eso que tú dices.
—Yo nunca he dicho que los demonios fuéramos monstruos —replicó Spaw—. Simplemente digo que los saijits estáis convencidos de que lo somos.
Habíamos entrado en una conversación algo peliaguda, adiviné.
—Me parece natural que le haya contado todo a Aryes —intervine—. Al fin y al cabo, ¿no te parecería traicionero, precisamente, si de pronto descubre, días después, que está rodeado de demonios?
—Exageras con lo de rodeado —dijo Spaw—. Pero en cierta forma tienes razón, no lo niego. Aunque estoy seguro de que Kwayat te ha avisado del peligro. Con lo meticuloso que es, no dudo de que si en vez de yo hubiese sido él le habría dejado a Aryes con un puñal entre las costillas.
—Deja de ser tan macabro —protesté—. Además, a Kwayat lo conocimos Aryes y yo al mismo tiempo.
—Y aunque Kwayat no estuviese del todo convencido, al final se avino a razones —añadió Aryes.
Spaw nos miró alternadamente y se encogió de hombros.
—Haced lo que queráis pero, Shaedra, no vayas contando todo a todos que al final voy a tener que sellarme la boca para no hablar.
Resoplé.
—Aryes no es “todos”, ¿vale? Ni siquiera Lénisu sabe nada.
Spaw enarcó una ceja y miró a Aryes fijamente.
—¿Ni siquiera después de lo de las minas?
El kadaelfo lo fulminó con la mirada.
—Sé guardar un secreto, no me insultes.
—De acuerdo, no he dicho nada. Mientras entendáis que los saijits normalmente no tienen a los demonios en gran estima, no me quejo. Por cierto, Aryes, tengo curiosidad, ¿por qué razón siempre vas encapuchado? ¿Problemas de piel sensible? ¿O manías psicológicas?
Hice una mueca. Spaw, desde luego, era todo menos diplomático. Y podía pasar de una extrema gravedad a un tono mordaz o burlón.
—No soporto la luz del sol —contestó Aryes—. Y cuando hay demasiada luz, mis ojos toman un tono rojizo.
Agrandé los ojos. Eso no lo sabía.
—¿No serás un demonio de las nieves? —preguntó Spaw.
—¿Un demonio de las nieves?
—¿No me digas que nunca has oído hablar de los demonios de las nieves? Son seres muy blancos, de ojos rojos llenos de sangre, con pelo blanco y palmas en los pies. Dicen que cantan como las sirenas y que tienen dos filas de dientes afilados con los que mastican a sus presas… —Spaw se carcajeó ante la mirada escéptica de Aryes—. De acuerdo, no tengo ni idea de si existen esas criaturas. Es una desgracia que la palabra “demonio” haya bajado tanto y haya llegado a designar cualquier monstruo estéticamente repulsivo para los saijits.
—¿Y por qué utilizáis los idiomas saijits, si os parecen tan poco rigurosos? —sonrió Aryes.
—Porque el idioma de los demonios, el tajal, es intragable.
Aprobé con la cabeza. Kwayat me había enseñado a hablarlo, pero ese idioma no se parecía en nada a nada. A partir de ahí, empezamos a hablar animadamente de lingüística y nos olvidamos de los demonios.
Aquella noche, me costó dormir. Me imaginaba que unos nadros rojos nos espiaban, a la sombra de unos árboles. Y que desde otro bosquecillo salían unos ashro-nyns con ánimo de venganza. Pero llegó la mañana y comprobé que todavía nadie nos había comido vivos.
Los pájaros cantaban alegremente mientras se aclaraba el aire, en la sombra del valle. El sol aún permanecía detrás de los montes y no llegarían hasta nosotros sus rayos hasta pasadas varias horas.
—Buenos días —le dije a Aryes, desperezándome.
Mientras Spaw seguía en su “Quinta Esfera”, Aryes ya había puesto a calentar agua en el fuego para el desayuno y tomamos una infusión con galletas compradas en una tienda especializada de Kaendra. Estaba comiendo mi tercera galleta cuando sentí que había algo dentro. Hice una mueca y saqué algo parecido a…
—¡Un papel! —exclamé.
—Vaya —Aryes frunció el ceño—. Ahora que lo pienso, hemos comprado galletas de la fortuna. Algunas llevan mensajes.
Aún sorprendida, limpié el papel para intentar leer. Resoplé.
—Lo sabía. Debe de ser maudense, el dialecto de Kaendra. No entiendo nada. Dice: «Lanek inelo djan mur daperrá litsesura shi». Demonios, y yo que ayer despotricaba contra el tajal.
—Inelo significa “viento” —dijo Aryes.
Lo contemplé, boquiabierta.
—¿Sabes hablar maudense?
—No. Pero en las minas había gente que era de Kaendra y había uno que cada vez que salía de ahí decía “¡Inelo, kost, méligo!”, que significa “Viento, por fin, aire”.
—¿Os habéis pasado toda la noche hablando de idiomas? —soltó Spaw, acercándose a nosotros, medio dormido. Se frotó la cara y bostezó—. Dara témena —añadió, sonriente.
—Eso significa “buena mañana” en tajal —le expliqué a Aryes, que miraba al demonio interrogante—. Bueno, voy a comer otra galleta… a ver si tiene un mensaje también.
—¡Me apunto! —exclamó Aryes.
No encontramos más mensajes, en cambio Spaw sacó un pelo largo de su galleta y comentó su descubrimiento burlonamente. No tardamos en reanudar la marcha. Echando un vistazo al cielo, vaticiné que aquel día sería más caluroso que el anterior. Aryes pudo caminar sin capucha hasta que el sol empezó a asomar sus rayos; entonces, lo observé que se cubría cuidadosamente. Su pelo blanco me recordaba al de Kwayat, aunque el de este último tenía reflejos plateados, al contrario que el de Aryes.
Las últimas horas de la tarde fueron pesadas. Hacía calor, estábamos aburridos de andar y Frundis se había quedado dormido así que no podía ni pedirle que me animara un poco. Desde luego, no era el mejor día para andar. Junto al camino apenas había bosquecillos y los espacios a la sombra eran escasos, por no hablar de que caminábamos hacia el sol y andábamos medio cegados por sus rayos.
—Se acercan unas nubes oscuras desde el sur —constató Aryes en un momento.
Giré con esperanza mi mirada hacia la izquierda. En ese instante vi un relámpago cruzar el cielo en la lejanía.
—Hoho —dije, mordiéndome el labio—. Tormenta. ¿Creéis que hay refugios por aquí…? ¡Demonios! —No había acabado de hablar cuando resonó un trueno lejano pero estruendoso.
Nos detuvimos en el camino e intercambiamos unas miradas interrogantes. ¿Qué hacíamos? ¿Seguíamos o nos metíamos entre las rocas? Syu abogaba por la segunda opción y todos nos habíamos puesto de acuerdo para abandonar el camino cuando, de pronto, entre dos truenos, oímos un grito.
Nos giramos al unísono.
En ciertas ocasiones, había sentido mi corazón a punto de entrar en erupción por algún choc emocional. Cuando vi a mi tío Lénisu correr hacia nosotros desde la lejanía, gritando entrecortadamente para que nos detuviésemos, sentí algo muy parecido, como una explosión de alegría y asombro.
—Creo que me va a dar un mal —comenté, resoplando—. ¿Qué demonios hace Lénisu ahí? ¿Eh, podéis explicármelo? ¿O es que estoy alucinando?
—No, no, creo que todos vemos lo mismo —aseguró Aryes, anonadado.
—¿Ese es tu tío el Sombrío? —preguntó Spaw retóricamente, entornando los ojos para ver mejor—. Parece estar cansado.
Y que lo digas, pensé, empezando a andar hacia mi tío. A pesar de la distancia, casi podía oír los resoplidos de Lénisu que, ahora que sabía que lo aguardábamos, había dejado de correr para andar a grandes zancadas.
Mientras nos acercábamos, una retahíla de preguntas empezó a agolparse en mi mente. ¿Qué hacía Lénisu en Kaendra? Se suponía que estaba en los Subterráneos… ¿Acaso se había quedado escondido en la ciudad? ¿O en los montes? En cualquier caso, no estaba actuando como se suponía que los Sombríos querían que actuase, ¿verdad?
Notando mi estado de ánimo, Frundis se había desperezado y había empezado una melodía rápida de violines. No había un alma en el camino y lo cierto era que hacía varias horas que no nos cruzábamos con nadie. Y de pronto aparecía la persona que menos esperaba…
Lénisu estaba ya a menos de doscientos metros cuando, de pronto, salió de un bosquecillo no muy lejano una silueta con una melena verde que se abalanzaba hacia nosotros, pegando saltos alegres. Me detuve en seco.
—Eso no es un saijit… —murmuró Spaw, tenso.
—Es Drakvian —expliqué, sonriente, al ver el aire aprensivo del demonio. Entonces recordé unas palabras que había pronunciado una vez Márevor Helith y añadí—: Es testaruda y rebelde. Congeniarás enseguida con ella.
Aryes, que se había quedado atónito ante tanta novedad, sonrió al oírme. En cambio, Spaw empezó a retroceder con los ojos abiertos como platos.
—¡Es… una… vampira! —exclamó entrecortadamente, aterrado—. No puedo creerlo…
Drakvian realizó un último salto y aterrizó junto a nosotros.
—¡Wuw, cuánto tiempo! Me alegro de verte, Shaedra. Aryes, a ver si lo adivino, has levitado demasiado y por eso se te ha quedado el pelo nevado.
—Más o menos —aprobó éste.
Drakvian nos abrazó a los dos efusivamente y luego posó sus ojos azules sobre Spaw.
—Vuestro compañero no parece estar muy cómodo —observó tranquilamente—. Buenos días, ¿quién eres?
—Spaw —resopló éste—. Me llaman Spaw Tay-Shual. Esto es increíble. ¡Estoy hablando con un vampiro!
Y Drakvian estaba hablando con un demonio, agregué para mí misma, poniendo los ojos en blanco. No veía por qué razón Spaw estaba tan conmocionado. Me parecía más increíble el hecho de encontrarnos inopinadamente con Drakvian y Lénisu.
—Y yo estoy hablando con un saijit —replicó Drakvian con ligereza—. Es sobrecogedor. Y casi me causas tanto espanto como yo a ti.
—Lo que es sobrecogedor es veros a Lénisu y a ti aparecer tan de repente —intervine—. ¿Cómo puede ser…? —Callé—. Bueno, lo cierto es que no entiendo nada de nada.
—Te lo explicaré —carraspeó la vampira, echando una ojeada hacia Lénisu que se acercaba—. A tu tío casi lo mata mi clan de vampiros. Es decir, cuando me lo encontré, estaba viajando solo en las montañas, hace como diez días y…
—¿Qué es eso del clan de vampiros? —interrumpió Aryes, sin entender—. Creía que nunca habías conocido a otros vampiros.
Mientras Drakvian le contaba su encuentro con los vampiros, observé que a Spaw le estaba costando un gran esfuerzo no salir de ahí corriendo.
—Y ya está —terminó Drakvian, sombría—. Me expulsaron del clan simplemente porque quise ayudar a Lénisu. Ellos que me decían: sí, sí, no bebemos sangre saijit, ¡venga ya! Van y atacan a cuantos saijits se encuentran perdidos por las montañas. Al de un tiempo, me dije que ya les valía y cuando vi que querían atacarle a tu tío, Shaedra, tomé la decisión de acabar con ese modo de vida. Prefiero mil veces la vida en Dathrun que la vida salvaje. Ellos dirán que he sido pervertida por los saijits. —Se encogió de hombros, resoplando—. ¿Te imaginas? Les pido que no se beban a Lénisu y ni caso, no me tenían ningún respeto. Al diablo con los vampiros —afirmó, vehemente.
Su discurso me dejó atónita durante unos segundos y luego solté una carcajada.
—Eres una auténtica amiga, Drakvian. Aunque creo que simplemente caíste mal. Supongo que debe de haber otros vampiros como tú.
Drakvian suspiró.
—No me importa. En realidad, mi antiguo clan tenía razón, he recibido demasiada influencia saijit por parte del maestro Helith. Al fin y al cabo, él fue quien me crió.
Enarqué una ceja. Ver a una vampira que se consideraba más saijit que vampira por la influencia de un nakrús ex-nigromante era algo inolvidable.
—Menuda tormenta —añadió ella, tras oír el trueno que acababa de resonar.
En ese instante, Lénisu estaba ya llegando a nosotros y posé el saco en el camino para correr hacia él.
—Tío Lénisu —dije, con los labios temblorosos.
Lénisu me cogió los hombros con las dos manos y sonrió.
—Buenos días, sobrina.
Me dio un fuerte abrazo y, al cabo, le pregunté:
—¿Por qué siempre apareces en el momento en que yo ya me he resignado a no buscarte?
—Ya sabes que me encanta tener problemas —contestó Lénisu, mientras nos reuníamos con los demás—. Pero al fin estamos otra vez juntos.
—Sin la espada —observé.
Lénisu soltó un inmenso suspiro y asintió. Por un breve instante, vi pasar por su rostro una expresión próxima al dolor, pero enseguida desapareció, remplazada por un aire burlón.
—Pero yo aún sigo vivo. Y eso que los amigos de Drakvian me lo pusieron complicado.
—No alardees tanto —lo previno la vampira, cruzándose de brazos—. Yo te salvé de ellos. Si no hubiese estado ahí, no te habría quedado ni una gota de sangre en el cuerpo.
Lénisu hizo un mohín. Sabiendo que la sangre era una de las cosas que le causaban más náuseas, intenté cambiar de tema.
—¡Bueno! Creo que a Spaw no lo conocías. —Indiqué al joven humano con un breve gesto—. Es un amigo de Aefna.
—Oh. —Lénisu frunció el ceño, pensativo, sin quitarle la vista de encima a Spaw—. Veo que no está del todo tranquilo. No le habías contado nada sobre los vampiros, ¿verdad?
Carraspeé y negué con la cabeza.
—Hablando de vampiros —dijo Drakvian—, creo que debería salir del camino, no sea que de pronto aparezca algún comerciante y me lo tenga que zampar para proteger mi intimidad.
Al pronunciar estas palabras, no dejó de observarle fijamente a Spaw y éste puso los ojos en blanco.
—Está bien —declaró. Su rostro iba retomando poco a poco sus colores naturales—. Perdona mi reacción, es que siempre me han enseñado que los vampiros sois… Bueno, ya sabes, no del todo vivos.
Drakvian soltó una carcajada malévola.
—¿No del todo vivos? —repitió indignada, y empezó a dar vueltas alrededor de él enérgicamente haciéndolo palidecer de nuevo. Sentí pena por él—. ¿Qué te parece? ¿Que soy un espíritu sin cuerpo? ¿Un esqueleto? —La vampira, con las manos a la cintura, agregó—: Creo que estoy lo suficientemente viva, humano.
—Ya… pero hay grados de vida y los vampiros… —Spaw se interrumpió y resopló bajo la mirada interrogante de Drakvian—. Será mejor que me calle —concluyó.
—Drakvian, déjalo en paz —intervine—, está en estado de choc.
—No, qué va —protestó el demonio—. Estoy perfectamente.
Le solté una mirada escéptica. Sabía que los demonios, por tradición, veneraban la vida y, como los vampiros vivían de manera muy distinta a los saijits, tenía lógica que los menospreciasen. Pero no era el momento de hablar de demonios ni de creencias así que me giré hacia Lénisu. Mi tío desvió la mirada hacia las nubes oscuras, como para evitar que hiciera preguntas.
—¿Y bien? —inquirí—. ¿No se suponía que estabas en los Subterráneos, tío?
—No te fíes nunca de las suposiciones —contestó Lénisu—. Esta tormenta no viene hacia nosotros, es un alivio. Pero propongo que busquemos un lugar tranquilo para pasar la noche, esta carrera me ha matado.
Levanté los ojos al cielo, exasperada. Parecía que Lénisu lo hacía queriendo para impacientarme, pero me contuve y aprobé. Salimos del camino y nos instalamos finalmente entre dos rocas enormes que formaban un pequeño refugio en medio de arbustos y hierba amarilla.
—Me alegra que hayáis comprado comida para todo un ejército —comentó Lénisu, viendo cómo nos descargábamos de nuestros pesados sacos.
—No teníamos mucha idea de las cantidades ni de la duración del viaje —protestó Aryes—. Mejor ser precavido.
—Desde luego. Voy a por leña. Vosotros haced el agujero para el fuego.
La verdad, no pensábamos hacer ningún fuego: la comida que habíamos llevado se podía tomar sin calentarla.
—No es sólo para cocinar —me replicó éste, sin embargo, cuando se lo comenté—. Si se acercan lobos, es una buena manera de ahuyentarlos.
Me quedé boquiabierta un instante. Había pensado en los nadros rojos, en los ashro-nyns, en los osos sanfurientos… pero no en los lobos. Al ver a mi tío alejarse, exclamé precipitadamente:
—¡Te acompaño!
Si algo tenía que decirme Lénisu que no quería que oyesen los demás, era el momento ideal. Dejé a Frundis con los demás y nos alejamos del grupo para adentrarnos en un bosquecillo cercano. El cielo se estaba oscureciendo, pero no por la tormenta, que se alejaba hacia el este, sino porque la noche se nos venía encima. Syu se puso a curiosear y saltar de árbol en árbol alegremente. Mientras recogíamos ramas secas le conté brevemente a Lénisu mi estancia en Aefna y mi viaje a Kaendra. Estaba comentándole nuestro encuentro con Naura la Manzanona cuando él se paró en seco y me escuchó, pasmado.
—¿Dices que esa dragona es huérfana? ¿Cómo lo sabes? —preguntó, tras permanecer callado un instante.
—Lo sé —repliqué—. Ya la había visto antes, en las Hordas. Te lo contaré después, es una historia un poco larga.
—Y una historia que no me contaste ni en Ató ni en Aefna cuando nos vimos —observó Lénisu.
Resoplé, burlona.
—Si te crees que se puede hablar tranquilamente con alguien al que arrestan cada dos por tres…
El carraspeo incómodo de Lénisu me divirtió aún más.
—Te contaré lo que me pasó —le prometí—, si me cuentas tú por qué te fuiste de Kaendra cuando sabías que yo estaba a punto de llegar.
El rostro de Lénisu se ensombreció.
—Sé que mi excusa te sonará fatal, pero me fui de Kaendra para no atraerte más problemas. Te podrá parecer curioso, pero jamás presté ningún juramento hacia los Sombríos de Aefna. Ellos se inventaron que era uno de ellos ya que trabajaba… y trabajo para ellos. En cualquier caso… en ningún momento tuve planeado aceptar marcharme a los Subterráneos. Sé que es un trauma que algún día tendré que superar. Al fin y al cabo, ahí tengo a amigos a los que echo de menos…
—¿Y Manchow? —inquirí, al ver que se estaba perdiendo en sus recuerdos.
—¿Manchow Lorent? El Nohistrá de Aefna ha tenido mala suerte con su hijo. Es el mismo imbécil que el que te robó la mochila naranja, si lo recuerdas. Creo que fue él quien me vendió a los guardias —comentó, pensativo.
Me mordí el labio.
—En Aefna hablé con unos Sombríos. Un tal Keyshiem me dijo que el Nohistrá lo había planeado todo para venderle la espada a un Ashar y que el Nohistrá de Dumblor tenía una misión para ti y para Manchow —expliqué.
Lénisu hizo una mueca.
—Sí. Lo sé. Me encontré con Keyshiem en Ató y me lo contó todo. En serio —dijo, al ver mi cara interrogante—. Dejé a Manchow con Sinen Minantur, el Nohistrá, y a Aryes con Darosh. —Posó sobre mí una mirada atenta y añadió—: Me marché y me dirigí a Ató buscando algo que me pertenece y que dejé a tu cuidado hace más de un año.
Me puse lívida, entendiendo. Ese “algo” no podía ser más que…
—¿De qué se trata? —alcancé a preguntar.
Los ojos violetas de Lénisu brillaron intensamente.
—La caja de tránmur. Drakvian me confesó que se la prestaste.
—Oooh… —musité, incómoda. Los ojos de Lénisu chispeaban pero su expresión reflejaba más apremio que otra cosa—. Todo lo que hice fue con la intención de salvarte. Además, recuperé la caja y… la escondí.
—¿Dónde? —insistió Lénisu—. Miré en tu refugio y no estaba. Entré en tu cuarto y nada. ¿Dónde la has metido? Estuve pateándome toda Ató evitando los vigías. ¿No la habrás perdido, eh? Todavía recuerdo lo del shuamir…
—¡No! —exclamé—. Ya sé lo que hice con ella. Te llevaré adonde la tengo guardada. Por cierto, ¿qué contiene esa caja?
Lénisu me miró de hito en hito, asombrado.
—¿No la has abierto? ¿En serio? Vaya, a veces me sorprendes, Shaedra. ¿De veras no…?
Me encogí de hombros.
—No. Era tu caja, no la mía.
—Por eso se la regalas a una vampira —replicó Lénisu, sarcástico.
—¡No se la regalé! —protesté, pasándome una mano por el pelo, molesta—. Bueno, ¿qué hay dentro?
—Te dejaré descubrirlo por ti misma, si sabes dónde está. ¡Espera un momento! —exclamó de pronto—. ¿No te la llevaste a Aefna, verdad?
—No, sigue en Ató —le aseguré. Percibí el alivio reflejado en su rostro—. Una noche me dio por esconderla más y la llevé arriba del tejado de la Pagoda Azul, en un resquicio.
Lénisu me contempló, incrédulo.
—¿En el tejado de la Pagoda?
—Ajá.
Lo dejé pensativo y recogí otra rama. De pronto, Syu apareció entre los árboles y cayó sobre mi hombro.
«¡Le he asustado a un pájaro rojo!», exclamó. «Me miraba con malos ojos, con su pico largo y amarillo, yo le he enseñado los dientes y ¡él ha huido como un cobarde!», me informó, emitiendo un ruido orgulloso de mono.
Sonreí.
«Deberías componer una canción con Frundis sobre tus batallas épicas», le aconsejé.
«No es mala idea», reconoció el gawalt, considerando la idea seriamente.
—Bueno —le dije a mi tío—. Creo que ya hemos recogido suficiente leña.
Lénisu asintió y tomamos el camino de regreso, charlando tranquilamente. Mi tío parecía estar más relajado que de costumbre y eso que, a mi parecer, tenía razones para no estarlo. Ciertamente no conocía tan bien como Lénisu la cofradía de los Sombríos, pero estaba segura de que el comportamiento de mi tío ante la autoridad del Nohistrá de Aefna podía generar ciertas tensiones.
Sin embargo, no me apetecía hablar del tema en ese momento, sino conversar tranquilamente, sin preocupaciones. Pero Lénisu se había quedado demasiado intrigado por mi encuentro con la dragona para no hacer preguntas.
—Bueno, Shaedra —dijo, cuando ya casi habíamos llegado junto a las dos grandes rocas, donde estaban sentados Drakvian, Aryes y Spaw—. Ahora que sabes que estas últimas semanas he dado vueltas como un pánfilo cojo, te toca hablar a ti. ¿Cómo así te encontraste con una dragona en las Hordas y luego en las Montañas de Acero? Dime, ¿no estarás pensando en amaestrar a un dragón para que te ayude a matar a Jaixel? —añadió, socarrón, pero curioso.
—Es una idea —aprobé, burlona, dejando la gavilla de leña junto al agujero que habían cavado los demás—. Pero no me veo enviando a una simpática dragona a luchar contra Jaixel. Naura es casi una amiga.
—¿Habéis dicho Jaixel? ¿El lich de Neermat? —intervino Spaw. Advertí un brillo intrigado en sus ojos. Lénisu me miró con el rabillo del ojo y se quedó en suspenso sin saber qué decir. Por lo visto, me dejaba a mí la libertad de decidir si contarle o no a Spaw la historia de la filacteria. Qué amable, pensé, irónica.
—El mismo —contesté con naturalidad—. Él y yo tenemos unos asuntos pendientes.
Le bastó a Spaw una mirada para entender que todos ahí sabíamos a qué me refería.
—Muy bien —dijo—, ¿estáis de broma, verdad? No creo que estemos hablando del mismo Jaixel. El lich del que hablo es un verdadero lich. Tiene más de quinientos años. Neermat es un pueblo subterráneo lleno de nigromantes. Y él es el jefe de la banda.
—Que yo sepa, eso no es exactamente cierto —intervino Drakvian—. Jaixel vive no muy lejos de Neermat, pero los nigromantes de ese pueblo se la tienen jurada al lich. Jaixel no es jefe de nada ni de nadie.
—Bueno, tal vez, esas historias tienen muchas versiones —replicó Spaw.
—Sin duda alguna —aprobó la vampira, jugueteando con un mechón verde de su cabello—. Pero mi versión es más directa.
Spaw enarcó una ceja, interesado. Ya no parecía tan espantado por la presencia de la vampira.
—¿Has estado en los Subterráneos? —interrogó.
—Algunas veces —confesó ella—. El maestro Helith, que es como un padre para mí, me llevó una vez al Lago Blanco, para que lo viese. Creo que en la vida había visto algo tan maravilloso.
Spaw meneó la cabeza, pensativo, al tiempo que Lénisu comentaba:
—Yo simplemente preguntaba por la dragona. Desde luego a mí me parece más fascinante un dragón rojo que el Lago Blanco, que está lleno de bichos asquerosos.
Se giró hacia mí, esperando una contestación. Me senté junto a los demás, sintiendo que el corazón se me aceleraba. O le contaba ahora lo de los demonios, o no se lo contaba nunca, pensé, tomando una inspiración.
—Te prometo, Lénisu, que por mí lo contaría todo. Pero antes Spaw tiene que decirme que no le importa que lo cuente.
El joven humano me fulminó con la mirada, adivinando mi propósito. Se levantó, caminó unos pasos con las manos en los bolsillos, nervioso.
—Shaedra, no te lo recomiendo.
—Spaw, aquí todos lo saben menos Lénisu —retruqué—. Es ridículo. Además, en contrapartida te prometo contarte todo lo relativo a Jaixel. Y si se chivan, te dejo vengarte como mejor te parezca, ¿qué dices?
Los demás seguían nuestro intercambio en silencio. Aryes y Drakvian habían adivinado sin dificultad el dilema de Spaw. En cuanto a Lénisu, encendía tranquilamente el fuego aguardando a que Spaw se decidiera a contestar.
—Digo que me parece un error —declaró al fin con gravedad—. Si todos hicieran lo mismo esto acabaría como antiguamente: cazadores y rastreadores por todos los lados. No exagero —me advirtió—. Existe un proverbio que dice: “derrama una gota de sangre y hallarás un mar”. Existen pocas reglas entre nosotros, pero las pocas que hay tienen mucho fundamento. Además, quiero que te des cuenta de que por cada persona a la que se lo digas estás obligándome a que confíe en ella. No te lo echo en cara y entiendo perfectamente que ya no puedas más con ese “secreto”. Yo nunca tuve que encubrirlo de esa manera, ya que nunca conocí a gente como ellos. En fin, cuéntale lo que creas conveniente, yo… yo voy a dar una vuelta.
Atónita y ruborizada, lo contemplé alejarse.
—Spaw tiene razón —suspiré, rompiendo el silencio—. Un secreto no lo es cuando se comparte, aunque sea con personas en quienes se confía. No debería haberlo dicho a nadie.
—A mí no me dijiste nada —replicó Aryes, sonriente.
—¡Mil brujas sagradas! —exclamó de pronto Lénisu, perdiendo su serenidad—. ¿Vais a explicarme algo, o no?
Me mordí el labio, meditativa. Spaw había hablado más de la cuenta delante de todos y ahora callarse hubiera sido irremediablemente insultante. Pero Lénisu no iba a defraudarme, del mismo modo que Aryes o Drakvian no lo habían hecho. Mi tío era un experto en guardar secretos, añadí para mis adentros. Era cierto que no tenía por qué hablar de Spaw pero… ¡por todos los dioses! Él había sido quien había querido seguirme y protegerme. No tenía que pensarlo más, decidí, e inspiré hondo.
—¿Recuerdas aquel día, en Dathrun, cuando me encontraste en la colina, en verano?
Lénisu enarcó una ceja, extrañado de que remontase tanto en el tiempo. Asintió.
—Lo recuerdo.
Me lancé.
—Aquella noche bebí una poción de mutación creyendo que era zumo míldico. —Traté de no sonrojarme por la vergüenza y cuando vi a Lénisu abrir la boca alcé una mano para que no me interrumpiese—. Escucha. Empecé a sentir un cambio de energías en mi cuerpo, luego vino mi primera transformación pero sólo entendí en qué me transformaba después del ataque del oso sanfuriento, en los Extradios.
Intercambié una mirada con Aryes. Con una voz temblorosa, añadí:
—Esa mutación me transformó en demonio.
Observé la reacción de Lénisu. Se había quedado como petrificado. Yo más bien me había imaginado que se reiría, arguyendo que era imposible transformarse en demonio, diciendo incluso que mi historia era inverosímil… Pero, al contrario, parecía haberse quedado en blanco, como si me creyese seriamente.
—Sé que te va a parecer increíble, pero los demonios no son técnicamente malos —proseguí, intentando adoptar un tono más ligero—. Los demonios saijits simplemente se distinguen del resto por la Sreda. Se despierta y, paf, uno es capaz de transformarse. Y a veces es bastante útil. De hecho, mi forma de demonio me salvó la vida cuando tuve que eliminar la anrenina de mi cuerpo. Drakvian es testigo.
—Tú… —murmuró Lénisu—. Un demonio. Demonios —soltó, incorporándose torpemente—. Necesito beber un poco de vino.
—Tenemos de todo excepto de eso —se excusó Aryes.
—Ya. —Se volvió a sentar. Casi me parecía poder oír sus pensamientos revolotear frenéticamente en su mente.
Mientras Lénisu se reponía, nosotros empezamos a cenar y, de pronto, Lénisu rompió el silencio y empezó a hacer preguntas a las que intenté contestar como pude. Que si la poción, que si los demonios, que si la Sreda, que si por qué no lo había dicho antes… Poco a poco el fuego se fue apagando y tuvimos que alimentarlo otra vez con leña nueva. Cuando Spaw volvió, Lénisu ya se había serenado. Sin embargo, alcancé a ver el cambio de expresión a la luz danzante del pequeño fuego. Saber que aquel joven humano era en realidad un demonio no debía de ser fácil de asimilar, me repetí, intentando entender el punto de vista de Lénisu.
—Bueno, todos los días se aprenden cosas —declaró hablando de pronto más alto—. Voy a dormir. Y mañana, propongo que viajemos hacia el norte. Cortaremos por el oeste de los Extradios.
—¿No sería más prudente rodear las Montañas de Acero? —preguntó Aryes.
—¿Rodear las Montañas de Acero? —repitió él. Estaba totalmente distraído—. No, sería inútil. La última vez que pasé por aquí no tuve ningún problema.
Intercambié una mirada escéptica con Aryes pero no protestamos.
«Conocemos al tío Lénisu», intervino Syu con un suspiro cansado. «Nunca aprenderá a ser un buen gawalt. Es peligroso pasar por donde dice, ¿verdad?»
«Pues no lo sé», admití. «Pero hace unos años hubo un terremoto que deformó alguna ladera, por ahí. Y no muy lejos está el Laberinto. De ahí entras y no sales. Yo, desde luego, no me había planteado pasar tan cerca de ese sitio.»
Apagamos el fuego y nos tumbamos debajo del arco que formaban las rocas, después de haber tapado una de las entradas con ramas para que hubiese menos corrientes.
—Hasta mañana —dijo Lénisu, cubriéndose con su manta.
—Buenas noches —le contestamos.
La vampira, para hacerle rabiar a Spaw, se tumbó a su lado y le sonrió para enseñarle sus dos dientes afilados.
—Buenas noches, querido demonio —le soltó.
Spaw me echó una mirada nerviosa y carraspeó, escudriñando a Drakvian con prudencia.
—Ejem, sí, buenas noches.
Reprimí una sonrisa y me dediqué a contemplar el cielo por la abertura del refugio improvisado. El aire, cálido de día, se había enfriado sorprendentemente rápido y soplaba una brisa persistente que me hizo estremecer de frío. Sentí que alguien me cubría con otra manta y vi entonces a Aryes tumbarse de nuevo y cerrar los ojos, bostezando. Sonreí, agradecida. Mecida por una melodía lenta de laúd, concilié el sueño casi enseguida.
—Pasé por aquí y no tuve ningún problema —rezongué, repitiendo las palabras de Lénisu con una mezcla de desesperación y sarcasmo.
El mono gawalt saltaba de árbol en árbol con alegría y Frundis tocaba el piano con un ritmo rápido y alentador. Parecían estar encantados de estar subiendo una cuesta de los mil demonios. En cuanto a Drakvian había desaparecido delante de nosotros. Lénisu abría la marcha y Spaw, Aryes y yo andábamos a la zaga, resoplando y maldiciendo a mi tío por sus ideas insensatas.
—Bueno, si el problema es sólo la cuesta, pase —jadeó Aryes—. Pero si nos atacan…
Se había quedado sin aliento así que acabé la frase por él.
—¿Trasgos, nadros, osos, dragones?
—Por ejemplo —asintió.
Lénisu, al oírnos, se paró y nos esperó antes de soltar:
—Dejad de quejaros. Mejor no preocuparse por lo que podríamos encontrar. En el camino, habríamos topado con cosas cien veces peores: las patrullas.
Puse los ojos en blanco.
—Venga ya —resoplé.
Mi tío nos observó y se encogió de hombros.
—Está bien, haremos una pausa.
—Te la llevamos pidiendo desde hace dos horas —comentó Aryes como si tal cosa.
—Luego será todo bajada —nos prometió.
—Eso es peor —aseguró Spaw—. Yo, cuando pasé por aquí…
—¿Qué? —exclamé, atónita—. ¿Ya has pasado por aquí alguna vez?
El joven humano se rascó la cabeza, molesto.
—Er… sí. Decía, que cuando pasé por aquí, hace unos cuatro años, me despeñé en un pedregal y bajé rodando y mi maestro me encontró abajo. No sé cómo, salí vivo.
Sus palabras me recordaron a mi caída por una bajada al noreste del macizo, después de que Frundis me hubiese desestabilizado… El silbido inocente del bastón me arrancó una sonrisa.
Nos instalamos a la sombra de unos arbolillos a descansar y mientras sacaba Aryes unas galletas de frutos secos, sumida en mis pensamientos, solté una risita que me atrajo las miradas de todos.
—Estaba pensando en Srakhi —expliqué, sin dejar de sonreír—. ¿Creéis que realmente se ha metido en los Subterráneos?
Los demás se sonrieron, muy a su pesar. La situación del gnomo era de lo más ridícula.
—Apostaría a que sí —contestó Lénisu—. Pero ya no me pidáis que vaya a salvarle la vida, dicen que si salvas la vida a un say-guetrán tres veces, no le queda más remedio que matarte o suicidarse. Al menos, eso dicen.
Enarqué una ceja, atónita.
—¿En serio? Menudas costumbres.
—Pero de ahí a pensar que Srakhi sería capaz de matarme o suicidarse… —dudó Lénisu—. Pobre hombre.
—Me pregunto por qué se metió en la cofradía de los say-guetranes —dije, meditabunda.
—Prefiero no preguntárselo —afirmó Lénisu—. Yo tampoco sé por qué empecé a trabajar con los Sombríos. Lo mío fue una cuestión de supervivencia. Lo suyo una cuestión de influencias, supongo.
—Espero que no le ocurra nada malo —comentó Aryes.
—Confío en que sobrevivirá —intervino Spaw—. Aunque él no confiase en mí —añadió, divertido.
Percibí de pronto las reservas de Lénisu y adiviné que acababa de recordar nuestra conversación de la víspera sobre los demonios. Había que dejarle tiempo para que se diera cuenta de que ser un demonio no cambiaba mucho la manera de ser.
Retomamos la marcha y anduvimos horas enteras. Cuando nos paramos al fin, habíamos llegado a la otra vertiente del monte y teníamos una vista impresionante de las Cárcavas del Sueño y de las Montañas de Acero. Casi casi se podían ver ya las praderas del norte.
—No estamos muy lejos del Laberinto —observó Aryes, contemplando el ancho valle rocoso de tierra rojiza.
—No vamos a acercarnos —aseguró Lénisu—. Mañana seguiremos por la cresta y… —Se detuvo en seco, contemplando algo a nuestra derecha. Señaló una especie de acantilado de varios metros de altura que recorría toda la ladera, alzándose como una muralla—. ¿Qué es eso? —preguntó, desconcertado.
Sin necesidad de meditarlo mucho, lo entendí antes de que Aryes explicase:
—Debió de ser el terremoto que hubo hace dos años. Según he leído, esta zona energética es muy inestable.
El rostro de Lénisu se había ensombrecido. Por lo visto, no había contado con ese contratiempo.
—Ignoro cómo vamos a pasar por ahí. A lo mejor os he guiado por mal camino.
No comentamos nada y nos instalamos en una explanada relativamente llana. La larga bajada hacia el Laberinto era una zona empinada y rocosa de piedras blancas donde crecían escasos arbustos.
—¿Ahí fue donde te caíste? —le preguntó Drakvian a Spaw con sumo interés.
Este asintió y Drakvian agrandó los ojos.
—Entonces, ¿te dirigías al Laberinto?
—Pasé por ahí —carraspeó él, evasivo.
—Entonces no lo entiendo. ¿Has pasado por el Laberinto, y tienes miedo de una vampira?
Spaw suspiró, exasperado.
—Se trata de una creencia de demonios. Mi antiguo maestro me machacó la cabeza con sus creencias, perdona que me queden cicatrices indelebles.
—¿Y qué creen los demonios de los vampiros? —preguntó Drakvian, intrigada—. Porque los vampiros también tenemos mala opinión de los demonios.
—Como los saijits —observé con una media sonrisa.
Entonces vi a Lénisu sentado en una roca un poco más lejos y me acerqué a él, sacando de mi mochila naranja la carta de Wanli. Se la tendí, diciendo:
—Se me había olvidado dártela. Es de Wanli. Srakhi se llevó la de Keyshiem.
—Keyshiem —repitió Lénisu, sorprendido. Y entonces miró fijamente la carta y la cogió, murmurando—: Wanli. Vaya, gracias, Shaedra.
—Y ya que estamos, para que no se me olvide —empecé a decir, con una mueca inocente—, el Nohistrá de Kaendra me dio un mensaje para ti. Me dijo: “Las hojas rojas nacen en otoño”. Supongo que sabrás descifrarlo.
Lénisu enarcó una ceja.
—A ese buen hombre le encantan las imágenes —observó simplemente, y volvió a interesarse por la carta de Wanli.
Entendí que quería estar solo y lo dejé para marcharme con Aryes, Spaw y Drakvian a por leña. Al volver, como aún quedaban unas dos horas de sol, les propuse echar una carrera y, naturalmente, la ganó Drakvian. Pero cuando trató de imitarme haciendo piruetas, dio con su cuerpo en tierra y Syu y yo nos reímos un buen rato de su expresión frustrada.
El atardecer fue uno de los más hermosos que pude contemplar. El cielo rojizo y dorado se mezclaba con la oscuridad de las nubes lejanas y un viento de montaña soplaba en un silencio apacible. Cenamos y charlábamos tranquilamente cuando Drakvian se levantó de pronto de un bote.
—Huelo sangre —declaró con gravedad.
Palidecimos e intercambiamos miradas alarmadas.
—¿Quieres decir que hay criaturas cerca? —preguntó Lénisu, incorporándose a su vez.
Drakvian asintió con la cabeza. Estaba medio levantándome cuando oí de pronto un gruñido aterrador seguido de otros gruñidos. Nos quedamos helados.
—Eso ha sonado a trasgo —dijo Lénisu, precipitándose hacia la cresta.
—Que los dioses nos amparen —jadeó Aryes, lívido—. Tenemos que movernos de aquí.
Sentí que el pánico me invadía mientras recogíamos nuestras pertenencias a toda prisa.
—Nos han olido —siseó mi tío, corriendo hacia nosotros.
—Y nos han visto —articulé, señalando con el índice una zona más baja de la cresta.
Unas criaturas delgadas y bípedas se abalanzaban hacia nosotros, armadas con bastones y arcos. Estaban todavía lejos, pero por lo visto otros trasgos se escondían detrás de la cresta y no tardarían en aparecer.
—Han visto que no éramos peligrosos —declaró Lénisu. Me impresionó la serenidad con la que hablaba—. Escuchad. Tenemos dos opciones. —Sus ojos violetas brillaron con intensidad—: O bajamos hacia el Laberinto. O nos dejamos comer vivos. —Agarró su saco con firmeza y agregó—: Corred.
Sus palabras bastaron para que empezáramos a bajar precipitadamente el pedregal, cargados con nuestros sacos. La primera flecha pasó entre Aryes y yo silbando como una serpiente.
—Demonios —pronuncié, temblorosa, pegando un bote y acelerando si es que era posible.
La mayoría de las flechas se quedaban muy lejos de su objetivo pero aun así estaba muerta de miedo.
—¡Transfórmate, la piel te protegerá si caes! —me gritó Spaw.
Vi que efectivamente él se había transformado en demonio. Sus marcas negras relucían en el atardecer y el iris de sus ojos se reducía a una rendija. Entendí su táctica: la piel de los demonios era más resistente y, si Spaw caía, sus heridas serían menos graves.
—¡Odio los trasgos! —bufó Lénisu, detrás de nosotros, haciendo rodar las piedras al bajar precipitadamente.
Desaté mi Sreda mientras corría. No sé cómo lo conseguí con lo atemorizada que estaba. A mi lado, Aryes se tropezó y no cayó de milagro. Me sonrió al ver que le tendía una mano para ayudarlo a retomar el equilibrio.
—¿Te he dicho ya que tus ojos de demonio son escalofriantes?
Una flecha pasó silbando junto a nosotros.
—¡Ojalá pensasen lo mismo esos monstruos! —solté, jadeando, y seguí corriendo.
Avanzábamos a toda velocidad. Drakvian y Spaw estaban delante y Lénisu nos seguía de cerca. Algunos trasgos atrevidos bajaban el pedregal. En ese momento, uno perdió el equilibrio y cayó por la empinada cuesta soltando un gemido.
Percibí un sonido ahogado que provenía de Frundis, colocado a mi espalda.
«Tengo miedo», confesó el mono gawalt, metido debajo de mi capa. Era poco común verlo admitir algo así, pero no era el mejor momento para intentar tranquilizarlo.
Corría y corría con el corazón latiéndome a toda prisa. Me daba tumbos la cabeza y me parecía que el mundo se había vuelto loco. Oía un estruendo de piedras que se desprendían, silbidos gruñones de trasgos y… de pronto, delante de mí, oí un gruñido que se transformó en grito. Era Spaw. Perdí el equilibrio, caí de bruces y me puse a rodar sin poder detenerme. Sólo entonces vi el abismo que se abría ante mí.
—¡No! —aullé. Me dirigía irremediablemente hacia un precipicio. Sentí un súbito mareo por la tensión y el terror. Con las garras sacadas, fui arañando todas las piedras, que rodaban, cayendo conmigo… Cerré unos ojos llenos de lágrimas.
Todo me pareció ir muy rápido. Justo antes de alcanzar el precipicio, choqué contra una piedra que me frenó un poco y unas manos me agarraron la cintura.
Abrí los ojos y me quedé en suspenso. Me crucé con unos ojos azules… Aryes me sonrió. Sólo entonces me percaté de que estábamos levitando encima del vacío.
—Estamos volando —murmuré, incrédula.
—Levitando. No te pongas nerviosa, podría perder la concentración —me avisó Aryes.
«Ayayay», gimió Syu. Prudente, el mono había saltado cuando me había caído. Me alivió verlo cuando éste pasó del hombro de Aryes para aferrarse a mí. Todo su cuerpo estaba temblando de miedo.
Poco a poco, descendimos entre las rocas puntiagudas, hasta abajo del precipicio. Me posé en la tierra con cierto alivio pero entonces sentí un terrible mareo y busqué una roca para apoyarme e intenté atar mi Sreda otra vez, que se arremolinaba, más enérgica que nunca.
—Tengo la impresión de que sigo dando vueltas —dije con un hilo de voz.
—Siéntate un rato —me aconsejó Aryes—. Voy a por los demás. Espero que no haya bichos por aquí también.
Meneé la cabeza para aclararme las ideas y desaté a Frundis de mi espalda. Enseguida me invadió la ligera melodía de flautas que había estado oyendo como un lejano rumor durante la bajada.
«Curiosa melodía para un momento como éste», observé.
«Bueno, es para equilibrar. He estado atento por si oía un ruido peculiar que pudiera inspirarme», añadió el bastón con aire inocente.
«¿Y?», inquirí, curiosa.
«Nada. Nada que pudiera crear una obra maestra», suspiró.
Puse los ojos en blanco y levanté la mirada hacia Aryes. Pero resultó que éste ya estaba subiendo el precipicio con un sortilegio de levitación.
«¿Qué ha querido decir con que va a por los demás?», solté de pronto. «¿Va a bajarlos a todos?»
El mono gawalt, que estaba masajeándose las sienes, alzó la cabeza hacia el kadaelfo y se encogió de hombros.
«Supongo que los demás se habrán quedado arriba.»
Paseé la mirada por el angosto corredor natural… Me quedé paralizada de pavor al ver dos esqueletos de saijits.
—El Laberinto —susurré, aterrada.
En ese momento, surgió una mano blanca de entre unas rocas.
—Shaedra…
—¡Drakvian! —exclamé, precipitándome hacia ella.
La encontré, tendida en el suelo, con las manos llenas de arañazos de color ceniza.
—Creo que me voy a desmayar —masculló, con los ojos dilatados.
Cualquier saijit, en una caída así, habría muerto en el impacto. Pero Drakvian seguía viva… ¿Pero por cuánto tiempo?, me pregunté. Se me aceleró el corazón por el pánico. Le cogí la mano y la apreté con fuerza.
—No te desmayes —le dije—. Sé fuerte. Voy a salvarte.
Una leve presión de su mano me hizo entender que me había oído.
—Necesito… sangre.
Su voz sonaba débil. Demasiado débil.
«Hay que ir a cazar», determinó Syu.
Sí, pero en el Laberinto, quienes cazaban eran las criaturas que ahí vivían, no los saijits perdidos que entraban aventureramente en él.
Cuando Spaw y Aryes tocaron el suelo, se precipitaron hacia mí, lívidos al entender lo que ocurría.
—Drakvian, no te mueras —alcancé a pronunciar, con los ojos anegados por las lágrimas.
—No —dijo Aryes—. No puede ser.
Sin embargo, el kadaelfo intentó sobreponerse: no podía desconcentrarse si quería conseguir otra vez el sortilegio. Estaba gastando muchísima energía, me di cuenta, viéndolo otra vez subir a por Lénisu.
Spaw se arrodilló junto a mí. Parecía también muy afectado.
—Y decir que empezaba a caerme bien la vampira —murmuró.
Me invadió de pronto una serie de recuerdos que me dejaron el corazón hecho pedazos. El viaje en los Extradios, las bromas de Drakvian, sus sonrisas, sus delirios… No podía morir, me repetí, acongojada. Entonces, con un esfuerzo del que no me creía capaz, me levanté y dije:
—Voy a por sangre.
Mis ojos, llenos de lágrimas, brillaban de un destello rojizo.
Con un gesto débil, la vampira hincó sus dos colmillos en el cuello de la rata de roca y empezó a succionarle la sangre con avidez.
Increíble, pensó Lénisu con una mueca observando la escena, sentado aparte, sobre una roca. Drakvian recobraba poco a poco sus fuerzas. Su cuerpo tenía una resistencia impresionante y estaba en vías de recuperación. Era un alivio para todos.
Shaedra, sentada junto a la vampira, sostenía otra rata para dársela cuando acabara de beber la sangre de la que estrujaba entre sus manos color ceniza. No muy lejos, Aryes, tumbado sobre unas mantas, dormía y deliraba. En sus momentos conscientes, aseguraba que no había sufrido ninguna crisis apática, pero a Lénisu le preocupaba su estado. Subir un precipicio dos veces requería sin duda mucha energía, a pesar de que llevara a Borrasca alrededor del cuello.
Vio a Shaedra morderse el labio, nerviosa. Ella había vuelto a todo correr después de haber cazado unas gordas ratas de roca y él no había tenido el coraje de enfadarse con ella por alejarse del grupo sola. Desde luego, aquellos trasgos habían conseguido echarlos de su territorio, pensó Lénisu, irónico. Y, por lo visto, habían utilizado una técnica no del todo nueva, ya que, paseándose por el corredor, había encontrado a tres cadáveres de saijits cuyo fin había sido bastante terrible.
Lénisu bajó la mirada hacia la espada que había recogido de uno de los cuerpos. Era más larga que Hilo y no era precisamente elegante pero estaba en buen estado y cumplía con su función.
El corredor en el que se encontraban estaba silencioso. Sin embargo, era imposible no fijarse en que los cuerpos habían sido arrastrados y devorados por bichos no del todo pequeños. No tardarían en venir a acogerlos. Y era imposible moverse cuando Drakvian y Aryes eran incapaces de caminar.
Shaedra se acercó a él, frotándose las manos sobre su túnica para quitarse la sangre de rata. A la vista de la sangre, Lénisu tragó saliva y reprimió un mohín de asco. Syu, nervioso, trenzaba y destrenzaba una de sus mechas con manos hábiles.
—Creo que Drakvian está mejor —susurró ella, sentándose junto a Lénisu—. ¿Qué tal estás tú?
—Perfectamente. Me alegro de que Drakvian esté mejor. Es una buena persona. En fin, una suerte que los trasgos no hayan decidido bajar hasta el precipicio para rematarnos con sus flechas.
—Ya vendrán otras criaturas a rematarnos, no te preocupes —replicó su sobrina, desanimada—. En todas las historias sobre el Laberinto que conozco, cada vez que un personaje se mete ahí, no sale.
—No te lo voy a negar —suspiró él. Y pensar que él los había metido en esto…
Una mano tranquilizadora se posó sobre su hombro.
—Pero las historias no cuentan todas las verdades —prosiguió Shaedra, con una sonrisa—. Saldremos de esta. He visto que había unas escaleras que subían hacia una especie de puerta, no muy lejos de aquí. Propongo que vayamos ahí mañana. Quizá podamos salir por ahí, o al menos descansar hasta que se recuperen Aryes y Drakvian.
Lénisu enarcó una ceja y asintió lentamente. ¿Una puerta? Interesante. Quizá, al fin y al cabo, el Laberinto no era tan salvaje como creía.
—¿No te importa que te deje el primer turno de guardia? —preguntó ella, al cabo de un silencio.
—En absoluto. Duerme tranquila.
La observó alejarse y arrebujarse entre las mantas y se dio cuenta de que había llegado a admirar a esa joven de quince años que se parecía tanto a su madre Ayerel Háreldin. Alzó los ojos hacia el cielo nocturno. Las estrellas brillaban serenas junto a la Gema que pintaba la Tierra Baya de azul oscuro.
A la luz del astro nocturno, Lénisu volvió a leer el último párrafo de la carta de Wanli. «Cuídate», decía al final. Lénisu reprimió un suspiro, plegó la carta y la guardó en un bolsillo interior de su túnica.
Quizá habría sido una mejor idea hacerles caso a los Sombríos y partir a los Subterráneos, pensó para sus adentros. Quizá, se repitió, observando a los cuatro jóvenes que dormían a unos metros de distancia. De ser así, Drakvian habría seguido con su clan, Shaedra, Aryes y Spaw estarían de camino hacia Aefna… y además se habría ahorrado recordar un suceso pasado que no dejaba de roerlo por dentro desde la víspera. Y a la vez que resurgía ese remoto recuerdo, una vocecita le repetía, incansable: «mataste a un inocente».
Quisiera en primer lugar dar las gracias al mundo del software libre y de la cultura libre en general, en particular a los desarrolladores y contribuidores de los programas que me han facilitado la escritura gracias a herramientas de trabajo como Vim, frundis, Xmonad, Bépo, LaTeX, Gimp, y por supuesto la distribución Gentoo Linux y OpenBSD, así como a tuxfamily por el alojamiento de ficheros del proyecto.
Asimismo, a todos los que han contribuido y contribuirán al proyecto del Ciclo de Shaedra, en especial a mi familia.
No olvidaré tampoco a los escritores de fantasía que me han llevado, desde pequeña, a imitarlos y a escribir mis propias sagas.
Contribuciones En la lista siguiente figuran los nombres o apodos de las personas que han contribuido a esta saga y que han querido ser mencionados:
Catherine (Tenisejo), Iñaki, Marina (Kaoseto), Yon (Anaseto)
¿Quieres contribuir al proyecto? Te recomiendo que pases por la sección dedicada al desarrollo en la página del proyecto: http://bardinflor.perso.aquilenet.fr/shaedra/participer-es.
Imágenes Se pueden encontrar imágenes de la saga (mapas, personajes, etc.) en la página del proyecto: http://bardinflor.perso.aquilenet.fr/shaedra/galeria-es.
Esto es un glosario de algunas palabras clave de la historia para ayudar a la comprensión del mundo. Es un simple memorándum y no es para nada imprescindible conocerlo. Y es que incluso la autora, a veces, olvida cuáles son los días de la semana.