Tomo 3, La música del fuego, Ciclo de Shaedra —versión del 10/06/15. Puedes encontrar la última versión en http://bardinflor.perso.aquilenet.fr/shaedra/shaedra-es
Licencia. Obra artística bajo licencia creative commons by-sa, http://creativecommons.org/licenses/by-sa/3.0/.
Redacción realizada con frundis y Vim, por Marina Fernández de Retana (kaoseto AR bardinflor P perso P aquilenet P fr).
Proyecto iniciado en el 2012.
Tomos del Ciclo de Shaedra
Apenas llevaba unas horas durmiendo cuando desperté con la súbita sensación de que alguien me estaba esperando. Abrí los ojos y negué con la cabeza, sin entender. Sólo iba a ver al doctor Bazundir por las tardes, y Daelgar me enseñaría las armonías sólo por las noches. ¿Entonces por qué tenía la impresión de que había alguien esperando detrás de la puerta? Si fuera Murri o Laygra, hace tiempo que habrían entrado. Abrí y cerré los ojos varias veces e incluso creo que me volví a dormir durante unos minutos antes de abrir totalmente los ojos y acabar de despertarme al darme cuenta de que era ya de día.
Levantándome de un bote, sacudí con cuidado el barro que tenía en los pies, me puse la túnica verde y las botas y me dirigí hacia la salida para abrir la puerta. Me sorprendí mucho al ver a Jirio. De hecho, no veía por qué razón podía haber estado esperando delante de mi puerta sin llamar ni nada. Lo más curioso era que Jirio parecía aún más sorprendido que yo, como si no se acordase de pronto qué demonios estaba haciendo allí. Pero enseguida recapacitó.
—Hola —me dijo.
—Hola, Jirio, ¿qué te trae por aquí a estas horas? —pregunté con curiosidad.
—Bueno… yo… ayer me pediste perdón por lo que me habías dicho, y yo en aquel momento me comporté como un cobarde, porque sé que lo que dijiste era cierto. —Hizo una pausa, el ceño fruncido, como si estuviese intentando recordar algo más—. Te pido disculpas, Shaedra. Eres la única que hasta aquí se ha comportado como si yo no fuese un Melbiriar y un loco. No pretendo confundirte, ya sabes que no soy como la gente normal, pero sé reconocer mis errores y ahora entiendo que tan sólo tratabas de ayudarme.
Sonreí.
—Pues claro, creía que ya nos habíamos disculpado. Entonces, ¿crees que mi teoría del jaipú tiene lógica? —pregunté, tratando de cambiar de tema, porque notaba que Jirio estaba empezando a filosofar mucho.
Jirio hizo una mueca pensativa.
—No lo sé, siempre me han dicho que el jaipú no es una energía noble y que un celmista debe aprender a utilizar las demás energías sin usar energías dársicas… pero quizá no sea del todo cierto, aunque eso supondría que todos los profesores que he tenido hasta ahora se equivocaban.
—Quizá no se equivocaban —le aseguré—. Quizá un celmista muy bueno sería capaz de utilizar las energías asdrónicas sin ayudarse del jaipú, y quizá alguien puede aprender más rápidamente sin jaipú, pero yo pienso que el riesgo a perder los estribos con las energías es mayor. De donde vengo, utilizábamos el jaipú para todo.
Jirio me miró con cara sorprendida.
—¿Así que utilizabas el jaipú para soltar sortilegios?
—Ajá.
—¿Cómo lo haces?
Le observé un momento, intentando adivinar si realmente quería saberlo y luego me eché a reír.
—¿Realmente quieres que te enseñe cómo suelto los sortilegios con el jaipú? —Jirio se sonrojó levemente pero continué—: Pues me parece que actúas sabiamente y a la vez tontamente.
—¿Tontamente? —repitió, algo ofuscado.
Asentí.
—Porque yo tengo de profesora lo que tú de sastre.
—No soy tan mal costurero como crees —replicó Jirio, sonriendo.
Pensé en Deria y mi corazón pareció querer ocupar la mitad de su espacio. Mi primera alumna había desaparecido y no tenía ni idea de dónde estaba, ¿qué le pasaría a mi segundo alumno?
Sin duda acabaría fulminado por su propio rayo si no le echaba una mano, pensé con cierta ironía.
—De acuerdo —le dije—. Pero a cambio tú me ayudarás a estudiar para los exámenes.
Jirio sonrió y me tendió la mano.
—Trato hecho.
Estreché su mano con firmeza, y luego llevé su mano a mi corazón e hice otro tanto con la mía en el suyo, bajo su mirada atónita.
—Así se perdonan todos los ultrajes de donde vengo yo —le dije, y entonces me aparté y le saludé solemnemente, como hacían los celmistas adultos de Ató para reconocerse mutuamente como metrardjí, es decir, para afirmar entre ambos amistad y confianza. Por supuesto, Jirio no entendió nada de todo eso, pero entendió lo esencial e inclinó la cabeza con ceremonia, quizá pensando que de dónde venía yo tenían que tener una cultura muy diferente.
Pronto volvieron casi todos los alumnos de la academia y se notaba en el ambiente un aire festivo que aún el final de las vacaciones no conseguía sofocar. Mi cuarto volvió a ser una batalla continua entre Zoria y Zalén mientras Steyra y yo conversábamos más tranquilamente e intercambiábamos de vez en cuando palabras con las gemelas que, según Steyra, desde mi llegada se habían ido tranquilizando un poco. Era difícil creerlo.
Retomamos las clases y devolví mi trabajo de endarsía con no poca aprensión. Steyra había escrito mucho más, pero me aseguró que lo que importaba no era el volumen de hojas sino la pertinencia de mis palabras. No recordaba que mis palabras fueran muy pertinentes, pero de todas formas no conseguía compartir la misma tensión que poco a poco iba subiendo entre los alumnos: los exámenes se acercaban peligrosamente. Para mí, sin embargo, no era tanto el estudio en la academia como mi aprendizaje con Daelgar lo que me resultaba más interesante. La verdad era que mis encuentros con Daelgar no eran muy regulares. La mayoría de las veces me quedaba ahí dos o tres horas, aunque a veces pasó que la clase se resumiese a un breve interrogatorio o una breve sesión de prácticas y, en esas ocasiones, tenía la impresión de que Daelgar me despachaba porque tenía cosas urgentes que hacer. En realidad, acabamos llevándonos muy bien. Daelgar no era un tipo parlanchín, pero sabía lo que era tener humor, y solía reírse de mí a la cara cuando hacía alguna tontería. Desde luego no tenía muchos escrúpulos como profesor.
Pese a ser manco, guardaba una agilidad increíble, pero estaba claro que su mayor habilidad era la de las armonías. Durante las primeras semanas, no me dijo nada sobre las energías bréjicas y yo no me atrevía a hacerle una pregunta directa. Además, debo admitir que las armonías eran mi punto fuerte y que les tenía mucho aprecio, contrariamente a las energías bréjicas: el doctor Bazundir, al que no veía ya todos los días sino cuando me lo permitían mi horario y mis merecidas horas de reposo, me había dicho claramente alguna vez que no hacía los debidos esfuerzos. Y cuando lo decía, hablaba implícitamente del kershí. De hecho, después de todas las horas que había pasado enseñándome la teoría del kershí, el doctor Bazundir se dio cuenta de que yo no había sido capaz de poner en práctica todas sus lecciones. De modo que con el tiempo acabó por resignarse y por abandonar sus ambiciones.
A decir verdad, no lograba entender cómo el vínculo entre Syu y yo podía ser alimentado por el kershí si yo misma no lograba controlar esa energía. Era algo instintivo, pero todo se limitaba a permitirme comunicarme con el mono gawalt. No conseguía nada más. Poco a poco, mis visitas al doctor Bazundir fueron más visitas de amistad que lecciones propiamente dichas, y en algunas ocasiones, cuando no tenía clases, Laygra se reunía con nosotros para beber una copa de moigat rojo y comer unas galletas.
Durante todo este tiempo, no oí palabra alguna sobre Lénisu y cuando le preguntaba a Daelgar, él sacudía la cabeza en signo de negación y yo callaba, jurándome que pronto iría en busca de Lénisu, pasase lo que pasase. Sólo necesitaba una pista, aunque fuese falsa. Pero nada venía.
Cuanto más se acercaban los exámenes, menos trampas se veían por los pasillos. Ni la banda de Alay aparecía ya tramando maldades y se los veía a todos en la biblioteca o en las salas de lectura. Las clases seguían su curso y los profesores guardaban una serenidad incompatible con el nerviosismo de sus clases. A veces, yo llegaba a las clases bostezando después de una noche en vela, y miraba al profesor con unos ojos que se iban cerrando poco a poco. Y no era la única, puesto que algunos alumnos parecían pasar toda la noche estudiando de lo estresados que estaban. Yensria Kapentoth era una de esas personas y no pude dejar de observar que su piel azulada estaba cada día más pálida.
Los días anteriores a los exámenes, me encontraba siempre a Murri y a Laygra enfrascados en sus libros. De los dos, Murri era el que más se preocupaba y tenía metido en la cabeza que era un ignorante incapaz de saber tanto como los demás alumnos o como su propia hermana, que sabía muchas más cosas a pesar de que fuese mucho más joven. Parecía que esto último era lo que más le molestaba y sabía que seguía envidiándome mis lecciones con Daelgar. Aún recordaba la bronca que me había echado cuando les había contado lo que me había sucedido la noche en que Amrit me había pillado siguiéndolo y, despistado, había caído en la trampa de la atrapadora. No quería recordar cómo Murri se había enfurecido. Sólo entonces había entendido que lo que pretendía Murri no era que solucionáramos los problemas los tres juntos: quería hacerlo todo él y cargar con todos los peligros. Y por supuesto, saber que una muchacha de trece años era más celmista que él le molestaba bastante. Pero cuando me regañó por haber salido de la academia sola y de noche, le repliqué que después de todo no había sido la única en haber tenido la idea de salir aquella noche. Murri se sonrojó y su cólera se esfumó tan pronto como había llegado.
En los últimos días de clase, mis hermanos estudiaban tanto que no paraban de estar medio dormidos y malhumorados. Murri ya no hablaba de su querida Kéysazrin y Laygra hasta se enfadó con Syu cuando éste le pidió que mirase cómo había progresado haciendo malabares. Ambas actitudes me dejaban perpleja y no encontraba más remedio que pasar más tiempo con el doctor Bazundir y con Syu.
—¿No deberías estar estudiando? —me preguntó un día el doctor, como nos veía a Syu y a mí jugando a cartas.
—Le estoy enseñando a Syu a jugar al kiengó —le contesté, girando la cabeza hacia el anciano.
—Ya veo —dijo, sentándose en el banco, no muy lejos de ahí—. Los exámenes son dentro de poco —añadió al de un rato.
Suspiré y asentí mientras Syu echaba un senador rojo. Estudié mis cartas con el entrecejo fruncido, y con una sonrisa solté una gema azul. Syu hizo un ruido gutural y fulminó sus cartas con una mirada penetrante.
—Has perdido —dije, riéndome.
—Has hecho trampa.
Me sobresalté y vi que el doctor Bazundir me miraba con desaprobación. Me encogí de hombros.
—Syu también —repliqué.
El anciano enarcó una ceja, se levantó y examinó las cartas. Syu y yo intercambiamos una mirada desafiante y ambos nos sonreímos cuando el doctor Bazundir vio que el senador rojo no era más que un pez dorado y mi gema azul era en realidad una flor azul.
—¿Le estás enseñando las armonías? —preguntó, con una expresión mitad incrédula mitad reprobadora.
Carraspeé, incómoda.
«Syu es muy listo y aprende sólo», replicó el mono antes de que pudiese decir nada.
Una de las pocas cosas que había aprendido del kershí era reconocer el área de comunicación, como lo llamaba el doctor Bazundir, y supe así que el mono nos había hablado a ambos al mismo tiempo.
—Naturalmente —replicó el doctor—. Naturalmente, pero es arriesgado, Shaedra.
—Las armonías son las energías menos peligrosas —le dije, justificándome.
El anciano asintió, no muy convencido.
—Sí, pero creo que ahora no deberías estar jugando, sino estudiando.
El cambio de tema y la idea de estudiar me llenaron de un sentimiento de agobio, pero supe que tenía razón y me levanté.
—Debería estudiar la endarsía —dije, cruzándome de brazos—. Es lo más complicado de todo, no entiendo nada de lo que dice el profesor Zeerath y no paro de releer lo mismo día sí día también. Bueno, entonces, hasta luego, doctor.
El doctor Bazundir agitó la cabeza pensativo.
«¿Vienes?», añadí, dirigiéndome a Syu. Y como el mono asentía y se subía a mi hombro como acostumbraba hacerlo desde hacía un tiempo, el doctor Bazundir intervino.
—En eso podría ayudarte. La endarsía es mi especialidad, después de todo. Y creo que te servirá más lo que te pueda decir que leer siempre lo mismo día sí día también, ¿no crees?
Lo miré, agradablemente sorprendida.
—¿De veras quiere ayudarme? —El anciano asintió e inspiré hondo con una gran sonrisa—. Me acaba de salvar la vida. Bueno, los exámenes —rectifiqué, al verlo hacer una mueca dubitativa.
—Menos palabras y más seriedad. Adelante. Y deja al mono fuera, no vaya a ser que aprenda también a ser médico.
Miró a Syu con aire burlón y nos dio la espalda.
«Mm, ¿has oído eso, Syu? ¿No querrás ser médico, verdad?»
«Ni lo sueñes. Me voy a dar una vuelta. ¿Me das las cartas?» Se las di sin preguntarle para qué las quería: seguramente seguiría practicando las armonías con la esperanza de engañarme algún día. «Estudia bien», me soltó subiéndose ya a un árbol.
«Y tú también», repliqué con tono burlón.
La lección con el doctor Bazundir prometía ser más divertida que el estudio monótono al que hasta ahora me había habituado en la academia y, efectivamente, me parecieron infinitamente más claras sus explicaciones que las de Zeerath.
—¿Así que tú piensas que con esa fórmula vas a hacer milagros, eh? —soltó cuando le recité de memoria una de las fórmulas de endarsía que había leído en los apuntes de Steyra—. Pues te diré una cosa, algunas cosas no se pueden poner bajo formas tan estrictas como una fórmula. La curación depende del paciente, de las fuerzas corporales y mentales, de miles de pequeños factores y de cosas que aún no entendemos y que quizá nadie entenderá jamás. Por eso el arte de la curación requiere práctica, porque un buen médico aprende instintivamente a reconocer algunas situaciones y a actuar convenientemente, aunque no sepa exactamente por qué. Ningún profesor puede enseñarte a ser médico dándote unas simples fórmulas.
—El profesor Zeerath siempre nos dice que son esenciales y que hay que saberlas —intervine.
—El profesor Zeerath no os enseña a ser médicos. Quizá sólo pretenda dar una idea de lo difícil que supone devolver la salud al cuerpo saijit. El que quiere ser médico, tiene que tener al menos quince años para entrar en el noviciado de los curanderos.
—No será mi caso —dije, con los ojos agrandados. Ser curandera era lo último que quería.
—Es el caso de muy pocos —aseguró el doctor Bazundir. Y continuó hablándome de cosas que ni siquiera había visto en clase, presuponiendo con demasiada alegría que tenía unas bases que no tenía de verdad, de manera que no paraba de interrumpirle para pedir explicaciones de tal o tal punto.
Cuando me despedí de él, tenía la sensación de haber pasado una tarde agradable y si no se me habían quedado todas las cosas que había dicho el doctor, al menos había evitado una horrible sesión de inútil relectura.
Cuando volví a la torre de la Fauna, me encontré con Steyra y las gemelas y poco después bajamos a cenar con Klaristo y Rathrin. Como solíamos, jugamos un rato al mulkar y aquella noche me tocaba a mí hacer de narradora así que situé la historia en una zona de lagos y los hice correr a todos detrás de unos espíritus del aire que les habían robado un tesoro. La avaricia de las gemelas les había hecho actuar conjuntamente para recuperar el oro. Steyra había hecho un agujero debajo del baúl y había desparramado todo el oro en el lago, de manera que tan sólo consiguieron recuperar unas cuantas monedas. Me reí de ellos de buena gana mientras gruñían ellos, poniendo los ojos en blanco protestando que esa historia era demasiado trágica.
Nos fuimos a la cama temprano y yo me dormí enseguida, repitiéndome que me tenía que despertar hacia la una para ir a ver a Daelgar, y así lo hice: hacia la una, cerciorándome de que Steyra, Zoria y Zalén estaban dormidas, me levanté, me vestí y salí por la puerta con suma cautela. Hasta ahora nunca me habían pillado porque las tres tenían un sueño muy profundo, pero me preguntaba cuanto duraría.
Media hora después subía la avenida principal conversando alegremente con Syu.
El mono gawalt siempre estaba muy animado cuando íbamos a nuestras lecciones con Daelgar. Este último aún no se había percatado de la presencia del mono y esa era la única razón por la cual le dejaba venir a Syu: si Daelgar llegaba a saber que yo era una yedray, ¿quién sabía lo que ocurriría? Durante esas semanas, me había ido enterando poco a poco de más cosas sobre lo que eran los yedrays y, aunque yo fuese una completa inútil utilizando el kershí, el tono de asco y de miedo que algunos empleaban para hablar de ellos me aseguraba de que, si llegaban a sospechar cualquier cosa, no había tribunal ni justicia que me auxiliara. Por supuesto, según la opinión pública, los yedrays se reunían en pequeñas bandas, con lo que no tenía por qué temer nada: mis hermanos y yo no formábamos ninguna banda. Además, ¿quién iría a sospechar que un estudiante de la respetable academia de Dathrun hablaría con un mono de otra manera que con energía bréjica? Los yedrays no solían utilizar el kershí para hablar con los animales, de modo que no se los reconocía por eso. Finalmente, era bastante improbable que alguien se diera nunca cuenta del vínculo que nos unía a Syu y a mí.
Me había ido percatando poco a poco de que este vínculo tenía algo extraño pues nunca desaparecía aunque estuviese lejos de él. Era como si estuviésemos ligados el uno al otro constantemente, y esa realidad se hacía más nítida en mi mente a medida que transcurrían los días. Y Syu también lo notaba, pero para él todo era de lo más normal, puesto que si había perdido a su familia y había muerto, era necesario reconstruir esa familia en su nuevo mundo. Tenía una visión un tanto peculiar de todo el asunto, y a veces yo no lograba entender cómo podía ser tan retorcido en sus pensamientos y a veces tan sencillo.
Torcí a la derecha y seguí andando. La noche era cálida y aún había gente en las calles de los albergues y tabernas. Atravesé la plaza del mercado y rodeé el Jardín de Piedra para seguir andando hacia un barrio con casas más diseminadas, con jardines y huertecillas y con avenidas floridas que en medio de la penumbra apenas se divisaban.
Alejándome de ahí, subí una colina donde se alzaba una torre en ruinas y mirando a mi alrededor con discreción, me aseguré de que no había nadie para sacar un trozo de hierro de mi bolsillo y abrir la puerta tal como me lo había enseñado Daelgar. Me enorgullecía haber aprendido tan rápido ciertas cosas, aunque ciertamente no tenían nada que ver con las lecciones de Daelgar propiamente dichas.
«Aún no ha llegado», comentó el mono cuando empujé la puerta.
«Esperaremos arriba.»
El mono entró como una flecha y yo eché un último vistazo hacia atrás antes de pasar por la puerta entornada, la cual volví a cerrar en silencio. Subí las escaleras a ciegas, contando los peldaños. El primer tramo de escaleras tenía veinte peldaños, el segundo quince y el tercero tan sólo diez. No me había podido resistir a contarlos, y la verdad me resultaba bastante útil porque además de que así no me tropezaba, no me aburría al subir.
Arriba, había otra puerta y esta era más difícil de abrir. Ya había intentado alguna vez abrirla con astucia, pero mis intentos habían resultado siempre inútiles. De manera que esta vez, en lugar de mi trozo de hierro, saqué una llave y la introduje en la cerradura.
«Nunca entenderé por qué dividís los espacios con muros y puertas», dijo Syu.
«Para aislar del ruido y del frío o para guardar cosas simplemente», le expliqué pacientemente mientras empujaba la segunda puerta, esta vez con más tranquilidad. El mono pasó enseguida al otro lado. «Ten cuidado», le dije. «¿Y si de repente se levanta el viento?»
Pero Syu no contestó, contentándose con hacerme sentir que mis temores eran totalmente risibles. Suspiré y empecé a subir el último tramo de escaleras que rodeaba la torre desde el exterior.
Allá arriba, había un refugio que antiguamente había servido un poco para todo: torre de estabilización energética, atalaya para los centinelas, estación de teletransportación, entre otras cosas, pero ahora ya hacía tiempo que se la consideraba como una torre maldita por culpa de un brujo, un nigromante neófito, según algunas versiones, que había ido utilizando sus saberes desconsideradamente, propagando apariciones de esqueletos por los alrededores. Daelgar me había contado que después de quemar al culpable, algunos habitantes del pueblo habían sido acosados por pesadillas repetidas y por alucinaciones de manera que se quiso destruir la torre, pero nadie se atrevió a llevar el proyecto a cabo, y ahora ningún alma se acercaba a ella sin una buena razón.
—Pero basta de historietas fantásticas —me había dicho Daelgar, sentado sobre el borde de piedra de una ventana sin cristales—. La superstición es algo que debes erradicar de tu mente, pero cuidado: nunca confundas prudencia y superstición. El no ser supersticioso no significa que no tengas que ser prudente. Algunos hombres, con afán de reírse de las supersticiones, han hecho auténticas locuras que el sentido común nos prohíbe tajantemente hacer.
Daelgar alternaba sus lecciones sobre las armonías con lecciones morales y con anécdotas. Parecía que se tomaba mi aprendizaje con seriedad y yo no dejaba de preguntarme en un lugar de mi mente lo que pretendía hacer conmigo el señor Mauhilver. Aunque, por el momento, las lecciones con Daelgar eran apasionantes.
La sala de arriba era octogonal y tenía cuatro ventanas y tan sólo a dos les quedaban los cristales más o menos en buen estado, pero estaban todos tan sucios que estaba segura de que, de día, poca luz tenían que dejar entrar. El suelo era de piedra dura y vieja pero no se veía en ningún sitio que creciera musgo o planta alguna. Sin duda algo tenía que ver este fenómeno con el hecho de que la torre vibraba de energía. Era muy difícil determinar de qué energía se trataba y cuando llegaba antes que Daelgar y cuando Syu no estaba hablador, me concentraba para intentar desenredar el embrollo. Percibía energía esenciática y brúlica, y un aura extraña de energía bréjica, pero no sólo había eso. Las energías de esa complicada maraña de la Torre del Brujo, como la llamaban, eran, a mi parecer, imposibles de clasificar totalmente. Era una suerte de híbrido deforme que hubiera espantado a cualquier alma mínimamente cuerda. Pero por lo visto, la cordura no era lo mismo que el sentido común para Daelgar pues el buen hombre pensaba que ese escondrijo era uno de los mejores lugares de toda Dathrun. Ni Syu ni yo estábamos totalmente de acuerdo en eso, pero ni él ni yo éramos lo bastante humildes como para reconocer que habíamos tenido un miedo indefinible la primera vez que Daelgar nos había guiado hasta ahí. Hasta observé que, por un momento, Syu había estado a punto de dar media vuelta y de decirse «Al diablo con la curiosidad», pero los monos gawalts eran famosos por su espíritu curioso y se conoce que los saijits también.
La sala era en definitiva pequeña. En ella había una cama de paja con mantas gruesas, un tablón de madera, un montoncito de ramitas secas y un baúl cerrado que ni siquiera Daelgar había conseguido abrir.
Del lado opuesto a donde estaba el baúl, había una pequeña tela basta y amarillenta tendida sobre el suelo y llena de objetos típicos como pólvora de fuego, tijeras y agujas, aunque también había un tablero de Erlun con sus fichas coloreadas y dispuestas en cierta posición y una caja hermética con galletas.
Abrí la caja, le di a Syu una galleta y me comí otra mientras observaba la jugada que había hecho Daelgar la noche anterior. Cada día, jugábamos un movimiento y me tocaba a mí jugarlo ahora. Las fichas estaban dispuestas en una especie de círculo y mi posición no era muy envidiable. Cualquiera se habría rendido hacía tiempo, pero yo seguía rememorando todas las jugadas realizadas, intentando entender por qué jugaba tan mal, y la verdad es que, retrospectivamente, todas mis jugadas me parecían totalmente absurdas.
—¿Nunca te rendirás, eh? —dijo Daelgar, apareciendo de pronto en la sala octogonal.
Miré de reojo el sitio donde un milisegundo antes había estado Syu, masticando las últimas migas de su galleta e hice una mueca.
—Esta partida es terriblemente larga —me quejé.
—Eso significa que has pasado a la etapa de alargar el suplicio. Antes te mordías la cola y ahora te quedas inmóvil. Pero una sombra no puede ser siempre inmóvil y puede temblar —continuó, deslizándose silenciosamente por el lado opuesto de la sala—, y acabará por ser descubierta.
Me giré para no perderlo de vista y lo vi que contemplaba los barrios iluminados de Dathrun con su habitual expresión pensativa, los brazos recogidos detrás de la espalda. Pese a que la noche fuese cálida, vestía su habitual gabardina parda y ancha que ocultaba su manquera a la gente poco atenta.
—¿Qué me vas a enseñar hoy? —pregunté al de un rato, poniéndome de pie.
—Retomaremos el sortilegio de absorción de luz —dijo, girándose hacia mí.
Abrí la boca, me mordí el labio y ladeé la cabeza.
—¿Otra vez? Es uno de los sortilegios que mejor me salen —solté con prudencia.
Mi maestro se volvió a girar hacia Dathrun y vi perfilarse su rostro en medio de las luces de la ciudad.
—Como decía, una sombra puede temblar. Aprendes rápido e instintivamente, pero te falta práctica y mucha experiencia. El talento no lo es todo. No olvides que lo más importante es determinar dónde empieza la prudencia y dónde acaba. Imagínate una persecución en un campo a descubierto, en pleno día. El mejor armónico del mundo sería incapaz de esconderse detrás de sortilegios de mimetismo o ilusión. Podría invocar ilusiones, claro, e intentar amedrentar a sus enemigos, pero esas ilusiones sólo sirven cuando los enemigos creen que son reales. No olvides nunca que las armonías son ilusiones: no pueden más que intentar impresionar y engañar a la gente, no te protegen realmente.
Asentí con la cabeza, preguntándome cuántas veces Daelgar me había repetido esas palabras: las armonías eran sólo ilusiones. No eran invocaciones puesto que no eran materiales. Por eso eran consideradas como las artes menos nobles y menos útiles.
Me pasé la media hora siguiente absorbiendo luz e intentando confundirme con la oscuridad del ambiente, mientras Daelgar me repetía las lecciones que ya sabía:
—No se trata de absorber toda la luz. Hay que determinar la luz de la noche y tratar de fundirse con ella. Tienes que hacer desaparecer los contornos entre tus sombras y las de la noche. La armonía funciona siempre con intermediarios —explicaba, mientras yo observaba cómo iba él remodelando la nube oscura que me rodeaba a medida que hablaba—. Hay que encajar con la lógica de cada individuo. Si una persona ve de pronto en un callejón una masa oscura que se desprende de las sombras naturales, la verá cien veces antes que una simple persona escondida que no haya echado ningún tipo de sortilegio. Las armonías pueden ser traicioneras y debes prever el efecto sobre las demás personas. Si te anda persiguiendo un grupo de saijits, no te dejes dominar por el pánico, y no crees ninguna imagen demasiado inverosímil: cualquiera de tus perseguidores que conozca mínimamente las artes armónicas se dará cuenta del engaño al de dos segundos.
Cada vez que daba sus ejemplos, Daelgar me sorprendía. Parecía que vivíamos en un mundo lleno de perseguidores, de enemigos y de peligros, como en las aventuras del mulkar, aunque en cierta medida mucho más realistas.
De pronto, Daelgar consideró que ya había practicado suficientemente el sortilegio de absorción y pasamos a jugar con las ondas sonoras, emitiendo sonidos. Mientras practicaba, Daelgar soltaba sortilegios de aislamiento sonoro para que no empeorara la mala fama de la Torre del Brujo con mis sonidos estridentes y mis notas discordantes.
—De la misma manera que un saijit con una guitarra no es forzosamente buen músico, los armónicos no son forzosamente buenos músicos —observó Daelgar.
Me sonrojé y silencié de inmediato la nota terrible que acababa de sacar.
—No tengo ni idea de música —admití.
—Lo había notado. No te interesa mucho controlar las ondas sonoras por lo que veo.
Fruncí el ceño y negué con la cabeza.
—La verdad es que no. Me parece antinatural. Los músicos siempre han sido músicos por tener instrumentos. En la vida he visto a un músico armónico, ¿existen?
—Por supuesto, aunque por lo general son más compositores que músicos en activo. —Se separó de la ventana en un brusco movimiento—. Ahora vamos a pasar al sortilegio de coloración.
Agrandé los ojos. Era la primera vez que lo proponía y escuché entusiasmada sus explicaciones porque, aunque ya tuviese ciertas bases sobre dicha rama pues era esencialmente lo que se enseñaba en Ató y en la academia, sabía que Daelgar me enseñaría muchísimas cosas nuevas.
Sentándose sobre la cama de paja, cogió las tijeras, las puso sobre su palma y soltó el sortilegio. Las tijeras, que antes eran de acero gris, brillaban ahora de un color rojo.
—El sortilegio de coloración es el mismo que el de absorción aunque la gente le dé nombres diferentes —explicó mientras yo seguía mirando las tijeras rojas para ver cuánto tiempo le duraría el sortilegio—. Hace variar el grado de emisión de las ondas cromáticas. Resulta más o menos fácil controlar un color, pero es mucho más difícil dibujar una imagen, y todavía más si quieres que se vea por todos los lados y con profundidad.
Recordé el sortilegio de coloración que le había echado a la carta de mi flor azul aquella tarde jugando al kiengó con Syu y me dije que al menos sabía crear una imagen, aunque tan sólo fuese durante un breve momento.
—¿Cuánto puede durar una ilusión? —pregunté, los ojos fijos en las tijeras.
Daelgar posó las tijeras sobre el suelo y me hizo un signo para que me sentara. Me senté ante él, sintiendo agradablemente la piedra fría contra mi piel.
—La duración de una ilusión es una de las cosas más difíciles de determinar. En algunos casos simples, como éste, el propio armónico puede adivinar más o menos según la fuerza que ha empleado y otros factores que yo mismo no tengo muy claros. Yo diría que las tijeras retomarán su color normal dentro de unos cinco minutos dado que apenas he elaborado el sortilegio —asentí, de acuerdo con lo que decía—. Debo reconocer que no tengo mucha idea de las causas por las que se destruye una ilusión, aunque, desde luego, lo más lógico es que no sea indefinida. La energía se disgrega y la ilusión desaparece. Esto también es algo que tienes que tener muy presente —añadió con un tono solemne—. Las ilusiones pueden engañarte a ti mismo y como es muy difícil conocer su duración y su composición, pueden desaparecer cuando menos te lo esperas. Por eso algunos armónicos hacen ilusiones que mantienen continuamente, pero hay que tener mucho cuidado con esa técnica, porque no solamente consume más energía sino que también depende mucho de que el mago no pierda la concentración en ningún instante. Mira, ya está perdiendo el color —observó tras un breve silencio.
Observé las tijeras y, efectivamente, el tono brillante y rojizo se oscureció y se desvaneció, adquiriendo rápidamente un matiz grisáceo y metálico.
Cuando Daelgar vio que tenía cierta facilidad para los sortilegios simples, me hizo hacer el ejercicio inverso, es decir tratar de destruir las ilusiones desestabilizándolas. También me explicó cómo en teoría se podía conseguir transformar la ilusión realizada por otra persona.
—Incluso existen torneos ilusionistas, en algunos círculos celmistas. Personalmente sólo asistí a uno de ellos y me pareció mortalmente aburrido.
—¿Torneos ilusionistas? —pregunté, curiosa, recordando por mi parte los torneos que existían en Ajensoldra—. ¿Hay muchos en Éshingra?
—Oh, los hay a montones. Los celmistas, después de estudiar tantos años, necesitan vanagloriarse de su pequeño talento. En lo que se refiere a los torneos armónicos, no es que sus reuniones sean dañinas para nadie, pero yo no les veo ningún interés. Uno de los desafíos que más les gusta consiste en deformar las ilusiones creadas por el adversario. Uno suelta una imagen y el otro generalmente la deforma de tal manera que sea algo totalmente diferente de la anterior. La gente apuesta mucho dinero en esas competiciones.
Carraspeó. Su tono de voz mostraba claramente que desaprobaba totalmente la conducta de esas personas.
—La mayoría son celmistas que fueron estudiantes en las academias —añadió—. Gente de cierta clase.
—Oh.
No aprendí mucho más después de esto y poco después Daelgar se despidió de mí y salió de la torre repitiéndome como siempre que no me olvidase de cerrar ambas puertas. Le aseguré que lo haría y escuché sus pasos alejarse. Apenas metía ruido y ahora empezaba a preguntarme si no soltaba constantemente algún sortilegio para apagar los sonidos. Tenía que ser muy curioso utilizar las energías sin pausa alguna. ¿Era acaso posible?
«¿No vas a avanzar el Viento?», me preguntó Syu, señalando el tablero de Erlun.
«Ah», solté. Me había olvidado completamente que me tocaba a mí. Me incliné sobre el tablero con expresión meditativa. «¿Has dicho avanzar el Viento? ¿Es eso lógico? Si avanzo el Viento, entonces…»
Syu gruñó impaciente y apareció junto al tablero con los brazos cruzados.
«Si avanzas el Viento, entonces la Flecha se doblará y tendrá que irse para un lado. Tú misma lo dijiste una vez. Pues ahora que puedes hacerlo, ¿por qué no lo haces?»
Observé el juego, bostecé y me encogí de hombros.
—No sé si es una buena jugada pero estoy demasiado cansada para pensar. Moveré el Viento y más te vale tener razón.
«Eres totalmente responsable de lo que haces», replicó Syu, retomando una de las frases que solía soltarme Daelgar.
Moví la ficha y me levanté. Eché un vistazo hacia Dathrun y me entró una fuerte nostalgia de Ató, con su colina, su río, sus bosques y sus pequeñas casas. Dathrun no era tan grande como Ombay, desde luego, eso todos me lo decían, e incluso algunas pinturas de hacía cincuenta años la pintaban como una ciudad llena de calles y avenidas y gente, pero aun así, Dathrun era tan diferente a Ató que me costaba sentirme como en casa. La academia era demasiado grande y de piedra fría, y la gente se cruzaba en la ciudad sin saludarse ni conocerse, cada uno con sus asuntos y sus supersticiones. No podía negar que Ató tenía también sus inconvenientes, pero aun así recordaba con dulzura los juegos en el bosque y en el Trueno, las clases tranquilas con el maestro Áynorin o el maestro Yinur… e irremediablemente todo esto me hacía pensar en Akín y Aleria, amigos míos desde hacía tantos años…
«Venga, deja ya de lloriquear por tiempos que han muerto», soltó Syu.
Sentí una oleada de cólera pero la retuve a tiempo y sacudí la cabeza. Syu no era un saijit y no era capaz de entender que para un saijit una vida no se dividía con una serie de muertes, como parecía ser el caso de los monos gawalts, o por lo menos de Syu. Suspiré.
«Volvamos a la academia y vayamos a dormir. Tengo demasiado sueño como para pensar correctamente.»
Syu se puso en marcha inmediatamente y le seguí más lentamente hacia la salida, sin olvidar cerrar las puertas con cuidado detrás de mí.
—Tan sólo cierra los ojos y concéntrate. No es tan difícil.
Jirio me fulminó con la mirada pero obedeció y volvió a cerrar los ojos mientras yo sonreía, muy divertida.
—¿Qué tengo que ver?
Sentados en el suelo, sobre la arena, bajo los rayos del sol, intentábamos avanzar en el aprendizaje del jaipú. Jirio había progresado rápidamente en un principio, pero ahora estaba completamente estancado y me sorprendí al darme cuenta de que, al fin y al cabo, yo había necesitado años para controlar el jaipú, pero por supuesto eso a mi alumno no se lo dije. Ya estaba bastante desanimado como para desesperarlo todavía más.
—Sientes el jaipú, ¿verdad?
—Pues claro que lo siento —replicó.
—Entonces ahora concéntrate tan sólo en tu jaipú. Es una parte que no es tuya y es tuya al mismo tiempo. Es una energía y como un animalito simpático, un conejo. Tienes que reconocerlo —solté, con un tono apremiante.
Jirio abrió los ojos, totalmente exasperado.
—¿Un animalito simpático? —repitió—. Estamos hablando del jaipú, Shaedra, ¿cómo quieres que lo reconozca bajo la forma de un conejo? Vamos a ver. —Inspiró hondo—. No mezcles tu percepción del jaipú con el mismo jaipú: tienes que entender que no todos los jaipús son iguales. Mira, es como si yo estuviese buscando un cocodrilo y tú me dijeses que el cocodrilo es en realidad un conejo. Yo no siento el jaipú como un conejo.
Reflexioné unos instantes sobre lo que acababa de decir mientras sentía los rayos agradablemente cálidos del sol. En la playa había gente sentada, la mayoría en pequeños grupos, con sus apuntes, medio revisando medio dormitando. Hacía un día radiante y Jirio y yo habíamos tenido la buena idea de instalarnos ahí.
—Perfecto —dije al de un momento—. Tienes razón. Haremos según tú lo vayas sintiendo. Al fin y al cabo es tu jaipú y lo conoces mejor que yo —Jirio agitó la cabeza afirmativamente—. Inténtalo otra vez. Concéntrate. Y yo te ayudaré.
Jirio me miró con una expresión interrogante, se encogió de hombros, fijó los ojos en el mar y al cabo fue cerrándolos poco a poco, concentrándose.
Intenté recordar de qué manera el maestro Yinur nos había enseñado a ver nuestro jaipú y sacudí la cabeza. El que realmente nos había ayudado a comunicar con nuestro jaipú había sido el maestro Áynorin, y lo había conseguido con tan sólo unas palabras. No recordaba que hubiera hecho nada más. Quizá a Jirio le faltaba tiempo para practicar, pensé.
Sentí que el jaipú de Jirio revoloteaba, inquieto, y me concentré. No sabía muy bien lo que pretendía hacer para ayudarle, pero por lo visto, si no hacía nada, no avanzaríamos jamás. Proyecté parte de mi jaipú y traté de entender el problema de Jirio. Si Jirio no era capaz de entender su jaipú, quizá yo pudiese hacerlo y así facilitarle la tarea. En fin, era una teoría.
Intenté examinar el jaipú de Jirio de más cerca, apartando cualquier escrúpulo: normalmente, en Ató, la gente que examinaba el jaipú de los demás con demasiada atención no estaba bien vista. Se consideraba casi como un insulto. Pero no estábamos en Ató y, al parecer, en Dathrun, el jaipú no era más que una energía vital que en todo caso podía servir a los acróbatas y a los monjes.
Me concentré y me abstraje totalmente de lo que me rodeaba. No sabía cuánto tiempo permanecí así, escudriñando el jaipú de Jirio, pero cuando me retiré el descubrimiento que había hecho me había dejado estupefacta. Su jaipú estaba continuamente atravesado por rayos de electricidad, como si hubiese una tormenta perpetua cuya energía se renovaba siempre. Era una visión algo preocupante.
Abrí los ojos y vi que Jirio me observaba con el ceño fruncido, quizá preguntándose lo que había visto. Nos pusimos a hablar al mismo tiempo y nos callamos.
—¿Qué? —preguntó Jirio—. Parece que has visto un fantasma.
Me encogí de hombros.
—¿No has conseguido notar nada más de tu jaipú? —Él negó con la cabeza y suspiré—. No deberías dejar tu jaipú tan a la vista…
En aquel momento, un grito resonó en la colina que llevaba a la playa. Cuando me giré, vi a Laygra que bajaba a toda prisa gritando mi nombre.
—¡Shaedra! ¡Shaedra!
Me levanté de un bote, súbitamente alertada. El pelo negro recogido con una cinta roja, Laygra corría desenfrenadamente hacia nosotros. Vestía una falda roja y una camisa blanca con encajes que remontaban hasta su cuello. No pocas veces había sorprendido a algunos estudiantes mirándola como embobados mientras pasaba delante de ellos y sonreí a medias.
—¿Qué le ocurre a tu hermana? —preguntó entonces Jirio, turbado. También él se había levantado y le iba quitando la arena a los apuntes de invocación agitándolos sin delicadeza.
—Ni idea. Pero parece importante.
—¡Shaedra! —repitió Laygra mientras ya llegaba junto a nosotros—. ¡No te lo vas a creer! ¡Están aquí, en Dathrun!
La miré, boquiabierta.
—¿Quién está aquí? —solté.
Mi hermana hizo un gesto irritado.
—Pues ¿quién va a ser? Lénisu y los demás.
Sentí cómo una ola de alivio y felicidad me invadía de pronto. El corazón se me puso a latir a toda prisa y la tensión que guardaba escondida en un lugar de mi mente estalló. Me dio un ataque de risa y le di un abrazo a Laygra, bailando de lo contenta que estaba. Le di otro abrazo a Jirio mientras éste me observaba con la cara atónita, pensando sin duda que acababa de superarlo en su locura, y levanté las manos al cielo gritando alegremente:
—¡Bosque de Luna!
Y me puse a hacer unas cabriolas exageradas, dando volteretas de alegría.
—Venga, deja ya de marearme con tanta acrobacia —se quejó mi hermana, aunque la vi mostrarse claramente impresionada por mi habilidad.
Me serené un poco, cayendo sobre mis dos piernas y pregunté ansiando saber la respuesta:
—¿Dónde están, Laygra?
—Están en un albergue, en Dathrun —declaró—. Y él los encontró.
Entendí que tomaba sus precauciones para que Jirio no se enterara y no pude evitar hacer una mueca. Si Laygra se hubiera tomado la molestia de entender cómo era Jirio, habría comprendido que en realidad era una persona sensible en la que se podía confiar absolutamente. Pese a la amistad que había empezado a unirnos a Jirio y a mí, los demás, incluidos mis hermanos, desaprobaban mi conducta. Yensria y su grupo me miraban con sorna aunque también miraban a Jirio con más curiosidad, como preguntándose cómo un loco había podido trabar amistad conmigo. Yensria Kapentoth me había avisado que mis relaciones dejaban que desear y que no intervendría en el caso de que Jirio me dejara carbonizada por un relámpago. Toda su banda se había puesto a reír en esa ocasión, y Zoria y Zalén me habían arrastrado hacia la puerta, inquietándose de la mirada asesina que le había echado a Yensria, la cual había comentado al alejarse que la pobre había caído en las garras de todos los raros de la academia, hasta en las de “esas gemelas humanas lunáticas”. En aquel momento reaccioné rápidamente y cerré la puerta antes de que Zoria y Zalén pudiesen recapacitar y dar media vuelta para estrangular a Yensria.
En general, las clases comunes a los distintos departamentos eran tan numerosas que en ningún momento alcancé a conocer más de una veintena de nombres. Algunos de los alumnos eran simpáticos aunque no había congeniado realmente con ninguno, menos con Steyra, Klaristo, Rathrin y las gemelas. Y Jirio, por supuesto. Pero todas esas personas eran aún gente nueva para mí. No las conocía a fondo como a Akín o a Aleria, e incluso a Aryes. Paralizada en mis pensamientos, espiré lentamente, feliz.
—¿Están todos? —pregunté de pronto.
Laygra abrió la boca y la cerró. Frunció el ceño y sacudió la cabeza.
—Eso no lo decía el billete.
—¿Dónde está Murri? —pregunté con impaciencia—. Tenemos que ir al albergue de inmediato.
Laygra me observó, divertida.
—Nos espera en el Puente Frío, y habrá que darse prisa porque estará tan impaciente que es posible que se vaya sin nosotras.
Agrandé los ojos y me puse a correr hacia las murallas de la academia como si me persiguiese un ejército de nadros rojos. Atravesé los pasillos a toda velocidad, utilizando el jaipú como el maestro Áynorin lo hubiera hecho. Volaba más que corría pero de pronto me empotré contra una masa invisible y resbalé sobre el suelo resbaladizo y verdoso antes de caerme cuan larga era. Oí una carcajada y vi a un joven de unos dieciséis años aparecer junto a una rubia que se tapaba la boca delicadamente mientras me observaba. Gruñí y volví a levantarme. Alay, pensé, reconociendo al joven que me habían señalado más de una vez como el jefecito de una banda de graciosos poco respetuosos.
Oí que Laygra llegaba detrás de mí, corriendo a toda prisa para alcanzarme y le grité:
—¡Cuidado! Demos media vuelta y pasemos por otro sitio. Este pasillo está ocupado por salvajes —añadí sin pensarlo mucho.
—¿Salvajes? —repitió la rubia, indignada—. Tú no sabes quién soy, niñata nigromante.
Por un instante, me quedé petrificada. ¿Niñata nigromante? ¿Era eso un insulto común en Dathrun o iba expresamente dirigido a mí?
—Tienes razón —le dije—. No tengo ni idea de quién eres. Pero en ciertos casos no hace falta saber quién es quién. Basta con ver los actos. Buenos días.
E intenté retroceder, pero algo me impedía andar con rapidez y oí la carcajada de Alay.
—El sortilegio de entorpecimiento funciona —dijo, como simple observación científica.
—¡Es injusto! —solté, cubriéndome el rostro con las manos. Algo en mí estalló y me puse a llorar. ¡Lénisu, Akín y Aleria estaban en Dathrun y estos sinvergüenzas despiadados me impedían ir a verlos! Cada pensamiento que atravesaba mi espíritu hacían redoblar las lágrimas que rodaban sobre mis mejillas.
Una mano me cogió de un brazo y otra del otro. Alguien, torpemente, me puso algo en mi mano derecha. Intenté ver lo que era pero mis lágrimas me lo impidieron.
—Bebe esto, anda. Se te pasará el entorpecimiento —dijo una voz.
—Si hubiese sabido que le afectaría tanto… —decía otra voz, la de Alay. Con cierta sorpresa, creí notar en el tono de su voz un deje de culpabilidad. Parpadeé, me pasé la manga sobre los ojos y eché una mirada a mi alrededor. La rubia no estaba por ningún lado. Alay, con los labios apretados, observaba el profesor Tawb mientras Laygra me exprimía la mano con tanta fuerza que me hacía daño. Parecía que acababa de sufrir una conmoción.
Levanté el vaso que tenía en la mano y me bebí de un trago el líquido azulado que había en su interior. Sin escuchar la conversación entre el profesor y Alay, me froté las mejillas irritadas por las lágrimas e inspiré ruidosamente.
—¿Shaedra, estás bien? —me preguntó Laygra con aire preocupado.
Asentí.
—Era tan injusto —solté, y sintiendo que volvían a amenazarme las lágrimas sacudí la cabeza y pensé de pronto—: ¡Lénisu! ¡Rápido, Laygra! Murri se va a ir sin nosotros. ¡Muchas gracias, profesor Tawb! —dije, recordando los modales.
Llegamos a la entrada de la academia sin más incidentes, saludamos al guardián con un gesto rápido y atravesamos el puente corriendo. Ahí nos esperaba Murri, sentado sobre una piedra. Parecía muy ensimismado en sus pensamientos y deduje que ni siquiera había visto el tiempo pasar. Sin duda tenía que estar imaginándose su reencuentro con Lénisu. Después de todo, siempre lo había considerado como a una persona deshonesta, y al darse cuenta de que quizá lo había juzgado mal, no sabría ya qué pensar.
—¿Murri? —soltó Laygra cuando estuvimos a unos metros.
Nuestro hermano alzó la cabeza bruscamente y se levantó de un bote.
—Vamos —dijo sin más preámbulos.
* * *
El albergue de Las tres sirenas era un establecimiento viejo y no muy limpio, en el barrio del Puerto. Incluso en el interior había un fuerte olor a pescado. Sin embargo, cualquier albergue de más categoría habría sido más silencioso que aquél. De hecho, cuando entramos los tres por la puerta abierta, la taberna estaba llena. Era la hora de la comida y se amontonaban alrededor de las mesas y del mostrador un sinnúmero de saijits, en su mayoría hombres, que tenían todo tipo de ocupaciones, tripulaciones de marineros, obreros, viajeros y familias enteras, había un poco de todo.
Se oía un estruendo de voces y de música. En un rincón, un muchacho que no debía de tener más años que yo tocaba una música alegre con su guitarra, seguramente para ganar unos pocos décimos de kétalo al finalizar el día.
Paseé la mirada por la taberna mientras seguía a mis hermanos adentro. La taberna era muy diferente del Ciervo alado. Nunca había habido tanta agitación y tanto borracho en la taberna de Kirlens.
—¿Creéis que estarán comiendo? —preguntó Laygra.
Eché ojeadas casi frenéticas a mi alrededor, imaginándome que veía a Lénisu de pronto, apareciendo entre la multitud, con sus ojos violetas sonrientes.
—¿Cómo sabéis que ese mensaje era de él? —pregunté de pronto, figurándome de pronto que algún alma pérfida nos había engañado.
Murri se giró hacia mí negando con la cabeza.
—¿Quién más podría ser?
No supe contestar a su pregunta y llegamos finalmente abajo de las escaleras, donde nos detuvimos, indecisos.
—¿Qué hacemos? —pregunté, mordiéndome el labio.
Pero en aquel instante, sentí que había alguien a nuestras espaldas y me di la vuelta bruscamente al tiempo que un gnomo encapuchado recostado sobre el mostrador nos decía:
—Arriba, número quince.
Abrí los ojos como platos.
—¿Srakhi? —murmuré, atónita.
Los ojos inteligentes del gnomo me observaron un instante. Percibí un breve asentimiento y cuando me di cuenta de que mis hermanos nos miraban alternadamente con una expresión interrogante, asentí a mi vez, haciendo un gesto discreto hacia las escaleras.
Sin más dilación, Murri y Laygra se pusieron a subir las escaleras y, ante la mirada de aviso de Srakhi, callé la pregunta que había estado a punto de nacer en mi boca y seguí a mis hermanos en silencio.
Los peldaños de madera crujían pero ninguno estaba roto y cuando llegamos arriba, nos encontramos en un pasillo oscuro con muchas puertas. Las habitaciones no debían de ser muy grandes.
—¿Dónde está el gnomo? —preguntó en voz baja Murri, mirando hacia atrás con aire inquieto.
Agité la cabeza.
—Estará vigilando, aunque no sé qué. Por Nagray, no se ven casi los números —gruñí.
Sin embargo, no nos costó encontrar el número quince y llamamos a la puerta con dos golpes sordos. No sabíamos por qué, pero el aire misterioso de Srakhi nos había infundido a todos cierta discreción.
La puerta se abrió y de ella salió una sombra como un relámpago, abalanzándose sobre mí.
—¡Shaedra! —soltó Deria, con los ojos brillantes de alegría.
La estreché entre mis brazos con fuerza.
—Deria —dije, emocionada.
La puerta se había abierto de par en par y vi a los que estaban dentro: Dolgy Vranc y Aryes. ¿Dónde estaban Aleria, Akín y Lénisu?, me pregunté, mientras me invadía una mezcla de felicidad y preocupación.
Deria se separó de mí con una enorme sonrisa que le devolví. Aryes me observaba con intensidad. Llevaba el pelo negro revuelto y una ropa de viajero de buena calidad que le iba bien. Su rostro pálidamente azulado había cambiado ligeramente, haciéndose más firme y maduro. ¿Cómo era posible que fuese capaz de notar todos esos cambios?, me pregunté, sorprendida, pestañeando. Con un súbito impulso, Aryes dio un paso adelante y me dio un abrazo al que respondí con fuerza con los ojos húmedos. No me había dado cuenta hasta entonces de que todo ese tiempo me había acompañado una tristeza continua que sólo ahora conseguía arrancarme en parte. Sólo me faltaba saber dónde estaban Aleria, Akín y Lénisu, pensé, intentando no dejar rienda suelta a mi imaginación.
—Te echábamos de menos —dijo entonces el semi-orco, desordenándome el cabello afectuosamente, mientras me separaba de Aryes—. Hemos estado buscándote por todas las Comunidades de Éshingra. Espero que en nuestra ausencia no hayas encontrado algún anillo destructor o alguna gema perdida hace miles de años, ¿eh?
Sonreí, haciendo una mueca.
—Aún no —contesté—. Pero con la suerte que tengo, acabaré encontrando los peores artilugios de toda la Tierra Baya. Estos son mis hermanos, Murri y Laygra. —Me giré hacia mis hermanos y pronuncié los nombres de mis amigos—: Ésta es Deria. Aryes y Dolgy Vranc.
—Un placer —dijo Murri con su habitual cortesía de caballero. No dejé de fijarme, sin embargo, que miraba fijamente el rostro del semi-orco con cierta aprensión. Laygra, tan pronta en aceptar las diferencias, sonreía, prudente, y mantenía una distancia aceptable entre Dolgy Vranc y ella.
Dolgy Vranc, habituado como estaba a esas reacciones, no les dio mucha importancia y sonrió.
—Entrad. Hablaremos con más calma sentados.
Después del caluroso reencuentro, me sentía mucho mejor. Cerramos la puerta y nos sentamos en la cama y en las sillas.
—Te preguntarás dónde demonios estará tu tío, ¿verdad? —dijo el semi-orco con un tono afable.
Asentí, observándolos con atención, intentando leer en sus pensamientos lo que se aprestaba a decirme Dolgy Vranc.
—Pues bien. Os contaré la historia. Nada más entrar en la ciudad, ayer a la noche, apareció la silueta de un hombre que conocía a Lénisu. El mismo que ahora os ha avisado de que estábamos aquí.
Asentí con la cabeza.
—Sí. Lo conocemos.
Dol enarcó una ceja interesada.
—¿Ah? Pues nosotros no lo conocíamos. De hecho, al principio creímos que era algún bandido. Antes de irse con él, Lénisu tan sólo nos dijo que era un viejo amigo y que nos instalásemos en este albergue hasta que volviese. También nos dijo que probablemente vendrías a vernos.
—Así que probablemente Lénisu estará hablando con él en este mismo momento —comenté como para mí, aliviada e inquieta a la vez, porque no acababa de fiarme de los planes del señor Mauhilver—. ¿Y Srakhi?
Dolgy Vranc me observó atentamente y contestó:
—El gnomo no se fía de nadie y está de un humor de perros porque el supuesto amigo de Lénisu no le ha permitido que los acompañasen. Ya sabes que intenta salvarle la vida a tu tío para pagar su deuda.
—¿Salvarle la vida? —repetí, alucinada. Jamás hubiera imaginado que se trataba de eso.
—Ya sabes, los hay que siguen a rajatabla los principios de sus cofradías.
—¿Srakhi pertenece a una cofradía? —me extrañé.
—Ajá. No tuviste mucho tiempo para conocerlo, pero yo llevo más de un mes aguantándolo. Es un say-guetrán —añadió en tono más bajo.
Agrandé los ojos.
—Vaya —dije.
—¿Y eso qué es? —preguntó Murri con humildad, mirándome con aire interrogante.
—La verdad, no lo sé muy bien —contesté, sacudiendo la cabeza—. Una cofradía religiosa, ¿verdad, Dol?
—Bueno. Yo no sé mucho sobre ellos. Pero sé que al menos uno de sus miembros se pasa dos horas rezando todos los días antes de la cena —soltó con tono cómicamente quejoso—. Pero dejemos de hablar del gnomo y hablemos de ti, Shaedra, ¿qué tal estás? ¿dónde apareciste al cruzar el monolito?
—Aquí mismo, en Dathrun. Desperté en una enfermería de la academia, donde me había llevado Murri. Al parecer sufrí una pequeña conmoción al atravesar el monolito, pero enseguida me repuse. Laygra y Murri están estudiando en la academia —expliqué.
Aryes silbó entre dientes, mirando mis hermanos, impresionado.
—¿En la academia celmista de Dathrun?
Laygra se sonrojó y Murri carraspeó.
—Sí… Pero no por nuestro mérito. Nos ayudó alguien.
—Márevor Helith —añadí, sin entender por qué Murri siempre quería guardar secretos.
—Márevor Helith —repitió Dol, frunciendo el ceño. Estuvo así un rato, pensativo y luego negó con la cabeza—. No lo conozco, ¿debería?
Me encogí de hombros.
—Es profesor en la academia.
—Ah.
—Y tiene muchos años porque es un nakrús —añadí.
Dolgy Vranc y Aryes palidecieron.
—¿Un nakrús? —soltó este último con un sonido gutural.
—Preferiría explicaros todo esto cuando estén también Lénisu, Aleria y Akín. No me perdonarían que empezase a contar la historia sin ellos…
Me callé al darme cuenta del velo de tristeza que había aparecido en el rostro de ambos.
—¿Qué ocurre?
—Aleria y Akín no estaban con nosotros cuando atravesamos el monolito —explicó Dol—. Se fueron con Stalius e ignoramos dónde están.
Asentí tristemente sin contestar, sintiendo que algo se me había atascado en la garganta.
—Quizá… en fin, quizá ni siquiera atravesaron el monolito —agregó—. No lo sé.
—Lo atravesaron —intervine, intentando convencerme a mí misma—. Márevor Helith dijo que había hecho cuatro entradas, pero que no había podido controlar más de una única vía.
Dolgy Vranc me miró y asintió, meditativo.
—Aryes, Srakhi y yo pasamos uno. Lénisu y Deria otro.
—Y Stalius pasaría con Aleria y Akín —concluyó Aryes, más animado—. Están vivos, Shaedra.
Le dediqué una pálida sonrisa y asentí.
—Así que ese nakrús nos ha salvado la vida —comentó el semi-orco—. Me gustaría conocerlo.
—Le gustaría todavía más a Srakhi —dijo Deria, bromeando—. No sabrá a quién seguir, si a Lénisu o al otro.
—Pues le costará mucho en ambos casos —dije, sonriente.
Y miré a mi supuesta alumna dándome cuenta de que ella también había cambiado. No era que hubiese crecido mucho, aunque tomando en cuenta que era medio mediana medio faingal, no se podía saber, pero sus ojos ya no parecían estar sumidos en los recuerdos como antes. Sin duda el tiempo acababa ahogando las peores desgracias y ahora que volvía a ver reunido el grupo parecía totalmente feliz.
—¿Así que cruzaste el portal con Lénisu? —le pregunté.
Deria se mordió el labio, molesta.
—Lénisu no quería pasar a través. Se volvió como loco y… se arrodilló sobre el suelo tirando a un lado la espada ensangrentada. ¡Venían los nadros y me decía que prefería morir a atravesar otro monolito!
La miré, boquiabierta. ¿Lénisu se había resignado a morir antes que cruzar un monolito? Intenté representarme la escena y al cabo de unos instantes contemplé el rostro de Deria, aterrada.
—¿Qué ocurrió? —pregunté.
Deria se sonrojó.
—Le dije que no quería morir. Entonces, pareció resurgir de un sueño, cogió su espada, y justo antes de que nos alcanzasen los nadros rojos, me empujó hacia el monolito.
Me había quedado atónita al representarme la escena. ¿Era así como me encargaba yo de mis alumnos? ¿Abandonándolos a su suerte? Invadida por la vergüenza, pensé que menos mal que había estado Lénisu con ella.
—¿Y no pasaron los nadros rojos a través del monolito? —preguntó Laygra, también impresionada.
—No —negó Deria, resoplando—. Por suerte, los animales son más prudentes que nosotros.
Pff, me dije. Sólo se les ocurriría a los saijits cruzar un monolito que llevaba los demonios sabían dónde. O a los monos gawalts, añadí mentalmente, con una sonrisilla. Deria se estremeció.
—Los nadros rojos son feos —gruñó.
Solté una carcajada y asentí.
—Y sobre todo, cuando mueren, porque al de un rato, su cuerpo explota —le dije.
—¿De veras? —exclamó Deria, horrorizada.
—Sí, por eso normalmente se queman para evitar que exploten y que desparramen su energía en el aire —explicó Dol.
Por lo visto, Deria no tenía mucha experiencia con los nadros rojos. En Ató, la guardia no paraba de defender la ciudad de bandas desordenadas y hambrientas que venían del portal funesto del sur. Pero en las Comunidades de Éshingra no había portales funestos y en la parte este era difícil encontrar criaturas así. Una cosa muy diferente ocurría en el oeste de las Comunidades de Éshingra pues todas las criaturas repelidas de Kaendra y Ató se desparramaban por las montañas y muchos migraban hacia el este, hacia el Bosque de Hilos y las Tierras de Acaraus. Pero la Guardia de las Comunidades de Éshingra se aseguraba de que ningún habitante de Ombay viese la punta de la cola de un nadro rojo. Esa cuestión era uno de los puntos de tensión entre Ató y Ombay, porque se suponía que como el portal funesto estaba en Ajensoldra, quienes se tenían que ocupar de él eran los ajensoldrenses. Descarté todos esos pensamientos que no venían a cuento y silbé entre dientes, impresionada por la historia.
—¿Y dónde aparecisteis? —pregunté.
—Cerca de Nuiná —contestó ella simplemente.
—¡¿Qué?! —exclamé, fulminando a Murri con la mirada. Nuiná estaba en el Bosque de Hilos, ¡se necesitaba más de tres semanas para ir ahí!
Mi hermano agrandó los ojos con aire inocente e hizo un gesto tranquilizador.
—Todo ha salido bien, ¿verdad? —replicó—. Además, no me culpes a mí, yo no hice gran cosa.
—¡Shaedra! —intervino Dolgy Vranc, esbozando una sonrisa—. ¿No estarás culpabilizándolo por habernos salvado de los nadros rojos?
Bajé los ojos con una mueca y renuncié a decirle que quizá no pensaría de esa manera si el rescate del gran Márevor Helith hubiese salido mal.
—¿Y vosotros dónde aparecisteis? —inquirí.
—Cerca de la costa, entre Ombay y Dathrun —contestó el semi-orco.
—En medio de un bosque —aclaró Aryes, con una expresión curiosa. Dol tosió y sonrió y los miré alternadamente, intrigada.
—¿Os vieron aparecer?
—No, santo cielo —replicó inmediatamente Dol—. Nos habrían despedazado.
—¿Quiénes?
—Un grupo de guerreras humanas. Se bañaban en el río.
—Ah —solté al cabo de un rato, ruborizándome.
—Nos alejamos discretamente —continuó Dolgy Vranc— y llegamos a un pueblo costero. Nos quedamos ahí una semana, luego fuimos viajando hacia el norte. En Ombay, Srakhi fue a ver a algunos conocidos y empezamos a buscaros. No teníamos ni idea de por dónde empezar. Pasaron varias semanas antes de que nos enterásemos de que un ternian había desaparecido en el camino hacia Dathrun. Nos dirigimos ahí enseguida, pero llegamos a Dathrun sin tener noticia de Lénisu. Ya estábamos pensando lo peor cuando vimos a Deria con una tropa de malabaristas.
Me giré hacia Deria, atónita.
—¿Una tropa de malabaristas?
Sonrió, muy contenta.
—Sí. Cuando Lénisu desapareció, me encontró una tropa de malabaristas y me recogió. ¡Dijeron que tenía predisposiciones para convertirme en malabarista!
Sonreí al verla tan entusiasta, pero entonces fruncí el ceño.
—Ya… pero, ¿cómo desapareció Lénisu? ¿Y cómo os lo encontrasteis?
—Según Deria, fue a recoger leña para preparar la comida y no volvió —dijo Dol—. Luego nos lo encontramos por casualidad por el camino, a unos días de aquí, al norte. Casi nos cruzamos sin vernos.
—¿Qué le ocurrió? —preguntó Laygra.
Dolgy Vranc y Aryes intercambiaron una mirada.
—Er… Bueno… —dijo Dol—, no quiso decírnoslo. Pero volvió muy malhumorado.
—¿No quiso decíroslo? —soltó Murri con un curioso tono.
Dolgy Vranc observó el rostro de mi hermano con su gran cabeza de semi-orco inclinada hacia un lado.
—Tengo curiosidad por conoceros, a vosotros dos —dijo—. Pero, diablos, ¿qué tal si vamos a dar un paseo?
—Lénisu nos dijo que no nos moviésemos —protestó Deria.
—Srakhi se quedará aquí —gruñó Dolgy Vranc—. Además, llevamos horas metidos en este cuchitril. Creo que ya es hora de que vayamos a disfrutar del maravilloso día que hace.
Aryes y yo asentimos enérgicamente y poco después estábamos andando sobre la playa, bajo un sol radiante y envueltos en un aire cálido que nos hizo sudar al de poco.
Por el camino, Dolgy Vranc se puso a hacerles preguntas a Murri y a Laygra sobre cómo habían llegado a Dathrun y mis amigos se mostraron muy impresionados al enterarse de que mis hermanos habían viajado solos de las Hordas hasta Dathrun, atravesando unas de las tierras más peligrosas de la Tierra Baya.
—Una vez, vimos a una banda de trasgos en un desfiladero —contó Murri—. Afortunadamente, los vimos y ellos no. Hicimos un rodeo y nos escondimos durante dos días sin comida y con una cantimplora medio vacía. Cuando fui a ver si aún estaban por ahí, olí a quemado y vi que una patrulla ajensoldrense se había encargado de ellos. Creo que ése fue el mayor susto que nos llevamos.
Deria había soltado una exclamación de terror.
—¡Tuvo que ser horrible! —dijo.
Murri sonrió, divertido por tener una espectadora tan comprensiva y al de un rato se giró hacia Dol.
—Yo también quisiera saber más cosas sobre ti, Dolgy Vranc. Mi hermana me contó que eras un gran identificador.
Dolgy Vranc adoptó una expresión modesta.
—Oh, Shaedra, ¿de veras les has dicho eso? —Hizo una pausa y asintió—. Quizá sea cierto. Identifiqué la Armadura de los Muertos, ¿nunca oísteis hablar de esa historia?
—Pues… —empezaron a decir Murri y Laygra, con las cejas enarcadas.
—Dejadme que os la cuente —les interrumpió el semi-orco—. Ocurrió un día, hace muchos años. Yo había pasado el día vendiendo atrapa-colores y otros juguetes que fabrico, y volvía tranquilamente a mi casa, cuando de pronto, abriendo la puerta, sentí que algo había cambiado.
Hizo una pausa y, aunque yo ya conocía la historia, la escuché con la misma fascinación que los demás.
—Poso las llaves donde siempre, en el bufé, y voy hasta la cocina, y en camino, oigo un ruido metálico en el salón. Definitivamente, alguien había entrado en mi casa. Así que me doy la vuelta, cojo mi bastón de caminar y me acerco prudentemente. Empujo la puerta y ¡zas! —Todos nos estremecimos, asustados, y él sonrió—. Veo a un hombre muy gordo sentado en mi sofá, con un enorme paquete envuelto con una tela que se asemeja a una alfombra multicolor.
Entonces contó su conversación con el hombre, narrando la versión que éste le había dado de cómo había heredado una armadura mágica de un pariente lejano que había muerto con la armadura puesta.
—El muy cretino pensaba que me lo tragaría —se rió Dolgy Vranc—. Pero cuando realicé mis experiencias y me di cuenta de que la armadura no era otra que la Armadura de los Muertos, supe enseguida que aquel hombre no era del todo honrado y que seguramente lo había robado a un pobre ambicioso. Ya sabéis que la Armadura de los Muertos mata poco después de que uno se la ponga. Afortunadamente para el hombre, era demasiado gordo para ponérsela, y de todos modos creo que ni intentó ponérsela, lo que buscaba era que le dijese que aquella armadura era mágica, para que pudiese venderla a buen precio. Cuando le dije la verdad, no me creyó. Avisé al Capitán de la Guardia y el Dáilerrin requisó la Armadura como propiedad de Ajensoldra. Debo admitir que el vendedor recibió una indemnización muy superior a lo que debería haber recibido —añadió.
—¿Y a ti, cuánto te pagó? —preguntó Aryes.
—Oh. No puedo quejarme —contestó con una sonrisilla—. Aunque ese vendedor era tremendamente tacaño. Tuve que utilizar mis dotes de orador para hacerle subir un poco el precio de mi identificación. —Nos guiñó un ojo con un aire cómplice y yo sonreí, divertida.
El sol flotaba sobre el mar y los rayos del atardecer iluminaban las torres de la academia isleña con una luz rojiza y tranquila. Cuando al fin el sol dañino desapareció hundiéndose en el mar, pude admirar la puesta de sol y advertí la presencia de una isla al noroeste de la academia en la que había un edificio con forma esférica. La casa de Márevor Helith, recordé. ¿Realmente vivía ahí, tan apartado? En todo caso, hacía más de un mes que había desaparecido sin dejar rastro y ningún profesor había mentado su ausencia, como si el hecho de perder a un colega de la noche a la mañana fuese de lo más común. Los alumnos, en cambio, habían comentado profusamente su desaparición. Muchos decían que lo habían echado, y con razón, porque al fin y al cabo era un nakrús y era inaceptable tener a un profesor muerto que hubiese sucumbido a las «fuerzas del mal». Otros lamentaban la partida de un buen profesor, y otros decían que lo habían echado porque empezaba a dar malas ideas a algunos alumnos. Cuando Murri oía demasiados de esos rumores, gruñía diciendo que nunca Márevor Helith se arriesgaría a enseñar a nadie artes nigrománticas. Los profesores lo conocían desde hacía muchos años. Era como una piedra más de la academia. Y sin embargo Márevor Helith nos había confesado que un día se marcharía, rememoré.
Nos habíamos sentado sobre la arena y charlábamos tranquilamente de banalidades. Yo les conté mi vida en Dathrun y les describí a las gemelas, contándoles todas las tonterías que hacían día tras día.
—Tienen la cabeza hecha un verdadero mejunje de insultos, travesuras e ideas estrafalarias —dije con aire catastrofista, mientras los otros se reían—. Rara vez suelen estarse quietas, y creo que nunca las he visto meditar tranquilamente sobre algo.
—En clase ya estarán quietas, ¿no? —intervino Laygra.
—Son unas aceleradas —contesté, agitando la cabeza—. En algunas clases, llegan y toman apuntes a lo loco, y otras veces no aparecen. Algo traman. Pero son simpáticas.
—Gente realmente curiosa —observó Dolgy Vranc con una sonrisa.
—Jirio es un tipo todavía más curioso, ¿verdad, Shaedra? —dijo Laygra con un tono que me irritó un poco. Resoplé.
—Curioso es, sin duda. Aunque es un buen amigo, Laygra. No entiendo por qué no ves más que su lado lunático.
—¿Quién es Jirio? —preguntó Deria, intrigada.
—Oh, si se tratase sólo de eso… —me contestó Laygra con el ceño fruncido—. Jirio es un ternian de catorce años que pierde el control de sus energías con muchísima facilidad —explicó dirigiéndose a Deria—. Es casi como si lo hiciese queriendo —añadió, mirándome a los ojos—. No me fío de él, es alguien inestable.
Negué con la cabeza y la corregí:
—Su energía es inestable, pero él no lo es. Y tengo la intención de ayudarlo.
—Una noble actuación —notó el semi-orco.
Levanté los ojos hacia él y un movimiento de sombra en la arena me llamó la atención. Durante tres segundos escudriñé la silueta que avanzaba por la playa con un paso sigiloso y rápido. Llevaba una espada en el cinto y una ancha túnica de un verde oscuro. El cabello negro y largo rodeaba su rostro sumido en la sombra del crepúsculo, pero no cabía duda, era él.
—¡Lénisu! —grité, levantándome de un bote.
La arena brillaba como el fuego en el atardecer. Corrí hacia él, con una gran sonrisa dibujada en el rostro.
—Shaedra —dijo, cuando llegué a su altura. Me abrazó con fuerza—. ¿Qué tal estás?
—Yo perfectamente —contesté, mirándolo fijamente a los ojos—. Pero… ¿y tú?
Lénisu se encogió de hombros, esbozó una sonrisa y me despeinó el pelo con una mano cariñosa.
—Ahora que te tengo aquí, mucho mejor, sobrina.
—Pues estarás triplemente mejor cuando veas a tus otros dos sobrinos —declaré.
Y sonreí anchamente al ver brillar la alegría en sus ojos violetas.
Solté un inmenso suspiro.
Sentada en el borde de la ventana de mi cuarto, rememoraba los días anteriores en busca de alguna razón por la que podía sentirme tan preocupada como en aquel instante. Como había coincidido con los días de exámenes, había tenido casi todas las tardes libres, de modo que había pasado mucho tiempo con Aryes, Deria, Dol y Lénisu. Habíamos visitado la ciudad en compañía de mis hermanos y habíamos observado una representación de la tropa en que Deria se había metido durante unos días. También había aprovechado para presentarles a Syu. Deria y Aryes habían estado encantados, Dol había hecho una mueca indefinible y Lénisu había gruñido diciendo que dudaba de que le pudiera llegar a caer bien un mono gawalt porque en alguna ocasión ya había tenido que sufrir las trampas traviesas de esos «monos descerebrados». Syu se había quedado a cuadros y yo había intentado serenarlo, pero a partir de ahí, el mono se había negado en rotundo a acompañarme cuando iba a ver a mi tío en Dathrun.
Todo parecía ser un cuadro tremendamente feliz. Tan sólo dos cosas me impedían apartar los pensamientos oscuros de mi mente. ¿Dónde estaban Aleria y Akín? ¿Acaso no habían sobrevivido? ¿Acaso ni siquiera habían atravesado el monolito? Con sólo pensar en los nadros rojos cercándolos con sus colas con púas y sus mandíbulas de fuego, me recorría un escalofrío de horror. Había otro asunto que me preocupaba, y éste, en teoría, no debería haber sido difícil de entender y arreglar, pero en la práctica las cosas habían resultado mucho más complicadas.
Se trataba de Lénisu. Lénisu y sus secretos. La mirada perdida, contemplaba cómo embestían las olas contra las rocas, encaramada junto a la ventana como un mono. Algo sabía Lénisu que no quería compartir conmigo y que me concernía directamente. Ignoraba cuál era el problema, pero al parecer había claramente un problema y Lénisu se comportaba como si no hubiese pasado nada. ¿Adónde había ido aquel día en que había abandonado a Deria? No cabía duda de que algo le había impedido volver, ¿pero qué?
De pronto la puerta se abrió y entraron Zoria y Zalén disputándose un papel.
—¡Déjalo! —gruñía la primera, estirando con más fuerza.
—¡Lo encontré primero! —se indignó la segunda.
Ambas se detuvieron en seco al verme en el cuarto, intercambiaron una mirada y Zoria, que se había quedado con el papel, lo agitó un poco con una sonrisa desenfadada.
—Er… hola, Shaedra, ¿qué haces aquí?
Por lo visto, no se esperaban a que hubiese alguien en el cuarto. Intrigada por la importancia que parecían dar a ese papel, las observé con detenimiento mientras Zoria guardaba minuciosamente la hoja en su saco bajo una ojeada rápida pero fulminante de Zalén.
—Estaba descansando —contesté—. ¿Qué tal os ha salido la práctica?
—Aún no hemos pasado —contestaron al mismo tiempo.
—Pasamos a las cuatro —dijo Zalén.
—Odio los exámenes —añadió Zoria, con una mueca—. ¿A qué hora pasas tú?
—A las dos, dentro de una hora.
—¿Y no estás estudiando?
—Vosotras tampoco —repliqué con una sonrisa divertida.
Las gemelas intercambiaron de nuevo una mirada y pusieron los ojos en blanco.
—Venga —dijo Zalén, acercándose a mí y cruzándose de brazos—. ¿A que te interesaría saber lo que estamos tramando?
Enarqué una ceja, sorprendida por el nuevo cariz que había tomado la conversación.
—De acuerdo, ¿qué andáis tramando? —pregunté, intentando aplacar la curiosidad en mi tono de voz.
Pero Zoria y Zalén no se dejaron engañar y sonrieron anchamente.
—Si te lo dijéramos, no nos creerías —dijo Zalén.
—Y si supiésemos que nos creerías, no te lo diríamos —añadió Zoria sentándose en una cama y apoyando la barbilla sobre su puño, divertida.
Las contemplé, desconcertada.
—Ah —acabé por decir—. No sé si acabo de entender lo que pretendéis, pero de todas formas, yo no os pido que me digáis nada. Después de todo, son vuestros líos, no los míos.
Zalén hizo una mueca.
—No son líos —protestó—. Es una epopeya.
—Una epopeya —repetí, rascándome el cuello, perpleja. ¿Qué diablos estarían haciendo Zoria y Zalén que tanto tiempo parecía quitarles? Me deslicé del borde de la ventana y recogí la túnica verde que había tirado sobre mi cama.
—Se trata de un lugar secreto que hemos descubierto —dijo de pronto Zalén con aire misterioso—. La academia es más grande de lo que parece.
Por lo visto, decirles que sus secretos no me interesaban les había incitado a contarme más. Me pasé la túnica por la cabeza y bajé los brazos, dedicándoles a ambas una gran sonrisa.
—Por supuesto —dije—. Eso ya lo sabía.
Zoria y Zalén intercambiaron una mirada rápida e incrédula.
—¿Cómo que lo sabías? —dijo Zoria, desconfiada—. ¿Qué sabes?
Hice una mueca divertida y contesté:
—Sé que existen pasadizos.
—¡Lo sabe! —exclamó Zalén, atónita, después de un breve silencio—. Pero… ¿hablaste con él?
—Naturalmente —contesté tranquilamente y como las veía tan alteradas, negué con la cabeza y me eché a reír—. ¿Pero de quién estáis hablando?
—¡Mentirosa! ¡Sabía que te estabas burlando de nosotras! —se lamentó Zalén mientras Zoria la fulminaba con la mirada.
—Bah… dejadlo ya —repliqué con una gran sonrisa—. Yo no voy a sonsacaros nada si no lo queréis. Será mejor que vaya ya para allá.
—¿Para dónde? —soltó Zoria, sobresaltándose.
Me admiré de lo nerviosas que estaban. ¿Acaso era esa persona misteriosa tan importante para ellas que les hiciese perder tantas horas de clase?
—Pues para el examen práctico —expliqué con paciencia.
—Oh, claro…
—¡Buena suerte, Escama Verde Embustera! —gruñó Zalén.
Recuperaron la sonrisa al verme salir del cuarto con dos piruetas teatrales.
La sala de examen estaba en otro edificio y tuve que andar durante veinte minutos para llegar al aula. Al cabo de casi dos meses de deambular por la academia, había acabado conociendo el lugar lo suficiente como para no perderme constantemente, pero aun así aquel día había preferido llegar con tiempo a llegar tarde.
Delante del aula, ya había varias personas que esperaban, sentadas o de pie, y entre ellas estaba Jirio, con el rostro pálido y los ojos desorbitados, manoseando una hoja que tenía entre las manos con gestos nerviosos.
Reprimí una sonrisa y me acerqué a él, saludándolo. Hizo un gesto con la cabeza y tragó saliva con dificultad. Lo observé atentamente. Estos últimos días casi no había hablado con él e ignoraba cómo lo llevaba todo.
—¿Estás bien? Tienes mal aspecto.
—Oh, no, estoy perfectamente —contestó con naturalidad.
Enarqué una ceja y callé. Jirio pensaba que aquellos exámenes serían los últimos de su vida. ¿Por qué entonces estaba tan estresado? Podía volver con su hermano Warith y no le faltaría un sitio donde comer y dormir. Aunque Jirio describiese a su hermano como un espíritu perturbado, Warith no podía dejar tirado a su hermano. Sólo por la honra, no podía hacerlo.
A decir verdad, yo tampoco sabía si era necesario que fuese a esos exámenes. Después de todo, ahora que habían vuelto Lénisu y los demás, el único pensamiento que tenía era salir en busca de Aleria y Akín. Pero ni Lénisu ni Murri parecían tomar una decisión. Mis hermanos acababan de conocer a mis amigos y a nuestro tío, y entendía que era difícil para ellos asimilar tantas novedades en tan poco tiempo. Ellos tenían su hogar en Dathrun. Tenían amigos. Y Murri tenía a Kéysazrin. ¿Cómo podía pedirles que se fuesen de ahí? No era factible, decidí.
Pensar que mis hermanos ya tenían una vida aparte y que yo tenía la mía me hacía entender que irremediablemente un día tendríamos que separarnos. Yo no podía abandonar a Aleria y a Akín sin saber lo que había sido de ellos. Estos pensamientos creaban tal caos en mi mente que solía al de un rato despacharlos y dejar las preguntas sin resolver. De todas maneras, me decía: no había solución.
—Estoy algo nervioso —confesó de pronto Jirio.
Solté una risita.
—Yo también. Bueno, tú procura no quemarlo todo.
—Lo intentaré. Aunque no prometo nada. Por si acaso, manténte lejos de mí, ¿eh?
—Recuerda utilizar el jaipú —le murmuré para que no nos oyesen los demás.
Jirio carraspeó y me miró con cara dubitativa.
—Dudo que me ayude en algo. Quizá a ti sí, pero yo… Aún soy muy novato en esto.
Me encogí de hombros, sin contestar. Ciertamente, Jirio era un novato en lo que se refería a controlar el jaipú, pero yo estaba convencida de que el jaipú era lo único que podía salvarle de que algún día ocurriera una catástrofe y que perdiese totalmente el control…
—Necesito saber algo, Shaedra —dijo de pronto; ya sabía lo que iba a decir antes de que lo preguntase—. ¿Qué viste exactamente en mi jaipú, aquel día?
Abrí la boca en el momento en que la puerta se abría. El profesor Zeerath apareció con una gran sonrisa en su rostro grisáceo.
—Buenos días a todos —dijo, mientras salía toda una tropa de alumnos del aula, todos muy aliviados de haber pasado ya los exámenes, aunque algunos más pálidos que otros.
Jirio me miraba con insistencia y me mordí el labio, sintiéndome culpable, antes de contestarle:
—Todo nos saldrá bien.
Jirio iba a replicar algo pero Zeerath pronunció su nombre en la lista y con un suspiro entró en la sala, y yo lo seguí poco después.
En el interior, habían puesto las mesas contra los muros, de modo que había un ancho espacio libre para permitirnos tener un movimiento libre. Dentro de la sala, había otros cuatro profesores y entre los cinco, nos dividieron en grupos y empezaron casi enseguida las pruebas.
No sé si me salió todo bien, la verdad, pero pasé las pruebas como pude. Pasé primero la prueba de endarsía, y tuve que inspeccionar una especie de roedor peludo. Así como la teoría me había salido más o menos bien, la práctica de endarsía fue algo desastrosa. Zeerath nos observaba atenta y amablemente mientras nosotros íbamos dibujando un esquema del animal. Estaba segura que a Steyra le había salido el dibujo mucho más profesional que a mí. Cuando entregué mi esquema al profesor Zeerath, preferí no volver a echar un vistazo al papel.
—Gracias, ahora puedes ir con el profesor Erkaloth —me dijo.
El profesor Zeerath hizo un gesto con la cabeza hacia el drow y yo asentí, diciéndome que todo había sido un fiasco. Acaricié afectuosamente el roedor y me alejé, bajo la mirada sorprendida del sibilio.
La prueba de invocación fue un verdadero desastre. No era sorprendente puesto que la mayoría de la gente era poco dada a esas artes. Recordé que tan sólo Revis, en la Pagoda Azul, había mostrado cierta aptitud para la invocación. Conseguí invocar un pequeño rayo, pero cuando tuve que crear una pluma, me salió un palo armónico, y eché de menos el cuchillo deforme que había invocado el día de mi entrada en la academia.
Felizmente, la siguiente prueba era la de las armonías y ahí la profesora Yadria se mostró gratamente impresionada por mi soltura con esa energía.
Ya sentía que mi tallo estaba muy consumido cuando llegué a la última prueba. El profesor Tawb nos dio a cada uno del grupo una pelota de goma. De reojo, vi que Jirio estaba ahora pasando la prueba de invocación con el profesor Erkaloth y lo vi tan pálido que desvié la mirada automáticamente.
Las consignas eran claras: había que transformar la materia que nos habían dado y aplanar la pelota. Así que me lo tomé con paciencia y traté de recordar las etapas que había que seguir. El maestro Áynorin nunca nos había hablado mucho de la transformación. Se suponía que esas eran artes para los artesanos, basadas en energía aríkbeta, y quienes querían aprenderlas se marchaban a los gremios, no a la Pagoda Azul. Empecé a soltar una a una las mallas que retenían la goma aun sabiendo que no tendría tiempo de acabar.
Me concentré y traté de entender el material que sostenía entre las manos. ¡Esa goma era muy dura!, me quejé interiormente. Estaba a punto de intentar algún que otro sortilegio cuando de pronto vi que toda la sala se iluminaba de una luz fulgurante. Instintivamente, me tiré al suelo y me giré, con los ojos entornados. Se oyeron gritos y cuando se hubo despachado un poco el espacio, vi a Jirio, de pie y lívido, que sostenía en sus manos dos torbellinos de electricidad que emitían un ruido agobiante que chisporroteaba.
La visión duró un instante. Luego, el profesor Erkaloth soltó un hechizo y todo desapareció. Jirio se tambaleó, dio uno, dos pasos y se desplomó en el suelo.
—Por Nagray —silbé entre dientes en medio de un barullo impresionante. Me giré hacia el profesor Tawb cuando anunció:
—Está bien, dejadme las pelotas de goma transformadas en el estante. Las examinaré luego. Las pruebas han terminado.
No se podía decir que mi pelota de goma se hubiese transformado mucho, pero en aquel momento eso era la menor de mis preocupaciones. Después de dejar el objeto de la prueba en el estante, me precipité hacia Jirio. El profesor Zeerath y el profesor Erkaloth estaban de pie, junto a mi amigo, y parecían estar indagando algo con las energías. Entonces el profesor Tawb apareció y se arrodilló junto a Jirio.
—¡No! —dije de pronto, agarrándome al brazo del profesor para que no tocase a Jirio—. Está cargado.
El viejo ternian me miró con cara de sorpresa.
—¿Cargado?
—De electricidad —le expliqué—. Se descarga muy lentamente.
Y nunca completamente, añadí para mí. El profesor Zeerath echó a los alumnos del aula y dijo a los siguientes que esperaran fuera un momento. Observé con cierto estupor el cuerpo de Jirio, atravesado por pequeños rayos eléctricos que formaban un arco a la velocidad del relámpago.
—Jovencita, puedes salir —me dijo de pronto la voz de Zeerath. Me cogió del brazo y me ayudó a levantarme.
Los contemplé y algo me vino en mente. Seguramente los tres profesores, o al menos Zeerath y Erkaloth, estaban al corriente de que Jirio hacía experimentos con la electricidad. Tenían que saber por tanto que el jaipú de Jirio estaba continuamente cargado de energía eléctrica. ¿Acaso consideraban al joven ternian como a un cobaya?, me pregunté, escandalizada, mirándolos uno a uno. ¿Cómo podía dejar a un amigo en manos de gente así?
—¡Jirio! —solté, pataleando—. ¡Jirio, recuerda lo que te dije, sobre el jaipú! Serías capaz de descargarte tú sólo.
—Está inconsciente —me hizo notar el profesor Tawb—. No te preocupes, nos ocupamos de él.
Observé al viejo ternian y asentí en el momento en que una voz ronca decía:
—Shaedra.
«Shaedra», dijo otra voz.
«¿Qué ocurre?»
Agrandé los ojos y me cogí la cabeza entre las manos, respirando hondo. ¿Qué me pasaba? La primera voz era la de Jirio, la tercera la de Syu… pero ¿y la segunda?
«Mira a través de la ventana», dijo la voz. «Márevor os invita.»
Abrí los ojos y miré más allá de los rostros turbados de los profesores. A través de las ventanas que daban al noroeste, una lucecita roja brillaba en la casa de Márevor Helith.
—Me temo que la joven ternian ha perdido un poco la cabeza —dijo de pronto el profesor Erkaloth.
Oí un suspiro que provenía del profesor Tawb.
—Los llevaré a ambos a la enfermería.
—Excelente —dijo el profesor Zeerath—. Y ahora voy a dejar entrar a los alumnos, que deben de estar a punto de destrozar la puerta para entrar.
—No tardaré —aseguró el profesor Tawb.
Jirio había recobrado los sentidos y se había puesto de pie. Yo aún estaba algo aturdida, aunque ignoraba por qué. Tan sólo había intercambiado unas palabras bréjicas con un desconocido. ¿Pero de quién podía tratarse? No cabía duda de que había querido asegurarse de que me enterara de la vuelta de Márevor Helith a Dathrun. Pero cuando volví a mirar hacia la isla, ya no brillaba en ella ninguna luz.
Seguimos al profesor Tawb hasta la enfermería más cercana, que resultó ser la Enfermería Roja. Yo tan sólo había estado ahí una vez, nada más llegar, pero estaba segura de que Jirio se conocía la sala de memoria.
El profesor Tawb no pronunció ni una palabra durante todo el trayecto y vi claramente que Jirio concentraba todas sus fuerzas en caminar. De todas formas, mis pensamientos estaban demasiado ocupados en repasar y repasar lo que había ocurrido. Alguien que sabía exactamente dónde estaba me había invitado a ir a ver al profesor Helith. Lo peor era que no conocía ese alguien. ¿Y si se trataba de alguna trampa? No tenía sentido que lo fuera.
Cuando llegué a la Enfermería Roja, ya me sentía completamente repuesta, de modo que, en cuanto el profesor Tawb se marchó, le dije a la enfermera:
—Creo que yo ya estoy bien, así que…
—¿Crees? —replicó la enfermera con una mueca de desagrado—. No, no, no. Tú no te vas de aquí hasta que te lo diga. Esta es tu cama.
Pese a todos mis ruegos, se mostró inflexible y finalmente me tuve que tumbar en la cama que me señalaba la enfermera, una cama que estaba al otro lado de donde había instalado a Jirio. ¡Como si le fuese a estorbar yo!
Al de un rato, vi que la enfermera se desentendía de nosotros y volvía a ocuparse de una joven humana cuya mano se había convertido en algo así como en alga deforme y verdosa. La vista era poco agradable.
Entonces, me levanté en silencio, fui hasta donde Jirio y lo encontré despierto. Lo habían descargado y, ahora, más que en tensión, parecía estar agotado. Me sonrió vagamente.
—Siempre acabo dando la nota —me dijo.
Sonreí.
—Mañana mismo retomamos las clases de jaipú —le previne.
Jirio me observó un momento y luego suspiró.
—No creo que me quede mucho más tiempo. Sobre todo después de esto. Me expulsarán. Tienen todas las razones para hacerlo. Soy un peligro.
No lo negué, pero me dio mucha pena verlo tan desanimado.
—Pues que te expulsen —le dije—. No te perderás nada. Yo también me voy —le revelé.
Jirio agrandó mucho los ojos.
—¿De veras? ¿Pero por qué? Tú eres una excelente alumna, sabes muchas cosas que los demás no saben…
—E ignoro muchas cosas que los demás saben —le repliqué, gruñona—. Pero de todas formas, da igual. Me voy. ¿Ya te he dicho algún día que en realidad había estudiado en la Pagoda de Ató?
Jirio me miró con asombro y luego hizo una mueca.
—Debí imaginarlo. Las técnicas que utilizas son diferentes. Pero ignoraba que se enseñase el jaipú como una energía esencial para convertirse en celmista.
—En las Pagodas se hace así —le expliqué—. Además, en las Pagodas se preparan a la mayoría de los Guardias de Ajensoldra, son jaipuístas y celmistas. Se supone que yo debería estar estudiando ahí —murmuré.
—¿Qué pasó? —preguntó Jirio.
Lo miré y sacudí la cabeza, sonriendo.
—Atravesé un monolito para salvar a una amiga y luego las cosas se torcieron otra vez…
—Un… ¿monolito?
Por lo visto, Jirio no me creía y puse los ojos en blanco.
—Venga ya, Jirio. Duérmete y descansa.
—Mm.
—Jirio…
—¿Qué?
—Prométeme que no te irás de Dathrun sin avisarme.
Jirio sonrió aun cuando tenía ya los ojos cerrados.
—Te lo prometo —dijo.
Observé su rostro, dejando vagar mis pensamientos libremente. Tenía escamas azuladas en las cejas, mechas negras que le caían sobre la frente desordenadamente. Sonreí. Así no parecía tan peligroso. Lo dejé dormir y me alejé de la Enfermería Roja utilizando las armonías para que no me viera la bruja de la enfermera, y cuando atravesé la puerta, me puse a correr como un demonio en busca de Murri y Laygra.
—No —dijo categóricamente Lénisu.
Lo miré, atónita. Acababa de exponerles lo que había ocurrido durante los exámenes y les había dicho que tenía la intención de ir a ver a Márevor Helith. Pero a Lénisu no parecía gustarle la idea.
—¿Por qué no? —dijo Murri.
—Porque Shaedra no sabe ni quién le ha hablado. Podría ser una trampa —añadió.
Lo observé atentamente y negué con la cabeza.
—No es una trampa, y tú lo sabes, tío Lénisu.
Lénisu hizo una mueca.
—Muy bien, supongamos que no es una trampa. ¿Para qué quieres hablar con ese nakrús?
—Él sabe muchas cosas que nosotros no sabemos —intervino Laygra—. Nos contó muchas historias…
—Yo no me fiaría mucho de las palabras de un nakrús —advirtió Lénisu.
—¿Qué es lo que pretendes? —preguntó Murri de pronto, observándolo con atención—. Nos escondes cosas que deberíamos saber. Lo sé desde el principio. Si realmente quieres que nos fiemos de ti, ¿por qué no nos dices la verdad?
Lénisu frunció el ceño, contrariado.
—Murri, no desviemos la conversación, ¿quieres?
—Murri tiene razón —dijo de pronto Dolgy Vranc—. Ya estamos metidos hasta el fondo en este asunto de nakrús y liches, así que ¿por qué no eres sincero y explicas a tus sobrinos la verdad?
Por lo visto, la intervención del semi-orco acabó por exasperar a Lénisu. Llevábamos sentados en la playa desde hacía más de una hora y el sol estaba desapareciendo por el horizonte. Mi tío, tumbado en la arena con las manos detrás de la cabeza, gruñó.
—Muy bien. De todas formas, qué importa. Esta noche, iremos todos ahí y hablaremos tranquilamente con ese maldito nakrús.
—¿Todos juntos? —preguntó Deria, emocionada.
—Todos juntos —confirmó Lénisu, levantándose de un bote—. Y ahora, si me permitís, voy a dar una vuelta.
Lo observé alejarse por la playa y suspiré.
—Sigue sin decirnos lo que le preocupa —advirtió Laygra.
—¿Qué crees que le ocurre, Dol? —pregunté al semi-orco.
Dolgy Vranc carraspeó y agitó la cabeza.
—No lo sé.
Entonces Srakhi se levantó sin una palabra y se alejó, dirigiéndose hacia donde caminaba Lénisu. Lo observamos, curiosos y sorprendidos. ¿Acaso pensaba que podría sonsacarle algo a nuestro tío? ¿O es que él ya estaba al corriente de todo? Cuando llegó a su altura, se le puso a hablar.
—Ese say-guetrán —gruñó Dol, al de un rato—. Creo que Lénisu se habrá arrepentido ya cien veces de haberle salvado la vida.
Nos sonreímos todos y sentí, como otras veces, un profundo sentimiento de felicidad al saberme rodeada de amigos que conocía.
* * *
El sol había desaparecido hacía ya varias horas cuando por fin embarcamos en el bote de un hombre que parecía familiarizado con el contrabando y que, cómo no, conocía a Lénisu. No por ello se mostró muy agradable ni muy hablador. Más bien parecía fastidiado de que lo hubiesen molestado. Ignoraba qué le había prometido a cambio Lénisu, pero considerando que no tenía más que unos kétalos en el bolsillo, no podía haberle pagado el servicio antes.
Sin embargo, en eso no me entrometí. Después de todo, Lénisu era muy hábil negociando y yo, si no hubiese sido por él, habría atravesado el trecho de agua nadando.
Todo estaba silencioso en la bahía. La noche era oscura y cálida, el oleaje era regular y tranquilo y yo era la que estaba más intranquila de todos. El propietario de la barca, Trevan, tocó los bajos fondos con una percha y empujó la embarcación hasta que nos deslizáramos sobre las aguas de Dathrun.
Todo estaba oscuro. No habíamos encendido ninguna luz y, sentados en las bancadas, guardábamos un silencio profundo. Tan sólo se oía la espadilla embestir contra el agua.
El cielo estaba cubierto de estrellas y me entretuve mirándolas, escuchando el chapoteo del agua en el silencio. Pasamos los enormes muros de la academia y nos acercamos a lo que en teoría era la isla donde vivía Márevor Helith. Miré la sombra compacta entornando los ojos. ¿Estaría el nakrús esperándonos? ¿Estaría aquella persona desconocida que me había hablado aquella tarde? Apostaba a que sí, en ambos casos. A Márevor Helith, nada se le escapaba. Parecía tenerlo todo controlado. Pero yo tenía guardadas tantas preguntas que esta vez hasta lo dejaría sorprendido. Y me contestaría, pensé testaruda.
Cuando ya estábamos llegando, Deria soltó en un murmullo:
—Igual está durmiendo.
Reprimí una risa.
—No creo que duerma mucho, Deria —le contestó Lénisu.
—Oh —dijo la joven drayta, entendiendo.
La verdad era que tenía que ser terrible no dormir, pensé. ¿Realmente no dormía nada un nakrús? Y me dije que podía ser una pregunta interesante para hacerle a Márevor. Si así era, viviría el tiempo como una línea recta e interminable. Ningún saijit era capaz de vivir sin dormir. Hasta los miroles, que a veces se contentaban con cuatro o cinco horas de sueño, necesitaban cerrar los ojos y reposar. Y no dormir, significaba no soñar, lo cual era bastante terrible, decidí.
De pronto se notó un brusco bandazo. El barco había tocado fondo. El desembarco se hizo entre chapuzones, salpicones y murmullos. Cuando llegué a la playa, tenía el pantalón completamente hundido y me felicité por no haberme puesto las botas.
—Bien —dijo Lénisu al de un rato—. ¿Estamos todos?
—Me parece que sí —contestó el semi-orco.
—Entonces, adelante. Trevan, ten la amabilidad de esperarnos aquí. Todo se hará como convenimos.
Tan sólo le respondió el hosco gruñido del marinero. Nos pusimos en camino.
Recordaba que la isla era pequeña, pero estaba todo tan oscuro que bien pudiera haber estado andando sobre todo un continente que no lo hubiera visto. Tan sólo el contacto con la arena templada y el perfume de la hierba y los ruidos apagados de nuestros pasos atestiguaban que estábamos aún vivos.
—¡Ay! —dijo una voz.
—¿Murri? —soltó Laygra.
—¿Dónde estáis? —dijo la voz amedrentada de Deria.
—Será mejor que nos cojamos de la mano —propuso Dolgy Vranc.
—Una idea estupenda —dijo Lénisu.
—Sí —apoyé—. No vaya a ser que nos perdamos para siempre, como le pasa a Shakel Borris en uno de los episodios. ¿Ninguno se ha leído Las aventuras de Shakel Borris? Pues en el libro, cuenta que en una noche cerrada como ésta todos los aventureros de su compañía acababan perdidos y solos, muy muy lejos de donde deberían haber estado normalmente…
—¡Shaedra! —dijo la voz sorprendida de Aryes—. ¿No estarás volviéndote una devoradora de libros como Aleria?
Solté una risa.
—¡Aún no he llegado a tal extremo! —protesté—. Además, Aleria no lee libros de aventuras. Prefiere leer… —Solté un grito agudo al notar de pronto algo peludo que me rozó la pierna.
—¿Qué ocurre ahora? —soltó Lénisu con tono exasperado.
Espiré brutalmente y solté una risita.
—No, nada. Creo que un gato se ha chocado contra mí.
—¿Un gato? —replicó Deria, atónita.
—Bueno, un animal peludo. ¿No habéis oído como un maullido apagado? … —Tendí una mano y agarré la punta de una camisa—. ¿Eres tú, Aryes?
—No, yo soy Murri —dijo mi hermano soltando un suspiro—. Dame la mano.
—¿Estamos todos? —preguntó Lénisu.
Todos contestamos sí uno a uno.
—Que nadie se pierda —advirtió Dol.
Avanzamos en la oscuridad completa, penetrando en un terreno cubierto de hojarasca. Íbamos soltando leves comentarios sobre el camino que estábamos siguiendo pero en general nos envolvía un silencio absoluto.
Entonces oí otro maullido, más fuerte y claro. Y otro que venía del lado opuesto. Giré la cabeza bruscamente, intentando seguir el orden de los maullidos.
—Menudo concierto —comentó Lénisu.
—¿Estáis seguros de que ésta es la isla donde vive el dicho nakrús? —preguntó Deria con un tono aprensivo.
—Al menos eso es lo que nos dijo —replicó Laygra.
Continuamos, y pronto nos dimos cuenta de que el aire era cada vez menos oscuro. Pude al fin distinguir las siluetas de mis amigos pero en vano intenté buscar la fuente de luz. Era como si cada partícula del aire se hubiese convertido en una lámpara de luz tenue y apagada.
—¿Dónde estamos? —preguntó Deria, las manos sobre las caderas, mirando enérgicamente hacia todos los lados.
—Este es el edificio que se ve desde la torre del maestro Helith —dijo de pronto Murri.
Nos giramos todos hacia donde miraba y vimos, escondido entre las tinieblas de la noche, una torre de forma extrañamente esférica, ligeramente ovalada, que se alzaba entre los árboles enormes de la isla. De pronto vi una sombra fugaz pasar junto a Aryes.
—¡Otro gato! —le dije, precipitándome hacia él.
Aryes entornó los ojos, como intentando divisar el felino. Por mi parte, crucé la mirada verde del animal de pelo negro con cierta inquietud. ¿Qué clase de gato podía mantener esa inmovilidad?
—No sabía que ese chiflado les tuviese tanto aprecio a los gatos —carraspeó Lénisu, refiriéndose claramente a Márevor Helith.
Divisé dos gatos, además del de los ojos verdes, que nos observaban mientras nos dirigíamos hacia la puerta del edificio. Intenté utilizar el kershí para hablarles, pero fracasé lamentablemente en mi intento: parecía que mi kershí había decidido funcionar solamente con Syu, los dioses sabían por qué. Y los gatos seguían merodeando en los límites de la oscuridad, soltando maullidos ruidosos. Desde luego no eran gatos discretos.
—¿Crees que podrían ser peligrosos? —me preguntó Aryes, al verme tan inquieta.
Me encogí de hombros.
—Una vez leí que existían felinos parecidos a los gatos comunes que tenían sangre bersérker en las venas.
—Eso… ¿no lo sacarás de Shakel Borris? —aventuró Aryes con escepticismo.
Le sonreí anchamente.
—No. Esto es verdad, lo leí en un libro científico. Uno que me recomendó leer Rúnim —añadí—. Pero, si fuesen catraíndes, como los llaman, creo que en este momento no estaríamos hablando.
—Vaya —se contentó con decir Aryes, echando una mirada pensativa hacia los gatos.
Uno, atigrado, se había sentado y se lamía la pata delantera con aire arrogante. Me había puesto a pensar en una anécdota que me había contado el doctor Bazundir cuando unos golpes dados a la puerta me devolvieron a la realidad.
La puerta se abrió y salió una luz resplandeciente que nos cegó a todos durante unos instantes.
—Bienvenidos a la casa del maestro Helith —dijo una voz enérgica.
—Hola, Iharath —soltó Murri con desenfado.
Me sobresalté al oír el nombre. ¿Iharath? ¿El semi-elfo pelirrojo amigo de Murri? Pero… ¿qué tenía que ver él con Márevor Helith? Entorné los ojos, intentando detallar los rasgos de la silueta que se había echado a un lado para dejarnos pasar.
—¿Os conocéis? —interrumpió Lénisu con una expresión interrogante.
—Por supuesto, estamos en la misma clase —contestó el semi-elfo, sonriente; hizo una pausa y añadió—: ¿Vais a entrar o no?
Pasamos el umbral en fila india.
—¿Qué tal los exámenes? —le preguntó Iharath a mi hermano cuando éste pasó junto a él estrechándole la mano.
Éste se encogió de hombros con una cara cómica.
—Creo que podría haberlo hecho peor.
Iharath puso los ojos en blanco.
—Bah, seguro que no ha sido tan desastroso. Hola Laygra, hola Shaedra.
Mi hermana lo observaba con los ojos agrandados por la estupefacción y supuse que, al contrario que Murri, no estaba al corriente de que Iharath era más que un simple estudiante en la academia de Dathrun.
En el interior de la sala circular, una especie de alfombra enorme con innumerables arabescas coloridas cubría casi toda la superficie. Los muros de piedra blanca se inclinaban ligeramente hacia dentro y en un lugar vi unas escaleras anchas que bajaban. Todo en la sala resplandecía de luz y de colores. Desde luego, a Márevor Helith le gustaban las tonalidades vivas. Sobre la alfombra se acumulaban sillas de tapicería mullidas, cojines, sábanas, mantas y pequeños cuadrados de piedra llenos de velas y lámparas.
—Vaya —soltó Lénisu. Observé con cierta sorpresa que había palidecido, como si hubiese visto algún fantasma.
Enarqué una ceja.
—¿Qué pasa?
Mi tío me miró de reojo e hizo una mueca pensativa.
—Una vez soñé con un lugar muy parecido a éste.
—¿Lo soñaste? —repitió una voz, en algún lugar de la sala—. Y yo recuerdo haber soñado que estuviste aquí hablando conmigo hace un tiempo, sí.
Sobresaltada, paseé la mirada por mi alrededor, en busca de la silueta del maestro Helith, en vano, y sólo lo alcancé a ver cuando se levantó de una butaca que nos daba la espalda y que se camuflaba con la pared del fondo. Aun sabiendo que el tipo era un poco excéntrico, me sorprendió su larga túnica adornada con orlas doradas, de color verde, rojo y negro. Mostraba su habitual sonrisa, poco estética para quien no se había habituado aún a tratar con nakrús.
—No mientas, Lénisu Háreldin —añadió paseando sus largos dedos esqueléticos sobre el respaldo de su sillón—. Últimamente, he perdido el gusto por la mentira.
Lénisu enarcó una ceja con tranquilidad pero me fijé en que observaba a su interlocutor con aire ligeramente suspicaz.
—¿De veras? —se contentó con replicar.
Así que Lénisu y el maestro Helith se conocían. Claro, pensé con un suspiro resignado. Después de esto, ¿qué podía sorprenderme?
El maestro Helith se contentó con hacer un gesto de la cabeza y nos miró alternadamente a todos.
—Bienvenidos a mi morada —declaró amigablemente—. Sentaos. Iharath, ¿puedes decirle a Drakvian que vigile al marinero? —El semi-elfo asintió y salió diligentemente por la puerta sin una palabra.
—¿Quién es Drakvian? —preguntó Laygra, mordiéndose el labio, con los ojos clavados sobre su hermano.
Murri carraspeó, molesto.
—La vi sólo una vez. Bueno, más bien la oí. Es una… er…
—Drakvian es una vampira —explicó el maestro Helith como si de nada—. Es joven, testaruda y muy rebelde, seguro que si os la presento congeniáis enseguida con ella.
Laygra y yo intercambiamos una mirada elocuente. Definitivamente el maestro Helith no estaba cerca de entender la repugnancia que sentían los saijits ante la idea de trabar amistades con muertos-vivientes.
Lénisu, Dol, Aryes, mis hermanos, Deria, Srakhi y yo nos instalamos en un amasijo de cojines, formando un pequeño semi círculo. El maestro Helith se sentó frente a nosotros, con las piernas cruzadas, evocándome la imagen de un pájaro exótico lleno de huesos y plumas coloradas. Nos observó un momento como si estuviese realmente contento de vernos.
—¿Qué tal os van los estudios? —preguntó tranquilamente.
—Oh, er… —dijo Murri echándonos una ojeada con cara perdida—, bien. Bueno, más o menos.
—¿Viste la última varita del laboratorio? —preguntó de pronto el nakrús con en los ojos un brillo extraño.
Vi que Murri se sonrojaba, como abochornado de ser el centro de atención, y asintió con la cabeza bajo nuestras miradas curiosas.
—Sí. Iharath no acaba de entenderla.
—Yo tampoco —admitió el nakrús—. Tendré que pasar un poco más de tiempo con ese artefacto. Quizá sea peligroso, después de todo.
Murri abrió los ojos como platos.
—¿Peligroso?
—Sí. Nunca se sabe. Una vez me encontré con una varita que al activarse explotaba. —Sonrió, tal vez recordando la escena.
—¿De qué diablos estáis hablando? —pregunté.
Murri se giró hacia mí, diciendo:
—Hablamos de una varita que encontró Iharath hace poco en un lugar abandonado de la academia. Es una vara de unos treinta centímetros, con una especie de gema en la punta que brilla por intermitencias. No he podido identificar la madera, no se parece a ningún árbol que conozca…
—No es madera —explicó Márevor Helith con entusiasmo—. Es hueso trabajado de araña gigante.
No pude más que hacer una mueca de asco.
—Ah —dijo Lénisu con aire falsamente impresionado—. Vaya. Así que ahora te has aficionado a identificar varitas y les dejas a mis sobrinos mágaras que ni tú sabes lo que pueden llegar a hacer. Inteligente.
El maestro Helith lo miró fijamente con sus ojos azules y brillantes y me estremecí al darme cuenta de que en realidad aquel con el que estábamos hablando era un nakrús muy poderoso capaz, por ejemplo, de construir un monolito. Y no pude más que preguntarme por milésima vez: ¿por qué alguien así había decidido prestar atención a unos mortales débiles que no hacían más que dar vueltas y vueltas a problemas que no podían resolver?
—No pretendo poneros en peligro inútilmente —replicó el nakrús—. Te conozco, sigues tan receloso como siempre, pero tus sobrinos no tienen por qué desconfiar de mí. Al fin y al cabo, intento ayudaros.
—Me pregunto por qué —masculló Lénisu.
—Mi plan no es tan frío como pareces creerlo —dijo Márevor Helith—. Tengo muchos años y los malos sentimientos no me atañen tanto como antes. Soy la bondad en persona —añadió con una gran sonrisa que no invitaba mucho a la confianza.
—Tengo varias preguntas —intervine antes de que el tema de la conversación derivara a algún otro asunto.
El nakrús me miró con aire divertido.
—Yo también las tengo, y muchas. Pero me temo que voy a tener que imponer un límite a tus preguntas. Haremos un trato, me haréis cada uno una pregunta, y luego os haré a cada uno otra pregunta. Y contestaremos cada uno con la máxima atención. Así, no nos perderemos en cuestiones superficiales.
Definitivamente, al maestro Helith le gustaba jugar. Nos removimos, molestos, porque, al fin, el maestro Helith, con este trato, parecía poner de manifiesto el hecho de que, para él, toda esta historia no era nada más que un juego. Enseguida empecé a preguntarme con cierto pánico qué pregunta de las tantas que tenía en la cabeza era la que más me atormentaba, al tiempo que sentía crecer en mí un sentimiento de injusticia y de cólera. ¡No podía pedirnos esto!, me dije, cada vez más estupefacta por lo que proponía el nakrús.
Sonriendo, continuó dirigiéndose a Dolgy Vranc:
—Empezaremos por ti. ¿Serías tan amable de preguntarme alguna cosa interesante?
El semi-orco lo observó, sorprendido, y luego se puso a pensar, como todos nosotros. No esperó mucho sin embargo.
—¿Qué relación tienes con Jaixel? Por lo que me han contado, lo conocías desde que era muchacho. Sabes lo que le ha ocurrido. ¿Acaso quieres destruirlo ahora?
—¡Una pregunta! —protestó Márevor Helith con una ancha sonrisa.
—Muy bien, te haré la pregunta con más claridad: ¿quieres destruir a Jaixel a pesar de que has sido su maestro?
—Mm. Eso son dos preguntas en una, pero contestaré. No pretendo destruir a Jaixel, no sé de dónde sacáis ideas tan raras. Sólo pretendo volver a ponerlo en el camino derecho. El haber sido su maestro sin duda influye en esta historia. Si no lo hubiera sido ni me habría molestado en conocerlo como lich. Pero ahora que lo conozco, estoy casi seguro de que podría mejorarlo. —Hizo una pausa y se encogió de hombros—. No veo qué añadir. Ahora me toca a mí. ¿Alguna vez te has puesto el amuleto alrededor del cuello?
Su pregunta causó un profundo silencio. Al parecer, no había nada que pudiese escapar a la mirada alerta del nakrús. El semi-orco agrandó mucho los ojos y negó al fin con la cabeza.
—No. Nunca me lo he puesto. Aunque he sentido muchas veces una curiosa atracción… no es natural. Me da a mí que este amuleto es peligroso aun sin tenerlo puesto.
Márevor Helith lo miró con aire sagaz y asintió, como si se estuviese divirtiendo mucho con el juego, y se giró hacia el siguiente.
—Tú nombre es… —dijo Márevor Helith, frunciendo las cejas.
—Srakhi Léndor Mid —contestó el gnomo con aire tosco.
—Soy todo oídos.
—Bien —dijo Srakhi, rumiando sus pensamientos. Desde que había entrado, no había dejado de mirar al nakrús con cara prudente y desconfiada—. Quisiera saber si hasta ahora has seguido en tu vida el camino de la rectitud y la bondad.
Agrandé los ojos. Oí la risa sofocada de Aryes y la risita de Deria. Márevor Helith se tomó la pregunta con seriedad, sin embargo, y contestó:
—No siempre fui buena persona. Generalmente las personas que se convierten en nakrús no son gente muy normal. Pero espero no equivocarme al creer que ahora soy alguien más fiable y honesto que muchos saijits. ¿Era lo que querías saber?
Srakhi lo observó un momento, como sondeando su corazón, y luego asintió. Ahora, le tocaba a Deria, y sentí curiosidad por saber lo que preguntaría.
—Tan sólo una pregunta, querida —le animó el maestro Helith.
Deria se mordió el labio. Su rostro pequeño y negro reflejaba una gran concentración.
—¿Por qué no le ayudas a Shaedra para que esos nadros rojos no la ataquen más? —preguntó.
El maestro Helith entornó los ojos y asintió, pensando largo rato en la respuesta.
—No tengo el poder suficiente como para destruir todo lo que es peligroso en este mundo, pequeña. Y además, quién sabe si esa tropa de nadros rojos que os atacó fue realmente mandada por alguien o no. —Se encogió de hombros—. Podría ser, y podría ser que no. Pero dejadme deciros algo —dijo levantando el dedo índice—. Hace unos meses, cuando estabais en Ató, me enteré de que las cosas empezaban a complicarse, se me ocurrió una idea y decidí actuar. —Advertí que en ese punto Lénisu enarcaba una ceja, burlón—. Drakvian me iba dando informaciones sobre ti, Shaedra, y me ayudó a construir un monolito para llevarte a Dathrun, pero el caso es que finalmente la historia salió un poco torcida y atravesasteis otros monolitos cuyo origen ignoro totalmente y aparecisteis en el valle de Éwensin. Os perdí durante un rato, pero luego os volví a encontrar… gracias al amuleto. —Sonrió levemente—. Así que decidí darme prisas antes de que ellos también la encontrasen. Entonces, Drakvian sonó la alarma y tuve que utilizar mi creación anterior antes de lo previsto. Os hice desaparecer, y os dispersasteis.
—Ha dicho “ellos también”, pero ¿de quién está hablando? ¿Quién está buscando a Shaedra? —preguntó Aryes, inmediatamente después de que el maestro Helith acabase su larga explicación.
—¡Ah! Otra pregunta. Hablo de los miembros de una cofradía de nigromantes que se instaló hace siglos en una población subterránea llamada Neermat. La cofradía de los Hullinrots controla naturalmente la pequeña y hermosa ciudad y está eminentemente harta de que sus esqueletos invocados y minuciosamente apostados en las periferias para proteger la ciudad desaparezcan misteriosamente cada vez que un lich aficionado a las masacres de esqueletos aparece por ahí con ansia de loca venganza. De modo que los Hullinrots temen que otras terribles criaturas aprovechen el paso libre para atacar el poblado, y no sin razón —añadió con aire filosófico.
Lo miramos todos asombrados al oír esas palabras. Lénisu había fruncido el ceño, meditativo.
—¿Pero entonces… por qué le buscan a Shaedra y no a Jaixel? —preguntó Aryes.
El nakrús rió por lo bajo.
—Lo siento, no puedes hacer más preguntas.
—Espera un momento —intervino Murri—. ¿No irás a decirnos que sólo esos Hullinrots andan buscando a Shaedra? ¿Qué pasa con Jaixel? ¿No la está buscando?
—Me alegra saber que no es tu turno, porque no sabría contestarte —le replicó con una risita divertida. Su afirmación nos dejó atónitos a todos.
—De modo que Jaixel no la anda buscando —gruñó Lénisu, pensativo—. Me alegra saberlo. Las historias sobre ese lich siempre me han parecido estrafalarias. Aunque admito que no tengo ni idea de lichs. Si eres tan amable de explicarnos…
—¡Oh! Dejad de interrumpirme —se impacientó el nakrús con una mueca contrariada—. Ya os lo he dicho, no lo sé todo. Tal vez sí la busque, tal vez no, ¡quién sabe! —suspiró, con un aire dramático—. Eso de todas formas no es lo más interesante por el momento: estamos con las preguntas —nos recordó, animado—. Ahora me toca a mí preguntar. Jovencita —dijo, dirigiéndose a Deria—, ¿te apetecería entrar en la academia de Dathrun?
Agrandé los ojos y miré a Deria. El rostro oscuro de la drayta reflejaba una profunda sorpresa.
—Yo… ¿que si me apetece entrar en la academia de Dathrun? Pero… ¿para qué? ¿Para estudiar? Me encantaría pero… Yo… no es posible. Yo no sé nada sobre la magia.
—Precisamente. A mí no me serviría de mucho inscribirme en el primer año de la academia —dijo el nakrús con una gran sonrisa—. Muchacho —dijo entonces, girándose hacia Aryes—. Conozco a alguien que te enseñaría con mucho gusto más cosas sobre la energía órica. Sé que darías mucho por aprenderla. Si te enseño dónde puedes encontrar a esa persona, ¿me podrás prometer una cosa?
Aryes enarcó una ceja, turbado.
—¿Qué cosa?
—No puedes hacerme más preguntas —le recordó el nakrús, mirándolo con sus ojos azules.
Aryes abrió la boca, la cerró, nos miró y luego frunció el ceño y asintió.
—Si no es una promesa que vaya en contra de mis principios, sí.
El nakrús lo miró fijamente, sus ojos brillando intensamente.
—Perfecto. Ahora, voy a pasar a… —Márevor Helith nos observó con aire calculador y pronunció—: Háreldin Botabrisa.
—Hace tiempo que no me llaman por ese apodo —notó Lénisu con una leve sonrisa. Su rostro sin embargo estaba tenso—. Bien, una pregunta. ¿Qué pretendes hacer con la parte de la filacteria de Jaixel que lleva Shaedra?
Márevor Helith sonrió, como si al fin le hubiesen preguntado lo que esperaba desde el principio.
—Lo que pretendo es extraer esa parte de su mente sin que ella misma lo note y devolvérsela a Jaixel.
Lénisu pareció atragantarse con su saliva.
—Me parece estupendo, pero Jaixel ¿crees que cambiaría? —soltó mi tío.
—Creo que si recobrase esa parte de su mente, Jaixel se volvería más tratable —explicó el nakrús—. Y ahora, dime querido Botabrisa, ¿volverás algún día junto con los demás eshayríes?
Lénisu gruñó.
—No veo en qué te incumbe esa cuestión. —Hizo una pausa y se encogió de hombros—. No, no pienso hacerlo. Me han traído más problemas de los que me han resuelto.
¿Eshayríes?, me dije, perpleja. ¿Quiénes eran los eshayríes? Lénisu y sus misterios, suspiré.
—Lo suponía —dijo simplemente el nakrús mirándolo como si estuviese leyendo sus pensamientos.
Lénisu, con las manos en el cinturón, sostuvo su mirada un momento y luego puso los ojos en blanco y se giró hacia mí, como para decirme que Márevor Helith no estaba del todo en su sano juicio.
—Shaedra —dijo entonces el nakrús. Enseguida me puse nerviosa al oír mi nombre, pero sin duda hacía rato que había elegido cuál sería mi pregunta.
—Yo tengo muchas preguntas —dije—, pero como sólo quieres una… —tomé una inspiración y me lancé—: ¿Dónde están Aleria y Akín?
Márevor Helith, por lo visto, no esperaba esa pregunta. Sin duda esperaba que le preguntase algo sobre la filacteria que tenía en mi cabeza. Al parecer no había contado con que podía estar más preocupada por mis amigos que por mí misma.
—Aleria y Akín, ¿eh? —dijo Márevor Helith, mirándome fijamente a los ojos—. Bueno, sinceramente no sé dónde están, aunque podría saberlo…
—¿Podrías saberlo, y ni siquiera lo intentas? —me indigné, casi sofocando—. Aleria y Akín podrían estar en peligro, ¡podrías haberlos mandado directos a algo horrible! Si hay una cosa que me gustaría saber es dónde se encuentran —confesé, con los ojos humedecidos pero con determinación.
El nakrús me observó en silencio y entonces se encogió de hombros.
—Podría saberlo —repitió—. Y el método más seguro será el de rastrear el monolito. Eso me llevará tiempo, pero será lo mejor. No puedo cargar más a Iharath y a Drakvian, trabajan ya demasiado. Son unos chicos excelentes —dijo con una sonrisa paternal—. Así que seguiré la pista, pero os aviso: después de tanto tiempo, las cosas pueden cambiar mucho, depende de si ha habido muchas mutaciones energéticas o no donde apareció el monolito, ya sabéis de lo que hablo.
Asentí, ignorando si podía confiar en él para que investigase dónde habían acabado Aleria y Akín. Sin embargo, si Murri y Laygra confiaban en el maestro Helith, yo, que era más joven, podía también confiar en él, ¿verdad? Traté de convencerme de ello y suspiré.
—Entonces, ¿vas a intentar encontrarlos?
El maestro Helith pareció a punto de decirme que no tenía derecho a hacerle otra pregunta pero al cabo asintió.
—Sí. Pero déjame buscarlos a mi manera, y eso significa que tendrás que esperar. Yo no actúo precipitadamente. Bien, ahora me toca a mí hacerte una pregunta. —Lo miré con desconfianza y asentí. ¿Qué podía querer preguntarme? El nakrús juntó sus dos manos y dijo—: ¿Qué pasó exactamente el día en que atacaste al dragón de tierra?
Agrandé mucho los ojos. No se me habría podido ocurrir que me preguntaría algo sobre el dragón de tierra. De reojo, vi que el rostro de Deria se había ensombrecido y que Aryes contemplaba al nakrús con el ceño fruncido. Abrí la boca y dije:
—Aquel día… —Paseé la mirada a mi alrededor y tragué saliva—. Aquel día quise echarle al dragón un relámpago. Pero resultó que lo que hice realmente fue un sortilegio diferente. El dragón sufrió algo así como un ataque de nervios, como si tuviese cosquillas. No me preguntéis por qué, no lo sé. Se agitó con más fuerza y destrozó el túnel…
Mi voz se quebró y Lénisu me puso una mano sobre el hombro e intervino diciendo:
—El dragón ya estaba mal de la cabeza antes de que llegase a Tauruith-jur siquiera.
—Y yo eché un sortilegio para que el veneno que soltaba el dragón rebotase y lo cegase un momento. —Me giré hacia Aryes, sorprendida de que hubiese hablado—. Shaedra no tiene la culpa de que el dragón cayese en la gran sala.
—No —dijo el maestro Helith—, por supuesto que no la tiene. Precisamente por eso he preguntado. Soltar un sortilegio interno a un dragón es muy difícil y requiere muchísima precisión y práctica además de muchísima suerte. Por eso cuando me contó la historia Murri sentí curiosidad. —Se giró hacia mí y pensé por primera vez que sus ojos se parecían a dos gemas mágicas—. Laygra —pronunció—, ¿alguna pregunta?
—Sí —dijo mi hermana con tono de desafío—. ¿Cómo es que Lénisu y tú os conocéis? ¿Y por qué te fuiste tanto tiempo de Dathrun y adónde fuiste? ¿Por qué nos mandaste a ver a Amrit Daverg Mauhilver a recoger un libro que no tenía? ¿Por qué nunca me dijeron que Iharath trabajaba para ti? ¿Es que no tengo derecho a saber lo que pasa a mi alrededor? —Si sus ojos coléricos hubieran podido echar chispas, lo habrían hecho, pensé impresionada.
—Vaya, ¿alguna pregunta más? —replicó Márevor Helith, mirándola con amable curiosidad.
Laygra soltó un bufido y sacudió la cabeza.
—Me parecería injusto que no contestases a mis preguntas. Esto no es un juego —añadió como regañándolo.
En cierto modo, a veces Laygra me recordaba a Wigy, pues ambas consideraban que todo aquel que no se comportaba bien debía ser castigado y sermoneado. Cuando la vi que miraba al nakrús con una expresión implacable, no pude reprimir una leve sonrisa a pesar de la gravedad de la situación.
Lénisu carraspeó.
—Creo que puedo contestarte a al menos dos de tus preguntas —dijo nuestro tío—. A Márevor lo conozco desde hace muchos años, incluso trabajé para él durante un tiempo. Hasta que ciertos acontecimientos me obligaron a dejar mi vida de antaño, y desde entonces me dediqué plenamente a mi honrado trabajo que conocéis todos.
—El contrabando —dijo Murri, con una mueca de desagrado—. ¿No podías haber encontrado un trabajo mejor?
—Para alguien como yo es difícil encontrar un trabajo adecuado —replicó Lénisu, ignorando el tono insultante de Murri—. Además, hay contrabandistas y contrabandistas, no todos tenemos las mismas costumbres. Y todos no tienen las mismas ambiciones. Amrit es particularmente ambicioso. Fue en su día un joven noble inocente, pero con un inmenso talento. Además, para mí que lleva en la sangre el hada de la suerte. A este buen muchacho lo conocí hace años, en Dathrun. Un buen tipo, aunque a veces demasiado impetuoso. Le hablé de él a Márevor poco después, porque necesitaba que le hiciese un… recado, del que yo no me podía encargar. Por eso Márevor os mandó hablar con Amrit, porque al marcharse, os dejaba solos y sin guardián. —Hizo una mueca—. Aunque yo hubiera elegido a un guardián más seguro.
—¿Así que definitivamente la historia del libro era una estafa? —gruñó Laygra.
Márevor Helith sonrió.
—Uno trata de pensar en la seguridad de los demás y le tratan de estafador.
Laygra se sonrojó y se encogió de hombros.
—No has contestado a mi pregunta. ¿Por qué tuviste que irte de Dathrun?
—Ah, sí, entiendo tu curiosidad, aunque no entiendo cómo puedes preocuparte más por lo que hago yo que por el plan que tengo previsto para tu hermana.
Laygra agrandó los ojos y me miró, perpleja.
—¿Mi hermana? ¿De qué plan estás hablando? —replicó.
Reprimí una sonrisa observando cómo Márevor Helith desviaba la pregunta anterior sin discreción.
—Me parece obvio que empecéis a preguntaros qué papel vais a desempeñar vosotros en este plan —dijo.
—¿Por qué no nos lo cuentas ya y acabamos con esto? —soltó Murri.
—Buena pregunta —aprobó Márevor Helith, con aire divertido—. Pero hay un problema, y es que aún no tengo las cosas muy claras.
—Genial —exclamó Aryes—, un nakrús que no tiene las cosas claras, ¿cómo puede ser…?
Calló inmediatamente, sonrojándose al darse cuenta de que el nakrús en cuestión estaba delante de él, hablándonos. Solté una risita nerviosa.
—¿Cuál es tu plan? —insistió Lénisu con un tono receloso.
El nakrús se levantó de un bote.
—¡El plan! —exclamó—, lo olvidaba, no os lo he explicado…
En este punto, se abrió la puerta y entró Iharath, respirando entrecortadamente. Al parecer, había corrido para llegar hasta aquí.
—¿Qué sucede? —preguntó Murri.
—El marinero —dijo Iharath—, se ha paseado por la playa y se ha encontrado con algún gato. Creo que le han asustado. Y me temo que va a zarpar sin vosotros si no os dais prisa.
—¿Qué? —exclamé, horrorizada.
—¡Menudo cobarde! —soltó Aryes.
—Tranquilos —dijo el maestro Helith—, os estaba contando mi plan.
Lo miramos con cara atónita. El marinero se iba a ir sin nosotros, dejándonos en esta playa perdida y de noche, ¿y el maestro Helith quería contarnos su plan?
—Tranquilos —dijo esta vez Lénisu—. Conozco a Trevan. Tiene alma de contrabandista. Mientras no vea que realmente está en peligro, no se irá. Continúa, amigo mío, estabas hablando del plan.
Vi que Murri e Iharath intercambiaban una mirada y se encogían de hombros y suspiré, imaginándome que volvíamos a Dathrun nadando en la oscuridad. Bah, tampoco sería tan desastroso, me dije, pero hubiera preferido nadar de día.
Iharath iba a volver a salir por la puerta pero el maestro Helith le hizo un gesto para que se quedara y el semi-elfo se adosó al muro, cruzándose de brazos, sin poder reprimir su curiosidad.
—Bien, mi plan es el siguiente —dijo el maestro Helith—. En realidad son varios planes posibles —añadió—. Pero el principio es el mismo: hay que reunir entera la filacteria de Jaixel, y para eso, hay que quitarle a Shaedra la parte del lich. De este modo, Shaedra no sería ya una diana potencial de los Hullinrots o de Jaixel, y además le libraría de recuerdos que no le pertenecen. El problema es que Shaedra tiene la filacteria desde que era una recién nacida y quitarle esa parte podría resultarle doloroso. Pero no tendría ni la más remota idea de cómo hacerlo yo mismo.
Hubo un silencio y luego intervino Murri:
—¿Podría resultar peligroso para ella?
El maestro Helith asintió como a regañadientes.
—Sí. De hecho, no sé si es posible dividir una mente que lleva unida desde hace tantos años. Pero no hay más remedio que intentarlo.
Agrandé los ojos, mirándolos alternadamente como en un sueño. Estaban hablando de mi mente, es decir, de mí, de lo que era, ¿cómo podían estar hablando de ello tan tranquilamente?
—¿No sería mejor que aprendiese a esconder su mente? —terció Dolgy Vranc—. Eso sí que es posible y no sería tan difícil…
—Un sortilegio de protección de la mente es sencillo —asintió el nakrús—, pero se trata aquí de poner un remedio definitivo al problema. ¿Es que acaso conoces a alguien que sea capaz de hacer un sortilegio que dure unos cien años para proteger su mente? Na, es imposible. Existen mágaras que podrían hacerlo. Pero siempre te quedaría la duda de si funciona o no. Además, eso no remediaría el hecho de que Jaixel siga atosigando Neermat. No resolvería el problema.
—¿Realmente te importa lo que les pasa a los de Neermat? —replicó Lénisu.
—Sí —contestó Márevor Helith, mirándolo fijamente.
Lénisu puso los ojos en blanco y asintió.
—De acuerdo, pero mientras encuentras el maravilloso método de extraer la filacteria, te recomiendo que protejas a Shaedra de esos Hullinrots, no vaya a ser que te encuentres inopinadamente con que Dathrun es asediada por una banda de nadros rojos, ¿mm? —soltó con una sonrisilla.
—Esas bestias no están tan majaras como para atacar una ciudad —replicó Márevor Helith—. Además, ya hemos dicho que los nadros rojos quizá no tengan nada que ver con los Hullinrots. —Fruncí el ceño. No salía de mi asombro al ver que lo que habíamos pensado hasta entonces quizá no fuese verdad. Al fin y al cabo, quizá no tenía tantos problemas, me alegré—. Lo que he procurado hacer estos últimos años —prosiguió el nakrús—, ha sido precisamente proteger a Shaedra, por si acaso más que nada. El amuleto que llevas, Dolgy Vranc, no es más que un objeto que creé hace tiempo para impedir a sus portadores que sean localizados por ciertos sortilegios y para dejarme, así y todo, a mí localizarlos.
Dolgy Vranc agrandó los ojos, estupefacto. Todo lo dicho anteriormente no parecía haberle trastornado tanto como la revelación de que el objeto que había identificado tenía poderes que ignoraba.
—Pero entonces… ¿no se trata del Amuleto de la Muerte? —masculló, molesto, sacando el amuleto de su bolsillo. Hacía tiempo que no veía su hoja de acebo y su fina cadena de plata y lo contemplé en la distancia con cierta fascinación.
El nakrús hizo un gesto con la cabeza.
—Originalmente, estaba diseñada para matar a aquel que la llevaba. Es una mágara bastante poderosa. Cuando la encontré, la trabajé con otros objetivos y los efectos anteriores están neutralizados. Pero, nunca se sabe, a veces cometo errores —añadió, divertido.
—¿Quieres decir que Shaedra pudo haber muerto? —exclamó Murri, con la voz ronca.
Un escalofrío me recorrió todo el cuerpo al recordar cuán inocente había sido al ponerme el collar aquel día, hacía cinco años.
—La posibilidad de que le pasara algo era mínima —contestó Márevor Helith—. Además, dado que el dueño anterior estaba tan próximo a Shaedra, y a él no le ocurrió nada, no había ninguna razón para pensar que el collar reaccionaría de manera diferente con Shaedra.
—¿Cómo que el dueño anterior era tan próximo a mí? —dije, frunciendo el ceño.
—¿A quién perteneció antes de que lo encontrara? —preguntó Aryes.
Márevor Helith y Lénisu intercambiaron una mirada y Lénisu agrandó mucho los ojos, como entendiendo algo de pronto.
—A Zueryn Tins Úcrinalm —contestó nuestro tío, medio incrédulo medio sorprendido, girándose hacia mí y mis hermanos—. Vuestro padre.
Espiré cuanto aire tenía en los pulmones, habiéndome olvidado totalmente del marinero y su barca.
—Imposible —resopló Murri tras un silencio—. Nuestro padre murió mucho antes de que los nadros rojos atacasen nuestro pueblo. No pudo llegar hasta ahí y dejar ese… amuleto.
—Cierto —dijo Márevor Helith—. En realidad, fui yo quien quiso darle el shuamir a un viejo amigo de vuestros padres, en vuestro pueblo. Pero cuando llegué, olía a chamuscado, el pueblo estaba todo destruido y cuando vi los nadros rojos, no me quedé ahí a discurrir.
—¡Así que eres tú quien tiró el collar en el barro! —exclamé.
Márevor Helith me miró y asintió con una mueca.
—Exacto, eso es. Bueno, er, más o menos. No lo tiré a posta, tenía otras preocupaciones en ese momento. Pero el resultado fue el mismo ya que, afortunadamente, recogiste el collar —añadió, con una sonrisa aprobadora.
Lo miré, pasmada.
—Podría no haberlo recogido —dije.
Márevor Helith carraspeó, molesto.
—Era una posibilidad —admitió, e hizo un ademán para cambiar de tema— ¡Pero bueno! Lénisu dice la verdad. Entregué este shuamir a Zueryn años atrás para protegerle. En aquella época le andaba buscando una cofradía de celmistas poco aconsejables que querían condenarlo a la hoguera por ser un yedray. Además, empeoró las cosas cuando robó algo en casa de un alcalde con métodos poco caballerescos —explicó, con una sonrisa irónica—. Con el shuamir, él y Ayerel lograron huir hasta Asdrumgar sin que los celmistas los localizasen.
Me sentí otra vez paralizada por sus palabras.
—Un yedray —murmuraron Murri y Laygra, atónitos.
¡Yedray! ¿Había dicho yedray? ¡Yedray!, me repetí, aturdida, recordando lo que había dicho Bazundir de la mala fama que tenían los yedrays y lo que había oído sobre los problemas que creaban los yedrays en Éshingra. Y sin quererlo desgarré un cojín con mis uñas y me ruboricé enseguida, avergonzada, mirando el cojín roto con aire culpable.
—No te preocupes, todo se repara —me dijo el nakrús con una sonrisa cadavérica.
Hice una mueca y asentí.
—Lo siento. Entonces, ¿recuperaste el collar cuando nuestros padres murieron?
—No lo saqué de sus tumbas, si es lo que te preocupa —replicó Márevor Helith—. Pero sigamos. Ahora voy a exponeros mi teoría. —Nos miró fijamente con sus ojos azules—. Me parece que hace poco que los Hullinrots se han enterado de que Jaixel dejó una parte de su filacteria a alguien. Es muy posible que intenten apoderarse de ella, pero no creo que les sea de gran ayuda. Honestamente, no sé qué piensan hacer con ella, pero, de todas formas, puedes estar más o menos tranquila: seguro que tienen otros asuntos más urgentes.
—Qué alivio —mascullé, poniendo los ojos en blanco.
—Me gustaría ahora saber si el shuamir ha sido llevado por otra persona que Zueryn y Shaedra. Tengo que rastrearlo. ¿Serías tan amable de pasarme el amuleto? —preguntó al semi-orco.
A Dolgy Vranc le costó reaccionar, pero luego se levantó y se lo puso en la mano con suma precaución.
—Mi shuamir no es de porcelana —observó el nakrús con una sonrisa divertida—. En mi vida utilizaría una materia tan poco resistente para gente tan poco paciente como los saijits.
Enarqué una ceja. Así que Márevor Helith no se consideraba ya como un saijit. Naturalmente, me dije. ¿Cómo, después de miles de años, podía considerarse un saijit? Tal vez no recordase siquiera su vida de cuando era un ser vivo de veras y, en tal caso, era difícil asimilarse a la gente normal. Dejé tales cavilaciones al darme cuenta de que la conversación seguía su curso, y por nada del mundo me quería perder un detalle. Por un instante, lamenté la ausencia de Syu, pensando que al menos podría haber comentado con él las nuevas. Generalmente las conversaciones con Syu solían serenarme, o al menos hacían que mis preocupaciones se relativizasen y adoptasen un matiz distinto y menos dramático.
—Este colgante lo hice con un material muy resistente —decía el maestro Helith—, es cristal azboïrio, del mismo que fue usado para la Armadura Blanca del caballero de las Rondakuas, si recordáis.
Deria y yo intercambiamos una mirada burlona. En nuestra vida habíamos oído hablar del caballero de las Rondakuas, pero al parecer era alguien histórico y no pude menos que admirar con mayor amplitud el amuleto que sostenía el nakrús en las manos.
—Se parece a la plata de Majir —observó Dol.
—De hecho, a veces se realizan réplicas falsas con plata de Majir —aprobó el maestro Helith, con su tono de profesor—. Pero un experto sabe diferenciarlas muy bien. —El semi-orco carraspeó pero no comentó nada e intenté reprimir una sonrisa sin conseguirlo—. Esto es azboïrio encantado. Ya lo estaba cuando yo me puse a trabajar el artefacto. Primero hice un collar de invisibilidad, pero me funcionaba realmente cuando le daba la gana y parcialmente, de modo que era completamente imposible prever lo que iba a hacer, así que lo transformé en shuamir cuando tuve un poco de tiempo y luego se me ocurrió reutilizarlo para hacer una mágara de protección a ciertos sortilegios de localización. Es un azboïrio muy trabajado, pero creo que podría pulirlo un poco más.
Asentí con la cabeza como una buena alumna y luego bostecé.
—Ahora bien —continuó—, si otra persona que no fuera Zueryn se puso este amuleto, lo sabremos inmediatamente: sería capaz de verlo con los ojos cerrados —añadió, apagando teatralmente la luz de sus ojos.
Esperamos unos instantes, en los cuales observé por primera vez sin ser vista el rostro del nakrús. Tenía que ser curioso ser parte esqueleto parte magia viva, pensé. Era casi más inquietante con los ojos apagados que encendidos. Su vestimenta, sin embargo, le quitaba un tanto el aspecto esquelético del personaje, otorgándole toda una gama de colores exagerados, como acostumbraba ser por lo visto.
Cuando volvió la luz de sus ojos, sus dos perlas azules se posaron sobre mí y sostuvo el colgante a la altura de mis ojos.
—El colgante que recogiste tal como es ahora sólo se lo puso Zueryn —comentó—. Pero es curioso. Siento otra presencia en este collar que no recuerdo que tuviese antes. No sé si es una presencia saijit o una presencia energética o de alguna otra cosa. ¿No intentaste encantarlo, Dolgy Vranc, verdad?
—No se me ocurriría —replicó el semi-orco, poniendo los ojos en blanco—. Cuando pienso que yo estaba convencido de que era el Amuleto de la Muerte…
El nakrús enarcó las cejas, lo miró un instante y luego volvió a observar el amuleto.
—Como he dicho, este shuamir tenía todas las características de un Amuleto de la Muerte antes de que lo trabajara. Pero no se puede ya llamarlo así. Y además, el Amuleto de la Muerte, el supuestamente auténtico, recibió ese nombre simplemente por sus consecuencias históricas. En fin, digo históricas, pero no es tan remoto. —Sonrió—. Aunque ya no me acuerdo muy bien de los detalles.
Lénisu se rebulló en su sitio y carraspeó.
—Me temo que nos vamos a quedar aquí durante toda la noche analizando lingüística e históricamente las diferentes palabras para designar las mágaras y los encantamientos —comentó.
El nakrús suspiró.
—Tan impaciente como siempre, Lénisu, pero vayamos al grano y hablemos de lo que importa por el momento. Bien, lo que vamos a hacer es lo siguiente: me quedaré con el amuleto, reforzaré los lazos de la mágara y Shaedra se lo volverá a poner temporalmente antes de que encuentre una manera de quitarle los recuerdos de Ribok.
Agrandé los ojos durante un instante, sorprendida. Así que Márevor Helith sabía perfectamente de qué trataba la parte de la filacteria que albergaba yo en mi mente. Al parecer no había ningún secreto que se le pudiera esconder. Bueno, no era que fuese realmente un secreto, pero me repugnaba hablar de los recuerdos que a veces invadían mi mente. Esos recuerdos no me pertenecían y me sentía como si alguien quisiera instalarse en mi mente, sin ningún tipo de cortesía.
—Me temo que no me voy a quedar aquí mucho tiempo, tengo asuntos que requieren mi atención, pero podéis estar seguros de que de aquí a un mes vuelvo, os doy el shuamir y por supuesto —dijo, girándose hacia mí— os digo dónde están Aleria y Akín, si aún siguen vivos.
Su última reflexión me dejó como si me estuviese atragantando con algo. El nakrús se levantó de un bote, sin más dilación.
—Me alegra que hayáis venido. Iharath me dijo que había tenido problemas para haceros entender que había vuelto.
Iharath, arrimado al muro, hizo una mueca.
—Estaba en un examen escrito de invocación, y el profesor Erkaloth casi me pilla soltando el sortilegio bréjico —explicó.
—¡Ah! —dijo Murri, entendiendo de pronto, y soltó con aire burlón—: Así que por eso tenías una cara tan concentrada. Porque el examen en sí sería fácil para ti, ¿verdad?
—Creo que me salió bien —replicó Iharath, con una sonrisa, y mi hermano resopló, sacudiendo la cabeza. Por lo visto, a él no le había parecido un examen tan fácil. El semi-elfo continuó, diciendo—: Al principio, había pensado avisaros después, porque se supone que no puedo soltar sortilegios durante un examen, pero, como acabé con tiempo… pues, envié un mensaje a Shaedra. Vi que había entendido, así que supuse que vendríais esta noche.
—Y así lo hemos hecho —dijo Lénisu, levantándose—. ¡Bueno! Esta conversación ha sido muy interesante. Entonces, nos veremos dentro de un mes, Márevor, suponiendo que todo funcione bien. Y ahora esperemos que este condenado de Trevan no sea tan cobarde como para no cumplir su palabra de contrabandista.
Aryes y yo intercambiamos una mirada escéptica, preguntándonos qué podía valer la palabra de un contrabandista para la mayoría de la gente.
Nos despedimos rápidamente y salimos de la extraña casa del maestro Helith. Iharath nos ayudó a recorrer el camino de regreso a la barca y al llegar a la playa se separó de nosotros, no sin decirme en voz baja:
—Puedes estar segura de que el maestro Helith volverá dentro de un mes, Shaedra. Es un nakrús que cumple con su palabra y con su corazón.
Su silueta oscura ladeó la cabeza y adiviné que me sonreía. Lo observé desaparecer entre las tinieblas, preguntándome si un nakrús tenía realmente corazón. Aunque algo tenía que tener para permanecer en vida, ¿verdad? Estaba segura de que Aleria habría podido contestar a mi pregunta. Por supuesto, entendía que Iharath había hablado en sentido figurado, pero en realidad resultaba ser el mismo problema: ¿qué perdía exactamente un saijit al convertirse en un nakrús? La apariencia, desde luego, me dije irónicamente, con la imagen de Márevor Helith en mente.
Oí un maullido y luego vi una sombra pasar rápidamente por entre los árboles. Entorné los ojos hasta que lo vi desaparecer completamente. Era un bulto demasiado grande para ser el de un gato. Con una mueca de miedo, me dije que lo más probable era que se tratase de Drakvian, la vampira sirvienta de Márevor Helith. Entonces oí una risa mental que me dejó paralizada. Esa risa… era la misma que había oído en Ató, durante una de las pruebas prácticas… La risa de una vampira.
—Shaedra —me murmuró Murri, cogiéndome del brazo para que siguiese avanzando.
—¡Buenas, buenas, Trevan! —dijo alegremente Lénisu, junto a la barca—. Es increíble cómo nos conocemos tú y yo, ¿eh? ¡A bordo, todos!
El rostro de Trevan estaba demasiado escondido por la oscuridad, pero percibí perfectamente su zafio gruñido. Subimos a la barca, Dolgy y Lénisu la empujaron al agua y el silencio cayó entre nosotros otra vez. Aposté a que todos estábamos pensando en la conversación y los «planes» del maestro Helith, aunque yo no podía dejar de pensar en que Drakvian había estado en Ató. Ella me había avisado diciéndome que el papel que sostenía Suminaria era una trampa real. Y quizá hubiese sentido su presencia otras veces aunque no lo recordaba ya. No niego que estaba algo atemorizada. Por su parte, Trevan iba remando con la espadilla, silencioso, sumido él también en sus pensamientos.
Cuando desembarcamos, Lénisu y Trevan se alejaron un poco, obviamente para acabar de cumplir el trato, y entretanto nos pusimos a caminar lentamente por el muelle desierto y oscuro. A lo lejos, las luces de los faroles de Dathrun brillaban tenuemente.
—Nos hemos olvidado de preguntar algo —dijo de pronto Aryes.
Me giré hacia él con la ceja enarcada.
—¿El qué?
Aryes, con el ceño fruncido, agitó la cabeza.
—Bueno, pues… ¿tú ya sabes por qué tienes una parte de Jaixel en ti?
—Oh —dije, sorprendida—. Pues no lo sé. Se lo preguntaremos la próxima vez.
—Dentro de un mes —se lamentó Laygra—. El maestro Helith no se toma su trabajo de profesor como los demás. No sé qué tanto hace fuera de Dathrun, no quiso ni contestarme cuando se lo pregunté.
—Bah, de todas formas, qué importa saber más cosas sobre Jaixel si el maestro Helith me quita su filacteria —pronuncié con filosofía—. Después de eso, todo estará arreglado. Iremos en busca de Aleria y Akín, y luego volveremos a Ató, ¿qué te parece, Aryes?
—¡Estupendo! —exclamó, con una gran sonrisa.
Murri y Laygra no contestaron y me di cuenta de pronto de su silencio.
—Creo que por ahora nos quedaremos aquí de todas formas —intervino Dolgy Vranc—. Según dice la gente, se han redoblado los flujos de monstruos por el portal funesto de Kaendra. Este no es el mejor momento para viajar al otro lado de las Hordas.
Lo observé y asentí. Entonces, me acordé de algo.
—Dol, cuando el maestro Helith te preguntó por el amuleto, dijiste que nunca te lo pusiste pero que sentías una extraña atracción hacia ese objeto… ¿tú crees que yo también la sentía sin darme cuenta?
El semi-orco se encogió de hombros.
—Hay tantas preguntas que no tienen respuestas… generalmente, cuando se trata de un objeto encantado tan poderoso como aquel, es muy difícil entender los por qué de sus efectos. El mismo creador se sorprenderá seguramente de su propia creación —añadió, con una sonrisa torva—. A veces, cuando uno cree saber mucho sobre una cosa, se da cuenta de que no era tan talentoso como pensaba.
Obviamente, esa última reflexión la decía más refiriéndose a sí mismo que a Márevor Helith. Cuando Lénisu se reunió con nosotros, emprendimos el camino hasta el Puerto y luego mis hermanos y yo nos separamos de ellos y continuamos, escoltados por Lénisu que, desde que nos había vuelto a encontrar, no se atrevía a alejarse de nosotros. En un tácito acuerdo, decidimos no hablar de liches ni de amuletos y anduvimos charlando tranquilamente hasta el Puente Frío.
—¿Por cierto, cómo avanza tu aprendizaje, Shaedra? —preguntó Laygra cuando estábamos ya bajando la avenida principal.
Palidecí y se me aceleró el pulso.
—¡Estrellas andantes! —exclamé, horrorizada—, ¡tenía clase con él esta noche, a las tres!
—¿De qué aprendizaje habláis? —preguntó Lénisu con el ceño fruncido.
—Shaedra da clases de armonía con Daelgar, el tipo que…
No acabé de oír la frase de Murri. Me había lanzado a toda pastilla por una callejuela perpendicular, sintiendo el jaipú agilizar cada uno de mis movimientos. Oí un gruñido a mis espaldas pero no me detuve. Me imaginé a Daelgar esperando en la torre, defraudado por mi retraso, y redoblé mis esfuerzos. ¿Cómo se me podía haber pasado?
Cuando ya las casas se habían transformado en jardines y caserones, oí unas campanadas. Las tres. No podía creer que iba a llegar casi puntual. Resoplé y me reí interiormente de mi reacción. ¿Por qué me importaba tanto que Daelgar viese en mí una alumna ejemplar, atenta e interesada por aprender? Quizá porque en cierto modo admiraba a ese humano manco que había contestado a unas preguntas que yo siempre, en algún momento, me había hecho y cuyas respuestas él daba con una serenidad casi sagrada. Porque Daelgar no sólo me había enseñado las armonías, sino también un modo de pensar y criticar, un modo de ver las cosas bajo diferentes puntos de vista, y eso era, me di cuenta, lo que me hacía considerarlo como a un joven sabio.
Caminé hasta arriba de la calle, y empecé a andar por el camino que conducía a la torre, cubierto de hierbas altas y flores de todos los colores, que en la oscuridad parecían iguales.
—Shaedra —dijo de pronto una voz entrecortada detrás de mí.
Me sobresalté y miré hacia atrás. Lénisu me había seguido, corriendo, y estaba ahora respirando precipitadamente, la mano en el corazón.
—Caray —dijo, resoplando e inspirando hondo—, ¿quién te ha enseñado a correr tan rápido?
Sonreí anchamente.
—En gran parte se lo debo a Áynorin y a Suminaria.
Lénisu agitó la cabeza y se enderezó un poco, la respiración más regular.
—¿Adónde ibas?
—A mis clases con Daelgar. Me enseña las armonías. Damos clase en la Torre del Brujo.
Lénisu me observó detenidamente.
—¿Ha sido idea de Amrit, verdad? —dijo, tras una pausa.
—Lo propuso él —asentí—. Daelgar es un profesor increíble, ya te conté que había soltado un sortilegio de miedo a toda una banda que los perseguía, ¿verdad? Pues también es un muy buen armónico.
«Y espero que además sea un hombre paciente porque llegas tarde», dijo de pronto Syu, apareciendo junto a mí como una sombra alargada y pequeña.
—¡Syu! —exclamé alegremente.
Subió hasta mi hombro y soltó un pequeño bufido. «¿Dónde estabas?»
«Casi se me olvida que teníamos clase con Daelgar. Hemos ido todos a hablar con Márevor Helith, el nakrús, ya te hablé de él.»
«¿Ah? No me acuerdo», dijo, pegando un salto hasta el suelo.
—Syu también asiste a las clases —añadí con una gran sonrisa.
—Ya no sé qué puede sorprenderme —dijo Lénisu, riendo—, aunque… —Se puso más serio y agitó la cabeza—. Voy a tener que hablar con Amrit… y con ese Daelgar. ¿No te parece que ya haces bastante yendo a las clases de la academia?
Lo miré con cara de pocos amigos.
—Por nada del mundo renunciaría a las clases de Daelgar —repliqué—. Además, llego tarde. Si quieres, puedes acompañarme y hablar con Daelgar.
Lénisu echó un vistazo a la torre y casi inmediatamente negó con la cabeza.
—No, pero hablaré con Amrit. Ten en cuenta que Amrit no es de los que dan y no piden nada. No deberías haber aceptado ese aprendizaje. ¿Sabes lo que se paga a un preceptor celmista en las buenas familias? Si Daelgar es tan bueno como dices, no quiero ni pensar lo que pretende hacer Amrit contigo. Pero vete ya a tus clases, lo arreglaré todo. ¿Normalmente Daelgar te acompaña otra vez hasta el puente, verdad?
Agrandé los ojos y resoplé, divertida.
—No, qué va. ¿Por qué me iba a acompañar? No me va a atacar ningún lich por las calles de Dathrun.
Lénisu gruñó pero se contentó con mascullar:
—Menudos inconscientes.
Syu balanceó su cola y preguntó: «¿Subimos?»
Asentí mentalmente y subí las escaleras de fuera hasta la puerta bajo la mirada de un Lénisu inquieto.
—No te preocupes tanto, Lénisu —le dije, y levanté una mano a modo de saludo—. ¡Hasta luego!
Lénisu me correspondió y dio media vuelta como si hubiese decidido hacer algo. Esperé con todo mi corazón que no fuese a hablar con Amrit para decirle que su sobrina no podía continuar con el aprendizaje, no habría sido justo.
Daelgar estaba sentado delante del tablero de Erlun, moviendo fichas.
—Hola —dijo simplemente.
—Hola, siento llegar tarde —contesté—, mi tío se acaba de enterar de que me dabas clases y… no parece haberle gustado la idea.
Daelgar, la mirada fija en el tablero, movió finalmente otra ficha y levantó la cabeza.
—Siéntate y observa bien el tablero. Puedes ganar en dos jugadas.
Me senté y me dispuse a analizar la posición de las fichas con sumo cuidado, oyendo claramente a Syu filosofar sobre cómo los saijits sabían a veces razonar en tableros y nunca en la vida real.
«Bah, ¿dices que los gawalts sabéis razonar en tableros?», repliqué, burlona.
«Por supuesto, pero no se dejan engañar. Lo que pasa es que un gawalt no necesita juegos fabricados para pasárselo bien. Nosotros jugamos a juegos parecidos, pero a varios, en las ramas, y cambiamos de posiciones, y es todo mucho más divertido. Estas fichas están muertas y sólo las controlas tú, en cambio en nuestros juegos, todo está mucho más vivo y más imprevisible, porque es la vida real.»
Las explicaciones de Syu se prosiguieron largo rato, y mientras trataba de pensar en cómo ganar en dos movimientos, me contó historias de su “anterior vida”, sobre sus juegos y su manera de pensar. No era la primera vez que me intentaba explicar la manera de pensar de los gawalts, como intentando convencerme de que la de los saijits estaba llena de fallos, y en esos momentos yo me divertía criticando a los gawalts y su altivez, al que Syu llamaba “orgullo gawalt”.
Resolví finalmente el enigma y Daelgar me propuso algunos más, los cuales resolví cada vez más rápido, dándome cuenta de que se parecían mucho.
—Está bien, ahora me parece bien que repasemos lo que hemos visto hasta ahora —dijo Daelgar, enderezándose y apoyando su brazo en el borde de una ventana.
—¿Todo lo que hemos visto hasta ahora? —pregunté, boquiabierta.
—Rápidamente, para que no se te olvide. Las cosas hay que repetirlas, si no uno las olvida. Cuanto más practiques, mejor te saldrá.
Pasamos las dos horas siguientes repasando todas los trucos armónicos que me había enseñado. Al mismo tiempo, me contaba anécdotas, tranquilamente apoyado junto a la ventana, y aprobando el resultado de mis sortilegios.
En cierto modo, me dio la impresión de pasar el último examen de la semana. Mi sortilegio de oscuridad me salió bastante bien, y el de invocación de imágenes también, el sortilegio de sonido hubiera podido ser peor, y luego conseguí crear un olor a madera y sopa de arroz que me recordó dolorosamente al Ciervo alado.
—¡Muy bien! —me dijo mi profesor—. Creo que será suficiente para hoy, me parece que te vendrá bien dormir un poco.
Sentados cada uno sobre una manta, acabábamos de repasar los sortilegios de aturdimiento y de absorción del calor. Y mientras tanto, no había parado de bostezar discretamente.
—Lo siento —dije bostezando esta vez abiertamente—, no he dormido nada esta noche.
—Lo sé. Por cierto, no hace falta que lo escondas más tiempo. Sé que está aquí.
Me pilló boquiabierta en pleno bostezo y cerré la boca con un ruido de dientes.
—¿Qué? —solté, y sin pensarlo me giré hacia donde se escondía Syu, aturdida—. ¿Cómo…?
—Le he oído hace un par de días. ¿Es un mono, verdad? ¿El mismo que se pasea contigo normalmente?
Suspiré y asentí, resignada.
«Apuesto a que fue la vez que te pusiste a reír tontamente porque enseñé la imagen de una vaca paciendo en vez de soltar un mugido», le dije, gruñendo mentalmente.
Syu no contestó pero noté que sonreía al recordarlo y de pronto me dijo:
«No te olvides de hablarme como dijo el Viejo.»
«Vaya, haces bien en recordármelo», reconocí, proyectando un leve hilo de energía bréjica para que Daelgar pensase que comunicaba con el mono con ella. «Syu, puedes venir, de todas formas ya te ha descubierto.»
Syu asomó la cabeza por la ventana, me miró con aire malicioso, dio un salto y aterrizó a mi lado. Dio una vuelta sobre sí mismo y se detuvo, medio sentado medio de pie, con los dos ojos clavados en el rostro de Daelgar.
Carraspeé.
—Er, te presento a Syu —dije—, es un mono gawalt. Quiso asistir a las lecciones, no me dejó otra.
Syu y yo bostezamos al mismo tiempo. Daelgar nos miró fijamente a los dos durante un buen rato, las comisuras de los labios levantadas y de pronto soltó una carcajada, nos volvió a mirar y se echó a reír abiertamente.
Al reír, se le veían dos dientes postizos plateados. Su cabello desordenado caía sobre su rostro curiosamente distendido. Estaba segura de que no lo había visto reír tan abiertamente como ahora, y me pregunté qué podía haberle hecho tanta gracia.
—Venga, idos a dormir ya —dijo simplemente, carraspeando y levantándose—. Ya que se han acabado los exámenes y tienes varias semanas de vacaciones, trabajaremos de día cuando pueda. Es hora de que aprendas a utilizar las armonías con discreción. Ven mañana a las cinco, delante de la taberna El diamante heráldico, junto a la Plaza del Rebdel. Y esta vez no llegues tarde, por favor.
Me ruboricé y negué con la cabeza enérgicamente, levantándome a mi vez.
—No llegaré tarde —le prometí—. Llegaré al minuto exacto.
—Lo digo porque es mejor no quedarse mucho tiempo ahí plantado para no llamar la atención.
Asentí, pensativa, y le hice una pregunta que llevaba tiempo rondándome:
—Daelgar… ¿por qué vives de incógnito?
El humano enarcó una ceja y agitó la cabeza.
—No vivo de incógnito. Soy el sirviente mayor del señor Mauhilver. Que no diga a los cuatro vientos que soy celmista no tiene nada que ver.
Lo observé un momento con atención.
—No consideras al señor Mauhilver como a tu señor. Aquella noche en que bajé a su escritorio secreto… lo tratabas como a un joven acelerado…
Pero Daelgar me interrumpió:
—Que lo sirva no significa que tenga que ver en él a un hombre lleno de virtudes y sin defectos. —Se encogió de hombros—. Supongo que lo trato como dices porque en realidad no es más que un muchacho… que debe cargar con muchas responsabilidades. Eso es todo.
—Quiero saber una cosa —dije, molesta—, ¿por qué el señor Mauhilver quiso que me enseñaras las armonías?
—¡Ah! —Daelgar se llevó las manos a las sienes, masajeándolas, como reflexionando él mismo a una posible contestación—. Supongo que Lénisu te ha contado algunas historias sobre Amrit y ahora estás dudando de su buena fe, ¿eh? —Ladeé la cabeza de un lado para otro, turbada—. Bueno, pensaba que estaba claro. Amrit tiene mucho trabajo y está harto de mis consejos y mis reflexiones que le añaden más preocupaciones. No es que sea perezoso, pero creo que ha llegado a su límite y la verdad es que yo sería incapaz de aguantar tantos bailes y cenas y meriendas… prefiero quedarme a recoger informaciones con más discreción… así que no me extraña que te haya convertido en mi aprendiz. Bueno, eso es una de las razones. Pero además, eres la sobrina de Lénisu, y supongo que Amrit no quería perderte de vista. Y bueno, me he dado cuenta de que aprendes rápido y pienso que si sigues así, podrías encontrar trabajo fácilmente a nuestro lado, o en cualquier grupo de espías o de exploradores.
Lo observé con los ojos agrandados. ¿Yo, trabajar como espía? No tenía la menor intención de ser una espía. Siempre me había caído mal la gente que actuaba de manera encubierta… bueno, Daelgar no me caía mal, pero él no era un espía, ¿verdad? Fruncí el ceño.
«¿Tú crees que es un espía?», le pregunté a Syu sin dejar aparentar en mi rostro que comunicaba con el mono.
«Bah, ¿y eso qué es? Daelgar es un buen tipo para ser un saijit. Seguramente tiene sangre gawalt en las venas. Algún ancestro lejano…»
«No digas bobadas», le corté, exasperada. «Claro que Daelgar me cae bien, pero no sé muy bien qué hace de su vida.»
«Ah, esas preguntas son realmente poco útiles», replicó Syu, creyendo que me refería a alguna cuestión filosófica. «Pero si realmente quieres saber mi opinión, creo que Daelgar es un…»
Esperé un segundo y enarqué una ceja sin querer.
«¿Un?», le animé, curiosa.
«Bah, no me sale la palabra.»
Me giré hacia él y lo cogí con las manos como a un gato, riéndome interiormente.
—Creo que esa carrera no me va —le contesté a Daelgar—. Soy demasiado… desastrosa cuando se trata de ser silenciosa y esas cosas.
Daelgar puso cara sorprendida.
—Pero si sabes andar muy silenciosamente, hasta a mí me cuesta oírte cuando subes la Torre del Brujo, y eso que utilizo las armonías para mejorar mi oído.
—¿De veras? —dije, sorprendida.
—De veras, sí. Bueno, ya veo que esta conversación te ha despertado un poco, ya no pareces estar tan cansada.
Hice una mueca de protesta.
—Simplemente decía que yo no tengo alma de espía. Er… entonces, ¿quieres decir que tú y el señor Mauhilver sois espías?
Daelgar empezó a bajar las escaleras y lo seguí con prudencia, mirando cómo abajo brillaban las tenues y nocturnas luces de la ciudad.
—No —contestó sencillamente mi maestro—. Trabajamos para algo más que recolectar informaciones.
—¿Y en qué consiste vuestro trabajo? —pregunté, dándome cuenta perfectamente de que me estaba entrometiendo demasiado.
—Bueno… Lénisu te lo podrá decir. Él sabe perfectamente lo que hacemos.
—¿Mi tío? —dije, sin saber si podía aún sorprenderme con lo que iba aprendiendo de Lénisu. Al parecer, estaba metido en el ajo de todos los asuntos ocultos de la Tierra Baya. Me faltaba saber quiénes eran realmente los eshayríes y ya habría tenido bastantes novedades por hoy. Dejé escapar un suspiro—. ¿Cómo lo conociste? —pregunté, al de un rato, cuando ya estábamos bajando las escaleras interiores.
—¿A Lénisu? Bueno, yo no lo conocía personalmente. Amrit me habló mucho de él. Me lo pintó como alguien lleno de secretos, hábil en retórica y con amistades cuantiosas y poco fiables, pero me dijo que es “un hombre admirable que sabe salir de las peores catástrofes”, me lo dijo con esas palabras. Ya sabes que tu tío le salvó la vida al muchacho, y éste me lo recuerda todos los días desde que llegó a Dathrun. Se obsesiona queriendo ayudar a Lénisu. Y su primera acción ha sido la de convertirte en mi aprendiz.
Me sonreí, contenta.
—Eres un buen profesor.
—Y yo tengo a dos alumnos muy atentos —replicó Daelgar, atrancando la puerta una vez que hubimos salido.
«¡Varios de los movimientos en el Erlun los hice yo!», nos comentó de pronto Syu a ambos.
Daelgar enarcó una ceja, sorprendido, y se giró hacia el mono.
—¿Es eso cierto?
«¿Por qué iba a mentir?»
«¿No puedes aguantar tu “orgullo gawalt” un momento?», le retruqué, poniendo los ojos en blanco.
—Lo siento —dije—, pero es que a veces es un impaciente y me dice que mueva tal o tal ficha antes de dejarme pensar, y cuando no le hago caso siempre acabo peor y se ríe de mí descaradamente. Es un mono gawalt —añadí, como si eso lo explicase todo.
—Mm, ya, sinceramente creo que es la primera vez que veo a un mono gawalt solo, en compañía de una saijit.
Sentí como una bola en la garganta y carraspeé.
—No está solo, está conmigo. Es como si perteneciese a mi familia.
«¿Como si?», repitió el mono, sin entenderlo.
«Quiero decir que eres de mi familia, ¿o no?»
«Por supuesto, ¿de qué familia iba a ser si no? Oye, ¿y si a la vuelta pasamos por la calle de los barriles?»
Puse los ojos en blanco: “la calle de los barriles” era una calle situada detrás de una calle llena de tabernas y fondas, donde se iban dejando los barriles vacíos y otros trastos que no cabían ya en el interior. A Syu le encantaba pasar por ahí, y asentí mentalmente mientras me despedía de Daelgar prometiéndole otra vez que no llegaríamos tarde a la lección del día siguiente.
—Eres un chivato, Syu —le gruñí por lo bajo, mientras me encaminaba hacia el centro de Dathrun.
El mono iba corriendo por la calle oscura y contestó sin darse la vuelta, con un tono burlón:
«¿No es verdad que te he ayudado a jugar al Erlun?»
«Bueno, sí… pero más de una vez me has hecho mover una ficha que no debería haber movido», contesté con una mueca.
«Bah, quién puede saber lo que es mejor o peor en esta vida», replicó Syu con filosofía.
Pegué un salto sobre un barril y aterricé junto al mono.
«¡Apuesto un zumo de naranja a que te gano en una carrera hasta el puente!», le dije.
«¡Trato hecho! Y luego me cuentas quién es Márevor Helith, que no recuerdo quién es.»
«Trato hecho», le contesté. «A la de tres… Uno, dos… ¡Tres!»
Salimos disparados por la calle, saltando, y sintiendo sobre nuestro rostro una fina y cálida llovizna que olía a tierra. Al principio íbamos corriendo más o menos juntos, pero al bajar por la avenida principal Syu subió a los árboles y avanzó mucho más rápido, hasta que se le acabaron los árboles, entonces conseguí alcanzarlo, pero así y todo la carrera no estaba aún ganada. Quedaban unos cincuenta metros para llegar al puente y redoblamos esfuerzos.
«¡Gané!», anuncié, alegremente, mientras Syu frenaba frenéticamente, chocándose contra mi pierna.
—Cuidado, Syu —dije, resoplando.
El mono gawalt no parecía de buen humor y, con las manos en la espalda, soltó unos gruñidos de protesta, caminando de un modo gracioso.
«Venga, no te vas a enfadar por haber perdido una vez, ¿verdad?», le dije, poniendo los ojos en blanco.
Me reí y él, girando la cabeza, me miró con los ojos entornados.
«Si hubiésemos estado en un bosque, te habría ganado», aseguró.
«Excusas», gruñí, respirando aún entrecortadamente por el esfuerzo de la carrera. Y bostecé abiertamente. «Vamos a dormir, Syu. Mañana compartimos el zumo de naranja y te cuento todo lo que ha pasado en casa del maestro Helith. ¿Qué te parece?»
Syu se subió a mi hombro y se estiró perezosamente.
«Adelante, pues», se contentó con replicar, cómodamente sentado.
Observé con sorna su pereza pero no dije nada y me dirigí hacia la academia pensando que aquella noche no sería la única que habría dormido poco: la mayoría de los estudiantes también habían acabado los exámenes aquel día y, por lo que me dijo Murri, solían festejarlo hasta muy entrada la noche.
Los días siguientes los pasé curiosamente tranquilos. Sólo me encontré con algún que otro problema, como el de convencerle a Jirio de que su examen de prácticas no había sido del todo catastrófico. Al día siguiente de la conversación con Márevor Helith, por la tarde, después de haberme tomado una buena mañana de reposo, fui a hacerle una visita a mi amigo en la Enfermería Roja, pero resultó que se había marchado ya, sin avisar a la enfermera, la cual me acogió muy malhumorada y me encargó que fuese a buscarlo. Yo me escabullí rápidamente, recorriendo con Syu todos los pasillos y escaleras de la academia en busca de ese “bribón inconsciente” que había osado escaquearse de la enfermería cuando aún estaba bajo el efecto de un sedante cuyo nombre no pude recordar cinco minutos después pero que no me inspiraba gran confianza.
Lo encontré finalmente afuera, sentado en la arena, con un libro abierto en el regazo. Con el codo apoyado sobre su rodilla, contemplaba con la mirada perdida el horizonte azul y el oleaje sereno.
—Hola, Jirio. ¿Qué tal estás?
—Perfectamente —replicó con un gruñido—. ¿Por qué no iba a estar bien? —Se giró hacia mí, agitó la cabeza y sonrió—. Hola, Shaedra. Estoy leyendo el Libro de variedades de algas marinas. ¿Qué tal estás tú?
Me senté a su lado, diciéndole a Syu por enésima vez:
«¡Deja ya de jugar con mi pelo!»
El mono gawalt soltó la trenza que me estaba haciendo con un suspiro ruidoso. Jirio enarcó una ceja.
—¿Te hace trenzas el mono?
—Oh, ya le he dicho que no soy un árbol con lianas, pero Syu persiste en jugar con mi pelo —contesté, con una mueca exasperada—. Le encanta hacerse el sordo.
«Debe de ser de familia.»
«¿Qué insinúas?», le repliqué, entrecerrando los ojos.
El mono gawalt me miró con un mohín elocuente, se giró y realizó una complicada pirueta antes de desaparecer entre las palmeras. Jirio se echó a reír.
—¿Desde cuándo lo tienes?
—¿Te refieres a Syu? Oh, desde que llegué aquí. Mi hermana se ocupaba de él, en la Enfermería Azul.
Seguimos charlando tranquilamente y evité decirle por supuesto que la enfermera de la Enfermería Roja lo andaba buscando. Jirio parecía estar perfectamente y no necesitaba más cuidados. Lo único que me preocupaba era la expresión que tomaba algunas veces, cuando dejaba de hablar. Parecía estar sumido en unos pensamientos poco agradables, como si hubiese recibido malas nuevas. Luego me enteré de que su humor se debía en parte a que estaba seguro de que su desliz en el examen práctico había provocado su definitivo fracaso como estudiante en la academia de Dathrun. Incluso pensaba que había desestabilizado a otros estudiantes y que por su culpa otros se verían penalizados. Al explicarme tan seriamente sus distintas conclusiones me entraron ganas a la vez de estrangularlo y de reírme de él, pero simplemente acabé por contestarle buscando los mejores argumentos para hacerlo entrar en razón. Aun así, Jirio permaneció con una actitud poco habladora y dijo que pronto se marcharía. Y de hecho, la gente ya empezaba a irse.
Steyra cogió el barco para Ombay tres días después de los exámenes, Zoria y Zalén se fueron enseguida a su casa de Dathrun y me hicieron prometer que les visitaría pronto. La academia iba a cerrar para un mes entero y la mayoría de los estudiantes ya se había marchado.
El año anterior, Laygra y Murri habían pasado el verano en una pensión bastante lujosa en la costa, al sur de Dathrun, estadía pagada por el maestro Helith, desde luego. Pero este año, mis hermanos no estaban solos y decidimos quedarnos en Dathrun. Llegó un día en que Jirio se despidió de mí y se marchó para el norte, a casa de su hermano el tirano Warith, y a mi vez me despedí del doctor Bazundir cuando Murri, Laygra y yo nos fuimos a instalar en una casa alquilada al otro lado de la playa, en las afueras de la ciudad.
Era una casa de dos pisos, bastante destartalada, y en definitiva no muy grande para la cantidad de gente que éramos. Lénisu se cogió el pequeño cuarto de abajo, Deria, Laygra y yo nos metimos en un cuarto del primer piso y Dolgy Vranc, Murri y Aryes en el único que quedaba. Srakhi, pese a nuestras protestas, se instaló en el salón, conformándose con un viejo colchón de plumas colocado en un rincón.
—No os preocupéis por mí —dijo, levantando las manos para apartar nuestras objeciones—. Prefiero estar aquí.
Apenas conocía a Srakhi, pero no podía negar que tenía clase. Si no hubiese sabido que era say-guetrán, habría apostado a que había hecho una carrera de actor itinerante. Era buen orador, aunque sólo hablaba de cuando en cuando, y su voz profunda me recordaba a la de Sain cuando tomaba su tono de contador de historias. Claro que en vez de un contador de historias Srakhi parecía un aventurero dramático, sin aparentarlo físicamente. También parecía estar viviendo continuamente alerta, como si estuviese rodeado de enemigos, y no podía dejar de preguntarme si en cierto modo no era verdad. Pero aparte de lo poco que me había podido contar Dol, no sabía gran cosa sobre el gnomo.
Para pagar el alquiler, Dolgy Vranc volvió a ponerse a fabricar juguetes para niños, Srakhi seguía a Lénisu en sus negocios turbios y los demás pasábamos el día vagabundeando: nos íbamos a pasear, jugábamos, corríamos, visitábamos la ciudad como nunca la había visitado antes, y yo más que ninguna porque a partir de ahí Daelgar y yo empezamos a utilizar las armonías de un modo mucho más divertido, tanto para mí como para Syu. Utilicé sortilegios de mimetismo para pasar desapercibida, robé y devolví artículos en el mercado, aunque a Syu le resultó mucho más difícil que a mí devolver lo que había robado, y me dije que ese ejercicio, aunque no muy ético, le había enseñado a ser menos avaro. Y no me reí pocas veces de su avaricia antes de que comprendiese que su comportamiento era del todo pueril. Daelgar se mostró muy satisfecho por nuestros avances y, no contento con enseñar las armonías, quiso enseñarme trucos de gimnasia y se maravilló de que fuese tan flexible. «Flexible como un mono gawalt», añadía Syu. El mono, cada vez que hacíamos una pausa, se había aficionado a trenzarme mechas, lo que yo acabé por aceptar con naturalidad, y aunque al principio los demás se reían del mono por su manía, acabaron por reconocer que tenía buen gusto y alma de peluquero. Por supuesto, Syu lo veía más como entretenimiento que como obra artística.
Una de las cosas que más me sorprendieron durante el mes que pasé en la casa junto a la playa fue constatar la amistad que trabaron Murri e Iharath con Aryes. El semi-elfo solía venir a visitarnos todos los días y casi acabé por olvidarme de que era un asistente de Márevor Helith. Nos trataba a todos con su habitual humor y tranquilidad. Iharath siempre me había producido una sensación de seguridad cada vez que estaba presente. Era una persona segura de sí misma, amable y que parecía controlar el tiempo. Una vez, nos contó su historia y más de una vez me pregunté, después de haberla escuchado, si su historia era verdad. Según lo que dijo, venía de un pueblecito al este de ahí. Un día, paseándose por el bosque, se había encontrado con un arbusto lleno de bayas. Sentados en la hierba de una colina, después de haber echado una carrera con Murri, Deria y yo, empezó a hablar de cómo se había acercado a las bayas del arbusto.
—Las probé, por supuesto —nos contó—. Era un niño muy estúpido en aquella época. Tenía once años. La baya al principio era dulce, pero luego me dejó un sabor muy amargo. Poco después de tragármela, el arbusto se transformó en un arco de flores y yo lo atravesé, aturdido como estaba.
—Muy estúpido —aprobó Laygra.
El semi-elfo se sonrió.
—Menos mal que ya no soy como antes. Aunque estoy seguro ahora de que la atracción que sentía hacia el arco no era natural. Estaba bajo la influencia de un hechizo.
—¿Y qué pasó al cruzar el arco? —pregunté.
—Pues eso, que pasé el arco de flores, me sentí como extraño y perdí el conocimiento. —Hizo una pausa, como para mantener el suspense, y continuó—: Cuando desperté, me sentía ligero. Tenía manos y una especie de cuerpo, pero apenas eran tangibles y eran sombríos y difusos. Me arrastré con dificultad, porque ya no sabía guiar mi cuerpo, que no existía ya, de todas maneras, porque me había convertido en una sombra.
Me quedé boquiabierta, atónita.
—Tuve que irme. Volví al arco de flores pero éste había desaparecido y bien creo que sólo existió en mis alucinaciones. En mi estado, no me atreví a volver a casa. Al principio, hasta creía que estaba muerto. Entonces, fui en busca de alguien que me pudiese devolver mi cuerpo. Al de varios años, me encontró Márevor Helith cuando yo ya me había resignado a mi triste suerte desde hacía rato. Le conté mi historia y prometió ayudarme. Me llevó a la academia. Estuvo año y medio buscando un remedio para devolverme mi apariencia y yo mientras tanto me paseaba por los lugares por los que nadie iba desde hacía muchos años o escuchaba a la gente a escondidas. No podía hacer mucho más que escuchar. En aquella época yo ya había renunciado a mi condición de saijit. Me creía una sombra como las demás sombras que aparecen en los libros. Pero entonces Márevor Helith consiguió lo imposible: me devolvió la materialidad. No soy exactamente como era antes, pero incluso yo creo que he mejorado —dijo, con una arrogancia burlona—. Volví a ser semi-elfo y después de un tiempo de adaptación, entré en la academia de Dathrun.
—Tuvo que ser horrible —murmuró Laygra.
—Es una historia fascinante —dijo Deria.
—Lo es —aprobé.
—Existen historias todavía más extrañas —replicó Iharath, haciendo un gesto con la mano—. Se dice que hacia el este hay muchos lugares por los que nunca va nadie porque están llenos de criaturas y seres extraños. ¿No habéis oído hablar nunca de las Tres Brujas? ¿O del gigante Toroz? Se dice que ahí viven hasta criaturas de leyendas.
—En los Extradios también ocurren cosas muy extrañas —intervine—. Recuerdo un caso que leí sobre la desaparición de un leñador enano. Un día que iba a trabajar, desapareció y sólo volvió a aparecer al de tres días habiendo olvidado toda su vida anterior y cuando su familia lo hubo instalado en su casa, se despertó en plena noche y se convirtió en una bestia horrible de ocho patas.
—Sí —me cortó Laygra—, conozco la historia. Seinria Dosarroyos solía contarla, ¿te acuerdas Murri? El leñador se convertía en una araña horrible y mataba a toda la gente de la casa. Lo peor es que esa historia tiene seguramente una base real. Pero en la versión de Seinria, era un humano, no un enano.
—Conozco una historia parecida —dijo Deria—, aunque el leñador era un minero enano y aparecía ya transformado, atacando el pueblo entero con ocho saijits que habían desaparecido también.
—Las historias suelen tener mil versiones —se rió Murri.
—Pero, Iharath, ¿qué era entonces ese arbusto con bayas? —preguntó Aryes.
—Los llaman Bayas del Infierno, supongo que ya habréis oído hablar de ellas.
Asentimos todos con la cabeza. ¿Quién no había oído hablar de las Bayas del Infierno? Aparecían en más de una canción y recordé que los poetas del siglo anterior consideraban esas bayas como la metáfora de la maldición del amor. Al menos eso recordaba haber leído. Aleria me podría haber dicho los nombres de esos poetas y otras historias relacionadas con las Bayas del Infierno, pero yo tan sólo recordaba algunos detalles, como por ejemplo que la mayoría de esos arbustos habían sido erradicados de Ajensoldra y en ese caso, ¿qué me hubiera podido importar saber reconocerlos si en mi vida iba a encontrarme con uno de ellos? Pero por lo visto, a Iharath le habría sido muy útil saberlo.
Se habían puesto a discutir sobre plantas de mala reputación y escuché un rato, en silencio. Al de un rato, volvimos a hablar de la experiencia de Iharath y se me ocurrió una última pregunta.
—Iharath… ¿volviste al pueblo después de lo ocurrido? —pregunté tímidamente.
El rostro del semi-elfo se ensombreció.
—No. Como ya he dicho, no tengo la misma apariencia. Mi familia no me habría reconocido. Además… no quiero mentirles, y jamás creerán lo que me ha pasado de veras. Prefieren creer que he muerto devorado por alguna bestia que saber que me pasé años siendo una simple sombra. Sé que sois todos vosotros gente abierta, pero la mayoría que escuchara lo que acabo de deciros me habría tomado por un loco y el resto habría huido de mí enseguida. Para la gente, una sombra pierde su corazón para siempre. Pero eso es falso. Yo siempre he tenido sentimientos. Como las sombras no pueden hablar más que por vías asdrónicas la gente sólo ve un bulto deforme de tinieblas con ojos. Simplemente tienen tendencia a imaginarse las peores cosas.
Poco después, volvimos a casa y nos despedimos de Iharath, al que vi alejarse por la playa silbando una canción que me sonaba y que al cabo reconocí: se llamaba Los caminos del amor, era una canción en nailtés, y la conocía porque Murri no paraba de cantarla.
Habían pasado casi diez días antes de que me decidiera a ir a visitar a Zoria y a Zalén, como les había prometido. Después de haber pasado tres horas con Daelgar, me encaminé hacia la casa que me habían señalado. Estaba algo cansada aunque contenta porque había conseguido permanecer escondida de los ojos de Daelgar durante más de una hora en medio de la muchedumbre. Pero finalmente Syu había empezado a comerse los cacahuetes de un señor del mercado y me había indignado de tal forma que había dado al traste con toda clase de armonías y me había ido en busca de Syu, el cual, al verme, se había escondido de mí durante un buen cuarto de hora. Daelgar por supuesto me había encontrado y cuando le expliqué mi problema me aleccionó diciéndome que ningún sentimiento debía hacerme perder el control sobre las armonías, que lo mejor que podía pasar era que dejasen de funcionar, pero que cuando se desplegaban mucho las energías podían pasar cosas peores. Syu, escondido, se había burlado de mí y acabé por amenazarle con no dejarle venir conmigo a visitar a Zoria y a Zalén. Me dijo que no quería ir a ver a esas chifladas y cuando acabó la lección se alejó de mí sin que pudiese decirle nada. Por eso, aunque pensaba que mi lección se había desarrollado bastante bien, sentía un leve resentimiento hacia Syu, que me dejaba sola sin remordimientos.
La casa de Zoria y Zalén estaba en el mismo barrio que la Torre del Brujo, pero sobre una colina, más al sur. Era un barrio de casas acomodadas, con sus jardines y sus jardineros, y cuando llegué al número veinticuatro me quedé un rato delante del portal, indecisa.
Eché un vistazo hacia los lados y vi a una mujer mirándome desde una ventana, como preguntándose qué hacía una joven ternian desaliñada en un barrio como aquél. ¿Pensará que soy una ladrona?, me dije, burlona.
«¿No me digas que te has perdido?», dijo de pronto Syu, surgiendo de la nada y trepando sobre el muro.
«¡Syu! ¿Así que no querías ver a las dos chifladas, eh?», le solté con aire socarrón.
Syu se llevó la mano al bigote con aire pensativo.
«No tenía nada más interesante que hacer», reconoció.
Sonreí y levanté una mano para abrir el portal. «Entremos.»
Atravesamos el jardín lujosamente cuidado, admirando las flores y los arbustos.
—¿Sabes lo que es eso, Syu? —le dije, señalando un arbusto de flores rojas—. Un emzarrojos. En Ciervo, salen flores blancas, que utilizan para infusiones para bajar la fiebre y cataplasmas, pero en el mes de Amargura, las flores se vuelven rojas, y cuando se comen provocan una terrible diarrea.
«Suena como si lo hubieses experimentado tú misma», contestó el mono, sonriendo de oreja a oreja.
Hice una mueca.
«Fue una mala broma de un kal que conozco, Nart. Menos mal que tenía preparado un antídoto. Me lo dio y me repuse casi enseguida. Por eso siempre hay que tener cuidado con las plantas.»
«¿Y me lo dices a mí, un mono gawalt?», replicó con arrogancia.
«Sí», le dije con el mismo tono. «Porque esta mañana casi te comes una hierba envenenada de no ser por mi consejo.»
«Oh, claro. ¿Piensas que te debo la vida, eh? Pero te diré una cosa, los gawalts no somos tan sensibles como los saijits, seguro que esa planta no me habría hecho nada, es más, olía muy bien.»
«Razón de más para desconfiar», argumenté. «Todos los pasteles no son buenos, como dice Aryes.»
Oí de pronto un carraspeo y levanté la cabeza, turbada. En el pórtico de la casa, había una mujer humana con vestido largo, ancho y dorado, tendida en una silla larga, con la mirada posada sobre nosotros. Por sus rasgos, no cabía duda de que era la madre de las gemelas.
—Oh —dije, carraspeando, molesta. Crucé la mirada con Syu y luego me adelanté—. Buenos días, he venido porque Zoria y Zalén me dijeron que pasase un día de éstos…
—¿Zoria y Zalén? ¿Eres amiga de Zoria y Zalén? —preguntó la mujer, enderezándose, como si súbitamente se interesase por mí.
—Sí. Estudio en la academia. Me llamo Shaedra. Er… ¿están aquí? Espero que no sea ninguna molestia para usted que…
—Shaedra, ¿cómo?
Me interrumpí, pestañeé y contesté:
—Shaedra Úcrinalm Háreldin.
—Mm, no perteneces a la alta sociedad, ¿verdad? Se te nota enseguida —dijo, con una sonrisa. Se levantó y se dirigió a la puerta abierta—. Pasa, puedes esperar a que vuelvan, ¿verdad? Estarán de vuelta dentro de poco, mi esposo se las ha llevado a una merienda con otros amigos, pero a estas horas tendrán que estar ya de camino. ¿Quieres una limonada?
Syu asintió fervientemente y sonreí.
—Claro, es muy amable.
El interior de la casa era vasto y espacioso. Me di cuenta al de poco de que la madre de Zoria y Zalén esperaba un hijo, pero me lo anunció de todas formas, aunque no de la manera que yo hubiera esperado.
—Uno más —dijo, con aire resignado—. Con el tiempo una se dice que se va a habituar a este tipo de cosas, pero no, qué va, siempre llega como una sorpresa y siempre en el peor momento. Si al menos hubiese estado así en invierno, hubiera podido soportarlo. Habría invitado a las demás a mi casa y habríamos charlado juntas de todo, pero en verano, la gente quiere hacer meriendas y actividades al aire libre, en fin, cosas por el estilo, y a mí me quedan apenas dos semanas así que mi esposo no me deja ya hacer nada. Un hombre de valor, mi esposo, ¿sabes que estuvo en la batalla de Narrias, contra los rebeldes? En aquella época era teniente general. Luego, se retiró, una pena, habría podido llegar a ser comandante, si no general. Pero bueno, le condecoraron con la medalla de honor y ahora se ha aficionado a la caza. Una actividad que a mí nunca me gustó pero que al menos le permite a una estar en casa tranquila.
Siguió parloteando así durante lo que me pareció ser mil años. Me presentó a uno de los hermanos pequeños de las gemelas que no debía de tener mucho más de dos años, y me enseñó el jardín mientras una criada iba a preparar más limonada y pasteles. Estaba enseñándome una flor muy hermosa cuyo nombre ignoraba totalmente pero de la que dijo:
—Mi esposo, antes de serlo, me llevó una de esas cada día al borde de mi ventana, pidiéndome que me casara con él, y claro, un día le dije que sí. ¡Era tan pesado! —añadió, con una sonrisa. Y entonces giró la cabeza hacia el portal—. ¡Ah! Míralos, ya vienen todos.
«No sabía que tuviesen tantos hermanos…», pronuncié, dirigiéndome a Syu. El mono se encogió de hombros, como si el número no lo impresionase para nada.
Zoria y Zalén se alegraron muchísimo de verme y pasé con la familia el resto del día, escuchando las historias de todos sus miembros. En total, eran los padres y sus seis hijos. Los dos mayores, también dos gemelos, tenían unos dieciséis años y parecían los más normales de la familia, los dos menores se llevaban cuatro años, y uno, el de seis años, era el más parlanchín de todos. El padre de las gemelas me repitió varias veces: “Encantado de conocerte, Shaedra”. Y la madre, como dándose cuenta de que había estado contándole la vida a una extraña, empezó a hacerme preguntas varias delante de todos:
—¿Así que eres estudiante faunista también, eh? Y dime, ¿en qué trabajan tus padres?
Agrandé los ojos e hice una mueca pensativa.
—Oh, er… soy huérfana. Pero mis padres eran unos honrados comerciantes, según he oído.
—¡Oh! —soltó la madre, con un tono falso y abominablemente compasivo— Una huérfana. Pero alguien se ocupará de ti, ¿verdad? —dijo, con un gesto de la mano.
—Sí, er, tengo un tío —contesté con desparpajo.
—Ah, y ¿a qué se dedica tu tío, querida?
Ignorando su conmiseración evidente y las miradas sorprendidas de los demás, dije:
—Al negocio.
—¿Es un negociante? Como mi hermano, también era negociante, aunque de muy alto nivel… ¿así que un negociante, eh?
—Ajá, eso, un negociante.
—Y… ¿con qué negocia?
Enarqué las cejas, sorprendida.
—Oh… bueno, ¿con qué negocian los negociantes? —dije, con una sonrisa forzada—. Una pregunta interesante… Supongo que con un poco de todo, como suele decir mi tío: siempre es mejor negociar con varias cosas a la vez, así, si un producto tiene un bajón, siempre te queda algo.
Eso en realidad se lo había oído decir a Sain, lo repetía muchas veces, pero en realidad poco importaba quién lo hubiera dicho ya que de todas formas ya les estaba mintiendo.
—¡Muy listo, sí señor! —exclamó el padre, golpeándose la rodilla con una mano—. Leiri, por favor, ¿quieres pasarme ese pastelito?
La madre frunció el ceño viendo el pastel de chocolate y crema que señalaba el padre.
—Seguro que te has pasado comiendo en la merienda. Vas a engordar, te aviso, no creo que te convenga.
Y cogiendo el pastel, le pegó un mordisco delante de la mirada afligida de su marido. Antes de poder reprimirla, solté una gran carcajada ante esa mueca atónita y el esposo de Leiri dejó escapar un inmenso suspiro.
—¿Lo ves, Leiri? Me has hecho quedar mal delante de una amiga de nuestras hijas…
—Como si fuera mi culpa…
—Y luego me convertirás en el hazmerreír de todo el barrio…
—Y de toda la ciudad, ya que estás —replicó ella, acabando el pastel masticando a dos carrillos—. Oh, ¡venga, querido! Ya sabes que sólo pienso en tu salud.
—No estoy enfermo ni obeso ni nada de eso, ¿verdad, hijos?
Los dos hijos menores negaron con la cabeza y volvieron a lo suyo, los dos mayores levantaron los ojos al cielo, como si esa conversación les estuviese aburriendo profundamente, y Zoria y Zalén intercambiaron una mirada y empezaron a cuchichear entre ellas.
—Muy bien, ya veo que nadie me escucha en esta casa —dijo, y se giró hacia mí como para hacerme testigo de lo que iba a decir—. Mañana mismo subiré al Cerro, y lo haré todos los días. Si alguien quiere acompañarme que lo diga antes de que me acueste porque me despertaré muy pronto… a las seis… no, digamos a las siete de la mañana.
—El Cerro es muy empinado, no es bueno subir eso a ninguna edad —protestó Leiri.
A continuación empezó una conversación sobre las diferentes edades y las diferentes colinas de Dathrun. Al de un momento, Zoria y Zalén consiguieron liberarnos de ahí y salimos las tres al jardín, acompañadas por el mono que había tomado más limonada de lo aceptable y que por consiguiente no paró de quejarse de que la limonada aquélla era realmente asquerosa y mala.
«¿A quién se le habrá ocurrido beberse tanta limonada, entonces?», le retruqué.
Syu entonces se puso a refunfuñar. Entre él y Zoria y Zalén que no paraban de quejarse de lo frívola que era la vida en aquella casa, me dio la impresión de estar rodeada de descontentos. Zoria y Zalén, por primera vez desde que las conocía, se interesaron por mí y me preguntaron dónde me había instalado para las vacaciones. Parecieron decepcionadas cuando les contesté y Zoria confesó que esperaba poder invitarme a pasar unos días en su casa.
—Este lugar es un infierno —dijo, con toda naturalidad—. No nos dejan hacer lo que queremos. Tenemos que vestirnos con estos ropajes de niñas bien y luego tenemos que ir a las meriendas a hablar con niñas insoportables que no hacen más que hablar de muñecas, ¡a los trece años! Y hablan de chicos y de enamorarse y esas bobadas que a nosotras nos aburren infinitamente.
—Comprenderás que en esas meriendas no encontramos ni a una persona decente con la que hablar —añadió Zalén.
—Debe de ser terrible —solté con tono serio, reprimiendo una sonrisa.
—¡Y lo es! Y lo peor son las presentaciones. Los padres nos presentan a sus hijos, como si tuviésemos que ser amigos sólo porque nuestros padres lo son, ¡es absurdo!
—No digo lo contrario —contesté.
—Y hay que saberse los nombres de memoria, a qué círculo pertenecen y disparates del estilo, ¿cómo diablos quieres que no lo olvide todo?
—Lo apuntamos todo en un papel —asintió Zoria.
—Ah, para no quedar mal, claro —dije.
—Te estás burlando de nosotras —soltó de pronto Zalén.
—No, qué va —repliqué, con una gran sonrisa—. ¿Por qué me burlaría de dos gentiles damillas como vosotras? Sinceramente apenas puedo imaginarme que podáis estar soportando todo esto —y me eché a reír a grandes carcajadas.
Zoria y Zalén intercambiaron una rápida ojeada y se abalanzaron hacia mí con gritos de guerra. Redoblé la risa al caerme pero cuando me di cuenta de que me había caído en medio de un macizo de flores, me levanté enseguida, horrorizada.
—¡Por todos los dioses! —exclamé—. Vuestra madre me va a matar, me dijo que estas flores eran especiales, que le traía una vuestro padre cada día pidiéndole que se casara con ella, y ahora lo he destrozado… —Solté un grito de pronto, al oír un zumbido de abeja a mi oreja y me aparté haciendo un bote impresionante hacia la derecha.
Enseguida empecé a oír las risas socarronas de Zoria y Zalén que, sentadas donde habían caído, se burlaban de mí descaradamente.
—En fin —dije con filosofía, girándome hacia Syu, el cual se había sentado tranquilamente sobre la rama de un arbusto—. Creo que va siendo hora de despedirme de la buena sociedad. El sol ya está muy bajo en el horizonte.
—Oh —se quejaron las gemelas, poniéndose de pie—. ¿Seguro que no quieres quedarte un poco más? Nos lo estábamos pasando en grande.
Negué con la cabeza.
—Creo que no les dije que iba a visitaros así que empezarán a preocuparse.
—Podemos mandar a Lisi y avisarles —dijo Zalén.
—¿Has visto? Se pasa toda una tarde fuera y empiezan a preocuparse por dónde está horas después, ¡eso sí que es una vida! —exclamó Zoria, curiosamente maravillada.
Puse los ojos en blanco.
—No tengo la impresión de que os privéis mucho de vuestra libertad, hasta apostaría a que tenéis algún truco para marcharos sin que se entere nadie en la casa.
Zoria y Zalén me miraron, sorprendidas.
—Bueno… ¿y adónde íbamos a ir? El lugar más interesante de Dathrun es la academia, y está cerrada.
Así que no conocían el pasadizo que desembocaba debajo del puente, pensé. Por una vez sabía algo sobre la academia que ellas no sabían. Eso era todo un puntazo.
—A menos que encontréis un modo de entrar que no sea por la puerta grande —les dije misteriosamente.
Las gemelas tomaron enseguida ese tono de conspiración que les caracterizaba, intercambiaron una mirada elocuente y se giraron hacia mí al unísono.
—¿Conoces otro camino? —preguntó Zoria.
Les sonreí de oreja a oreja como solía hacer Syu.
—Conozco otro camino —asentí.
—Y que no sea por mar, claro —dijo Zalén, burlona.
—Os aseguro que no es por mar —les prometí.
* * *
Dos días más tarde, me sorprendí al despertarme y encontrarme con que Laygra y Deria ya se habían levantado. Miré hacia la ventana y vi que no era precisamente temprano. Me senté sobre la cama, bostecé, me desperecé un poco y reflexioné unos instantes. Aquel día era el tercer Lubas del mes Amargura, y por la ventana se veían ya a los árboles perder sus primeras hojas. El otoño se abría paso poco a poco en el último mes del verano. Sin embargo, aquel día hacía un calor asfixiante y soplaba un viento violento, seco y abrasador.
Vestida tan sólo con un camisón blanco que me había dado Laygra porque a ella le iba demasiado pequeño, me levanté, abrí la puerta entornada y eché un vistazo al corto pasillo. La puerta del cuarto de Dol, Aryes y Murri estaba abierta de par en par, y las camas estaban vacías. Parecía que ninguno había considerado oportuno despertarme.
Bajé las escaleras y vi que alguien había pensado en mí al dejarme una manzana, queso y pan debajo de un trapo para protegerlos de las moscas. Me senté y empecé a comer, disfrutando de la tranquilidad de la mañana. Se oían, de cuando en cuando, unos gritos lejanos que provenían del Puerto y de la playa. Por la ventana de la planta baja, se podía divisar un grupo de niños harapientos corriendo por la arena.
Al de un momento, levanté la cabeza.
«¿Syu? ¿Estás ahí? Te he oído.»
«Me has sentido», me corrigió él. Y apareció de pronto sobre el borde de la ventana, con un palo entre los dientes blancos.
Tragué mi último cacho de manzana y ladeé la cabeza.
«¿Qué haces con ese palo?»
«No es un palo, lo vendían en el mercado.»
«Has robado otra vez», gruñí. «¿Cuántas veces te he dicho que no es educado?»
Abrí la ventana y el mono gawalt se deslizó en el interior de la casa, así como una ráfaga de calor. Cerré los batientes de inmediato.
—Diablos, ¡cuánto calor! —mascullé.
«¿No quedan plátanos?», preguntó Syu.
—Aryes se comió el último ayer. Ambos compartís una misma afición por los plátanos. Oye, Syu, ¿adónde se han ido los demás?
«Todos se han ido, no sé adónde. Ah, sí, a Dol le he visto en el mercado, y Srakhi ha entrado en el mismo sitio donde lo vi por primera vez.»
«¿Ha entrado en Las tres sirenas? Será say-guetrán, pero también buen bebedor», solté. «¿Y mis hermanos? ¿Y Aryes?»
«Aryes y Deria han ido a…» El mono frunció el ceño, como intentando recordar la palabra. «¡Galerías! Creo que dijeron eso. También me dijeron que te avisara.»
Las Galerías era un túnel comercial subterráneo idílico para días calurosos como aquél. Volví a subir a mi cuarto y, apartando de un gesto de mano los pantalones gruesos que solía llevar, me decidí por ponerme la falda azul y blanca y la camisa de tonos claros, que eran de tela más fina. Cuando volví a bajar, encontré a Syu jugando con las pertenencias de Srakhi.
—¡Syu! —siseé, con un tono de aviso.
«Oh, venga, no soy ningún fisgón, pero me parecía que olía a algo raro, y de hecho, mira.»
Le lancé una ojeada acusadora pero me acerqué con curiosidad, mientras sacaba el mono una caja de madera circular con un diámetro de un palmo.
«Huele.»
Me incliné y fruncí la nariz.
«Esto debe de ser alguna planta extraña.»
Syu intentó abrirla a la fuerza y se la quité de las manos, fulminándolo con la mirada.
«Además de estar fisgando, ¿no le irás a romper sus cosas?» Examiné la caja con sus filigranas finamente elaboradas y entonces tomé una brusca inspiración. «Vuélvelo a meter y no se hable más de esto.»
«Qué poca curiosidad», gruñó el mono, tomando la caja redonda y metiéndola en la bolsa. «Algo olía a mi tierra. Quiero decir que olía a mi familia de antes.»
Me quedé mirándolo un rato, anonadada.
«Vayamos a reunirnos con Aryes y Deria», dije.
Pero al acercarme a la puerta de salida, oí un ruido sordo. Venía de la habitación de Lénisu. ¡Lénisu! ¿Acaso estaba aún durmiendo? Me acerqué a la puerta con toda discreción, giré la manilla y asomé la cabeza. Ahí, tendido en la cama, boca arriba, estaba Lénisu Háreldin roncando y mascullando palabras.
—Vino rojo —decía, y soltó una risa sarcástica—. Malditos… Infierno… —añadió poco después.
Al borde de la cama, intercambié una mirada con Syu. Era mejor dejarlo descansar, decidí. Salimos de la casa y tuve la impresión de entrar en una fragua.
—¿Cómo pueden estar jugando esos niños con el calor que hace? —dije, asfixiada, mientras avanzaba por el camino de la playa. En la arena, toda una parva de niños menores de diez años iban corriendo con sombreros de paja o pañuelos en la cabeza, chillando en un griterío confuso.
En el camino hacia las Galerías nos encontramos con pocos signos de vida: un gato enorme bufando a un perro sarnoso, un viejo con ancho y usado sombrero entrando en una taberna apoyándose sobre una cachava, y algún que otro cargamento de pescado que iría a parar en cajas llenas de sal. El viento soplaba a grandes ráfagas por las calles polvorientas del Puerto.
Cuando llegué a la calle principal, sin embargo, había más animación. Se habían levantado toldos bien sujetos en los bordes de la calle y las tabernas estaban a rebosar de gente. Me metí debajo de uno de los toldos, aturdida por el calor, y bajé las anchas escaleras de piedra que conducían a los subterráneos de la ciudad. En realidad, las Galerías se resumían a tres grandes pasillos subterráneos en forma de H, que reunían las tiendas unas con otras. Ahí abajo, los túneles estaban iluminados por largas tiras de ercaritas incrustadas en el techo que brillaban día y noche. Las ercaritas eran caras porque en su mayoría se importaban de los Subterráneos y eran pocos los comerciantes que se embarcaban en tan largos viajes.
En las Galerías, corría un aire fresco y vigorizante que había atraído a todo tipo de gente de Dathrun. Las damas se paseaban con sus sombrillas, como si el sol pudiese perforar los metros de tierra que las separaban de la superficie, y mareaban el abanico mirando a su alrededor, con aire aburrido, melancólico o seductor. Muchos señores, de camisa blanca con el cuello desabrochado, llevaban altos sombreros y zapatos de hebilla baja y hasta algunos tenían monóculos.
Me abstraje de todas estas gentes y empecé a buscar a Aryes y Deria, diciéndome que sería realmente un milagro si los veía en un lugar tan poblado. Por una vez, Syu no se apartó de mí y, encaramado sobre mi hombro, entornaba los ojos como si tanto alboroto lo aturdiese demasiado.
«Dime si los ves», le solté. Percibí el asentimiento de Syu, y me pregunté si tanto jaipú alrededor nuestro no afectaba nuestra comunicación. Apenas conocía la energía del kershí así que sólo me permití aceptar mi suposición como posible.
Estuvimos recorriendo los tres pasillos y cuando ya empezaba a dolerme la cabeza de respirar tanto olor a perfumes y a sudor, Syu me estiró una trenza.
—¡Au! —me quejé.
Noté que señalaba con el dedo hacia una dirección. Noté entonces que había intentado decírmelo por vía mental pero que yo no lo había oído. Con todo aquel alboroto, me resultaba difícil concentrarme. Me giré hacia la dirección que había señalado Syu. Sentada sobre una silla de paja, con un barril delante, vi a Deria con una baraja de cartas en una mano, y con, en la cabeza, un sombrero verdoso, grande y puntiagudo que solían ponerse los ilusionistas y otros artistas, tal vez en memoria de los Diez Druidas de la Justicia Divina de los que había oído yo muchas historias, casi todas de boca de Sain. Me eché a reír al ver que Deria no había renunciado a los malabares, y me dirigí hacia donde la drayta estaba haciendo juegos de habilidad delante de un pequeño público.
—¿Quién ha visto el Gato Gris en estas cartas? —decía Deria en nailtés, con tono de experta, paseando con rapidez unas cuantas cartas delante de los ojos de sus espectadores. Contestaron algunos y Deria volvió a posar las cartas y volvió a coger otras diez, repitiendo el proceso, esta vez con el Lagarto Rojo—. ¿Y en estas?
—¡Yo! —dijo un hombre ya bastante viejo y raquítico que olía a pescado y llevaba una pipa apagada en la boca.
Deria reunió las veinte cartas, las barajó y continuó con el juego, pero en ese momento mi mirada se giró hacia un joven de ojos azules y piel azul muy pálida que observaba el espectáculo medio divertido medio nervioso. Sonreí, me acerqué a él con sigilo y le tapé los ojos.
—Bú —le dije.
Aryes se dio la vuelta, sobresaltado y al verme dio un suspiro aliviado.
—¡Shaedra! Ya pensábamos que no te despertarías.
En ese momento dos manos me taparon los ojos y solté un gruñido.
—Syu, eso sólo funciona cuando no te han visto, luego no tiene gracia.
El mono se encogió de hombros con una mueca maliciosa y se reunió con Deria para atormentar más a los espectadores.
—¿Por qué me habéis dejado dormir hasta tan tarde?
—Bueno, sabíamos que esta noche tuviste una lección con Daelgar así que pensamos que sería mejor que recuperases, por una vez.
—Mm. Aryes… ¿de dónde ha sacado Deria esa baraja y esos dados?
—De Murri.
—¿Y el barril y la silla?
—Oh, nos los ha prestado uno de la taberna —dijo, señalando las cristaleras junto adonde estaba sentada Deria—. Sinceramente, creo que el propietario no se puede quejar. Atrae a clientes y les da sed.
—¿Dónde está el Gato Gris? —preguntaba Deria.
En ese momento alguien soltó animadamente:
—¡Apuesto cinco décimos a que está ahí!
—¿Apuestan… dinero? —articulé, interesándome otra vez por el juego.
—Bueno, si no sólo tendría a niños alrededor de ella. Y los adultos, cuando se trata de juegos, necesitan apostar.
—Vaya. Me recuerda un poco al Ciervo alado —dije al de un momento—. Aunque las apuestas solían ser más altas. Taetheruilín el Herrero siempre acababa perdiendo —recordé con una sonrisa.
—¿De veras? —dijo Aryes. Noté un cambio en su tono y me giré hacia él.
—Quieres volver a casa, ¿verdad?
Aryes puso cara de sorpresa e hizo una mueca.
—Sentémonos.
Me cogió del brazo y nos fuimos a sentar en unas sillas contra la cristalera del restaurante. Mirando hacia donde estaba Deria, advertí que ya había amasado un pequeño montoncito respetable de monedas.
—¿Por qué lo hiciste? —pregunté entonces.
No necesité explicitar más mi pregunta, Aryes sabía perfectamente a qué me refería.
—Aquel día —empezó, pensativo—, aquel día crucé el monolito sin pensarlo mucho. Seguí mi instinto. Necesitaba novedades y no quería perder la ocasión de mi vida. Nunca pensé que dejaría a mi familia para tanto tiempo.
—Lo siento.
Me miró con cara sorprendida.
—¿Lo sientes? —repitió, sin entenderlo—. Tú no tienes la culpa de nada.
Permanecimos un momento en silencio y al cabo dije:
—En cuanto sepamos dónde están Aleria y Akín, iremos a buscarlos. Si resulta que… no los encontramos fácilmente, iremos a Ató. Jamás debí pedirle a Dol que nos acompañase, era una locura, lo puse en peligro por no pensar suficiente. Y tú… volverás a Ató también.
—Pero tú no piensas quedarte ahí —se dio cuenta Aryes.
Lo miré a los ojos y negué con la cabeza.
—No puedo abandonar a Aleria y a Akín.
Aryes soltó una risa breve y sacudió la cabeza, con los ojos sonrientes.
—Yo tampoco.
Me quedé boquiabierta y luego sonreí ampliamente.
—¿Sabes? Lamento no haber querido conocerte más, antes. Pensaba que eras diferente.
Aryes hizo una mueca pero no tuvo tiempo de contestar porque Deria acababa de soltar un grito.
Nos giramos bruscamente y vimos que un agente de policía se la quería llevar.
—¡Aryes!, ¡Aryes! —gritaba Deria.
—Válgame el cielo —murmuré.
Echamos a correr hacia donde estaba el guardia. Los espectadores, lejos de dispersarse, protestaban contra las maneras groseras del guardia.
—¡Déjala que juegue!
—¡Tendré ciento treinta y tres años pero no permitiré que se trate así a una niña! —apoyaba el viejo pescador.
—¡Llévesela, se ha llevado veinte décimos míos haciendo trampas, seguro! —decía un joven con cara de antipático.
—¡Caballeros, por favor! —decía el cortés policía—. No tiene derecho una niña a ganar su vida de esta manera tan infame. Hay que avisar a los padres.
—¿No se la llevará al cuartel? —preguntó una buena mujer.
—¿Dónde están tus padres, pequeña? —preguntó otra voz.
Deria gritó algo que no entendí pero por el tono tenía toda la pinta de ser un insulto. Pero por lo visto no chocó mucho al amasijo que se concentraba alrededor del guardia y de la drayta.
—Por favor, déjenme pasar —dije en nailtés, intentando abrirme un camino entre la gente.
—Es inútil —dijo Aryes, gruñendo junto a mí—. Esta gente es como un muro.
—¡Aryes! —gritaba Deria, del otro lado.
—¡Déjenme pasar! —grité—. ¡Deria!
—¡Shaedra!
De pronto, como si se hubiese abierto un boquete en una pared, la gente se apartó ligeramente, girándose hacia atrás y me metí en la brecha. Oí la protesta de Aryes detrás de mí.
—¡No se preocupen, damas y caballeros, circulen por favor! —gritaba el guardia. La concentración de gente empezó a disiparse rápidamente. El juego había terminado.
—Shaedra, no tiene derecho a llevarme al cuartel, ¿verdad? —preguntó Deria, por lo bajo. Su rostro oscuro tenía una expresión aprensiva.
Le sonreí.
—Qué va.
—¿Dónde está Aryes?
Eché un vistazo hacia atrás pero no lo vi por ninguna parte. Inquieta, tuve sin embargo que prestar atención a lo que se nos puso a preguntar el guardia y traté de contestarle con toda la diplomacia posible.
—Era un juego —dijo Deria, con los labios apretados, como si estuviese a punto de llorar. Apoyé a Deria con argumentos, diciendo mucho pero sin convencerlo, por eso me sorprendí cuando oí su dictamen:
—Bah, pero no vayáis a aficionaros a las apuestas —el policía, con una mueca, miraba hacia otro lado, como si quisiese pasar a otra cosa más interesante—. Está bien, volved a casa rápido y no volváis a provocar barullo.
«Siempre te metes en líos cuando me alejo», dijo de pronto la voz de Syu, mientras se acercaba rascándose la cabeza con una mano.
Apenas acababa de irse el guardia cuando apareció Aryes seguido de Dolgy Vranc. Al verlos acercarse precipitadamente, noté que más de una persona se giraba hacia el semi-orco con los ojos entornados, como preguntándose si aquella cara era real o simplemente una graciosa máscara.
—¿Qué ha ocurrido? ¿Dónde se ha metido el guardia? —preguntó Aryes, con la respiración entrecortada.
Entendí de inmediato su propósito al traer a Dolgy Vranc, porque aunque el semi-orco no era de esas personas que atraían la confianza de la gente, era adulto y por consiguiente habría podido evitar que se llevaran a Deria a la comisaría por un simple juego sin importancia. Les expliqué lo ocurrido y Dolgy Vranc resopló.
—Deria, deberías dedicarte a cosas más productivas que a las cartas.
La drayta hizo una mueca testaruda.
—No fallé ni una sola vez. Siempre sabía dónde estaba la carta que buscaba —dijo, orgullosa.
—Aj, venga, venid conmigo, os enseñaré a hacer juguetes, ya que no sabéis entreteneros sin montar follones.
Agrandé los ojos, atónita.
—¿Nos vas a enseñar a fabricar atrapa-colores y alfombritas que vuelan y lámparas que silban? —pregunté, sin poder creérmelo.
—Ajá.
—Uau —dejé escapar en un resoplido, animadísima.
El sol había desaparecido desde hacía un par de horas y se había abatido sobre Dathrun una sombra cargada de nubes tormentosas. En el camino, me bastó una decena de segundos para que mi ropa estuviese literalmente hundida. En resumen, era una noche de perros. Y Syu y yo estábamos de muy mal humor porque aquella noche se suponía que tenía que enseñarles a Zoria y a Zalén la abertura que llevaba a los pasadizos secretos.
No acababa de entender qué impulso me había hecho revelarles la existencia de los pasadizos, tal vez la curiosidad por saber qué tramaban en la academia y por saber quién era aquella persona de la que me habían hablado una vez, aunque con la lluvia recia empezaba a encoger mi curiosidad.
Llegué junto al portal de la casa de las gemelas y me agaché repentinamente al ver que alguien estaba cerrando los postigos de una ventana. Miré a mi alrededor y me dije finalmente que entre el diluvio y la oscuridad no se veía nada, era imposible que me viesen, algo que no me facilitaba la vida, por cierto, porque eso me obligaba a entrar en el jardín para avisar a las gemelas de que había llegado.
Ignoraba si Zoria y Zalén serían tan tontas como yo para salir afuera en semejante noche, pero tenía que comprobarlo.
«¿Podrías saltar hasta el muro y decirme si hay alguien en alguna ventana?», le pregunté a Syu.
El mono saltó y al de poco me dijo que la vía estaba segura. Entonces me agarré al portal, trepé y salté por encima procurando no meter ruido. La ventana del cuarto de Zoria y Zalén estaba al fondo del jardín, y tuve que patearme todo el sendero hasta llegar ahí. Entonces, levanté la mirada y vi que, ahí dentro, no había luz. ¿Estarían durmiendo? ¿Se habrían olvidado? Esta última posibilidad me parecía casi imposible, ya que Zoria y Zalén no habían parado de demostrarme que se morían de ganas de saber cómo podía una entrar en la academia “fácilmente y sin ser vistas”.
«¿Qué propones?», dijo Syu, mirándome desde el relativo refugio que se había encontrado debajo del follaje de un arbusto.
Recostada contra el tronco de un cerezo, carraspeé, la mirada fija sobre el mono.
«Mm, podrías subir hasta la ventana y decirme si están durmiendo. Si es así, las despertamos tirándoles dos cubos de agua para que se vayan haciendo una idea de lo que hemos sufrido para venir aquí, ¿qué te parece?», dije.
«La segunda parte de tu plan me gusta», reconoció el mono. «La primera parte, no tanto. Ve a mojarte tú, si quieres. Yo te esperaré aquí con mucho gusto.»
Lo fulminé con la mirada.
«Vaya cobarde», mascullé. «Está bien. Iré yo.»
Y me puse a subir por las ramas del cerezo, sintiendo el musgo mojado y la corteza resbaladiza.
«Ten cuidado», me dijo entonces Syu.
Puse los ojos en blanco.
«No te preocupes, princesa, todo está controlado», le repliqué con tono mordaz.
El mono gruñó y no pudo resistir al impulso de su orgullo gawalt: corrió hasta el pie del cerezo bajo la lluvia atronadora y se puso a subir, adelantándome rápidamente. Subió una rama demasiado alta, y luego tuvo que bajar, de modo que nos asomamos a la ventana al mismo tiempo. Estaba cerrada, naturalmente. Le di unos golpecitos. Nada. Toqué un poco más fuerte y esperé. Empezaba a sentir un sentimiento curioso y pronto me di cuenta de que en realidad estaba furiosa por haber salido una noche así, hundirme hasta los huesos, y total para nada.
Entonces oí unas voces y me incliné hacia la ventana.
«¿Oyes?», le dije a Syu.
«No estoy sordo. Pero esas voces vienen de abajo.»
¿De abajo?, me repetí, agrandando los ojos. Miré abajo y vi dos bultos oscuros moverse en la oscuridad.
—Te dije que no vendría —decía una voz, casi inaudible.
—Pues vaya.
—A lo mejor nos mintió.
—No creo. Debió de pensar que el tiempo era demasiado malo.
—Igual —caviló la otra voz, insegura. Era la voz de Zoria—. Pero me temo que no va a venir, ya.
—¿Qué hora es? —preguntó su hermana.
—La una en punto.
—¡La una en punto! En mi vida pensé que acabaría siendo tan puntual —solté, al deslizarme hasta el suelo.
Las dos hermanas se giraron hacia mí, sobresaltadas.
—¡Shaedra! —exclamaron las dos.
—Sssh… Callaos. Vais a despertar a toda la vecindad.
«Bah, con el estruendo que hace la lluvia, difícil», terció Syu.
—Creímos que no vendrías —dijo Zalén.
—Lo mismo pensé cuando vi la ventana sin luz —dije con tranquilidad—. Er, pero escuchad, he pensado que hoy no era el mejor día para esto… llueve demasiado.
—¿Acaso es un problema, eso? —preguntó Zoria, con tono preocupado.
—Bueno, cómo decir, el problema es que vais a acabar hundidas, si no lo estáis ya. Yo ya parezco la sopa de Ventisca.
Zoria y Zalén se rieron a la vez.
—Eso no es un problema, eso es otra aventura dentro de nuestra aventura, ¿verdad, Zalén? —dijo Zoria, riéndose todavía.
Las observé detenidamente entre las sombras de la noche.
—Er… ¿realmente queréis ir…?
—¡Sí! —contestaron ambas.
Hubo un silencio.
—¿No te estarás rajando, verdad? —me reprochó Zoria.
—Ho, no, claro que no —repliqué, con cara de perro mojado—. Adelante, os sigo. Como dicen los del norte, Asbarl.
—¿Adónde vamos? —preguntó Zalén.
—Lógicamente, hasta el Puente Frío. Aún no he encontrado ninguna manera para entrar en la academia tomando el camino opuesto.
—Estás de mal humor —observó, mientras nos dirigíamos hacia el portal.
Gruñí, pero no dije nada. La verdad es que en aquel momento lo que más me apetecía hacer era volver a casa, cambiarme y meterme en la cama. No era que tuviese frío, porque de hecho, el agua que se derramaba sobre mí era más bien tibia, pero el simple hecho de haber elegido precisamente ese día para embarcar a las gemelas en esa aventura me dejaba un amargo sabor en la boca.
«Venga ya, deja de lloriquear», me dijo Syu. «Ya hay bastante agua en el cielo, como solía decir mi madre.»
Con una media sonrisa, me agarré a una de las barras del portal, trepé y aterricé en la calle, salpicándolo todo. Oí entonces un chirrido metálico y me giré bruscamente, agazapándome junto al muro.
—¿Shaedra? —preguntó una de las gemelas, apareciendo junto al portal.
Dejé escapar un suspiro y me enderecé.
—¿No era más discreto pasar por encima?
Ambas gemelas intercambiaron una mirada y se encogieron de hombros.
—Si hay un portal, mejor pasar por el portal, ¿no crees? —replicó Zalén.
Me ruboricé en la oscuridad, herida en mi orgullo, e hice un gesto vago.
—Al puente.
Pero Zoria y Zalén no habían acabado de sorprenderme. Primero, Zoria sacó un paraguas ocultado en su abrigo y lo desplegó, con lo que pudimos resguardarnos un poco mejor. Zalén, por su parte, reveló por un segundo que bajo su abrigo llevaba un saco bien abultado, pero cuando le pregunté qué llevaba ahí, puso cara misteriosa y se negó a responderme.
«Secretos de chifladas», resumió Syu, medio escondido debajo de mi abrigo.
«Debe de serlo», coincidí.
Cuando llegamos al puente, yo ya me había aburrido de mantenerme bajo el paraguas y caminaba delante, con un paso apresurado, bajo una lluvia que parecía amainar. Oía a las gemelas cuchichear de vez en cuando y me pregunté qué demonios estarían tramando.
Me paré cuando llegamos a la mitad del puente, justo antes de que nos iluminase una farola ahí colocada, y me giré hacia las gemelas.
—Bien. Ahora, el camino va a ser más difícil. Ahí abajo, hay unas barras de metal que recorren todo el puente. Tendremos que avanzar por ahí, si no queremos que el guardia nos vea.
—¿Qué? —exclamaron al mismo tiempo.
—¿Quieres que avancemos por debajo del puente?
—El guardia no está durante las vacaciones —apuntó Zalén.
—Cierto —admití—. Pero sospecho que hay algunos escudos de identificación instalados en el último trecho, para asegurarse de que no haya intrusos ladrones y esas cosas. Así que lo más seguro es pasar por debajo, ¿listas?
Ambas asintieron con la cabeza y me dirigí hasta el borde. Desaparecí por debajo y esperé a que se reunieran conmigo. Necesité más de un cuarto de hora para convencerlas de que podían hacerlo. El valor de las aventureras parecía haberse esfumado.
—¿Y si una de nosotras se cae? —preguntó Zoria, aprensiva.
—¿Sabéis nadar?
—Por supuesto, pero ahí abajo puede haber… todo tipo de criaturas —dijo Zalén, con los ojos dilatados por el miedo.
—Ah, venga, no vais a caer —les aseguré con toda la seguridad de la que fui capaz—. Y a menos que queráis dar media vuelta, no existe otro camino.
Ese fue sorprendentemente el mejor argumento que les di. Empezamos la lenta progresión, cobijadas debajo del puente, agarrándonos a las barras de metal.
—Esto es emocionante —se rió Zalén, delante de mí—. Es casi tan gracioso como lo de…
Calló y advertí el carraspeo de Zoria. Puse los ojos en blanco y me tomé las cosas con paciencia, observando la lenta progresión de las gemelas.
Sin embargo, al cabo de un rato que me pareció larguísimo, llegamos a la otra orilla. Zalén me lo hizo saber al dejarse caer sobre la arena.
—¡Misión cumplida! —dijo.
Zoria, después de vacilar un rato, se tiró sobre la tierra. Oí un grito de sorpresa y luego un grito de dolor. Me apresuré a reunirme con ellas, alarmada.
—¿Qué ocurre? —pregunté, con el corazón latiéndome aprisa.
—¡Arderás en los infiernos! —gruñía Zalén.
—¿Qué demonios hacías ahí debajo? Se supone que deberías haberte apartado —protestaba Zoria, malhumorada.
—Au, ay, que te ahorquen —soltó su hermana, con la voz tensa.
—¿Qué ha pasado? —repetí, tanteando en la oscuridad.
—¡Zoria me ha roto el tobillo!
—¿Que te lo he roto? ¡Exagerada!
—Pues mira, me duele un montón.
—Eso es por la patada que me has dado —replicó Zoria.
—Te tiraste sobre mí.
Empezó a partir de ahí un intercambio de insultos y protestas que acabaron rápidamente con mi paciencia. A Zalén ya no parecía importarle mucho su tobillo.
«¿Crees que si nos largamos se darían cuenta?», le pregunté a Syu con mero tono científico.
«Probablemente», contestó el mono. «Dentro de una hora o así.»
Solté un suspiro y decidí actuar.
—¡Zoria, Zalén! ¡Por favor!
No había remedio. No me hacían ni caso.
«Podrías hacer un sortilegio de silencio. Para que no se oigan entre ellas. ¿Qué te parece?»
La propuesta del mono no era tan mala, pero hubiera sido de mal gusto utilizar un sortilegio contra las gemelas.
—¡Está bien! —grité—. Seguid con vuestras cosas. Yo me largo.
Eso, al menos, funcionó. Callaron de pronto y se giraron hacia mí al unísono.
—¿Que te largas?
—¿Adónde? —me inquirió Zoria.
—Ya que no parecéis interesadas en continuar con el plan inicial, prefiero estar en mi casa que debajo del puente escuchando vuestras bobadas.
Hubo un silencio.
—De acuerdo —dijo Zoria al de un rato.
—Lo de mi tobillo no es una bobada —intervino Zalén.
Para evitar que volviese a empezar una discusión, dije:
—Si no puedes caminar, te volvemos a llevar a casa. No hace falta que vayas arrastrándote por los pasadizos.
—¡Pasadizos! —exclamó ella, levantándose—. ¿Hay un pasadizo por aquí? ¿Dónde?
—Esa noticia parece haber curado tu tobillo de golpe —le dijo Zoria con ironía.
—¿Puedes andar? —le pregunté.
—Sí, ¿qué te has creído? No soy como Ireli.
Al percibir la mirada burlona de Zoria, me apresuré a preguntar:
—¿Quién es Ireli?
—La hija del barón de Rhynk. Una llorona. Nos odia.
—Cómo nos odia —insistió Zoria—. Cada vez que le hacemos una trastada y se entera, se va a chivar, corriendo hasta su papá.
—Qué vergüenza —gruñó Zalén—. Para ella, digo.
—Vayamos a lo nuestro —dijo de pronto Zoria—. ¿Dónde está la entrada?
Sin más dilación, les enseñé el camino hasta la abertura. Zalén sacudió el paraguas en la salida, yo encendí una luz armónica y continuamos, chorreando como cascadas. No faltaron unos cuantos comentarios por parte de las gemelas sobre el estado asqueroso del túnel. Había telarañas, substancias descompuestas y olía a humedad. De hecho, la lluvia parecía haber encontrado algún recoveco por donde infiltrarse, porque se había formado un riachuelo entre los pequeños escombros que cubrían el suelo del pasadizo. Por mi parte, conocía perfectamente ese tramo de los túneles y conduje a mi pequeña expedición hasta la sala Derretida sin dudar ni una sola vez. El mono, ahora que estaba a cubierto, se había alejado de mi ropa hundida y corría delante de mí como una sombra ágil y fugaz.
Aunque suponía que no debía de haber mucha gente en la academia, intimé a las gemelas a que guardaran silencio, más que nada para que dejasen de pelearse. Cuando llegamos a la sala Derretida, les dije:
—Ahora os toca a vosotras. ¿Adónde vamos?
Las gemelas me miraron con aire misterioso y noté cierta vacilación cuando Zoria contestó:
—¿Realmente quieres saberlo?
Enarqué un ceja.
—¿Es un lugar peligroso?
—No si nos imitas exactamente en todo lo que hacemos.
—¿Quién es? —pregunté—. La última vez, hablasteis de un hombre que se escondía en algún lugar… ¿Es algún alumno?
Zoria y Zalén soltaron una carcajada.
—¡Un alumno! —exclamó Zalén—. ¡Ni hablar! Lleva aquí mucho tiempo. Tiene muchas manías, pero también mucho trabajo, y nosotras lo ayudamos.
—No más preguntas —intervino Zoria, viendo que abría la boca—. Ahora nos sigues tú.
Así que las gemelas pasaron delante, saliendo del pasadizo, y las seguí con curiosidad. La luz que hizo Zalén era de invocación y, cuando se puso a soltar luces verdes y azules, nos fue imposible cambiarlas. Zalén gruñó por lo bajo durante un buen rato, intentando serenar la luz, y obtuvo finalmente que su globo emitiera un color purpúreo.
—La última vez en clase me salió bien —se quejó—. ¿Por qué siempre tiene que salirme mal cuando lo necesito?
—Hazlo con las armonías —propuse—, cuesta menos energía.
—Me extraña —replicó ella—. La invocación es lo que se me da mejor… nos contentaremos con esta luz.
Al principio, seguimos un camino conocido. Era el mismo camino que llevaba a la Enfermería Roja. Pero luego, torcimos, bajamos unas escaleras, y nos encontramos en la misma galería donde me había encontrado con Jirio más de un mes atrás. Bajamos por las escaleras y antes de virar para bajar el siguiente tramo de escaleras, Zalén se detuvo y Zoria apartó una de las muchas tapicerías que recubrían los muros del edificio B. No me sorprendió ver que escondía un pasadizo, aunque sí me sorprendió ver que para entrar en él, Zoria tuvo que abrir una especie de puerta camuflada con algo que se parecía a una llave.
Zoria y Zalén desaparecieron por la abertura. Antes de seguirlas, me fijé en la tapicería. Representaba a un dragón de hielo cayendo en picado hacia dos fieros guerreros que se batían en medio de un combate, ignorantes de que ambos iban a morir pronto y ninguno por la culpa del otro. Era una tapicería algo inquietante.
Me apresuré a seguir a las gemelas por el pasadizo, que era más ancho que los pasadizos a los que estaba acostumbrada y además estaba limpio, con un suelo más o menos regular.
—No te apartes de nosotras —advirtió Zoria, en voz baja—. Podría serte fatal.
Puse cara suspicaz pero las seguí de todos modos. Ninguna de nosotras dijo una palabra al cruzar el pasadizo. Al de un rato, Zoria susurró:
—Ya hemos llegado.
Me quedé estupefacta cuando extendió una mano e intentó empujar el muro, que de hecho, se deslizó, como un fino panel de cartón. Una explosión de luz nos cegó unos instantes y parpadeé, bajando la cabeza. Al de unos segundos, pude ver al fin que habíamos llegado a una pequeña sala circular llena de velas y lámparas encendidas.
—No está aquí —observó Zoria.
—Estas velas están hechas con baba disecada de camaleones marinos —dijo Zalén, con un tono experto—. Hay lámparas de aceite negro, ¿ves? Esa es una de ellas. Seyrum nos explicó todo eso y más —añadió, con orgullo—. Shaedra, acércate, esto es lo mejor del mundo.
Zoria se había acercado a una mesa de donde había tomado una botella. La destapó y bebió varios tragos. Sonrió, animadísima, y se la tendió a Zalén.
—Zumo míldico —me explicó esta última, bebiendo a su vez.
Agrandé mucho los ojos. Decían que el zumo míldico era la mejor bebida élfica de todos los tiempos. Se decía que aceleraba la curación de heridas, que aliviaba los dolores de la vejez y que sabía a miel. Recordé que Áynorin había dicho que una vez había probado zumo míldico en Mythrindash, pero que el simple hecho de pagar ochenta kétalos por una botella había anulado todos sus efectos. Sonreí al recordar la cara del maestro Áynorin, indignado por un precio tan alto.
Cuando Zalén me tendió la botella, olisqueé el líquido, curiosa. ¿Quién era ese Seyrum del que había hablado Zalén? ¿Cómo podía tener suficiente dinero para comprar zumo míldico? Olía a frambuesa y corteza. Y sabía a miel y a manzana. Tragué y tomé otro sorbo antes de pasárselo a Zoria.
—¿Bueno, eh? —dijo.
Asentí y fruncí el ceño.
—Seyrum —repetí, pensativa—. Ése es un nombre típico de Iskamangra. Hasta los príncipes se llaman Seyrum. Y el emperador Seyrum II fue quien le dio una flor del valle al Dáilerrin de Aefna en el Tratado del Cerro de Inisria. ¿Viene de ahí? —pregunté, dándome cuenta de que me estaba yendo por el atajo de la ciénaga.
—Nunca nos lo dijo —contestó Zoria—. Pero su abrianés es extraño. Nunca ha hablado nailtés. Pero también nos hizo prometer que nunca le preguntaríamos nada sobre su vida.
—Dice que no merece la pena contar su historia —dijo Zalén con una leve sonrisa—. O bien tiene demasiadas cosas que contar, o bien no tiene ninguna.
Fruncí el ceño todavía más, pero no dije nada. De pronto, Syu se subió a mi hombro sin previo aviso.
«Creo que alguien se acerca.»
—¡El mono! —dijo Zalén, sorprendida—. ¿Desde cuándo nos estaba siguiendo?
Me encogí de hombros.
—Desde el principio. ¿No te habías dado cuenta hasta ahora?
Las gemelas negaron con la cabeza y tomé otro sorbo de zumo míldico. Oí de pronto un grito.
—¡No, ¿Pero qué hacéis? ¿qué estáis haciendo?! ¡Que los dioses se apiaden de vosotras!
Salió disparado un hombre de pelo plateado pero cara aún joven que se abalanzó sobre mí. Todo pasó en unos segundos. Yo me aparté de un salto, soltando la botella, la cual se hizo añicos chocando contra el suelo, derramando el zumo. El hombre rabioso se agachó entre los pedazos de cristal, apretando los puños y temblando de ira.
—¡Que os manden al infierno! —vociferó—. Estas bebidas no son para vosotras. ¡Os hice prometer que no beberíais nada de esa estantería!
—Pero… pero no estaba en ninguna estantería. Estaba en la mesa —balbuceó Zoria.
Por lo visto, jamás habían visto a Seyrum tan furioso. Pegada contra el muro, observé que junto a mí había una ventana con contraventana. La abertura del muro por donde habíamos llegado estaba a la izquierda de Seyrum. Si tenía que huir, ¿por dónde huiría?
«No me gusta ninguna de las dos escapatorias», opinó Syu, agarrado a mi brazo y temblando de miedo.
—A mí tampoco —articulé, paralizada, los ojos clavados sobre el hombre.
—¿No estaba en la estantería? —preguntó, después de un largo silencio muy tenso.
Las gemelas negaron con la cabeza. El hombre se giró hacia mí y negué con la cabeza a mi vez. Sus ojos azules chispearon.
—¿Quién eres?
Abrí la boca y tuve que inspirar hondo antes de poder contestar.
—Mi nombre es Shaedra.
—¿Por qué la habéis traído? —siguió preguntando, sin dejar de mirarme.
Su rostro era inequívocamente humano. No tenía ninguna arruga, pese a que Zoria y Zalén me hubieran dicho que llevaba en la academia mucho tiempo. Claro que no podía saber cuánto era «mucho tiempo» para Zoria y Zalén. Por otra parte, tenía en cada mano cuatro anillos, varios brazaletes en las muñecas, y vestía unos pantalones de tela basta que le llegaban a medio tobillo y una vieja camisa cubierta de remiendos. Encontrarse con una persona así en plena academia avivó mucho mi curiosidad. ¿Quién era ese hombre?
—Sabíamos que te vendría bien comer sano y Shaedra conocía una entrada que no conocíamos. De modo que pensamos que también tenía derecho a venir aquí…
—¡Nadie tiene derecho a venir aquí sin mi permiso! —saltó Seyrum.
Me sobresalté y me preparé a la fuga.
—Lo que habéis hecho es una estupidez. Ya os dije que este lugar era peligroso. Y vosotras dos deberíais haber sabido que esta botella no era para que la probaseis. Y tú —añadió, dirigiéndose a mí con un tono despectivo—, deberías desconfiar un poco más y no beberte cualquier cosa.
—¿No era una botella para nosotras? —resopló Zalén con una vocecita.
—Es la típica botella que dejas para nosotras —dijo Zoria, con la voz temblorosa—. Siempre dejas una de esas botellas encima de la mesa.
—Siempre que sé que vais a venir, sí —admitió Seyrum, levantándose pesadamente. Nos escrutó a las tres con los ojos entornados durante un rato, como examinándonos—. ¿No sentís algo extraño?
Zoria y Zalén intercambiaron una mirada elocuente.
—Ya me decía que no sabía igual —dijo Zalén.
—Estaba incluso más rico —aprobó Zoria con una gran sonrisa.
—Dejad de sonreír como bobas —soltó Seyrum, recogiendo los cristales con una escoba—. Esta no era una poción de las que conocéis. No era una botella para haceros reír.
—Si no era una botella de zumo míldico —pronuncié lentamente—, ¿qué era?
Seyrum me echó una mirada y gruñó.
—¿La habéis hecho venir y no le habéis dicho ni lo que iba a encontrar? ¿Le habéis dicho que lo que estaba bebiendo era zumo míldico? ¡Santísimo Rayo! Creo que es hora de que os marchéis. Si mañana encuentran a tres monstruos muertos en alguna calle de Dathrun no sentiré ningún remordimiento. No quiero volver a veros.
—¡Seyrum! —protestó Zoria, mientras a Zalén le empezaban a caer lágrimas por las mejillas.
El humano hizo un brusco ademán hacia la puerta, señalándola también con su escoba.
—Largo. No necesito a gente estúpida que se bebe cualquier cosa que encuentra. Esto es un laboratorio, no un recreo. Os avisé de los riesgos. Os daría el antídoto si lo tuviera, pero no me habéis dejado ni una gota de ese líquido que pueda servirme y era una de las soluciones más difíciles de entender. Ignoro totalmente lo que os pasará, y no quiero veros sufrir, así que largo.
«¡Syu!», dije, apresuradamente. El pánico empezaba a paralizarme. «¿Qué está pasando?»
«¿Me lo preguntas a mí?», soltó el mono, escondido debajo de mi abrigo. «Creo que nunca deberíamos haber venido aquí.»
De pronto oí un grito agudo y me giré bruscamente. Zoria había caído de rodillas, e intentaba ahora sentarse en la silla más cercana con unas manos que tanteaban, como sin ver. Sus ojos dilatados y su mueca de horror me dejaron sin habla. ¿Qué…?
—Os lo dije —gruñó Seyrum con un suspiro.
«Syu. ¿Crees que nos están gastando una mala broma?»
El mono sacó la cabeza de su escondite y observó la escena un momento.
«No parece», contestó al fin, con lentitud.
Los minutos que siguieron fueron una verdadera tortura. Seyrum había olvidado totalmente su enfado y se había apresurado a ayudar a Zoria a sentarse en una silla. Zalén también empezó a sentir los efectos y se dejó caer en otra silla, sacudida por espasmos esporádicos.
—¡Haz algo! —dijo Zalén.
—Ayúdanos, por favor —pidió Zoria, con los ojos desenfocados.
Seyrum daba vueltas por la habitación, mesándose el pelo, sin saber qué hacer. Y yo me quedaba apoyada al muro, esperando los temblores, sudores y atrocidades que empezarían en cualquier momento. Al de un rato, Zoria y Zalén apoyaron la cabeza contra la mesa y no se movieron más.
—¡Zoria! ¡Zalén! —Grité, moviéndome por primera vez para abalanzarme sobre ellas.
Seyrum se acercó y tomó el pulso de ambas.
—Siguen vivas.
—¿Qué era esa poción? —pregunté.
—Uno de los muchos experimentos que hago. —Me miró con extrañeza—. ¿Cuánto has bebido de la botella?
—Tres o cuatro tragos —dije, sonrojándome.
Me contempló con el ceño fruncido y me indicó la única silla que quedaba.
—Siéntate.
—¿Vamos a morir? —pregunté con un hilo de voz.
Seyrum soltó un gruñido.
—No lo sé. Pero al menos no habéis muerto de golpe.
—¿Y eso significa algo?
—Sí. Que aún estáis vivas. ¿A quién se le ocurre beberse eso? —dijo, como preguntándoselo a sí mismo—. Es de locos. ¿Cómo no se te ocurrió oler el líquido antes de bebértelo? Te habrías dado cuenta enseguida de que no era zumo míldico. ¡Zumo míldico! —repitió, agitando la cabeza, alucinado.
Tragué saliva con dificultad y me defendí como pude:
—Lo olí, pero yo nunca he bebido zumo míldico, sólo sé que huele a frambuesa y sabe a miel. Esta botella tenía toda la pinta de serlo. Olía y sabía correctamente.
Además, jamás se me habría ocurrido que Zoria y Zalén podrían mentirme en algo así, añadí para mí misma.
—Tus amigas pensaban que era otra de esas pociones graciosas que te alargan la nariz o te cambian el color del pelo durante diez minutos… esas cosas. Pero resulta que habéis hecho la mayor estupidez de vuestra vida.
—No hace falta decírmelo —susurré, con los ojos llenos de lágrimas.
Pensé en Lénisu, Murri, Laygra, Akín y Aleria, Aryes, Deria y Dol… Kirlens y Wigy… Sain. Sain era el único que sabía lo que era morir. Por primera vez, me puse a pensar en lo que decían los sacerdotes eriónicos sobre la muerte. Decían que cada muerto se convertía en un espíritu y que cada vez que uno de sus familiares estaba en peligro iba a ayudarle. Pero yo prefería ayudar a mi familia viva y no muerta. Solté de pronto un sollozo violento.
—¡No quiero morir!
—Tranquila, hay muchas posibilidades de que no provoque la muerte. Es más, yo diría que a estas alturas ya no deberías sentir nada. Y Zoria y Zalén parecen ir mejor.
Eché un vistazo hacia las gemelas y sacudí la cabeza. No parecían ir mejor. Estresada como estaba, sentí náuseas y empecé a sudar. Pestañeé, abrumada por las lágrimas.
—Syu —dije, sin preocuparme de decirlo por vía mental—. Gracias por haberme acompañado durante todo este tiempo —el mono salió de mi abrigo, como enfadado. Sonreí, llorando—. Tienes un alma grande.
«¡Deja ya de hablarme así!», me dijo.
«Voy a morir», le dije, más serenamente. «¿No has oído lo que ha dicho Seyrum? Sólo lo hace para que no me entre el pánico. Sé muy bien leer en las expresiones, y Seyrum estaba diciendo lo contrario de lo que pensaba…»
El mono gawalt soltó un bufido de mono, golpeó la mesa con una mano, para mostrar su desacuerdo, y se subió otra vez a mi hombro, cogiéndome una mecha de mi pelo para trenzármela. Sólo hacía eso cuando estaba aburrido o nervioso. En este caso no había dudas de cómo se sentía.
—¿Aún no notas nada? —preguntó Seyrum, con cierto alivio.
—No…
De repente, oí unos ruidos de respiración sofocada y me levanté bruscamente. Zoria y Zalén se enderezaron, parpadeando.
—¿Ya está? —preguntó Zoria.
—Yo no estaría tan seguro —dijo Seyrum, con el ceño fruncido—. Pero puede ser. ¿Qué tal estáis?
—Bien —dijo Zoria.
—Bien —contestó Zalén a su vez.
Las gemelas se giraron hacia mí.
—¿Shaedra? ¿estás bien?
—A la ternian no le ha pasado nada —dijo Seyrum—. Al parecer, ha resistido al efecto.
—¿Qué tipo de poción era? —preguntó Zoria, tensa.
—Son de esas pociones cuyos efectos pueden variar según el día, el tiempo, la persona, la cantidad… No me preguntéis qué efectos tendrá lo que os habéis bebido porque no tengo ni idea, la poción no estaba ni terminada. Sólo os diré que ese tipo de pociones es especial. Así que si algún día llegáis a culparme porque os ha salido una cara llena de granos, que sepáis que no tengo del todo la culpa.
—Sabemos admitir nuestra culpa —intervino Zalén, con total seriedad, lo que no era común en ella—. No tenemos derecho a culparte.
—Me alegro de que os lo toméis así. Ahora, si os sentís suficientemente fortalecidas, marchaos de aquí. Tengo trabajo que hacer.
Nos levantamos las tres y nos dirigimos hacia la puerta.
—Te he dejado la comida sobre la mesa —dijo Zalén—. Hay verduras, una botella de vino de Rueca, pastas, tomate, maíz y chocolate también.
—Habéis sido unas colaboradoras perfectas —aprobó Seyrum con un movimiento de cabeza—. Ahora, quiero que me prometáis una cosa.
—¿Qué? —preguntaron las gemelas al mismo tiempo.
—Devolvedme la llave y no volváis por aquí jamás, por vuestra salud y por la mía.
Observé la expresión impertérrita de Seyrum y las caras descompuestas de las gemelas con cierta impaciencia. Quería irme de ahí cuanto antes. Ya no me interesaba conocer más a fondo a ese hombre, ni hablar más con las gemelas. Quería volver a casa e irme a la cama y dormir por fin…
A las gemelas no les quedó más remedio que obedecer y devolver la llave que abría la puerta de detrás de la tapicería del dragón de hielo. Prometieron que no volverían al laboratorio de Seyrum con unas voces de desazón total.
Recorrimos el largo camino de regreso en un silencio absoluto. Inexplicablemente sentía que me culpaban de todo aquello. Era absurdo, era del todo ilógico, pero cuando Zoria se giró un momento hacia mí creí ver en sus ojos un mudo reproche cargado de hostilidad.
Cuando salimos, aún llovía, pero la lluvia ya no era tan recia, sino que caía suavemente, como una cortina fina y cálida. Aun después de haber cruzado el Puente Frío, el ambiente no había mejorado.
—Vamos, no se ha caído el mundo… —empecé a decir.
Zoria y Zalén se giraron hacia mí de un solo movimiento.
—El mundo no se habrá caído pero esto es mucho peor —dijo Zoria.
—No volveremos a verlo, Shaedra —susurró Zalén—. Él era lo único fenomenal que teníamos en esta vida. Nos ha quitado lo que éramos.
—Nos ha prohibido ser como él y todo ha sido por tu culpa.
—Zoria… —dije, aturdida—. Yo no he hecho nada…
—Hacía casi dos años que lo conocíamos. Llegas tú y nos dice que no lo volvamos a ver. Ha sido tu culpa y no lo puedes negar.
Zoria se dio la vuelta bruscamente y se puso a subir la avenida principal. Zalén, tras vacilar un instante, la siguió sin una palabra más. Noté que cojeaba un poco.
Me quedé de pie un buen rato, bajo la lluvia, sin poder creer lo que había oído. Claro que Zoria y Zalén nunca habían tenido el juicio muy acertado. Pero aun así me dolía verlas tan enfadadas conmigo. En fin, más que dolor, sentía perplejidad.
Levanté la cabeza hacia el cielo negro.
«Sigue lloviendo», observé inútilmente.
«Y tú sigues parada como una estatua», gruñó Syu, relativamente cobijado debajo de mi pelo.
Suspiré.
«Tienes razón. No me apetece pillar una pulmonía. Hasta Aleria no sabe cómo curar eso. Prefiero no tentar la suerte.»
Aquella noche había sido terriblemente mala. Primero la lluvia, luego la poción y Seyrum y para el colmo, había perdido a dos amigas. Bueno, qué se le iba a hacer. Si ellas no estaban como para pensar correctamente, era mejor así. Y visto desde ese punto de vista, hubiera sido mejor no haberles enseñado el pasadizo. De ese modo, todo habría sido muy diferente. Esto último me lo dije muchas veces después de aquella noche maldita, y me lo dije cuando empecé a caminar hacia la casa junto a la playa, torciéndome por un dolor que me cegaba a medias.
Primero, me invadió un terrible dolor en el estómago, luego dejó de dolerme el estómago y sentí horribles pinchazos en la cabeza. Ni siquiera podía prestar atención a las palabras de Syu, y el mono se había alejado de mí, aterrado, mientras yo avanzaba a tientas, sin ver adónde iba. Poco después de sentir un pinchazo particularmente doloroso, choqué contra algo que debía de ser un muro por lo frío y duro que era. Más tarde, sentí unas inmensas ganas de gritar, pero mi garganta ya no respondía y mis pensamientos sólo podían centrarse en una cosa: el dolor. Llegó el momento en que fui incapaz de moverme y me quedé tendida en el suelo embarrado, muerta de miedo. ¿Qué podía ser peor que morir?, me preguntó una vocecita en mi cabeza. No tardé en saberlo. Un relámpago punzante me recorrió todo el cuerpo y me volví a levantar, anduve durante no sé cuánto tiempo, la mente confusa, creyendo quizá que andando podía huir del dolor.
Por un breve instante, tuve un atisbo de claridad. Me vi de pie sobre una colina verde, bajo una lluvia fina pero persistente. Vi un relámpago y oí un trueno. Fue como una señal. De pronto, todo mi cuerpo se puso a arder. Como en una hoguera. Pero no era un fuego normal y corriente. No se veía. Y mientras mi jaipú se iba consumiendo poco a poco, sentí que algo en mí cambiaba sin remedio. No supe enseguida lo que era, pero mi cuerpo reaccionó inmediatamente: con toda la fuerza de mis pulmones, grité de dolor, con los ojos, aterrados, clavados en la lluvia y la luz de los relámpagos. Hundía las garras en el barro, sintiendo que iba zozobrando en la oscuridad.
Al cabo de un rato, quizá horas, todo el dolor se diluyó y se desvaneció, y me desplacé lentamente hacia Dathrun, preguntándome cómo demonios había conseguido salir de la ciudad. Todos mis recuerdos eran confusos y se deshilvanaban cuanto más pretendía reconstruirlos. Aún no se había levantado el sol, y me dirigí hacia la playa con una extraña energía que vibraba en mí como si quisiera liberarse.
Cuando estaba bajando por la colina que llevaba a la casa de la playa, recordé de pronto los sucesos de la noche. Seyrum, las gemelas… y la poción. Solté un ruido sofocado y me puse a correr, muerta de miedo. Los efectos de la poción aún no habían sido demasiado malos… ¿verdad? Al menos no me habían matado…
Entonces recordé un detalle que me puso los pelos de punta. Bajé la mirada hacia mis brazos y vi la camisa desgarrada por las mangas. Mi piel estaba normal. Pero recordaba que hacía un rato había visto manchas negras, ¿qué significaba eso? ¿Que me iba a convertir en un atroshás negro o algo así? Mi ingenua pregunta me hizo sonreír irónicamente. ¿Qué clase de atroshás medía un metro cincuenta y cinco?
Ya no llovía, pero el terreno estaba húmedo y al correr imprudentemente rápido me resbalé. Inesperadamente, algo me impidió despatarrarme en el suelo.
—Shaedra…
—¡Lénisu! —exclamé, profundamente aliviada—. No sabes cuánto me alegra verte.
—¿Qué te ha ocurrido? —preguntó Lénisu. El cielo ya empezaba a azularse y pude distinguir su expresión preocupada. No, me dije de pronto, al examinarlo mejor, no estaba preocupado, estaba tan espantado como yo—. ¿Estás herida?
Syu surgió de ninguna parte y trepó hasta mi hombro, emitiendo ruidos inquietos.
«¡Ha sido horrible!», dijo con un tono que reflejaba un puro pánico. «¿Qué ha sido eso? Tengo un mal presentimiento…»
—Syu —le interrumpí con suavidad, dándole unas palmaditas en la cabeza—. Estoy bien.
Y de hecho, me di cuenta de que era verdad: nunca me había sentido con tanta energía.
—¿Cómo has sabido que estaba aquí? —le pregunté a mi tío.
Lénisu señaló a Syu con la barbilla.
—El mono. Vino a despertarme, y por su actitud supuse que algo te había pasado, me guió hasta el sitio donde te había visto por última vez, y a partir de ahí, no sé cómo, supo encontrarte.
«He tenido que sacudirlo durante un buen rato antes de que se despertara», se quejó Syu, fulminando a mi tío con la mirada. «Y luego ha sido lento en reaccionar. Menos mal que estás bien, si no lo habría maldecido durante todo el tiempo que me queda de vida.»
Puse los ojos en blanco, pero no dije nada. Emprendimos el camino de regreso a casa. Lénisu calló durante un buen rato.
—Supongo que me lo he merecido —dijo de pronto.
Agrandé los ojos, sin entender.
—¿De qué estás hablando?
De pronto, Lénisu se detuvo y me miró detenidamente con sus ojos violetas.
—Desde el principio no confiaste en mí. Es culpa mía.
Me quedé atónita.
—¿Que qué? —farfullé—. Claro que confío en ti, Lénisu, ¿qué te hace pensar que no…?
Lénisu agitó la cabeza.
—Si realmente hubieras confiado en mí, me estarías contando ahora mismo qué hacías fuera a estas horas.
Lo observé con los ojos entornados y se me ocurrió una idea.
—Muy bien, propongo un trato. Te cuento lo que me ha ocurrido esta noche y tú me cuentas lo de los eshayríes y lo que trama Amrit Daverg Mauhilver y me dices toda la verdad sobre mis padres. Porque no me creo que fuesen simples contrabandistas.
Lénisu agrandó los ojos e hizo una mueca gruñona.
—¿Sabes, Shaedra? Hay ciertas cosas que uno no puede revelar ni a su sobrina.
Lénisu era aún más testarudo que yo. Tosí y me encogí de hombros.
—Creo… creo que no estoy del todo bien —dije de pronto.
—Volvamos a casa —propuso Lénisu con aire sombrío, sosteniéndome con un brazo firme.
Sentía de repente que toda la energía me desertaba. Estaba hundida y me sentía muy cansada.
«Mis presentimientos eran acertados», dijo Syu. Su tono burlón dejaba traspasar cierta inquietud.
«¿Hay adivinos entre los gawalts?», pregunté, mientras sentía que los ojos se me cerraban de fatiga.
«Por supuesto que no», retrucó Syu, herido en su orgullo. «Los gawalts no gastamos el tiempo en semejantes tonterías. Los saijits sois supersticiosos, pero los gawalts somos ingeniosos.»
«Olvidaba con quién estaba hablando», repliqué, divertida.
Cuando llegamos junto a la casa, todo el mundo estaba durmiendo, menos Srakhi, quien nos esperaba en el umbral, muy nervioso. Cuando vio a Lénisu, su rostro expresó alivio.
—Gracias a los dioses. Creí que ya te había tragado un monolito —masculló.
Lénisu echó un vistazo hacia el cielo que iba clareciéndose y dijo:
—No pronuncies palabras de mal augurio.
Me condujo hasta su cama, me puse una de sus largas camisas, librándome de la ropa hundida, y nada menos tumbarme caí profundamente dormida.
* * *
En mi sueño, estaba cruzando un mundo lleno de llamas. Eran como gigantescas lenguas rojas que se movían como látigos y yo iba evitándolas, volando como un pajarillo. Escapando de los lengüetazos de las llamas, avanzaba a una rapidez asombrosa, subiendo en espiral, bajando en picado en un mundo de fuego, realizando piruetas en el aire… pero no había fin. Y, de cuando en cuando, en mi carrera, oía la voz de Wigy, llena de reproches.
—¡Compórtate como alguien civilizado! —me decía, con las manos apoyadas sobre las caderas y el delantal puesto.
Pero yo seguía la carrera sin poder parar y me reía alegremente diciéndole que los dragones no entendían nada de civilización.
Cuando desperté, el sol estaba descendiendo en el océano. Me enderecé con brusquedad. ¿Cómo había podido dormir tanto? Mi brusco movimiento me mareó y permanecí inmóvil durante unos instantes antes de sentirme mejor.
Pero el caso era que no me sentía bien. Ya no me dolía nada, pero sentía un sudor frío en la piel y tenía la impresión de que mi cabeza iba a caerse si me movía. Lentamente, muy lentamente, volví a tumbarme en la cama de Lénisu y me puse a pensar. Era lo único que podía hacer en el estado en el que me encontraba.
Todo este lío se debía a la poción de Seyrum. De eso no cabía duda. Ahora bien, Seyrum había dicho que ignoraba totalmente cómo podíamos reaccionar al bebernos esa poción. Según él, el efecto era más o menos aleatorio. Una de las cosas que más me preocupaban era saber lo que me ocurría, por supuesto, aunque no podía dejar de pensar en si Zoria y Zalén habían sufrido otras crisis poco después de que nos separáramos. ¿Y si les hubiera pasado lo mismo? En ese caso, la mejor cosa que podía hacer era moverme, ir a casa de las gemelas y hablar con ellas. También podía ir a ver a Seyrum y hacerle más preguntas sobre quién era y qué hacía en su laboratorio.
Es algo frustrante el tener tantas ideas y no poder ponerlas en práctica. Pero el caso era que sentía como si me hubiesen dado algún veneno de abulia. Mis miembros apenas respondían y apenas los notaba. Cuando hube dado varias vueltas a lo que hubiera podido hacer y que no podía hacer, me concentré en el presente y en cómo me sentía. Mis pies y mis manos estaban congelados, pero frotarlos requería demasiada energía, y me rendí rápidamente, sintiendo que me iba cubriendo de un sudor enfermizo. Metódicamente, seguí más adelante mi inspección, tratando de comportarme como un médico que inspeccionara a su paciente… Primero, constaté que mi falta de energía presentaba un aspecto normal: mi cuerpo estaba exhausto, como si hubiese corrido veinte kilómetros, pero esa fatiga no se debía a ningún factor externo. No parecía ir a peor. En ese momento, me detuve a pensar en que la poción en sí, era un factor externo. De modo que me pasé la siguiente media hora buscando alguna huella de la poción en mi cuerpo. Quizá se debiera a mi pésima habilidad curandera, o al hecho de que ya habían pasado muchas horas desde que había bebido la poción, en cualquier caso todos mis intentos fueron inútiles.
Oí de pronto unas voces que se acercaban. La puerta de la casa se abrió y me dio la impresión de que mi cabeza iba a explotar con tanto alboroto. Al principio, ni siquiera entendí lo que decían, aunque luego, poco a poco, supe que habían ido todos a la academia para recoger los resultados de los exámenes.
—¡No puede ser! —decía la voz de Murri. Enarqué levemente una ceja por su tono de voz—. Es imposible que…
La voz de Laygra se superpuso a la cacofonía.
—¡Sabía que al maestro Erkaloth no le gustaría mi respuesta! Todo por la pregunta número quince, si no habría tenido una B, estoy segura.
—¿Qué tal está Shaedra? —preguntó entonces Deria.
—En el cuarto, sigue durmiendo —contestó Dol. Supuse que era el único que se había quedado en casa, fabricando juguetes.
Oí unos pasos en medio de un coro de voces y vi la cabeza de Deria aparecer por la puerta entornada. Me miró con la cabeza ladeada y al verme despierta, sonrió anchamente.
—¡Shaedra! ¿Qué tal estás?
—De maravilla —contesté sonriendo a mi vez—. ¿Qué tanto gritan por ahí?
—Murri y Laygra han ido a ver los resultados del examen —contestó Deria, animadamente, mientras se avanzaba y se sentaba en la esquina de la cama—. Murri ha sacado una B en teoría de invocación. En total, ha sacado una P, y Laygra una B. Tú también sacaste una B —me dijo alegremente.
Parpadeé lentamente y sonreí.
—Caray —dije, y fruncí el ceño—. ¿Y qué significan esas letras?
Oí varias risas y levanté la cabeza. Laygra, Murri, Dol y Aryes acababan de entrar en la habitación y mis hermanos, al oírme, se habían echado a reír, burlones.
—P significa «Pasable» —explicó Laygra, sentándose en una silla—. Y B significa «Bien».
—¿Qué hay como otras letras? —pregunté con curiosidad.
—Veamos —dijo, cerrando el puño y levantando el pulgar—. La mejor nota es la S, sobresaliente. Luego la E, excelente —dijo, levantando otro dedo—. La MB, muy bien. Luego vienen la B y la P, y luego I y CI que son Insuficiente y Claramente Insuficiente. Más abajo, no se pone nota. Se expulsa directamente al alumno.
—Aquí tienes tu hoja de resultados —dijo Murri, pasándomela—. ¡Adivina qué nota me ha puesto el profesor Tawb! ¡Una E! Yo que estaba seguro de dar la nota por haber dicho que el rey Némeron murió asesinado por unos bandidos que había mandado Seydir el Fratricida…
No lo pude evitar: solté una enorme carcajada. El rey Némeron de Acaraus y Seydir el Fratricida, también llamado el Prudente, tenían más de dos siglos de diferencia. Luego, me concentré en la hoja que me había dado Murri, mientras los demás charlaban tranquilamente en la habitación. En los cinco exámenes de teoría, había sacado dos B y tres MB. En la práctica, las cosas habían salido peor. Sorpresivamente, en endarsía, había sacado una P, en invocación, una I, en armonías una S, en percepción una B. En la casilla del examen de transformación vi inscritas las escalofriantes letras CI. No era una sorpresa: la bola que se suponía tenía que aplastar había sido devuelta casi intacta. No sabía muy bien cómo hacían la media de todas esas notas, pero no me importaba mucho, al menos no había hecho un desastre.
Se me cerraban los ojos pero me esforcé a pesar de todo en hablar con los demás. Luego, tuvieron que darse cuenta de que mi mirada se perdía entre las nieblas porque fueron saliendo de la habitación uno a uno para dejarme dormir.
Laygra se quedó un rato más sentada en la silla, sumida en sus pensamientos. Observé su rostro alargado y vi que fruncía el ceño, como si algo la preocupase. Justo antes de sumirme en un profundo sueño, recordé algo que me sobresaltó.
—Laygra —dije bruscamente—, ¿dónde está Syu?
Mi hermana había dado un respingo, sorprendida de que no estuviese dormida aún.
—Nos acompañó hasta la academia y luego se fue por su lado —contestó, recogiéndose el pelo con las dos manos—. No te preocupes —añadió, sonriéndome—, sabe cuidarse mejor que tú.
—Eso no me tranquiliza mucho —repliqué, con un suspiro.
—Ahora duérmete, hermana —me dijo suavemente.
Pese a mi inquietud, me dormí y volví a soñar con que volaba a toda velocidad en un paisaje de llamas que cambiaban siempre de forma. Pero esta vez no era Wigy quien me hablaba, sino Aleria. De pie, en una isla rodeada de lava, blandía un libro enorme hacia mí y me gritaba algo que no conseguía oír.
* * *
Cuando desperté, era de noche, y por primera vez me di cuenta de que estaba ocupando la cama de Lénisu. ¿Dónde estaría durmiendo mi tío? Aunque suponía ya mucho al pensar que estaría durmiendo pues últimamente solía estar ausente de noche y dormía buena parte del día. Nunca decía adónde iba.
Me sentía mucho mejor, y aunque aún sentía un vago sopor que no era del todo normal, podía moverme, y tenía unas ganas de desentumecer las piernas.
Así que me levanté y fui hasta la puerta en silencio. Salí de la casa sin despertar a Srakhi. Caminé un poco junto a la casa y me di cuenta de que estaba totalmente despierta: no iba a poder dormirme más esta noche. Aun así, no quería alejarme de la casa, de modo que me contenté con llegar hasta la arena y me senté en la playa. La noche era serena y en el cielo brillaban las estrellas y una fina curva de luna creciente. Hacía tiempo que no observaba las estrellas. Durante el mes en que habíamos atravesado el valle de Éwensin, me había acostumbrado a ver las estrellas y la copa de los árboles y a oír los ruidos nocturnos de los bosques, como me había acostumbrado antes a oír los chirridos de la madera en la taberna de Kirlens, y las voces lejanas y apagadas de Ató.
Era una agradable sensación estar tumbada boca arriba en la arena aún tibia por el sol del día anterior, contemplando el cielo constelado. Siempre y cuando no lloviese y no hiciese frío, por supuesto.
Me quedé largo rato ahí tendida, con las manos debajo de la cabeza y las piernas cruzadas. Se oía el tranquilo oleaje del mar que olía a sal y algas húmedas. Era maravilloso poder estar así, vivir serena y apaciblemente.
Echaba de menos el Ciervo alado. Echaba de menos a Wigy y a Kirlens, a Salkysso y Galgarrios y a Kajert y, en mi momento más nostálgico, hasta eché de menos las trastadas de Nart. A Marelta, no podía realmente echarla de menos, pero cómo me hubiera gustado volver a escuchar las lecciones del maestro Áynorin. Los profesores de la academia de Dathrun no eran como el maestro Áynorin. Eran más distantes, más profesionales, menos simpáticos. Incluso Zeerath y el profesor Tawb. Había algo en la academia de Dathrun que no me gustaba. Quizá fuese porque había muchísima más gente, o bien porque se enseñaban cosas más especializadas y más peligrosas. La gente era diferente. Por las calles de Dathrun, no había viejos sabios con sus túnicas blancas paseándose tranquilamente y saludando a cada uno que veía por su nombre. El problema de Dathrun era que la gente apenas conocía a los que le rodeaban y ni siquiera se molestaba en saber si su vecino estaba feliz o no. Cada uno iba a lo suyo, como si ante las vidas de los demás sintiera una profunda indiferencia. Era asombroso constatar cuán diferentes podían ser dos culturas.
Syu me encontró cuando estaba cavilando en estas cuestiones culturales. Corría por la playa en la oscuridad, y me divertí imaginándome que en realidad Syu era un mono gigante que estaba atravesando un desierto enorme.
«¡Syu!», le dije, enderezándome, mientras el monstruo se iba convirtiendo en un pequeño mamífero con cuatro miembros largos y delgados. «¿Por qué estás tanto fuera últimamente?»
«Si te lo digo, me vas a bendecir», retrucó él.
Esto avivó mi curiosidad.
«¿Y por qué debería bendecir a un mono gawalt?»
«Porque esta noche teníamos una lección con el Sombrío. Así que para no dejarlo esperar tontamente, me dije que siempre podía darme clases a mí.»
Mi corazón dejó de latir por un segundo. ¡Daelgar! ¿Cómo se me había podido pasar? El Sombrío, como lo llamaba Syu, me había citado aquella noche para una lección. Lo malo era que no se trataba de una lección normal, sino que por fin había conseguido pedirle que me enseñara un poco cómo se controlaba la energía bréjica. Y me había saltado la primera lección.
—Vaya —pronuncié, desanimada, mientras el mono se sentaba junto a mí, cruzando las piernas—. ¿Estaba enfadado?
«¿Enfadado? Dime francamente, ¿alguna vez has visto al Sombrío enfadado?»
Me lo pensé un poco y negué con la cabeza.
«La verdad es que no», admití. «Pero… ¿no dijo nada?»
«Le dije que estabas durmiendo y que probablemente habías pillado una pulmonía, cosa muy grave, le dije, porque Aleria no sabía remediar una pulmonía.»
«¿Le dijiste eso?», pregunté, soltando una risotada.
«Algo parecido», replicó él, sin prestarme atención.
«Debió de pensar que te estabas riendo de él», dije al fin, sacudiendo la cabeza con una gran sonrisa en el rostro. «Pero en fin, ¿realmente te ha enseñado algo?»
«Pues claro. Pero sobre todo hemos hablado. Aunque es saijit, es bastante inteligente, el Sombrío. Me ha contado varias historias. Y me ha preguntado cosas sobre las costumbres gawalt. Es un buen comienzo para que se vaya acostumbrando a pensar como un gawalt.»
Resoplé, divertida.
«¿Y qué le has contado sobre los gawalts? Seguro que le has contado lo de la tarta de uvas chiztrianas.»
Syu asintió.
«No se puede hablar de cocina sin hablar de la tarta de uvas chiztrianas», dijo muy seriamente. «Pero no sólo le he hablado de cocina, eso fue porque dijo que había cenado una sopa de patatas y no sé cuánto. También le hablé de por qué los gawalts tenemos más talento que vosotros, los saijits.»
«Vamos, Syu», solté, poniendo los ojos en blanco. Aquella conversación la habíamos tenido ya muchas veces. «Entre los gawalts hay muchísima menos diversidad que entre los saijits. Un orco no es lo mismo que un mediano. ¿Cómo puedes hablar sin saber? Cada raza tiene sus particularidades, y cada individuo tiene su manera de ser. Ya sé que es más sencillo juzgar antes de conocer, pero dado que eres un gawalt, deberías poder dejar tus prejuicios a un lado. Yo nunca he dudado de que fueras más flexible que yo, y eso que para una ternian reconocer eso es todo un logro de modestia.»
Syu se rascó la cabeza, pensativo.
«Los saijits siempre relativizáis las cosas. Tenéis que separar caso por caso. Siempre os complicáis la vida.»
«Bueno. Otra vez generalizas», observé. «No todos los saijits piensan como yo.»
Filosofamos un poco más hasta que al de un rato nos quedamos en silencio, ambos tumbados en la arena, pensativos.
«Ah, sí», dijo de pronto el mono. «Ahora me acuerdo. Tu tío me dio un recado para ti. Dijo que a partir de ahora no volvería a dejarte salir de noche sola.»
«¿Qué?», dije bruscamente. «¿Ha dicho eso?»
«Eso y que si el Sombrío volvía a ponerte en peligro, se encargaría personalmente de él.»
Un escalofrío me recorrió la espina dorsal y me hizo estremecer.
«Así que Lénisu piensa que Daelgar tiene la culpa de lo que me pasó ayer», susurré. Era absurdo para mí, pero no tanto para alguien que no conocía a Daelgar. «Crees que Lénisu le ha dicho algo a Daelgar?»
Syu se encogió de hombros.
«No lo sé. Daelgar no parecía sorprendido cuando le dije que no vendrías, pero Daelgar no suele sorprenderse por nada.»
«Mm», aprobé. Y me levanté. «Haga lo que haga Lénisu, no conseguirá hacer que me quede encerrada en casa por unos temores absurdos. Por ahora, soy mi mayor peligro.»
«¿Crees que va a volver a ocurrirte lo de ayer?», preguntó Syu.
Lo miré y me sorprendí al verlo tan sereno. Asentí.
—Es probable. —Me mordí el labio y me dirigí hacia la casa—. Creo que es hora de volver a la cama y dormir un poco más.
Pero apenas dije eso cuando oí un ruido de pasos. Instintivamente, me agazapé detrás de una pequeña duna y me rodeé de armonías para ocultarme, aunque luego me dije que probablemente sería algún vecino que vivía por ahí, a menos que fuera Lénisu al volver de sus actividades misteriosas.
Había dos siluetas que andaban por el camino. Se dirigían a nuestra casa alquilada y hablaban en voz baja, pero a una de ellas parecía costarle mantener un tono susurrante y siseaba de enojo.
—Eres imposible —decía la voz más serena.
—Es mi vida —replicó la otra voz—. Tengo derecho a hacer lo que me da la gana. Ella me quiere y yo le quiero más, ¿dónde está el problema?
—¿El problema, Murri? El problema es que ella pertenece a otra clase de gentes. Sus padres, si se enteran, no lo dejarán pasar. Y un día, te encontrarás con que te acusan de algo que no has hecho y te mandarán a la cárcel o a las galeras, o algo parecido.
—Que me manden a las galeras, me da igual. Iharath, esto es demasiado especial para que puedas entenderlo.
—Lo entiendo perfectamente —masculló Iharath. Por primera vez, en su tono había un deje de exasperación—. Pero entiéndelo tú también: esa relación no tiene futuro.
—Eso es absurdo.
—Yo sólo pretendo darte un consejo.
—No necesito de tus consejos —replicó Murri con brusquedad.
Vi que Iharath se detenía, incómodo.
—Buenas noches, Murri. Medita un poco sobre lo que estás haciendo. La hija del gobernador jamás se casará con un ternian sin títulos y sin fortuna. Es la pura verdad.
Por un momento, me pareció que Murri iba a pegarle, pero se controló y dijo con rigidez:
—Buenas noches, Iharath. Y métete en tus asuntos.
Iharath dio media vuelta y se alejó con rapidez. Murri entró en la casa y yo me quedé tendida en la arena, boquiabierta. No sabía si echarme a reír o salir disparada para preguntarle a Iharath más detalles… Pero en realidad no tenía mucho sentido reírme de Murri por amar a una mujer. No tenía ni idea de amor ni de esas cosas, pero por ejemplo sabía que Áynorin y Sarpi nunca podrían separarse. Supuse por cómo se había expresado Murri que él y Kéysazrin se querían como Sarpi y el maestro Áynorin. Eso no cambiaba en nada el hecho de que Murri estuviese cortejando a la hija del gobernador.
«En qué familia te has metido, Syu», comenté.
Syu asintió.
«¿Qué opinas de todo esto?», le pregunté.
«Yo digo que si no quieren que Murri se empareje con la hija del gobernador…» Hizo una mueca.
«Tienes un mal presentimiento», agregué, completando su pensamiento. «Mm… bueno, ¿quién sabe? Quizá Murri herede cien mil kétalos y un título de duque de algún mecenas secreto y todo se arregle. Suele pasar en las obras de teatro de Teinsin. Aunque también podría raptar a Kéysazrin, y fugarse con ella a algún país lejano. No sé qué final sería el mejor.»
Syu gruñó.
«Los saijits os complicáis demasiado la vida. Y generalizo adrede», añadió, con una gran sonrisa.
Le devolví la sonrisa, contenta de saber que Syu seguía tan gawalt como siempre.
Al día siguiente, me dije que tenía que hablar con Lénisu sin falta. Sin embargo, no alcancé a hablarle hasta muy avanzada la tarde, de modo que pasé el día pensando en lo que podía decirle. Nadie más me preguntó por qué había caído enferma durante un día, y supuse que no le daban tanta importancia. Reflexioné en cómo habría reaccionado yo si hubiese sido Murri y me hubiesen contado que mi hermana había caído enferma mientras volvía a casa después de una habitual lección con Daelgar, cosa que seguramente habían supuesto todos. Me habría preocupado, sí, pero no le habría dado más vueltas. Pasearse en una noche tan mala como la que habíamos elegido las gemelas y yo para realizar nuestra malaventurada aventura habría acabado con la salud de cualquiera.
Me moría de ganas de saber cómo les iba a Zoria y a Zalén, pero no me atrevía a salir de casa. De modo que me quedé con Aryes y Deria y escuché a Dolgy Vranc darnos consejos para fabricar una bola de algodón que volase. Cuando hubimos conseguido hacer que volaran varias bolas de algodón, nos dijo cómo fabricar un oso de peluche, y nos pasamos varias horas con un hilo y una aguja, cosiendo osos con alas para que se entendiera bien que los peluches podían volar. Por supuesto, la capacidad de volar se perdería al de un tiempo, y los acaudalados padres de los niños podrían ir a visitar a un artesano, preferentemente a Dolgy Vranc, para que permitiese al oso volver a volar. Era puro comercio, y Dolgy Vranc lo sabía, pero si había padres que compraban a sus hijos esos peluches, no había que desaprovechar la ocasión: el alquiler de la casa no se pagaría solo.
A la mitad de la tarde, ya habíamos fabricado diez osos voladores que reunimos con los diez que ya había fabricado Dol. Y al de poco rato estuvimos Aryes, Deria y yo en las calles del mercado de Dathrun, cargando con varios sacos enormes llenos de juguetes. Nos instalamos cerca de una esquina y dispusimos peluches, muñecas, atrapa-colores, bolas de luz, balones caóticos y otros artilugios que había fabricado Dolgy Vranc, casi todos a partir de materiales aprovechados de los que se había deshecho la gente. En Dathrun, los juguetes mágicos no eran ninguna novedad, pero aun así unos osos voladores no se encontraban por todas partes. Y algunos juguetes como los atrapa-colores eran total invención del semi-orco. Así que, o la gente pasaría ampliamente de nosotros considerando que no necesitaban juguetes nuevos, o bien se abalanzarían sobre nosotros.
—¿Quién pregona? —pregunté, cuando hubimos instalado todo nuestro batiburrillo.
Aryes agrandó los ojos y miró hacia otra parte. Deria se frotó las manos.
—Ya lo hago yo —dijo, encantada, juntando las manos y tomando una inspiración. Carraspeó, abrió la boca y se puso a berrear—. ¡Osos voladores! ¡Osos voladores a cinco kétalos para los niños! ¿Quién quiere osos voladores? ¿Usted, señor? ¡Compren osos voladores! ¡Cinco kétalos!
Las caras se volvían hacia nosotros. El señor al que había hablado Deria masculló unas palabras y se alejó con dignidad. Miré a Deria con cierta sorpresa.
—Caray, parece que hoy vamos a hacer un buen negocio —comenté con una sonrisa burlona.
Deria tenía unas ocurrencias que a veces no eran siempre bienvenidas, pero lo más importante es que no callaba, de modo que daba la nota y la gente se fijaba en nuestro pequeño puesto. Era todo lo que necesitábamos. Los juguetes se vendieron como churros pese a que cinco kétalos no fuera un precio del todo razonable. Habíamos calculado cuánto necesitaríamos para pagar la comida y el alquiler, y Dolgy Vranc había acabado por subir el precio a cinco kétalos, reconociendo sin embargo que en Ató jamás se le habría ocurrido venderlos tan caro. Pero Dathrun era una ciudad con niños afortunados y cuando la luz dejó de iluminar la calle del Mercado, vimos desaparecer el último oso volador en manos de un niño de cinco años que lo abrazaba contra su pecho mientras que una anciana que debía de ser su abuela lo agarraba de la mano.
Ya era bastante tarde y empezamos a recoger nuestra mercancía, volviéndola a poner en los sacos.
—No sabía que fueras tan buena vendedora, Deria —dijo Aryes.
—Yo tampoco, hasta hoy —admitió modestamente la drayta—. ¿Cuánto? —preguntó entonces, señalando la bolsa de dinero que llevaba yo en la cintura.
Fruncí el ceño, calculando.
—Hemos vendido los quince osos, nueve atrapa-colores, cinco caballos de barro y cinco bolas de luz, y… dos balones caóticos. ¿Algo más?
—Una muñeca de trapo —dijo Aryes.
—Ah, es verdad. Eso nos hace… —Fruncí el ceño todavía más—. Naj, si estuviese Ozwil aquí… A ver, ya lo tengo, ciento treinta… ciento treinta y dos kétalos.
—¡Uau! —exclamó Deria—. ¡Ciento treinta y dos! Es una fortuna.
—Quizá en Tauruith-jur lo sea, pero en Dathrun nos servirá simplemente para comer unos días más y pagar la mitad del alquiler —dije—. Tendremos que vender unos treinta osos voladores más.
—Mm, yo bajaría el precio del oso a cuatro kétalos —dijo Deria—. Cinco kétalos por un juguete es demasiado. Los que han comprado hoy el oso se sentirán engañados, pero el negocio es el negocio, y la gente irá a comprar más.
Cavilé unos segundos.
—Eso nos hace unos cuarenta osos. Por mí bien.
—Me parece justo —asintió a su vez Aryes.
La verdad es que no habíamos esperado tener tanto éxito en nuestra primera venta. Mi ánimo había subido considerablemente y ya apenas pensaba en lo que le quería decir a Lénisu. Cuando empezamos a alejarnos del mercado, le avisé a Syu que nos íbamos.
«Ya voy», contestó el mono. Ignoraba dónde estaba, aunque no debía de estar muy lejos si era capaz de oírme. Mientras nosotros nos preocupábamos por cuestiones materiales de saijits, Syu se había pasado todas estas horas fisgoneando y jugando al escondite con los demás vendedores. Hacía tiempo que me había resignado a dejarle hacer lo que quisiera mientras no robase nada o al menos nada demasiado valioso. Aquel día, había hecho varias trastadas, pero la más graciosa había sido la de un vendedor de tejidos. En un momento, se le acercó a éste un señor que tenía aires de pedante. Se puso a hablarle al vendedor con tono autoritario y luego le dijo que nada de lo que vendía podía igualarle al Áberlan. Syu se las arregló para meterle en el bolsillo un trozo de tela que guardaba el vendedor en su muestrario, y se lo puso mal adrede, de modo que el vendedor pensó que le había robado y que era algún espía del Áberlan robándole sus ideas y su arte. La discusión que se había desatado después de esto duró poco, pero hizo que cliente y vendedor se convirtieran en el centro de atención de todos los puestos cercanos. En ese momento, Syu había aparecido junto a nosotros, partiéndose de risa, y cuando les conté a Deria y a Aryes lo que había hecho, nos pusimos a reír a carcajadas, de modo que los gritos de pregonera que alcanzó a soltar Deria resonaron entrecortadamente.
Cuando volvimos a casa, nos encontramos con Murri, sentado a la mesa con Dolgy Vranc. Tenía un aire atormentado, y deduje que aún no había resuelto su problema con Kéysazrin. Dol se alegró de que nuestra venta hubiese salido tan bien y nos enseñó todos los osos que llevaba fabricados desde que nos habíamos ido.
—¿Dónde está Laygra? —pregunté.
—Se encontró con Rowsin en la avenida principal —contestó Murri simplemente—. Al parecer, Rowsin ya está de vuelta a Dathrun después de haber pasado unas semanas en su pueblo. Azmeth vendrá dentro de unos días, por lo que le he oído decir.
—¿Y Sothrus y Yerbik? —ambos eran amigos inseparables de Murri, y sentía que los necesitaría estos próximos días, sobre todo si ya no le prestaba atención a Iharath.
—Sothrus vuelve dentro de unos días, también. Yerbik llegó ayer.
No añadió más, pero sospeché que tenía muchas preocupaciones en la cabeza.
Lénisu regresó cuando los últimos rayos de sol estaban desapareciendo detrás del océano. Ya habíamos cenado y estábamos preparándonos para irnos a la cama cuando oí su voz en el piso de abajo. Estaba hablando con Dol y Srakhi.
Deria me miró arqueando una ceja cuando me quedé inmóvil, intentando percibir el tono de voz de Lénisu.
—Lénisu ha vuelto —expliqué.
Sin embargo, no quería hablarle delante de Dol y Srakhi. Tampoco quería revelarle lo que había pasado la noche en que las gemelas y yo habíamos ido a visitar a Seyrum. Tan sólo esperaba que los efectos de la poción hubiesen desaparecido ya, y haber pasado todo un día sin sentir nada extraño me había reconfortado considerablemente. Quería olvidarme de esa poción, pero ansiaba saber también qué tanto hacía Lénisu fuera. Tenía que saber quiénes eran los eshayríes, qué andaban buscando Amrit y Daelgar, y qué tenía que ver Lénisu con ellos. ¿Por qué no podía contarme la verdad por una vez?
—Shaedra —me dijo de pronto Deria en naidrasio, cuando estaba a punto de dormirme—. ¿Crees que el maestro Helith no se burlaba de mí? ¿Crees que podría estudiar en la academia?
La pregunta me pilló por sorpresa, pero contesté enseguida.
—Márevor Helith es una persona con muchísimo dinero. Claro que podrías estudiar en la academia, si es lo que deseas.
Para mí, el hecho de que Márevor Helith le hubiese preguntado eso a Deria significaba que quería formarla para que trabajara para él. Ignoraba en qué consistía exactamente el trabajo de Iharath y de Drakvian, pero Iharath no parecía vivir descontento de su suerte. Sin embargo… yo nunca hubiera aceptado trabajar para Márevor Helith. No acababa de entender por qué, pero trabajar para una persona tan extraña como un nakrús que tenía varios miles de años de edad no era algo que ansiaba precisamente.
—Entonces, estudiaré en la academia —dijo Deria—. Siempre pensé que acabaría mi vida rascando la roca para sacar el naldren. Luego… pensé que podrías ser mi maestra, pero me he dado cuenta de que tienes otros problemas. ¿Sabes? Cuando supe que tal vez te estaba buscando un lich, lo primero que pensé fue: «¡qué suerte! He caído con un grupo de aventureros de los de los cuentos». Pero luego me he dado cuenta de que la historia del lich era en realidad algo espantoso. Que tengas algo suyo en tu mente no debe de ser nada agradable.
Reprimí una sonrisa.
—Sí, no es agradable, aunque tampoco es para ponerse a llorar. —Hice una pausa con una sonrisa sardónica en los labios—. Te diré una cosa, la parte de la filacteria de Jaixel que tengo en mi mente son recuerdos de su infancia, cuando aún era un muchacho ternian. Todo lo suyo de esa época está encerrado en algún sitio de mi mente y alguna vez he conseguido ver fragmentos.
Bueno, en realidad eran más que fragmentos lo que había visto, pero preferí no extenderme.
—Ribok era un campesino, hijo de campesinos. Un jornalero que iba a trabajar la tierra. Todos los recuerdos son muy nítidos. Más nítidos que los míos. Cuando esos recuerdos atraviesan sus límites en mi mente, es como si viviese otra vida al mismo tiempo. Es una sensación curiosa.
Deria se había sentado sobre la cama, escuchándome con atención.
—Vaya —resopló entonces—. Reconozco que me esperaba más bien a que la filacteria fuese como algún recuerdo secreto que hubiese escondido Jaixel para que nadie supiese destruirlo. Algo así.
Sonreí.
—Me temo que todos los secretos para destruirlo los guarda bien encerrados en su propia mente —dije.
—¿Por qué Márevor Helith piensa que los recuerdos de su infancia podrían ayudarlo a mejorar? —preguntó Deria, después de un largo silencio.
No contesté de inmediato. Era una pregunta que podía tener muchas respuestas.
—No lo sé —reconocí al cabo—. Quizá porque piensa que si el lich recordase su vida mortal de antaño, se haría menos terrible y destructor.
—Jem —dijo Deria, escéptica.
—Bah, no hace falta preocuparse de eso por el momento. Tenemos otros problemas más urgentes.
—¿Cómo cuál? —preguntó Deria, curiosa.
Miré el cielo nocturno por la ventana, sintiendo un pinchazo en el corazón. ¿Cuántos problemas sería capaz de acumular antes de derrumbarme?, me pregunté. Y entonces contesté:
—Como el de pagar el alquiler.
—Ah.
Solté una risita.
—Buenas noches, Deria.
—Buenas noches, Shaedra.
La conversación despertó otra vez mis preguntas adormecidas y aún estaba despierta cuando Laygra volvió a casa. Percibí unos ruidos de voces y supuse que Rowsin y otros amigos la habían vuelto a acompañar hasta casa. Cuando entró en el cuarto, lo hizo haciendo un ruido inhabitual, y me di cuenta de que no estaba del todo sobria. Pronto oí que su respiración se ralentizaba hasta adoptar la regularidad del sueño.
Enmarañada tontamente en mis pensamientos y preocupaciones, no me podía dormir. Así que al de un rato me levanté, bajé las escaleras silenciosamente y me dirigí hacia la puerta del cuarto de Lénisu. Me sorprendió ver luz a través de la ranura. Llamé a la puerta y la abrí.
Lénisu estaba recostado en la cama, con la almohada posada contra el muro y con una pila de pergaminos posada junto a él. En la mano, sostenía una hoja. Me miró con cara sorprendida.
—¿Shaedra? ¿No estabas durmiendo?
—Lo intentaba —dije, cerrando la puerta—, pero algo me impide dormir.
Nos miramos de hito en hito durante unos segundos.
—Siéntate —dijo Lénisu, soltando un suspiro. Retiró la pila de pergaminos de la cama y posó la hoja encima de ella.
Me senté en la cama con las piernas cruzadas y apoyé la barbilla entre mis manos.
—¿Qué estabas leyendo? —pregunté con curiosidad.
—Asuntos no muy interesantes —dijo Lénisu con una mueca—. Listas de artículos.
—¿Artículos de qué tipo?
Lénisu me miró y se rascó la mejilla.
—¿Qué te preocupa? —preguntó, eludiendo mi pregunta.
—¿Por qué no quieres hablarme de los eshayríes?
—Otra vez no, Shaedra. ¿Cuántas veces tendré que repetírtelo? Es mejor que no sepas nada del tema.
—Bien. Pero Daelgar me dijo que sabías lo que el señor Mauhilver tramaba. Él no parecía considerar que fuese realmente un secreto. Tú siempre guardas secretos aunque no lo sean.
El rostro de Lénisu se había ensombrecido.
—Syu te repitió lo que le dije, ¿verdad? Nunca me creí que pudiese hablarte. Pero bueno, así no tendré que pedírtelo dos veces.
—¿Te refieres a que no vuelva a salir sola? No soy una niña indefensa, tío Lénisu. Y además, nunca estoy sola, estoy con Syu —añadí, con una sonrisa traviesa.
—Oh, ya veo. El mono te protege. Maravilloso.
—No te burles. ¿Así que no vas a decirme en qué trabaja el señor Mauhilver?
Lénisu levantó los ojos al cielo y yo hice una mueca de decepción.
—Buscan la Gema de Loorden.
Me sobresalté y miré a mi tío con estupefacción. ¡Me había contestado! Hacía días que le preguntaba siempre lo mismo, y nunca me había contestado, y ahora por fin…
—¿Qué es la Gema de Loorden? —pregunté.
—¿De veras nunca has oído hablar de ella? —se sorprendió Lénisu. Negué con la cabeza y él hizo un gesto vago de la mano—. La Gema de Loorden es la Gema de los Antiguos Reyes. Según la leyenda, no tiene precio. Es una joya que los Antiguos Reyes valoraban más que todas sus arcas. Tenía el poder de guardar las almas en su interior. Se dice que dentro de la Gema de Loorden, se guardaban las almas de los reyes, y que el heredero era capaz de comunicar con sus ancestros.
Me quedé boquiabierta. ¿Se estaría burlando de mí?
—Er… ¿y el señor Mauhilver cree que esa gema está en Dathrun?
—Amrit no tiene ni idea de dónde está la gema —contestó Lénisu—. Lleva más de cinco años codeándose con gente de la alta sociedad de Dathrun, buscando la gema. Y lo único que ha hecho es encontrar nombres que le llevan a más nombres, con lo que ahora se ha hecho una reputación de hombre mundano excéntrico y generoso.
—¿De dónde saca tanto dinero?
—¿No te lo ha dicho? Es un latifundista. Tiene enormes propiedades al norte de Ombay. Un hombre con grandes aspiraciones. Aunque demasiado…
—¿Demasiado qué? —dije.
—Demasiado joven —contestó simplemente Lénisu después de vacilar ligeramente.
Medité un momento, mordiéndome el labio.
—¿Y por qué buscan la Gema de Loorden? —pregunté al fin.
—Ah. —Sacudió la cabeza y sonrió a medias—. Digamos que es una cuestión de lealtades.
Me prometí buscar más informaciones sobre la Gema de Loorden y sobre los Reyes Antiguos. Todas mis suposiciones de que Daelgar y Amrit eran en realidad unos ladrones de altas ambiciones, espías de algún hombre importante o misteriosos sirvientes de alguna cofradía resultaron menos probables. Aunque por lo que decía Lénisu, Amrit trabajaba para alguien. ¿Qué recompensa le podría dar el que lo empleaba si había dicho Lénisu que los Reyes Antiguos habrían dado todo el dinero que poseían por esa gema?
A partir de ahí, Lénisu consideró que me había revelado suficiente y no tardé en comprender que lo molestaba. Así que me levanté.
—Lo que estás leyendo, ¿no tendrá algo que ver con la Gema de Loorden, verdad? —le pregunté, con cara inocente.
Lénisu me fulminó con la mirada.
—Yo no trabajo con Amrit. A mí no me van las sutiles búsquedas que duran toda una vida. La Gema de Loorden se perdió hace más de mil años. Dicen que por eso cayó el Imperio de Neerieth. No tengo ni idea de historia, pero me extrañaría que fuera sólo por eso.
Me humedecí los labios, perpleja.
—¿La Gema se perdió hace mil años? ¿Cómo se perdió?
—Ya te he dicho que soy nulo en historia. Pero se cuenta que volvió a aparecer en manos de un viejo ermitaño. Cuando se enteraron los herederos de la familia imperial, fueron en su búsqueda. Se mataron entre ellos como buenos hermanos y cuando llegaron al fin donde estaba el ermitaño los pocos que sobrevivieron… —Hizo un gesto como si estuviese batiendo las alas—. El ermitaño se comió la Gema de Loorden y se echó a volar. —Puso cara pensativa—. Bueno, Amrit dice que lo más probable es que nunca hubiese existido ese ermitaño y que en realidad la Gema lleva en el mismo sitio desde hace más de mil años. ¿Pero dónde? —añadió, recostándose otra vez contra sus almohadas—. Bah, hay infinitas historias del mismo estilo, todas más improbables que las otras.
—No crees que la encontrará —resumí.
Lénisu enarcó las cejas.
—No la encontrará —dijo simplemente.
No pude reprimir una sonrisa y me crucé de brazos.
—Supongo que te habrás burlado de ellos más de una vez.
—En cierta forma —concedió Lénisu—. Pero siempre hay que ser prudente con el señor Mauhilver —dijo, pronunciando el nombre con cierta sorna—. Es un chico con un gran corazón… pero tiene unos principios realmente estrictos en la cabeza. Me recuerda a Stalius en más alegre.
—Pff, ¿Stalius? Él no ríe ni habla nunca. El señor Mauhilver es más simpático. Aunque Daelgar me cae mejor. Es más sincero.
El rostro de Lénisu sufrió un cambio sutil.
—¿Daelgar, sincero? No sé si será sincero, pero él también anda bastante mal de la cabeza.
—No lo creo —retruqué con seguridad—. Y es un excelente maestro —añadí, fijándome en su reacción.
Lénisu se encogió de hombros y volvió a coger la hoja de encima de la pila de pergaminos. Dando por concluida la conversación, me giré hacia la puerta, pero entonces Lénisu soltó:
—¿Debo suponer que cuando te encontré literalmente hundida junto a la casa Daelgar tenía las mejores intenciones del mundo?
Lentamente, me volví hacia él.
—Daelgar no tiene nada que ver en esto —repliqué.
Lénisu me miró fijamente, como intentando saber si le estaba mintiendo o diciendo la verdad.
—Es curioso —dijo entonces— porque yo estaba seguro de lo contrario.
—Aquella noche no tenía ninguna lección con Daelgar —proseguí.
—Sobrina mía, si no tenías que ver a Daelgar, ¿adónde fuiste? —dijo tranquilamente.
—Bueno… ya te dije que fui a visitar a Zoria y a Zalén hace unos días… —Lénisu frunció el ceño y asintió—. Pues eso, que les prometí hacerlas entrar en la academia por el pasadizo.
Tendí la mano hacia la manilla de la puerta.
—¿Y? —dijo Lénisu, con su hoja aún en el regazo.
—Hacía una noche de perros. En unos minutos ya estaba hundida hasta los huesos. Al volver, las gemelas y yo nos separamos y, luego, tuve un bajón.
—¿Un bajón? —repitió Lénisu, suspicaz—. ¿Seguro que no habías bebido más de la cuenta?
Agrandé los ojos y por un momento pensé que sabía la verdad sobre la poción. Luego volví a repetirme su frase y la interpreté como lo habría hecho cualquiera: hablaba de bebidas alcohólicas, claro. Me encogí de hombros.
—Llámalo como quieras. El caso es que Syu se preocupó y fue a buscarte.
Lénisu gruñó, más tranquilo.
—Ten cuidado con lo que bebes, sobrina. Sé que no eres tonta, pero a veces la estupidez surge en los momentos más inesperados.
—Y me lo dices tú —repliqué con una gran sonrisa.
Lénisu agrandó los ojos y a la velocidad del rayo cogió un cojín y me lo tiró. Me incliné hacia delante, riendo, y recogí el cojín.
—Más te vale cuidar tu lengua —me dijo, falsamente serio—. Y ahora a dormir.
—Buenas noches, Lénisu —le dije, tirándole el cojín.
—Buenas noches.
Cuando me hube acostado en mi cama otra vez, tardé apenas unos minutos en dormirme. Y esta vez soñé con que había vuelto a Ató. Sentada en la biblioteca, estaba leyendo un libro de aventuras que contaba la historia de una gema voladora cuando de pronto Aleria y Rúnim aparecían junto a mí discutiendo sobre si lo que estaba leyendo estaba bien escrito o no. Akín me hacía una mueca graciosa, Galgarrios sonreía tontamente y Suminaria nos observaba con curiosidad, como si no hubiese visto nunca a un grupo tan extraño. Todo eso, mientras el Archivista Mayor se paseaba por la biblioteca, acercándose peligrosamente a la sección de Historia.
* * *
Desperté de mi sueño por un ruido que se parecía a un gruñido. No, más bien parecía un ronquido. Abrí los ojos y fruncí el ceño. Los pájaros anunciaban ya la mañana y los rayos de sol fluían sobre las hojas verdes del árbol que se veía a través de la ventana. Volví a oír el ronquido y me moví para girarme hacia la cama de Laygra.
Me choqué contra un bulto que se movió inmediatamente soltando gritos histéricos.
—¡Syu! —exclamé.
El mono saltó hasta el pie de la cama, gruñendo y haciendo grandes aspavientos.
«¡Syu, Syu!», repitió él, malhumorado. «¡Me has aplastado!»
—Lo siento…
«Odio despertarme sobresaltado», prosiguió.
«¡He dicho que lo siento! Además, estabas roncando.»
«¿Roncando? ¡Yo nunca ronco! Eso es hábito de saijits.» Hizo una pausa y preguntó tímidamente: «¿Es verdad que roncaba?»
Puse los ojos en blanco y asentí.
«Al menos tenía toda la pinta de ser un ronquido. Quizá sea la dieta», dije, pensativa. «No deberías robar golosinas en el mercado.»
«¡Golosinas! ¿Y eso qué es?»
«Ya sabes, esas cosas de varios colores, llenas de azúcar, que te tragas con tanto gusto», le expliqué. «Y bueno, hay otras cosas que no te sientan bien y si se entera Laygra de que te dejo comerlas, nos ahogará a los dos en lo más profundo del mar de Ardel.»
«Odio nadar», pronunció Syu.
—Tendrás que controlar ese peso, Syu, se flota mejor si se come sana y moderadamente —le dije, dándole palmaditas en la tripa.
«¿En serio?», replicó el mono, gruñendo y apartándose. «¿Y eso qué tiene que ver con los ronquidos?»
Iba a responder cuando oí una risa y me giré hacia mi hermana. Ésta estaba aún durmiendo cuando había empezado a reírse pero luego se despertó y siguió riéndose descontroladamente.
—Buenos días, Laygra —le dije.
—Jajaja, buen… os… días, ¡Shaedraaajajaja!
—¿Qué le pasa? —preguntó Deria, al despertarse de golpe.
—Un ataque —expliqué, con una mueca pensativa.
«Beh, yo voy a desayunar», dijo Syu. Pegó un salto hasta caer sobre la manilla de la puerta, abrió la puerta y desapareció escaleras abajo.
Antes de que Laygra pudiese recomponerse de su ataque de risa, Aryes y Murri ya habían entrado en el cuarto, curiosos de ver lo que pasaba, así que bajamos todos juntos a desayunar, y Laygra nos contó un sueño descabellado en el que Murri y yo éramos unas ardillas y entendimos por lo que decía, a través de carcajadas, que se había reído por las muecas que hacíamos. Lénisu había hecho las compras y nos tomamos un buen desayuno. Incluso Syu, pese a mis recomendaciones.
Estábamos desayunando tranquilamente cuando llamó alguien a la puerta. Fue a abrir Murri, pues todos pensábamos que sería Iharath, pero cuando abrió la puerta no fue la voz de Iharath la que oí.
—Buenos días, ¿vive aquí Shaedra Úcrinalm Háreldin?
Palidecí y me levanté con el ceño fruncido, mientras los demás se giraban hacia mí y Murri contestaba con aire protector:
—Sí, aquí vive. ¿Qué le quiere?
—¿Está en casa?
—Sí —contesté, apareciendo junto a Murri. Mi visitante era una pequeña faingal con el típico uniforme de sirvienta—. ¿Qué…?
Entonces la reconocí: era la sirvienta que trabajaba en la casa de Zoria y Zalén.
—La señora Nustuan quiere verla —declaró—. Se trata de un asunto urgente.
Agrandé los ojos.
—¿Qué ha ocurrido?
Me imaginé que Zoria y Zalén se habían transformado en unos monstruos. Que se habían muerto. Que habían revelado toda la historia a Leiri…
—Se trata de Zoria y Zalén —dijo la sirvienta con una voz temblorosa—. Han desaparecido.
Sólo entonces vi que tenía los ojos rojos por haber llorado.
Al salir de casa de los señores Nustuan, me dije que no había aprendido gran cosa. Zoria y Zalén habían desaparecido dos días después de haber bebido la poción. Eso significaba seguramente que habían tenido un efecto negativo, me dije eufemísticamente.
«Te lo dije.»
El mono gawalt corría junto a mí, poniendo cara de sabelotodo. Dejé escapar un suspiro.
«Quizá se hayan transformado en bestias horribles», medité. «Y habrán pensado que era mejor huir a que les viesen sus padres. O bien se han transformado en algo invisible… ¿podría ser? Dijo Seyrum que era una poción muy potente. Lo más probable es que les haya ocurrido una catástrofe. Oh, ¡Syu! Me siento responsable de todo esto», acabé por decir, abatida.
En un arranque sentimental, me dije que quería estar sola un rato y me subí a un tejado apoyándome en una viga rota tirada contra el muro de un callejón.
«¿Adónde vamos?», preguntó el mono.
Salté a otro tejado cercano y seguí saltando de tejado en tejado hasta que aterricé sobre una terraza vacía llena de trastos. Me recordó a mi sitio secreto de Ató y me gustó.
«En Ató había un sitio parecido en el que pasaba muchas horas jugando», le revelé a Syu, mientras me sentaba sobre una piedra.
Oyendo eso, Syu se puso a hacer tonterías entre los trastos de la terraza, buscando cosas interesantes. De un saco, extrajo un mono de peluche y al principio se apartó de él, asustado. Luego, al saber que era sólo un peluche, se acercó, lo inspeccionó y le atacó por detrás. Le quitó sus zapatos e intentó ponérselos, pero estaba tan ridículo con ellos que él mismo se dio cuenta y los tiró a lo lejos con aire ofendido. Pese a mi humor sombrío, la actividad agitada de Syu me hizo reír.
Sin embargo, no podía rehuir la verdad: les había pasado algo muy grave a Zoria y a Zalén. Leiri Nustuan estaba muerta de miedo y de tristeza y su marido temía que perdiese el bebé que llevaba dentro. Los hermanos mayores me habían mirado con desconfianza y esperanza a la vez, como si pudiese decirles dónde estaban sus hermanas, pero el caso es que yo no podía serles de ninguna ayuda. No sé si alguna vez había visto tal desesperación cuando les dije a los miembros de esa familia que no tenía ni idea de dónde habían podido ir. Me sentía como si hubiese fracasado en algo irremediable, como si fuese responsable de lo que les había ocurrido…
Aun así, Zoria y Zalén me habían engañado. Me habían hecho beber una poción diciéndome que era zumo míldico y creyendo que era una poción de transformación. Era muy típico de ellas el gastar bromas así, pero en este caso, las consecuencias no eran del todo nimias.
Sentía que tenía la cabeza próxima a explotar con tantos pensamientos. Y, contrariamente a otras veces, no podía hacer nada. Tan sólo esperar. Esperar a que Márevor Helith volviese para devolverme mi amuleto. Esperar a estar segura de que los efectos de la poción no iban a prolongarse…
Sumida en mis pensamientos, me sobresalté al oír un grito. Me agazapé detrás de un barril y levanté la mirada. Lo que vi me dejó atónita: en un tejado de las casas vecinas, estaba Aryes resbalando entre las tejas, hacia el vacío…
—¡Aryes! —grité, aterrada.
Syu se tapó los ojos con la mano para no mirar. No me lo pensé dos veces. Pegué un salto sobre el barril, tomé impulso y aterricé junto a Aryes, quien se agarró a mí en un desesperado intento de recobrar el equilibrio. Ambos nos tambaleamos, agarrados el uno al otro, intentando no caer pese a estar a unos centímetros del borde… Recibí un golpe en la espalda y conseguí tirarnos hacia el tejado. Acabamos ambos resoplando precipitadamente, sentados en el borde del tejado, mientras Syu me decía:
«¡Ahá!, créeme, si no hubiese estado aquí, yo, os habríais aplastado abajo como dos sacos de huesos. ¿Eh? ¿Qué se dice? ¿eh?»
«Gracias, Syu», repliqué. «Pero lo tenía todo controlado.»
El mono sonrió de oreja a oreja.
«Así contesta un mono gawalt», dijo, con orgullo. Puse los ojos en blanco y me centré en Aryes.
—Aryes, ¿qué haces tirándote por los tejados? —le solté, resoplando.
Soltó un lamento quejumbroso.
—Qué desastre —dijo, los ojos clavados en el cielo, como si estuviera rezando—. Qué desastre —repitió—. Soy un imbécil.
Ladeé la cabeza.
—¿Ah? Confieso que eso de resbalar por los tejados no es precisamente inteligente. ¿Qué haces aquí? ¿Cómo me has encontrado?
Aryes se encogió de hombros, pero antes de que contestase agrandé los ojos, entendiéndolo.
—¡Me has seguido! —Hice una pausa y lo miré, interrogante. Aryes asintió con la cabeza—. ¡Lo sabía! ¿Por qué? —Entorné los ojos, y lo entendí—. Te manda Lénisu. Dijo que no quería que saliese sola. No pensé que te pediría a ti que hicieses algo tan chorra.
—¿Lénisu? —repitió Aryes—. No… en realidad no estaba… Bueno sí, te estaba siguiendo, pero es porque últimamente estás muy rara, no sé, eres menos como de costumbre y estás más pensativa…
Puse los ojos en blanco.
—A veces me pasa. Crisis filosóficas. ¿No te pasa a ti?
Aryes frunció el ceño.
—¿El qué?
—Pensar.
Enarcó una ceja, me miró con una mueca pensativa y negó con la cabeza.
—¿Pensar, yo? Mm, no recuerdo haberlo hecho —añadió con una gran sonrisa.
Le devolví la sonrisa y luego me puse más seria.
—No, en serio, ¿por qué me seguías?
Dejó escapar un suspiro.
—No lo sé. Tenía un presentimiento.
—Un presentimiento… —repetí—. Desde luego, Syu y tú os parecéis cada vez más. Él también tiene muchos presentimientos.
—¿No me digas? ¿Y qué tipo de presentimientos tiene?
—Eso no me lo especifica —dije con tono pensativo—. ¿Syu?
El mono se mantenía sobre un pie en la cumbrera, muy concentrado en mantener el equilibrio. No se dignó en contestarme.
—Shaedra… —articuló Aryes, molesto.
—¿Sí?
—¿Y si nos vamos a un sitio menos…? —Hizo un gesto vago hacia el callejón que estaba a unos metros más abajo.
—Oh… ¿quieres decir menos alto? Claro.
Me levanté y seguí el borde del tejado hasta llegar al final del callejón. Ahí, había una casa más alta, con un pequeño balcón y unas plantas trepadoras. Me agarré a una de las plantas y bajé hasta el balcón. Eché una ojeada prudente en el interior: no había nadie. Entonces miré hacia arriba. Aryes me observaba con aires de mofa. Parecía a punto de echarse a reír.
—¿Qué pasa ahora? —pregunté. Pero él sacudió la cabeza y extendió la mano para cogerse del grueso tallo de una de las plantas trepadoras, y se puso a bajar. O al menos lo intentó, porque apenas hubo abandonado el apoyo del tejado, pareció tener dificultades y encima empezó a reírse como un endemoniado. Solté un suspiro exasperado.
—¿De qué te estás riendo, si se puede saber?
Cuando Aryes giró su cara hacia mí, tenía los ojos agrandados, y entendí con estupefacción su problema: tenía miedo de bajar por ahí. ¡Pero si era el sitio ideal para bajar!
«Como que, no se parece tanto a mí», comentó Syu, sentado sobre la balaustrada del balcón.
—¡Aryes, ten cuidado! —dije, sintiendo que me invadía el pánico. ¿Y si se caía? ¿Y si se rompía algo? ¡Ya tenía suficientes problemas como para sufrir más calamidades, por Nagray!
Entonces, Aryes puso el pie en la balaustrada. Y resbaló. Soltó un grito de sorpresa y yo un grito de terror, ambos extendiendo las manos para intentar asir cada uno la mano del otro… se me escapó. Oí un ruido de hojas y tallos rotos, y luego un extraño grito sofocado. Me asomé al balcón, temblando como una hoja, los labios murmurando palabras inconexas y maldiciones. Aryes estaba sentado en el suelo del callejón, masajeándose un hombro.
Bajé precipitadamente, y como Aryes se había llevado la mayor parte de las plantas trepadoras de ese lado del muro, casi acabé cayéndome como él. Cuando llegué abajo, me abalancé hacia donde estaba Aryes, con las lágrimas en los ojos.
—¿Te… te has hecho daño? ¿Estás bien? ¿No te has roto nada?
Aryes parpadeó unos instantes, como perdido.
—¿Dó… dónde estamos? —preguntó. Entonces, sus ojos se desenfocaron y perdió los sentidos, quedándose tendido sobre el suelo empedrado y polvoriento del callejón.
Me quedé mirándolo unos segundos, boquiabierta, y luego rompí a llorar desconsoladamente.
—¡Syu! ¡Es terrible! ¡Ha perdido la memoria! Te lo dije, Syu, soy un pájaro de mal agüero. Zoria y Zalén desaparecen. Aleria y Akín también. Y Aryes se cae y pierde la memoria… —con la moral por los suelos, contemplé el cielo sin verlo—. Creo que lo mejor que puedo hacer es atarme a una silla y no volver a hacer nada durante unos días… unos meses tal vez… y luego… luego…
No pude continuar, ahogada por las lágrimas. ¡Todo era tan terrible! Parecía estar distribuyendo la peste allá por donde iba. Mis amigos veían peligrar su vida por mi culpa… si esos Hullinrots o quienes fueran no anduviesen buscándome, Márevor Helith nunca se habría fijado en mí y nunca nos habría separado a todos. Aleria y Akín estarían aquí aún y quizá…
«Sí, venga, todo es culpa tuya», soltó el mono, de mal humor. «Eres culpable de que Jaixel, Márevor Helith y no sé cuántos estén pendientes de ti. Tú tienes la culpa de que Zoria y Zalén te hayan engañado, de que Seyrum hubiese hecho una poción asquerosa y de que Aryes sea un pésimo acróbata. Eres culpable de que haya saijits en el mundo, de que no haya plátanos para mí y de cuanto quieras… ¡aj, anda ya!, deja de atormentar mi pobre cabeza y piensa un poco antes de empezar a delirar.»
Me quedé a cuadros ante su discurso, pero aunque sabía que el mono tenía razón, no pude remediarlo: toda la tensión acumulada durante tanto tiempo acababa de alcanzar su límite y las lágrimas rodaban sobre mis mejillas a borbotones. Me sentía terriblemente desdichada.
—Aryes —dije, con la voz ahogada, arrodillada junto a él—. Aryes, te pondrás bien. Siento haberme comportado como una bruta contigo. Debería haberme dado cuenta de que no podías bajar por ahí. A veces… a veces no pienso mucho…
—Shaedra —dijo de pronto Aryes, abriendo los ojos.
—Sé que Wigy tiene razón al decirme que nunca seré una dama civilizada —continué, abrumada por las lágrimas—. Pero nunca pensé que podría ser una persona que hiciera cosas malas, aunque sin quererlo. Pero resulta que Sain murió por mi culpa, y desde entonces ha habido tantas desgracias, Aleria, Akín, tú… —Me interrumpí de pronto y me di cuenta de que Aryes se había apoyado con el codo y me miraba, estupefacto, con una expresión profundamente emocionada—. ¿Qué? —articulé.
—Estoy bien —dijo él—. Quiero decir… Creo que no me he roto nada.
—Oh.
Nunca me había sentido tan ridícula y al mismo tiempo con tantas ganas de reír de alivio. Me sequé rápidamente los ojos, carraspeando. Aryes abrió la boca, pero cuando habló, estaba segura de que había cambiado de idea sobre lo que quería decir:
—He utilizado un poco de energía órica para ralentizar la caída y eso me ha dejado exhausto. Ya sabes, cuanto más pesas, más te cuesta, y considerando que estaba cayéndome, la fuerza que tenía que compensar era mayor. Así que… propongo que vayamos hasta el parque que está a unas manzanas de aquí y descansemos un poco antes de volver a casa, ¿qué te parece?
Asentí lentamente. Quise ayudarlo a levantarse, pero se incorporó sin mi ayuda y nos encaminamos hacia la entrada del callejón. Sentía que Aryes no necesitaba tanto descansar como yo necesitaba poner una cara más alegre. Así que nos pasamos más de una hora charlando, sentados en un banco del Parque de las Alondras. Ninguno de los dos habló de mi crisis de nervios, y se lo agradecí. Syu ya me había soltado un sermón, y no estaba como para soportar otro, decidí.
Además, la moral me volvió a subir como una flecha cuando me di cuenta de algo, y es que entendí que en realidad podía remediar todo lo que me apartaba de la felicidad. Sentada en el banco, sentí una oleada de energía. Tenía la impresión de que lo único que tenía que hacer para encontrar a Aleria y Akín era ir a Acaraus y preguntar por un legendario renegado y dos elfos oscuros de trece años. Los encontraría, y volveríamos a Ató y todo se arreglaría.
Syu, aunque me puso cara dubitativa cuando le expuse mi plan, se alegró de que me hubiese vuelto el ánimo.
«Un verdadero mono gawalt actúa bien y rápido y no se atormenta con lo que no puede hacer», me dijo con solemnidad. Esa frase se me quedó grabada en el corazón.
* * *
La historia de Zalén y Zoria no volvió a comentarse después de que me hubo preguntado Lénisu si tenía una idea de dónde habían podido ir. Y sinceramente, no hubiera sabido ni por dónde empezar a buscar. Lo único que sabía era que si la poción había tenido efectos muy negativos, lo más probable era que no las volviese a ver jamás. Era una conclusión terrible, pero con el tiempo todo parece menos real, y a medida que iban pasando los días, alcancé a despreocuparme casi por completo de la poción de Seyrum. Es más, pasé el final del mes de Amargura echando carreras con Syu, Laygra, Deria y Aryes y vendiendo ositos voladores de cuando en cuando. Murri solía ausentarse durante buena parte del día, y supuse que aún se negaba a oír los consejos de Iharath. Cuando aprendí que el gobernador era el hombre político más importante y respetado de la ciudad, empecé a formarme una idea más clara del problema de Murri y de por qué Iharath había intentado hacerle entrar en razón a mi hermano. Si Kéysazrin era la hija del gobernador, probablemente sería la joven dama con más pretendientes de toda Dathrun. Admiraba sin embargo la perseverancia de Murri. Ignoraba si alguien más estaba al corriente de las escapadas nocturnas de Murri. En todo caso, Laygra parecía saber algo sobre el tema.
Pero, por lo demás, los días transcurrían tranquilamente. Hablé largamente con Lénisu y finalmente pude seguir mis lecciones con Daelgar pese a que mi tío pusiese caras gruñonas cada vez que salía de casa para reunirme con mi maestro armónico. No le pregunté a este último nada sobre la Gema de Loorden. Se me ocurrió entrar en la academia para explorar un poco sobre el tema —estaba segura de que en la biblioteca tenía que haber decenas de libros que hablasen sobre la Gema de los Antiguos Reyes—, sin embargo un ridículo temor me detuvo: no quería volver a entrar sola en la academia. Al menos no por el pasadizo. Además, no me entusiasmaba especialmente realizar búsquedas sobre piedras preciosas. Me hubiera interesado más saber quiénes eran los eshayríes, puesto que sabía que Lénisu había formado parte de ellos hacía tiempo, pero al parecer mi tío no quería que supiésemos nada sobre ellos y cada vez que le preguntaba por qué, maldecía el nombre de Márevor Helith cien veces por haber mencionado la palabra eshayrí.
Cada uno tenía cosas en qué pensar. Lénisu pensaba en sus turbios asuntos, Murri pensaba en Kéysazrin, Laygra se había metido en la cabeza que quería ser curandera de animales y se había forjado una reputación de veterinaria en ciertos barrios de Dathrun, Dolgy Vranc se había enfrascado en un complicado invento que, decía, podría servir tanto para fabricar juguetes como para fabricar otros tipos de mágaras. Srakhi pasaba buena parte del día fuera, y cuando volvía, se sentaba en su jergón, cruzando las piernas, cerraba los ojos y se quedaba así durante más de dos horas. Cada vez que Dolgy Vranc pasaba por ahí y lo veía en ese estado, agitaba la cabeza y suspiraba ruidosamente, y Deria, Aryes y yo nos reíamos por lo bajo.
Cuando no estábamos fuera haciendo carreras, explorando los alrededores o vendiendo juguetes, Deria, Aryes y yo nos sentábamos en la mesa del comedor, con papel, pluma y tinta. Deria había necesitado todo este tiempo para decidirse a confesar algo, pero un día, cuando acababa de ganarme en una carrera con diez Bosques de Luna, como acostumbrábamos, se acercó a mí y me confesó que no sabía escribir. ¿Para qué aprender a escribir si no lo necesitas? Ella nunca lo había necesitado, en las minas de Tauruith-jur… A partir de ahí, nos mostró todo el pánico que le carcomía desde que Márevor Helith le había propuesto entrar en la academia de Dathrun.
—Cuando lo sepa, Márevor Helith no querrá que me quede en la academia —decía, con los labios temblorosos.
—Claro que querrá —le había asegurado yo. Pero ella había notado vacilación en mi tono, y mi tentativa para tranquilizarla sólo aumentó su sentimiento de pánico.
De modo que Aryes y yo nos pusimos manos a la obra y empezamos a enseñarle a Deria a leer y escribir. Los únicos ejemplares escritos que teníamos eran los manuales de magia que guardábamos mis hermanos y yo, así que Deria empezó a copiar el libro de primer grado de transformación, y de paso empezó a aprender las bases de la transformación. Pero para que no le pasase como a Jirio, me empeñé para que siguiera sus lecciones de jaipú. Como ella no había recibido ninguna educación sobre energías y celmistas, acogió mi explicación del jaipú con muchísima más naturalidad que Jirio o el maestro Áynorin, y de hecho, al cabo de unos días me dijo que efectivamente pensaba que yo tenía razón en considerar que el jaipú no era una energía que se controlaba: se colaboraba con ella. Me temo que Deria fue la única en aprobar mi método de enseñanza, pero a mí me importaba poco lo que pensasen los demás mientras Deria avanzase en su aprendizaje. Por otra parte, me divertía muchísimo haciendo a la vez de alumna con Daelgar y maestra con Deria porque me daba cuenta de cómo un alumno podía ser exasperante y de cómo a un maestro podía faltarle paciencia. Cuando se lo comenté a Daelgar, éste se contentó con sonreír y decir:
—Aprender y enseñar van unidos. Cuando aprendes, te exasperas porque no entiendes lo que hay que hacer. Cuando enseñas, te exasperas porque no sabes cómo hacer entender. En todo caso, al cabo de un tiempo uno siempre acaba por tener que aprender solo. Debes saber que todo lo que se entiende no se enseña con palabras.
Un día, Daelgar me anunció que no podría darme clases durante unos días y que ya me avisaría cuándo tendría lugar la próxima lección. Quedaban unos cuatro días para la vuelta hipotética de Márevor Helith, y sabía que probablemente me habría ido de Dathrun antes de que volviera Daelgar, pero al decírselo a mi maestro, éste se encogió de hombros.
—Entonces, nuestros caminos se separan aquí —dijo simplemente, moviendo una ficha del Erlun—. Espero que hayas aprendido cosas útiles.
Sentados en el suelo de la Torre del Brujo, ambos teníamos la mirada clavada en el tablero de Erlun. Nos habíamos reunido hacía un par de horas poco después del atardecer. Aquel día, Daelgar me había enseñado a crear un círculo de imágenes que me rodease, lo cual requería una gran concentración mental. Era curioso observar que en realidad las armonías no gastaban mucha energía ni mucho tallo, pero sí dejaban la mente exhausta si se pretendía hacer cosas complicadas. Me dije que seguramente era por eso que me estaba ganando a la partida de Erlun más fácil que normalmente.
En todos los años de nerú y de snorí nunca había llegado a entender tan bien como ahora las energías armónicas. Y aun sabiendo que en los círculos celmistas no se preciaba mucho esa energía, yo admiraba la facilidad con que Daelgar se desenvolvía en ella. Casi todos los días, me tendía trampas armónicas. La primera vez, al llegar arriba de la Torre del Brujo, se había dirigido hacia mí absorbiendo todo el sonido que soltaba por su boca, y lo primero que se me ocurrió pensar fue que se había vuelto mudo, con lo que me había asustado mucho, luego pensé que se había vuelto loco y finalmente entendí que Daelgar me estaba proponiendo un ejercicio: tenía que oír lo que decía a pesar de que estuviese absorbiendo sus propias palabras. Después de muchos intentos, conseguí hacer una brecha. Pero Daelgar contraatacó emitiendo un ruido chirriante muy desagradable. Afortunadamente, reaccioné rápido y solté un sortilegio de silencio. Pero mi sortilegio era tan bueno que me costó un cuarto de hora deshacerlo, y mientras duró, pasé los minutos más silenciosos de mi vida.
Daelgar se divertía engañándome con ilusiones armónicas. Una vez casi me mató del susto cuando vi al llegar arriba de las escaleras a un enorme lobo con dientes afilados. Otra vez fue un fantasma. Y otra vez, Daelgar me convenció de que tenía las manos cubiertas de hielo y me puse a tiritar pese al calor agobiante de aquella noche. Poco a poco, empecé a reconocer la realidad de la ilusión, y deshacía las ilusiones de Daelgar con éxito, aunque sabía que Daelgar no trataba de mantenerlas: eran tan sólo ilusiones invocadas que al de un rato desaparecerían si nadie las sostenía. Por eso era más fácil destejerlas.
Descubrir una ilusión armónica era sencillo si uno tenía algo de práctica. Deshacerla no era mucho más complicado, a condición de que la tuvieras delante y supieses encontrar y cortar el hilo que la mantenía todo en pie. Generalmente, cuanto más grande era la ilusión, más fácil era desmantelarla. Aunque Daelgar insistió en que todo dependía de si quienes habían creado la ilusión eran uno o varios, de si era un grupo dispar o no, y de otras muchas cosas que también podían valer para las demás energías.
—Odio despedirme de la gente —dije.
Moví la Flecha y maté al Arquero de Daelgar. Mi maestro sonrió y señaló el tablero.
—Déjame enseñarte una última cosa. Mira lo que acabas de hacer. ¿No te ha llamado la atención?
Observé el tablero, con aire sorprendido, pensando enseguida que había hecho mal matando al Arquero.
—Te he comido el Arquero con la Flecha, ¿era una mala jugada? —pregunté, mordiéndome el labio.
—¿Qué importa una mala o buena jugada? No, no es eso lo que quiero que veas, se trata de lo que acabas de decir: la Flecha mata al Arquero. ¿Con qué ataca el arquero normalmente?
—Con flechas…
Daelgar sonrió anchamente y asintió con la cabeza.
—Es irónico, ¿no te parece? Un Arquero que muere con la única Flecha que hay a sus alrededores. La mejor arma que manejas puede volverse contra ti. Escucha y verás —añadió, recostándose contra el muro de piedra de la torre—. ¿Nunca oíste el refrán que dice: el guerrero muere por el hierro y el buen orador por las palabras? Es un viejo refrán que oí por primera vez en saeh-al y años más tarde lo escuché en abrianés, en boca de un sacerdote eriónico. Algunos dicen también que el músico muere por la música y el campesino por la tierra, pero el mensaje es menos claro. ¿Qué entiendes por el primer refrán?
—¿Que nunca hay que confiar en lo que uno cree manejar? —sugerí.
—Ajá. Imagínate ahora que en vez de un Arquero es un celmista armónico. Y que la flecha es una ilusión que ha hecho él mismo. Si tiene la flecha en el arco, controla lo que puede pasar. Si no sabe si esa flecha es suya, si no sabe dónde está o si se ha olvidado de que existe… entonces el armónico verá falsedades sin saber que él mismo es quien las crea. Más de uno se ha vuelto loco por perder el control de las armonías. Un caso extremo es el de Tuánesar el Loco. Las armonías son una energía más discreta que las otras, no puede herirte físicamente… pero a veces es más eficaz que la energía bréjica si pretendes volver loco a alguien…
Asentí, estremeciéndome.
—Todo esto para que entiendas que, pese a que algunos digan que las armonías son para artistas, tramposos y pícaros, siguen siendo una energía peligrosa que no se puede asir por donde corta.
Me quedé un rato meditando lo que había dicho y luego sonreí.
—Eso no quita que me he comido a tu Arquero —dije, triunfalmente.
Menos de diez minutos después, había perdido la partida y Syu se reía a carcajadas de mono.
—Mala suerte —solté, con aire gruñón.
—No existe ni la buena ni la mala suerte en el Erlun —replicó Daelgar, guardando el juego—. Todo está medido.
«¡Syu!», le dije al mono para que se callase.
El mono puso cara inocente y empezó a bajar las escaleras. Lo seguimos en silencio pero cuando llegamos abajo de la Torre del Brujo, se me ocurrió una pregunta.
—Daelgar, ¿dónde aprendiste tanto sobre las armonías?
Él no se inmutó por la pregunta, pero no contestó enseguida.
—Tuve un maestro. Y cuando acabé mi aprendizaje, seguí aprendiendo solo. Llega un momento en que ya no sirve mucho tener a un profesor que te guíe: todo lo que aprendes a partir de ahí forma parte de ti mismo y no te lo puede enseñar ningún maestro.
—¿Quieres decir que las armonías funcionan diferentemente según la persona?
Daelgar se giró hacia mí y puso los ojos en blanco.
—¿No me digas que todas mis lecciones no te han dejado claro eso? Es obvio que las armonías no funcionan igual para todo el mundo. Pasa lo mismo con las demás energías. Algunos curanderos son más hábiles curando problemas de músculos, otros entienden mejor cómo curar otras cosas. Cada uno tiene sus especialidades. Y cuanto más te especializas, más te cuesta entender las energías de los demás. Eso forma parte de los conocimientos básicos que aprenden los celmistas —añadió.
—Ya lo sé —repliqué, ofuscada.
—Un celmista no puede controlar del todo la energía órica y la energía esenciática a la vez.
—Eso ya lo sé.
—Y dos celmistas que controlan la energía órica pueden tener especialidades muy distintas. Uno puede haber aprendido a parar los vientos. Otro puede haber aprendido la teletransportación.
Suspiré. Eso ya lo sabía, ¿qué pretendía hacerme entender Daelgar? Mi maestro sonrió, divertido al ver la cara de impaciencia que ponía.
—Y una misma persona puede ser buen armónico en un instante y pésimo en otro. Aunque eso es cuestión de humor y concentración. Por ejemplo, ¿serías capaz ahora de emitir un perfume de madreselva en menos de cinco segundos?
Agrandé los ojos, me encogí de hombros y me concentré. Entrecerrando los ojos, visualicé la madreselva pero su imagen no me era de ninguna utilidad si no recordaba cómo olía la planta… la madreselva se convirtió en hierba y traté de reconstruir mi ilusión… en vano, porque olí inmediatamente un efluvio parecido al que se desprendía en primavera, en Ató, cuando los jardines estaban llenos de hierba cortada. Abrí los ojos del todo y vi que mi sortilegio también había creado una niebla ligera que me rodeaba… la deshice con un movimiento de mano. La ilusión se deshilachó enseguida y el olor a hierba cortada desapareció.
Cuando la niebla se desvaneció, observé con cierta decepción que Daelgar se había marchado. A él tampoco debían de gustarle las despedidas, pensé, antes de encaminarme con Syu hacia casa.
Fue exactamente la noche en que vi a Daelgar por última vez cuando empecé a soñar con cosas extrañas. La primera noche, soñé con que saltaba de un acantilado y me hundía en un mar de lava acompañada por todo un ejército de monstruos alados y horribles. Me desperté en mitad de la noche con la sensación de tener una piel que hervía literalmente. La sensación tardó tanto en irse que pese a mi conciencia medio dormida entendí que no había sido un simple sueño lo que acababa de vivir. Tenía la sensación de que en mi cuerpo estaban ocurriendo cosas muy extrañas… Me dije que eso era absurdo, y durante el día siguiente, me olvidé completamente de lo que había soñado.
Las demás noches, seguí soñando con cosas extrañas, sintiendo que estaba naciendo algo en mi cuerpo que se propagaba por todas partes, como una nueva energía. La segunda noche, cuando desperté, me quedé más de una hora temblando, traspasada por un frío mortal, y ya no pude dormir más hasta que empezó a clarear.
¿Sueño o verdad?, me repetí por centésima vez mientras empezaban a cantar los pájaros. Lo que me estaba ocurriendo no era normal… si hubiese sido alguna perturbación energética, a Laygra y a Deria les habría pasado lo mismo, y en aquel momento ambas estaban durmiendo apaciblemente. ¿Sueño o verdad?, me dije, plegando los dedos entumecidos por el frío. Hacía calor en el cuarto, y tenía frío. ¿Era eso normal? Podía estar cayendo enferma. No habría sido la primera vez. Una gripe siempre te daba la sensación de estar ardiendo y luego te estremecías de frío…
Sin embargo, no sentía los síntomas típicos de una gripe. Definitivamente no iba a caer enferma, decidí, aliviada. Pero… ¿qué era mejor, tener una gripe o tener algo que no sabía qué era?
Pero, aunque no sabía qué me estaba ocurriendo, sabía de dónde venía el problema. Del laboratorio de Seyrum. De paso, maldije cien veces el presunto zumo míldico que me había bebido y maldije a Seyrum por no tener antídoto preparado y a las gemelas por haberme engañado… pero de nada servía maldecir: lo hecho, hecho estaba.
Al principio, había intentado esconder mi preocupación a Syu, pero el mono no era tonto, y cuando descubrió lo que me ocurría me propuso ir a dormir afuera.
«Dormir enterrado bajo maderas y piedras no es óptimo», razonó con seriedad. «Seguro que estás mejor afuera, como un buen gawalt.»
Rechacé sin embargo su propuesta y a la noche siguiente, cuando les hube dado las buenas noches a todos, me acerqué a mi cama temblando sin remedio. Me acosté y pensé que Syu quizá tuviera razón. Debería haber aceptado, me dije, atormentada por lo que me esperaba en mis sueños…
Al día siguiente, se suponía que Márevor Helith estaría de vuelta. ¿Y si moría por la poción aquella misma noche? Entonces nunca sabría si Márevor Helith cumpliría su palabra. Y el Amuleto de la Muerte no serviría de nada. ¡Y había tantas cosas que quería hacer y saber antes de morir…! Sin embargo, estaba tan cansada que pese al temor que me atenazaba, me dormí.
Me desperté casi de inmediato, o eso me pareció. Luego, creí un breve instante que el sol ya se había levantado porque el cuarto estaba iluminado… pero la luz era diferente. Y desaparecía rápidamente. Paseé la mirada por el cuarto, en busca de la fuente de luz. Bajé la mirada hacia mí y me quedé boquiabierta. Mis brazos relucían aún tenuemente. Unos segundos después, todo había vuelto a la normalidad. Pero todo no había acabado. Al de unos minutos, sentí otra vez la misma sensación que hacía unas semanas: confusión, inestabilidad y dolor. Y la sensación de que mi jaipú se estaba consumiendo casi hasta morir.
La última vez había sentido un dolor insoportable. Esta vez fue parecido, pero encima, las marcas negras aparecieron casi enseguida sobre mis brazos. Me sentí cambiar. Pese a mi mente confusa, me tapé la boca para no gritar: sabía que sólo empeoraría las cosas si Laygra y Deria se despertaban y veían lo que me pasaba. Sin pensármelo dos veces, abrí la ventana y salté. Aterricé curiosamente bien. Y me puse a correr incluso más rápido de lo que corría normalmente. Volví a sentir un relámpago en mi cabeza, y entonces perdí totalmente conciencia de lo que hice a continuación.
* * *
Márevor Helith tardó cuatro días más de lo previsto en aparecer, de modo que ni Murri ni Laygra se atrevieron a inscribirse en el primer examen de admisión, por si el nakrús no volvía a tiempo para pagarles la inscripción. En esos cuatro días, Lénisu empezó a quedarse más tiempo en casa, con lo que deduje que por el momento había acabado sus negocios. ¡Ya le valía! No había parado de ausentarse misteriosa y secretamente durante el último mes.
El día en que llegó Márevor Helith, Deria casi había acabado de recopiar el primer capítulo del manual de transformación y Aryes y yo estábamos muy orgullosos de sus avances. Conseguía leer más o menos sin equivocarse, aunque a veces se le escapaban unos lapsus cuando no se acordaba de cómo se pronunciaba tal o tal letra, pero por lo general, el resultado era bastante bueno considerando que hacía tan sólo unas semanas no sabía reconocer ni una letra del alfabeto. A Deria se le iluminaba la cara cada vez que le decíamos que aprendía muy rápido y redoblaba esfuerzos por aprender. Una vez, Laygra hizo un comentario sobre la poca cultura que existía en el Cinto del Fuego, diciendo que los jefes medianos de las minas nunca se habían molestado en culturizar a sus súbditos. Y Deria le contestó con tan mal genio que se enfadaron y no se hablaron durante varios días hasta que Aryes y yo les dijimos claramente que estábamos hartos de verlas lanzarse miradas asesinas cada vez que alguna de ellas abría la boca. Pero no dejé de pensar que la bocazas, en esa ocasión, había sido Laygra.
Pues bien, cuando llamó Iharath a la puerta para anunciarnos que el maestro Helith había llegado, estábamos sentados Aryes, Deria y yo a la mesa. Dol estaba sentado en una silla, junto a la ventana, y con sus manos de piel gruesa y verdosa, manipulaba unos trozos de ramas que había ido a buscar el día anterior al bosque más cercano. Tenía los ojos cerrados y expresión concentrada. Hacía más de veinte minutos que estaba así, y empezaba a pensar que se le había ocurrido imitar las costumbres de Srakhi.
Mientras que Aryes y yo íbamos fabricando brazaletes cambia-colores, Deria nos leía el párrafo que acababa de copiar.
—Hay que… tener… cuidado —leyó con lentitud— con la energía…
—Has escrito «la emengía» —le corregí, echando un vistazo hacia el cuaderno mientras posaba mi brazalete acabado sobre la mesa.
Deria frunció el ceño y se acercó a su cuaderno como si pudiese ver mejor así. Sin una palabra, cogió su pluma y, con la punta de la lengua sacada en signo de concentración, volvió a escribir la palabra «energía» diez veces.
Cogí otros hilos blancos y me puse a fabricar otro brazalete, imprimiendo en cada vuelta del hilo un sortilegio armónico de color. Era una tarea sencilla que no ocupaba mucho la mente y que era rentable: sólo pedía un poco de hilo y esos brazaletes se vendían a cinco décimos cada uno.
—Con la energía excedente —continuó Deria más decidida— después de… soltar el… sor-tile-gio —carraspeó— el sortilegio de transformación pues no sólo rompe el… equi… el equilibrio de las… energías —dijo, y aquí hizo una pausa para corregir otra vez la palabra con aire aplicado— de las energías exteriores… —continuó— sino que también puede tener malas… re-per-cusiones en la energía interna del celmista. Ah, ahí había escrito bien la palabra —soltó.
Alguien llamó a la puerta y nos sobresaltamos. No esperábamos a nadie. Lénisu, Murri y Laygra estaban en la ciudad. Srakhi también. ¿Quién podría ser?
—Soy Iharath —dijo la voz, detrás de la puerta.
—¡Ya voy! —dijo Aryes.
Dejó su brazalete casi acabado en la mesa y fue a abrir. Hacía varios días que no habíamos visto a Iharath y lo acogimos alegremente.
—¿Dónde has estado todo este tiempo? —pregunté, con un aire de reproche.
El semi-elfo pelirrojo sonrió, divertido por nuestra acogida.
—¿De veras me habéis echado de menos? —preguntó.
—¡Sí! —contestamos los tres al mismo tiempo.
Iharath se giró hacia el semi-orco, que seguía con los ojos cerrados, aparentemente indiferente a lo que ocurría a su alrededor.
—Está haciendo experimentos —explicó Deria, mirando el semi-orco con aire burlón—. Lleva así más de media hora.
—¿Y no le molesta el ruido? —preguntó, observando, curioso, lo que llevaba Dol entre las manos—. ¿Palos? ¿Hace experimentos con palos?
—No son palos cualquiera —dije—. Tienen que tener una forma específica. Ayer se pasó horas en el bosque buscando las ramas hasta encontrar las que necesitaba.
Iharath agrandó los ojos pero no comentó nada.
—¿Qué tal va la futura celmista? —le preguntó a Deria, tendiendo una mano para despeinarla cariñosamente.
—¡Me faltan dos párrafos para acabar el capítulo! —declaró la drayta, muy contenta.
—Y aprende rápido —añadió Aryes. Asentí para apoyar lo que decía, mientras seguía fabricando mi brazalete.
—Murri y Laygra están en la ciudad —dije—. No sé dónde andarán. ¿Quieres tomar algo?
Iharath puso cara pensativa y al final asintió.
—Tranquilos, no os mováis —dijo, al ver que Aryes y yo nos levantábamos—. Voy a poner agua a hervir. ¿Queréis infusión vosotros también?
Asentimos y nos volvimos a sentar. Al de unos minutos estábamos los cuatro sentados alrededor de la mesa y Deria le leía a Iharath el penúltimo párrafo del capítulo. El semi-elfo se interesó por los brazaletes cambia-colores y preguntó cómo se hacían, así que intenté explicarle el mecanismo, y luego le regalé uno de los brazaletes.
—Murri y Laygra también llevan unos —le dije.
—Así, cuanta más gente ve esos brazaletes, más ganas tendrán de tener unos también —explicó Aryes.
—Es cuestión de lanzar la moda —asentí.
Iharath nos miró a ambos y se rió.
—Desde luego, tenéis espíritu comerciante.
Oí una risa mental y me giré hacia el mono que acababa de entrar por la ventana abierta.
«Los gawalts no necesitamos comerciar», dijo.
«Bah, eso lo dices tú», repliqué, con tono burlón. «¿Qué harías si te ofreciese un plátano a cambio de que tú fueras a dar un chapuzón en el mar?»
Syu me miró como si me hubiese visto por primera vez.
«Los gawalts odian cuando hay demasiada agua», dijo. «Y ya saben encontrarse fruta cuando quieren. Además, no sólo viven de plátanos, qué ideas.»
Sonreí, levantando los ojos al cielo. Iharath posó su taza vacía en la mesa y se cruzó los bazos detrás de la cabeza.
—Por cierto, se me ha olvidado deciros algo: el maestro Helith ha vuelto.
Hubo unos segundos de silencio y entonces posé brutalmente la taza en la mesa.
—¡Por fin! —exclamé, contentísima, levantándome de un bote—. ¡Hay que decírselo a Lénisu!
—Tranquila —me dijo Iharath, sonriendo—. Va a venir aquí, hacia las diez.
—¿Quién? —pregunté, algo perdida.
—El maestro Helith.
Aryes, Deria y yo intercambiamos unas miradas atónitas.
—¿El maestro Helith va a venir aquí? —articuló Deria, lentamente, palideciendo.
—Ahá —contestó tranquilamente Iharath—. Me ha dicho que no os preocupéis y que no le preparéis ninguna comida —añadió, con una media sonrisa—. Al parecer, una vez le invitaron a un delicioso banquete y él no se atrevió a decir a sus anfitriones que sus deliciosos platos le sabían lo mismo que si estuviese comiendo tierra.
—No cometeremos el mismo error —aseguró de pronto Dolgy Vranc, abriendo los ojos—. ¿Cuándo viene, has dicho?
—A las diez. Espero que a esa hora estén todos de vuelta…
—Iré a buscarlos —dije, terminándome la infusión de un trago—. Laygra tiene que estar con Rowsin y Azmeth… quizá estén en el mercado.
—Te acompaño —dijo Aryes.
—Yo iré a buscar a Murri —dijo Iharath.
—Voy con vosotros —dijo Deria—. Pero esperad, tengo que guardar esto.
Se refería al cuaderno: parecía temer que el maestro Helith sospechara que estaba aprendiendo a leer y escribir. No conocía mucho a Márevor Helith, pero ahora estaba prácticamente segura de que no le parecería escandaloso mandarla a la academia: Deria era una verdadera esponja, aprendía muy rápido y no se olvidaba de nada. Acabaría siendo una alumna excelente, vaticiné.
Salimos los cuatro de la casa, mientras Dolgy Vranc nos aseguraba que iba a preparar la casa para recibir al maestro Helith como era debido.
Hacía un día caluroso. Era el primer Garra del mes de Espina y hacía tres días ya que había empezado el otoño. Los árboles comenzaban a perder sus hojas cada vez más rápido y soplaba un viento con olor a sal y a cambio.
—¿Tienes una idea de dónde puede estar Murri? —le preguntó Deria a Iharath.
—Tengo varios lugares en mente en los que podría estar —asintió Iharath.
—Nosotros empezaremos por el mercado —sugerí.
Nos separamos al llegar a la avenida principal. Iharath siguió subiendo la avenida mientras nosotros torcíamos hacia la calle del mercado. Estaba lleno de gente y nos pasamos más de media hora buscando a mi hermana, pero finalmente, la encontramos, en la avenida principal. Estaba saliendo del Áberlan con Rowsin, Azmeth, y unos cuantos alumnos de su clase que habían vuelto para los exámenes de admisión.
Me detuve, al divisarlos, y me mordí el labio, pensativa. ¿Qué podía decirle a Laygra para que entendiese lo que ocurría sin decir nada extraño delante de sus amigos?
—¡Shaedra! —exclamó de pronto una voz—. ¡Laygra, ahí está tu hermana!
Era Rowsin, la sibilia. No tuvimos más remedio que avanzarnos hacia el grupo. Se desencadenó la habitual retahíla de presentaciones. Entre el grupo, había otro humano a parte de Azmeth y tres sibilios, todos de unos quince o dieciséis años. Antes de llegar a Dathrun, siempre me había parecido que los sibilios tenían un comportamiento extraño. Solían ser callados e indiferentes. Sin embargo, ahora conocía a dos personas que eran todo lo contrario. Es decir, el profesor Zeerath, y Rowsin.
Rowsin era una persona hiperactiva. Saltaba de aquí para allá, sonriendo a todo el mundo y tonteando con su novio con toda la soltura del mundo, diciendo unas bobadas terribles, tanto que me preguntaba cómo la soportaba Laygra durante varias horas seguidas. A pesar de todo, era simpática, y a veces daba la sensación de que al mirarte sus ojos veían más allá de las apariencias. Por eso dudaba de que hubiera ninguna excusa capaz de hacer que Laygra viniese con nosotros sin que ella sospechara algo.
—Creía que estabais en casa —dijo Laygra, mientras subíamos la avenida principal.
—Sí, hemos salido a tomar aire —contesté con naturalidad—. Iharath pasó por casa. —La miré con aire elocuente.
—¡Ah! —dijo Laygra, abriendo mucho los ojos—. ¿Va a volver? —preguntó. Se refería a Márevor Helith, por supuesto.
—Dijo que vendría a cenar a las diez —asentí—. Iharath se ha ido en busca de Murri.
—Perfecto. Sólo cabe esperar que Lénisu no tenga demasiadas cosas que hacer —añadió mi hermana en voz baja.
Al de una hora, nos separamos del grupo y volvimos a casa. Laygra me hizo entender que volvería pronto y se alejó otra vez con Rowsin, Azmeth y los demás.
Deria observó el grupo alejarse y comentó:
—Es curioso. Todo esto cambia mucho de Tauruith-jur. Ahí todos eran medianos. Aquí, en Dathrun, hay barrios y tabernas específicas para cada comunidad, pero luego, en la academia, todos están mezclados.
—Todos los que van a la academia son hijos de buena familia. —Me encogí de hombros—. Las barreras entre razas y culturas se reducen a nada cuando hay dinero de por medio.
—Me extrañaría que las reduzca a la nada —comentó Aryes, retomando mi metáfora—. La gente no suele ser muy abierta, y los de la alta sociedad son los peores. Mira los Ashar de Aefna, busca en su guardia a alguien que no sea un elfo oscuro o un caito y te aseguro que no lo encontrarás. Mi padre dice que en las Pagodas de Ajensoldra, un elfo oscuro se gradúa más fácilmente que un alumno que no lo sea, aquí debe de ser parecido.
—Bueno, según Murri, en Dathrun, la alta sociedad se divide en distritos y está compuesta de todo tipo de saijits. —Fruncí el ceño para tratar de recordar lo que me había dicho mi hermano sobre el funcionamiento de las Comunidades de Éshingra—. En cualquier caso, siempre se intenta complicar la vida de la gente. Mira, a mí me obligaban a leerme libros de Historia tanto en Ató como aquí —suspiré—. ¿A quién se le ocurrió inventar la palabra «obligar»?
Aryes y Deria se echaron a reír al oír mi pregunta. Ambos sabían que la Historia siempre había sido uno de mis puntos más sensibles.
—Arrasemos con las bibliotecas —aprobó Aryes, tomando un tono de asaltador de caminos—, es verdad que a nadie se le debería obligar a nada —retomó, más tranquilo—. Pero la Historia —añadió, con una mueca— es un verdadero tesoro. No sirve para salvarte de un lich pero cuenta historias interesantes.
Al oír la palabra «lich», me puse pensativa.
—¿Creéis que Márevor Helith habrá encontrado una solución para que al fin pueda olvidarme de lo que significa la palabra «lich»? —pregunté con esperanza.
Hubo un silencio mientras nos cruzábamos con un mozo del correo que corría, cargando con un enorme saco lleno de cartas.
—Si no resuelve las cosas —contestó Deria— entonces te juro que nunca volveré a dirigirle la palabra.
Puse los ojos en blanco. Aun cuando sabía que Márevor Helith no tenía ninguna obligación de ayudarme, agradecí la muestra de lealtad de mi joven amiga.
—Creo que no será necesario —le dije, sin embargo. Pues por nada del mundo quería que renunciase a la oportunidad de estudiar en la academia por problemas que me atañían sólo a mí.
* * *
Doblaron las diez. Sentados alrededor de la mesa, nos removíamos todos, inquietos. Lénisu había vuelto hacía apenas una hora, y al saber que pronto vendría Márevor Helith se había contentado con asentir con la cabeza. Parecía tener otros problemas en mente que el de la visita de un nakrús a su casa. Sin embargo, se sentó a la mesa como todos nosotros. Comimos animadamente, hablando de todo menos de Márevor Helith. Cuando acabamos de cenar, nos sorprendimos al ver que Iharath se levantaba, diciéndonos que tenía que marcharse. Como acostumbraba, no nos dijo por qué había decidido marcharse repentinamente. Protestamos un poco, pero al final le dimos las buenas noches y se despidió de nosotros.
La conversación se hizo más esporádica después de esto. Dolgy Vranc había retomado sus palos de madera, y Murri decidió enseñarnos un nuevo juego de cartas. Murri era una mina en cuestión de naipes, por eso seguramente Deria lo consideraba casi como a un ídolo. No sé por qué, aquella noche mis cartas eran realmente malas y perdí todas las partidas, menos una, que gané engañándoles, convenciéndoles de que tenía un juego muy bueno. Cuando enseñé mi juego de cartas, me reí al ver sus caras descompuestas.
Estábamos en plena partida cuando dieron las diez, y noté un breve instante de inmovilidad general. Me giré hacia Lénisu y lo vi junto a la ventana, con la mirada perdida en la oscuridad de la noche. Se oían las campanas a lo lejos como un sonido de cristal y dejé mis cartas ridículamente malas sobre la mesa.
La última campana acabó de resonar por la bahía y empezó un largo silencio que se alargó hasta que de pronto… se oyó un chirrido. Me giré en el momento en que se abría la puerta y dejaba ver la playa y el mar iluminados por la pálida luz de la Luna.
Fruncí el ceño. No hacía viento. ¿Cómo se habría podido abrir la puerta sola? Tenía necesariamente que ser Márevor Helith, pero ¿por qué no se mostraba? Syu se removió inquieto, y se acercó a mí, como si pudiera yo protegerlo de lo que no se podía ver. Estaba buscando alguna señal de ilusión armónica, sin encontrar rastro de armonía, cuando de pronto apareció.
Llevaba una capa roja con dibujos de conejos, libélulas, gacelas y estrellas pero, aparte del cambio de atuendo, seguía siendo el mismo.
—Buenos días, amigos míos —dijo el maestro Helith, realizando con un amplio gesto de la mano una suerte de reverencia. Y sin que hubiera tocado nada, la puerta se cerró suavemente.
—Bienvenido a nuestra humilde morada —dijo Dolgy Vranc, divertido, al repetir una de las frases más conocidas de los cuentos de hada.
El nakrús echó un vistazo a la casa vieja que habitábamos y asintió para sí. Luego, juntó sus dos manos y declaró:
—Seré breve. He hablado con los Hullinrots y están de acuerdo para intentar la experiencia. Cuando los dejé, aún no estaban muy convencidos, pero yo creo que con el tiempo se darán cuenta de que es la mejor manera de deshacerse de Jaixel. De modo que ahora lo tengo todo en marcha. Mañana, atravesaréis el monolito que os llevará al portal funesto de Kaendra, no puedo llevaros directamente a Neermat ni dentro de los Subterráneos: no puedo permitirme tantas licencias y no quiero atraerme más enemigos de los que tengo. Os dejaré un mapa con la ruta que tendréis que seguir. Dumblor está a unos cinco días, yendo a pie. Ahí os esperará un grupo de Hullinrots. Son expertos en lo que se refiere a las mentes. Si ellos no consiguen quitarle la filacteria a la muchacha, nadie podrá hacerlo.
Me quedé mirándolo, aturdida. Y al de unos segundos, al entender sus palabras, sentí como un vacío enorme. Tenía la impresión de haberme tragado un manojo de ortigas.
—Genial —dijo Lénisu, cuando el silencio empezaba a ser realmente pesado. Su tono irónico no parecía mostrar mucho entusiasmo—. Amigo, ¿estás diciéndome que voy a acompañar a mi sobrina en los Subterráneos para que descuarticen su mente unos nigromantes con el noble objetivo de aniquilar a un lich?
Márevor Helith sonrió.
—Lo sabía. No te gusta mi plan.
—Se me ocurren muchas razones para que no me guste tu plan —replicó Lénisu—. Confieso que no tengo ni idea de liches, pero sé reconocer cuándo me están tendiendo una trampa.
—Muy bien. ¿Entonces rechazas la honrada propuesta de los Hullinrots?
—Obviamente —susurró.
El maestro Helith clavó sobre mí sus ojos azules.
—¿Y tú, Shaedra?
Sentí que todos se giraban hacia mí y por un momento fui incapaz de respirar. El maestro Helith se sentó en una silla vacía con movimientos desenfadados:
—Piensa que los Hullinrots, normalmente, no quieren que mueras, sino que les des la filacteria. Eso es una ventaja.
Esperé un momento, sin saber qué contestar, convencida de que Lénisu iba a impedirme contestar, que iba a ahorrarme una respuesta… pero no dijo nada. Me removí, inquieta.
—Y… ¿tu objetivo es matar a Jaixel, ahora? —dijo Dolgy Vranc, con un ligero tono interrogante.
El nakrús miró de reojo al semi-orco y ladeó la cabeza hasta que sus huesos emitieran un crujido.
—Mi actual objetivo —contestó tranquilamente— es conseguir devolver a mi pequeño Ribok sus recuerdos.
—Fue él mismo quien me dio los recuerdos de su niñez, ¿verdad? —solté con la voz un poco aguda.
—Actuó tal vez por cobardía —asintió el maestro Helith—. Es una lástima que haya acabado así, era un buen chico.
Un buen chico que ahora se había convertido en un lich psicópata asesino de esqueletos, pensé con una mueca. No era que les tuviera mucho aprecio a los esqueletos, aunque estaba claro que ninguna persona cuerda se habría pasado varios siglos matando esqueletos allá donde iba. Pero el caso era que Jaixel estaba en los Subterráneos, y yo en la Superficie. ¿Qué peligro corría? Y bueno, quizá los Hullinrots no tuviesen tantas prisas por recuperar una filacteria de Jaixel. Después de todo, tenían al verdadero Jaixel mucho más cerca que a mí. Aunque, quién sabía, podía ser que el maestro Helith fuese un gran aficionado a las mentiras y que los Hullinrots no existiesen. ¡Todo era tan inimaginable!
—¿Y el amuleto? —preguntó Aryes—. Dijiste que lo arreglarías.
El nakrús mostró unos dientes brillantes, metió la mano en uno de sus bolsillos y sacó el amuleto. Fruncí el ceño al ver que la hoja de acebo tenía ahora un color purpurino.
—Aquí está el shuamir. Te servirá para proteger tu mente de todo tipo de sortilegios bréjicos.
Lo hizo deslizar sobre la mesa, hasta mí. A pesar del cambio de color, reconocí el amuleto que llevaba desde los ocho años. La cadena, en cristal azboïrio, seguía igual. Y la hoja de acebo era incluso más hermosa con su nuevo color. Extendí la mano y toqué la hoja. Sentí un curioso hormigueo en la yema de los dedos y reconocí una de las energías que fluían en la mágara: energía bréjica. Cómo no, para impedir la intrusión de sortilegios de la mente, era necesario utilizar la misma energía.
Cogí el amuleto y lo examiné. Sin tener la experiencia de Dolgy Vranc, supe reconocer sin embargo el primer trazo del sortilegio que envolvía la mágara. Más allá, todo era inextricable y demasiado complicado para que pudiese entenderlo. Según Márevor Helith, se suponía que los efectos mortales del collar habían sido anulados. Así que normalmente, si me lo volvía a poner, no sufriría daño alguno. Sin embargo, este último mes había pensado tantas veces en que me hubiera podido morir, que ahora no me sentía capaz de cometer algo que consideraba una locura.
Por eso, negué con la cabeza.
—No puedo ponérmelo. ¿Y si me mata? ¿Y si no me reconoce?
El maestro Helith puso cara meditabunda.
—No te preocupes, piensa que no te pasó nada la última vez. No creo que la mágara pueda provocar la muerte después de que haya sido trabajada por cuarta vez.
Consideré sus palabras y luego volví a negar con la cabeza.
—Me lo pondré si realmente veo que lo necesito —prometí—. Gracias por… recomponerlo.
Márevor Helith se encogió de hombros.
—No ha sido muy difícil.
—Una pregunta —dije entonces, mordiéndome el labio por lo que iba a decir—. Tengo curiosidad… ¿qué pasaría con la filacteria de Jaixel que tengo en mi mente… si muero?
Observé cómo el nakrús reaccionaba a mi pregunta. Echó un rápido vistazo al collar y luego me miró a mí con fijeza.
—Se dispersaría —contestó—. Los recuerdos de Ribok acabarían desparramados. Un lich tiene una poderosa energía mórtica. Cuando se canaliza y se encierra bien, permanece intacta. Pero cuando se libera, pierde su identidad y se mezcla a las energías que la rodean. —Hizo una pausa y sonrió—. Pero tú no vas a morir por el momento, ¿eh? —Su sonrisa se torció y añadió—: Cambiando de tema, fui al lugar donde desaparecieron tus amigos e intenté rastrear la huella que había dejado el monolito. Era prácticamente imposible encontrarla, pero la encontré. Iba para el noroeste. Quizá aparecieron en las llanuras de Drenau, o en las montañas, o en Acaraus. No creo que hayan ido mucho más lejos. Me llevó varios meses fabricar un monolito como aquél. Estaba muy estilizado. Y era potente, pero no podría haberlos llevado a más de… doscientos kilómetros —dijo, levantando el dedo índice—. Aproximadamente.
Durante unos segundos, lo miré, aturdida, pero enseguida solté una gran carcajada y me levanté de un bote. Ya tenía una pista para encontrar a Aleria y Akín. Era todo lo que me había faltado para ponerme en marcha.
—¡Estupendo! —solté, el corazón lleno de alegría—. Mañana iremos hasta el portal funesto de Kaendra, eso nos acercará. Iremos en busca de Aleria y Akín, regresaremos a Ató y luego… luego ya se verá.
Márevor Helith enarcó una ceja mientras los demás permanecían en silencio. Hasta Aryes parecía escéptico en cuanto a mi plan.
—Querida —intervino Lénisu, juntando las manos y sentándose en la silla vacía que había junto a mí. Me miró con sus ojos violetas llenos de astucia e hizo una mueca—. Me temo que no has entendido bien lo que ha dicho ese señor —dijo, señalando al maestro Helith con sus dos manos—. Si te teletransportas hasta el portal funesto de Kaendra, implícitamente aceptas la reunión con los Hullinrots y tu próxima trepanación. Si es lo que quieres, adelante, no te lo impediré, pero piensa que yo no voy a acompañarte.
Lo observé, pestañeando, y suspiré.
—Debe de haber otro modo para quitarme la filacteria —concedí.
Noté un asentimiento por parte de Lénisu, Aryes y Laygra. Deria y Murri no parecían estar tan seguros de que visitar a los Hullinrots fuese una mala idea. Dolgy Vranc tenía una expresión impenetrable y me pregunté por enésima vez si algún día conseguiría descifrar todas las expresiones de un semi-orco.
—Bueno, decidme de una vez si vais a hablar con los Hullinrots o no, para que les avise —dijo el maestro Helith, con un tono impaciente.
Lénisu enarcó una ceja, se levantó y dio unos pasos hacia la ventana, pensativo.
—Señor Helith. ¿Debo entender que aún no les has dicho nada definitivo?
Observé el curioso fenómeno del rostro del nakrús transformándose, pasando de una expresión impaciente a exhibir una sonrisa de claro entretenimiento.
—Yo nunca hablo de manera definitiva. Considero que saber cambiar de idea, incluso en los momentos más urgentes, es una cualidad.
Lénisu puso los ojos en blanco y gruñó.
—Y ¿eso significa…?
—Significa que pienso que la mejor manera de ayudar a tu sobrina es la de llevarla con los Hullinrots. Ellos conocen los secretos mentistas. Y ellos quieren destruir a Jaixel. Comprendedlo, mi idea era la de matar dos pájaros de un tiro.
Laygra emitió un ruido gutural.
—¿Quién le asegura a Shaedra que los Hullinrots no la transformarán en… muertoviviente después de haberle quitado los recuerdos de Jaixel?
—Yo no trato con nigromantes —dijo Murri con firmeza, como si hubiese tomado una decisión. Agrandó los ojos y palideció—. Ups, perdón, maestro Helith.
—No pasa nada, yo ya no puedo considerarme como nigromante de todas formas —replicó Márevor Helith apartando sus excusas de un manotazo—. Por lo que se refiere a los Hullinrots, me extrañaría que se atrevieran a practicar sus sortilegios sobre ninguno de vosotros si yo les pido que no lo hagan.
—¿Ah? —dije, interesada—. ¿Y por qué estás tan seguro?
El nakrús inspiró hondo y espiró, como para mostrar su infinita paciencia.
—Porque conozco al grupo de Hullinrots del que os hablo. Son buena gente.
Lo miré, incrédula. ¿Buena gente? Me repetí que estaba hablando de nigromantes de los Subterráneos. Era difícil juntar el concepto de bondad con saijits que vivían constantemente rodeados de energía mórtica.
—Si son tan buenos —empezó a decir Dolgy Vranc con lentitud— ¿por qué no les dices que vengan a Dathrun?
Lénisu le echó una mirada de profundo respeto al semi-orco, como si hubiera dicho una genialidad. Reprimí una sonrisa cuando el semi-orco le devolvió una mirada fulminante.
—Son nigromantes —replicó el nakrús, negando la cabeza, incrédulo—. ¿De veras creéis que al subir a la Superficie les recibirían con los brazos abiertos?
—¿Por qué no podrían subir a la Superficie? —preguntó Laygra, sin entender—. ¿Quiénes se lo impedirían?
—¡Ahá! Buena pregunta. Dime, Laygra, ¿quién teme tanto a los saijits nigromantes? Los mismos saijits, por supuesto. Ningún Hullinrot está lo bastante loco como para alejarse mucho de los Subterráneos. Y si salen a la Superficie, lo harán bien equipados y por una buena razón.
—Bueno, ¿recuperar parte de la filacteria de Jaixel no es una buena razón para que se muevan un poco? —intervine.
—Se han movido hasta Dumblor, y eso está muy lejos de Neermat —contestó—. Pero no irán más allá. Para seros sincero, los Hullinrots no confían en mí. Es lo malo que tiene la mala fama.
Enarqué una ceja. Así que Márevor Helith tenía mala fama entre los nigromantes. ¿Por qué sería? Seguramente, la historia habría empezado hacía cientos de años, y con lo que se alargaba el nakrús para contar historias, decidí no preguntar nada.
De pronto, entendí que por primera vez Lénisu se había abstenido de decirme lo que tenía que hacer. Él había expresado claramente su oposición al plan de Márevor Helith, pero esperaba a que expresara mi opinión, seguramente para aprobarla o rebatirla después. ¿Qué podía hacer? Obviamente, sólo me quedaba una opción.
—¿Crees que los Hullinrots se enfadarán si no vamos? —pregunté.
El maestro Helith frunció el ceño.
—¿Eso significa que has decidido no ir?
Asentí.
—No me parece lo más urgente. Antes tengo que ir a asegurarme de que Aleria y Akín están bien. Lo de la filacteria puede esperar. Lleva trece años dentro de mi cabeza.
Márevor Helith parecía contrariado pero no enfadado.
—Entonces aplazaré el momento. Les diré que aún no os he encontrado. Eso les calmará. Pero eso aplazará mucho las cosas. El grupo de Hullinrots del que os hablo sólo va a Dumblor un par de veces al año. De modo que más te vale ponerte ese shuamir si no quieres que te rapten antes de que te decidas a visitarlos.
—Dijiste que los Hullinrots conocían los secretos mentistas —intervino de pronto Aryes—. Eso significa que los mentistas también serían capaces de ayudar a Shaedra, ¿verdad?
Márevor Helith y Lénisu carraspearon al mismo tiempo y enarqué una ceja al observar las expresiones que ponían. Lénisu se volvió hacia la ventana, dejándole al nakrús el honor de responder.
—Me temo que los mentistas no son tan amables como pareces creerlo. Su cofradía es muy cerrada… Y tienen prejuicios sobre cualquier persona que tenga una pizca de energía mórtica en el cuerpo. Si Shaedra se encontrase con un mentista y dejase que examinaran su mente, no saldría con vida, te lo aseguro.
Aryes tragó saliva.
—Vaya.
—Sí, vaya —aprobé, algo asustada. Siempre había oído hablar de los mentistas como una cofradía de élite obsesionada por la investigación de las energías de la mente. Nunca había oído historias malas sobre ellos, aunque en todas las historias imponían un respeto que se confundía con el miedo, y eran famosos por su odio hacia todo lo que venía de los Subterráneos, aunque eso era precisamente lo que hacía que la gente los estimara. Me pregunté muy a mi pesar si, al verme, los mentistas no me confundirían con algún monstruo. Hasta yo empezaba a dudar de si no me estaba transformando en uno…
—Muy bien —dijo Márevor Helith levantándose, interrumpiendo mis pensamientos—. Cuando te decidas a ver a los Hullinrots, me avisas. Ahora, voy a meditar un poco. Os deseo un buen viaje a todos… menos a los que se quieren quedar, por supuesto —añadió, mirando alternadamente a Deria, Laygra y Murri con una ceja enarcada. Luego se giró hacia Aryes—. Muchacho, acompáñame hasta la orilla, ¿quieres?
Aryes se quedó mirándolo con estupefacción durante unos segundos.
—Espabila, jovencito —soltó el nakrús, saliendo por la puerta con su andar silencioso.
Aryes nos echó una ojeada vacilante antes de levantarse y seguir al maestro Helith afuera.
—¿Qué querrá de él? —murmuré.
—Seguramente intentará convencerlo de algo —gruñó Lénisu, con el ceño fruncido—. Aj, Márevor Helith —pronunció, sacudiendo la cabeza—. Siempre metiéndose donde no le llaman.
Lo observé con curiosidad.
—Lénisu, ¿por qué crees que nos ayuda? Quiero decir, ya sé que intenta ayudarle a Jaixel para que recupere sus recuerdos, pero lo que no entiendo es por qué es tan delicado… no nos fuerza a nada. Podría haber intentado persuadirnos un poco más. Después de todo, le debemos unas cuantas cosas. Podría habernos dado más argumentos para que cruzáramos el portal funesto de Kaendra, entonces… ¿por qué se lo ha tomado tan bien el que rechazáramos su propuesta?
Lénisu hizo una mueca pensativa y miró a los demás con cara interrogante. Todos negaron con la cabeza, sin saber qué contestar. Entonces, se volvió hacia mí.
—Es un nakrús —dijo simplemente, después de un silencio. Nos miró a todos, con las manos en el cinturón y sonrió—. Buenas noches.
Se dirigió a su cuarto y cerró la puerta detrás de sí. Dolgy Vranc se levantó.
—Venga, todos a dormir —declaró.
Nos levantamos todos en silencio y, mientras subía la escalera hacia el dormitorio, vi a Srakhi sentarse en su jergón y tomar su habitual posición de rezo. Nuestra conversación parecía haberle avivado la necesidad de rezar un poco más aquel día.
—Shaedra, sube ya —me dijo Dol, al pie de las escaleras.
—¿Y Aryes? —pregunté, mirando hacia la puerta de la casa.
—Ya volverá. Lo esperaré hasta que vuelva.
Asentí.
—Buenas noches, Dol.
Laygra, Deria y yo le dimos las buenas noches a Murri y entramos en nuestro cuarto. Cuando cerré la puerta detrás de mí, me volví y me topé con Deria, la cual me miraba con los brazos cruzados y expresión de reproche.
—¿Vas a irte, verdad?
Fruncí el ceño, sin entender.
—¿De qué estás hablando?
—Vas a irte de Dathrun en busca de Aleria y Akín. ¡Y quieres que yo me quede aquí!
La observé con la boca abierta. Parecía estar al borde de un ataque de nervios y me lo pensé dos veces antes de contestar nada importuno.
—Deria… —empezó a decir Laygra, turbada—. Creo que sería mejor dejar esta conversación para mañana…
—¡No! —soltó Deria con tono intransigente—. Quiero saber. Me has enseñado a leer porque querías que entrara en la academia —me dijo con tono de reproche.
Enarqué una ceja.
—¿Es eso malo?
Deria parpadeó y se sonrojó.
—No —dijo bruscamente, como para ocultar el tono tembloroso de su voz—. Pero tú sabías que no ibas a quedarte en la academia. Querías irte sin mí.
Avancé hasta mi cama y me senté, bajo la mirada perdida de Deria. Entendía cómo se sentía. Había perdido a su familia y ya no tenía adónde ir. Se había aferrado a mí como a una hermana mayor… pero lo cierto es que tan sólo tenía dos años más que ella y hasta ahora tan sólo había conseguido meterla en líos. El día en que los nadros rojos nos habían perseguido, cerca de Tenap, me había creído responsable de su muerte y a partir de ese día me había preguntado más de una vez quién era yo para atreverme a poner en peligro a la gente que quería.
Así que cuando levanté la mirada, contesté:
—Sí. Márevor Helith te ha hecho una propuesta generosa. No puedes rechazarla.
Deria puso cara ofendida.
—Apenas tuve tiempo de conocer a Aleria y a Akín, pero me cayeron bien. Si decido quedarme en la academia, me trataré de cobarde toda la vida. Así que iré contigo —declaró solemnemente. Parecía importarle muy poco lo que opinaba yo de eso—. ¿Cuándo nos vamos? —preguntó, chocando las dos palmas de sus manos con aire más animado.
Agrandé los ojos y suspiré. Así que Deria esperaba a que decidiese yo solita de todo, ¿eh? Por mi parte, estaba segura de que Lénisu no me dejaría hacer cualquier cosa. Ahora que estábamos reunidos, mis hermanos y yo, ¿por qué querría complicarse la vida yendo a salvar a dos elfos oscuros que había conocido apenas unos meses atrás?
—Nos iremos —dije— cuando nos vayamos.
Bostecé. Mi respuesta no parecía haber colmado todas las esperanzas de la drayta, pero afortunadamente no insistió. Al parecer, todo lo que quería saber era si podría acompañarme adonde fuese. El resto, le traía sin cuidado, o casi.
—Pero no te hagas ilusiones —añadí, cuando ya estábamos las tres acostadas—. Esto no va a ser ninguna aventura. No vamos en busca de un diamante o de una espada mágica. Sólo voy a buscar a mis amigos.
«La próxima vez, procura no perderlos», dijo Syu, desde algún lugar no muy lejano, entre las ramas de un árbol.
«Lo procuraré», le prometí.
Estaba cansada pero no lo suficiente como para olvidarme de las noches anteriores. Cuando estaba casi dormida, recordé una de las cosas que le había dicho a Márevor Helith al hablar del Amuleto de la Muerte: “¿Y si me mata?”, le había preguntado. “¿Y si no me reconoce?” Abrí la mano y a la luz de la Luna observé el shuamir con cierto temor, haciéndome la pregunta que no me había atrevido a hacer: ¿y si el shuamir no me reconocía porque yo había cambiado? El jaipú, en la superficie, era idéntico al de siempre, pero era demasiado consciente de que el corazón de mi jaipú se había transformado. Vibraba más. Estaba más vivo. Tanto que en algunos momentos me parecía tener una criatura extraña en mi cuerpo corriendo desbocadamente en todos los sentidos.
Observé mis brazos pálidos y lisos y me tanteé la cara con mis dedos, con prudencia. La otra noche… esas marcas negras habían vuelto a aparecer. Ardían como brasas sobre la piel. Como un fuego encerrado que se había despertado y no hacía más que alimentarse a medida que pasaban los días… ¿pero con qué se alimentaba? Todas mis averiguaciones habían fracasado estrepitosamente y por nada del mundo hubiera pedido ayuda. Porque, primero, pondría en evidencia que había sido capaz de beberme una botella en el laboratorio de un alquimista. Y segundo, porque tenía la esperanza de que todo acabaría bien y volvería a la normalidad. Y si no fuera así… ¿cómo podría seguir mirando a los ojos a mis amigos sabiendo que me estaba convirtiendo en un monstruo?
Dos lágrimas cayeron sobre mis mejillas y me tapé los ojos con el brazo, secándomelos mecánicamente. Anda, me sermoneé, ¿para qué apiadarse de sí misma? Solté un ligero suspiro. Necesitaba volver a encontrar a Aleria y a Akín. Ellos, al menos, me animarían. Aleria me aclararía la situación y Akín la relativizaría. ¡Por Nagray, qué impaciente estaba por volver a verlos!
Al día siguiente, desperté, y tardé un momento en entender por qué me sentía extraña. Pero al de unos minutos, caí en la cuenta: no había soñado cosas raras. Eso me hizo sonreír tontamente durante todo el desayuno. Deria y Aryes también estaban de buen humor, y Dolgy Vranc se removía, inquieto, como si tuviese prisa por ponerse en camino. Murri y Laygra, sin embargo, estaban más silenciosos. En cuanto a Lénisu y Srakhi, no los encontramos por ningún sitio y supusimos que tendrían que acabar algún asunto antes de prepararse para el viaje.
Por primera vez, me di cuenta del temor que le tenía el semi-orco a los barcos. No quería ni oír hablar de un viaje por barco.
—No, no, no, el barco no —nos decía Dolgy Vranc—. Los barcos son muy poco seguros y se mueven como si fuesen a volcarse o a zozobrar en cualquier momento. No, ni hablar.
Syu, cuando se enteró del tema de la conversación, apoyó a Dol incondicionalmente.
—Nos ahorraría muchos días de viaje —protestó Aryes.
—Sí, tantos que si nos morimos ahogados, nos ahorrará toda la vida —replicó Dolgy Vranc.
—No seas de mal agüero —le dije—. Los barcos no se hunden todo el tiempo. Si no, nadie se molestaría en construirlos.
—No sé —dijo Deria, incómoda—. ¿No sería mejor ir por tierra?
Entendía perfectamente las reservas de Deria porque a mí tampoco me hacía mucha ilusión viajar por barco. Sólo con imaginarme flotando sobre unas tablas de madera en medio de una vasta extensión de agua salada, me sentía mareada. Pero era la manera más rápida de llegar a Acaraus y había acabado por apoyar la idea de Aryes.
No resolvimos nada en el desayuno y como Lénisu no volvía, nos ocupamos como pudimos. Así que fuimos todos juntos al mercado para hacer nuestros preparativos. De paso, observé que la gente estaba muy animada.
—Andad con cuidado —nos dijo Murri—. He oído que hay cada vez más altercados. La gente está que trina con los impuestos de guerra.
Agrandé los ojos, atónita.
—¿Las Comunidades están en guerra?
Mi hermano puso los ojos en blanco.
—Hace más de treinta años que las Comunidades no se matan entre ellas. No, el problema es que al Consejo le han ido mal estos últimos años. Hay muchos bandoleros por los caminos y mucho ladrón sobre los tejados. Además, está la historia de los yedrays. —Sentí un escalofrío al oír esa palabra y me esforcé por guardar la calma—. Sothrus me contó que en su pueblo ahorcaron a dos que querían pegarle fuego al almacén de comida.
—Vaya —dije—. ¿Y dónde está ese pueblo?
—No muy lejos. A unos quince kilómetros de aquí. Escalofriante, ¿eh? —dijo, sonriente.
Palidecí y asentí.
—¿Cómo sabían que eran yedrays? —preguntó Laygra, escéptica—. Podrían ser unos simples delincuentes.
Murri se encogió de hombros.
—Sothrus dijo que nunca los había visto. Eran forasteros.
Laygra resopló, sarcástica.
—Eso no prueba nada.
—Supongo que lo verificarían —replicó Murri, impacientándose—. Qué sé yo.
—Quizá lo fueran —lo tranquilizó mi hermana—. Pero sé cómo es la gente cuando tiene miedo.
Su mirada hablaba por sí misma. Sin decirlo, sólo quería recordarle a su hermano que ellos también habían sido tratados como seres malditos, hijos de nakrús. Todo era, por supuesto, pura quimera nacida de rumores salidos de rumores. Pero era la prueba de que la gente no tenía límites cuando creía en algo, fuera mentira o fuera verdad. Y además, Murri parecía haber olvidado que, según Márevor Helith, nuestro padre, Zueryn Úcrinalm, había sido un yedray.
—De todas maneras, eran delincuentes —insistió Murri.
—¿Creéis que habrá yedrays en Dathrun? —preguntó Deria, con aprensión.
—No lo sé, y no lo quiero saber —contestó Murri. Tragué saliva con dificultad y miré a otro lado.
—Venga, dejad de hablar de mala gente e id pensando un poco en lo que necesitaremos para el viaje —nos interrumpió Dolgy Vranc, volviéndose hacia nuestro pequeño grupo.
—Se avecina el invierno, necesitaremos unas capas más calientes —dijo Aryes con pragmatismo.
El semi-orco asintió.
—Buena idea. A ver, vosotros que os conocéis las tiendas de memoria, ¿por dónde vamos?
La tienda adonde nos llevó Laygra era muy cara y salimos con las manos vacías.
—Bah, ¿noventa y nueve kétalos por una capa? —gruñó Dolgy Vranc, incrédulo—. Si hubiera sabido que la gente compraba a ese precio, habría vendido mis osos voladores a treinta kétalos.
—Las capas cubren —replicó Laygra.
El semi-orco la miró de mal modo y mi hermana se ruborizó, dándose cuenta de que había metido la pata. Finalmente, nos compramos cada uno una capa en una tienda que estaba en una calle contigua. Ciento veintiséis kétalos para seis capas. Era un precio más razonable. Desde luego, las capas eran lejos de ser elegantes, eran de tela parda y basta y seguramente de segunda o tercera mano, pero eran calientes, es decir, cumplían con su función de capa de viaje.
Compramos además cinco sacos de cuero resistentes, tres cajas de cerillas y una cuerda. Cuando le preguntamos a Dolgy Vranc que para qué necesitaríamos la cuerda, nos contestó con solemnidad:
—Cualquier hombre precavido procura viajar con un poco de cuerda
Así que compramos diez metros de cuerda buena por treinta kétalos.
—Por cierto —dijo Aryes, en el camino de regreso a casa—, nos hemos olvidado de la comida.
Dolgy Vranc se encogió de hombros.
—Cabe esperar que Lénisu se ha ocupado de ello.
Enarqué una ceja pero no dije nada. Al llegar a casa, vimos a Lénisu en el umbral, gesticulando y dando vueltas con impaciencia.
—¿Pero qué estabais haciendo? —preguntó, acercándose a nosotros con aire alterado.
—Hemos comprado capas y sacos, tío Lénisu —contesté alegremente.
Lénisu abrió y cerró la boca un par de veces y luego soltó un lamento.
—¿A quién se le ocurre dejar una casa como ésa sin vigilancia? —gritó, desesperado—. Deberíais haber dejado las ventanas abiertas, ya que estabais.
Nos quedamos mirándolo, boquiabiertos.
—¿Alguien ha entrado a robar? —preguntó entonces Dolgy Vranc con tranquilidad—. ¿Qué han robado? Adentro no había nada muy valioso, aparte de unas decenas de brazaletes y mis palos de madera.
—Quédate con tus estúpidos palos de madera —siseó Lénisu, agitado, volviéndose hacia la casa—. Baah, idos al infierno.
Entró en casa dando grandes zancadas y se oyó la puerta de su cuarto golpear brutalmente al cerrarse.
—Vuestro tío se comporta como un niño —comentó Dolgy Vranc—. Bueno, vamos allá. Dejemos todos estos sacos dentro. —Frunció el ceño y añadió—: Espero que no se hayan llevado nada del mobiliario porque no nos pertenece.
Para tener antecedentes de contrabandista, Dolgy Vranc tenía un alma llena de virtudes, pensé.
Entró el semi-orco y lo seguimos. Me paré junto al umbral, al ver una sombra moverse en la arena. Sonreí anchamente.
«¡Syu! ¿Qué tal estás? ¿Dónde te habías metido?»
Aquella mañana no lo había visto y había empezado a preocuparme. El mono gawalt me alcanzó y miró a ambos lados del camino, como con aire desafiante.
«He visto a gente entrar entre esos muros», me reveló, al ver que lo miraba, perpleja.
«Oh. ¿Los has visto? ¿Se llevaron algo?», pregunté. El mono gawalt asintió. De pronto, palidecí y metí la mano en el bolsillo. Resoplé de alivio. El Amuleto de la Muerte estaba ahí.
«Lo llevaban todo en un saco muy gordo», dijo. «¿Habéis comprado comida?»
Sabía que para Syu «comida» significaba fruta rica.
«Hemos comprado otras cosas», dije, enseñando el saco que llevaba. «Pero seguro que queda algo en la despensa.»
«Si no se lo han llevado esos condenados», replicó sombríamente el mono, siguiéndome adentro.
Reprimí una sonrisa al imaginarme a unos ladrones entrando en una casa para robar subrepticiamente un cuenco de manzanas.
En el interior, los demás habían posado su carga en una esquina del comedor y ahora hablaban discretamente.
—¿Qué mosca le ha picado? —preguntaba Laygra en voz baja.
—¿Cómo sabe que han pasado ladrones por aquí? No veo que falte nada —dijo a su vez Aryes con el ceño fruncido, mirando a su alrededor.
—Quizá hayan sido yedrays —murmuró Deria, con los ojos agrandados.
Puse los ojos en blanco.
—Syu los ha visto. Al parecer, salieron de aquí con un saco lleno.
Se giraron todos hacia mí y luego hacia el mono gawalt, quien les devolvió una mirada desapasionada.
—¿Syu los ha visto? —repitió Murri—. ¿Qué llevaban en el saco?
«No soy ningún estúpido adivino saijit», masculló el mono.
—Dice que no tiene ni la más remota idea —contesté.
Laygra se echó a reír.
—Te habría ido bien la traducción —comentó.
Le sonreí, divertida. En ese momento, se abrió la puerta del cuarto de Lénisu en volandas, y mi tío apareció, precipitándose hacia el mono.
—¿Qué pinta tenían? ¿Hacia dónde iban? —preguntó, amenazándolo con un dedo.
Syu bufó y se apartó de él mientras yo fruncía el ceño, contrariada.
—¡Lénisu! —protestó Laygra, cruzando los brazos y fulminándolo con la mirada—. Deja de asustarlo.
Syu miró a Laygra con cara de pocos amigos.
«¿Yo? ¿Asustarme? Pff», dijo, emitiendo un cómico ruido con sus labios salientes. Algo salió disparado de su boca y me golpeó en plena cara.
—Beeej —dije, frotándome la cara. La sustancia era pegajosa y olía a azúcar. Era…
—¿Caramelo? —pronunció entonces Laygra, agrandando los ojos—. ¡Syu! ¡Ya sabes que los chuches son muy malos para los dientes! ¿Quieres acabar desdentado o qué?
Syu se encogió, con aire culpable. Y entonces Laygra se giró hacia mí. Ay, me dije.
—¡Shaedra, jamás deberías haberle dejado hacer algo así!
Hice una mueca y bajé la mirada hacia el suelo. Laygra era muy estricta en lo que se refería a la dieta. Yo podría haberle dicho a Syu cien veces que dejara de comer golosinas, nunca habría conseguido el efecto de un sermón de Laygra.
—¿Quieres dejar de atormentar al mono? —soltó entonces Lénisu—. Tengo preguntas que hacerle.
Pero Laygra ahora se había convertido en una intransigente veterinaria y tuvieron que insistir todos antes de que mi hermana dejara de gritarnos a Syu y a mí. Al cabo, Laygra nos miró a todos con los ojos entornados.
—¿Qué? —soltó, desafiante—. La salud es importante. No soporto a los que no saben controlarse y obviamente Syu no sabe controlarse —dijo, fulminando al mono con la mirada—, y Shaedra no sabe hacerlo obedecer.
Syu y yo nos quedamos boquiabiertos. ¿Yo? ¿Hacerle obedecer a Syu? Adiviné sin dificultad el pensamiento de Syu: ¿desde cuándo un mono gawalt obedecía a un saijit? Intercambiamos una mirada y nos echamos a reír ruidosamente.
Laygra puso cara enojada, nos dio la espalda y subió las escaleras pisando fuerte.
—¡Os habré avisado! —dijo—. Syu, ¡volverás a tu casa, te lo prometo! No dejaré que tomes malas costumbres.
—Qué habéis hecho —se lamentó Murri, cuando Laygra se hubo encerrado en su cuarto—. Va a estar enfadada durante días.
—Ya se repondrá —replicó Lénisu, con la mirada fija sobre el mono—. Ahora tenemos asuntos más urgentes. Mono gawalt, ¿serías capaz de guiarme hasta donde han ido los ladrones?
Observé enseguida el cambio de actitud de Syu. Cada vez que se ponía en duda su capacidad para hacer algo, su orgullo gawalt se avivaba como el fuego.
«Yo soy capaz de hacer un montón de cosas, tío Lénisu», contestó el mono, burlón. «Soy un mono gawalt.»
«Syu, ¿estás seguro?», le pregunté, frunciendo el ceño. No podía imaginarme al mono rastreando la huella de unos ladrones en una ciudad. La mirada entornada de Syu me disuadió de emitir más dudas sobre el tema.
Cuando le hube traducido a Lénisu sus palabras, mi tío tuvo una sonrisa torva.
—Entonces, demuéstramelo.
Syu se puso manos a la obra. Dio varias vueltas por la casa y luego salió. Lo seguimos todos, con curiosidad. La estima que le tenían los demás parecía haber subido como una flecha.
—Lénisu… —dije, mientras Syu daba vueltas alrededor de la casa haciendo gestos exageradamente teatrales—. Parece como si te hubieran robado algo importante.
Syu se apartó de la casa y nos hizo señales. Al parecer, había encontrado alguna pista para rastrear a los ladrones. Lénisu me miró con aire interrogante y asentí. Entonces, se giró hacia todos nosotros y sacó un papel.
—Id a esta dirección. Ahí tendréis que recoger una carreta de cuatro ruedas, con toldo sin agujeros y con un caballo de pelaje rojizo, de raza candiana, que responde al nombre de Trikos. —Entrecerró los ojos—. No os dejéis engañar, esa gente aprovecha cualquier ocasión… dentro del carruaje, tendrá que haber tres sacos llenos de comida, dos barriles llenos de agua, tres botellas de aguardiente, cinco mantas y una caja de madera de tránmur rectangular, un poco pesada, de unos veinte centímetros… —Suspiró y sacó también una bolsa que tintineaba—. Ochocientos kétalos. Únicamente si tienen todo lo que he dicho, ¿entendido? Si no, dais media vuelta y os vais.
Dolgy Vranc se encargó de coger la bolsa y el papel, al que echó una ojeada rápida.
—Lo haremos —aseguró.
—Bien —Lénisu abrió la boca y levantó la mano con aire nervioso—. Trikos, ¿eh? Que no os pongan a un caballo enfermo.
Pareció querer añadir algo pero se lo pensó mejor y dio media vuelta.
—Adelante, mono gawalt.
Syu salió disparado hacia Dathrun y Lénisu lo siguió con rapidez.
—Iré yo —dijo Dolgy Vranc—. Vosotros quedaos aquí. No sea que nos roben también lo que acabamos de comprar.
—Así que tenía el viaje preparado con antelación —comentó Murri, pensativo.
—Pero eso es sólo una parte de lo que está tramando —mascullé. Y con una inspiración honda, eché a correr hacia Dathrun, cubriendo poco a poco la distancia que me separaba de Lénisu. Ignoré los gritos detrás de mí y seguí adelante. La última vez que había visto a Lénisu tan nervioso había sido cuando se había enterado de que había hecho un trato con Dolgy Vranc, en Ató. ¿Qué le habían robado y quiénes eran los que lo habían hecho? ¿Por qué Lénisu no quería contestarme? No podía dejar pasar esas preguntas sin buscarles una respuesta.
Nos adentramos en los barrios del Puerto, bajando callejuelas y subiendo escaleras. Al cabo, inesperadamente, Lénisu se detuvo y se giró hacia mí, exasperado.
—Sobrina, por favor, vuelve con los demás. Vamos, ¿no quieres ver a Trikos? —Sonrió ligeramente—. Es un caballo encantador.
Hizo una mueca al ver que mi expresión decidida no se inmutaba.
—Si Syu quiere decirte algo, no podrás entenderle a menos que alguien te traduzca lo que dice —argumenté.
Lénisu puso cara resignada, levantó las manos y las volvió a dejar caer, derrotado.
—Muy bien. Entonces, adelante.
Seguimos a Syu a través de una calle angosta y desembocamos finalmente en un pequeño patio lleno de cajas vacías. Del otro lado, se estaba construyendo una casa de dos pisos pero aquel día no había obreros trabajando. El patio estaba vacío.
El mono se detuvo y se sentó sobre una tabla de madera, mordiéndose los dedos, como reflexionando a toda prisa.
—¿Y bien? —preguntó Lénisu, después de observar su alrededor con el ceño fruncido.
—Syu dice que deberían estar aquí —murmuré, mirando a mi alrededor, alerta.
—¿Lo dice su sexto sentido? —replicó él, sardónico.
«¿Cómo sabes que deberían estar aquí?», le pregunté a Syu.
El mono gawalt hizo una mueca y desvió la cabeza, sin contestarme. Luego se giró hacia mí y confesó:
«Los seguí. Y luego fui a dar una vuelta por el mercado.»
«A robar caramelos», aposté. «Así que todas esas vueltas a la casa y esas mímicas eran puro teatro, ¿eh?» El mono adoptó una expresión culpable y puse los ojos en blanco. «¿Se pararon aquí?»
«¿Te refieres a los saijits que seguí? Se quedaron ahí durante largo tiempo», dijo, señalando un escondite entre barriles y materiales de construcción. «Luego, me aburrí y me fui.»
Cuando se lo hube repetido a Lénisu, éste se agachó y se aproximó al escondite señalado. Detrás de unas tablas de madera carcomidas por la lluvia y los insectos, descubrimos una abertura en el suelo tapada por una especie de trampilla cubierta de telas mohosas.
Intercambié una mirada con Lénisu y supe que pensábamos lo mismo: los ladrones habían desaparecido por ahí.
«Dime, Syu, ¿veías a los saijits o solamente los viste esconderse detrás de estos barriles?», pregunté.
El mono se encogió de hombros.
«No recuerdo. Ya te lo he dicho: me aburrí de esperar a que hiciesen algo, así que me fui. Los caramelos al menos no hay que esperarlos.»
«Eso díselo a Laygra», repliqué, burlona.
—Espérame aquí —dijo Lénisu en voz baja. Abrí la boca para protestar pero él me fulminó con la mirada—. Espérame aquí —repitió. Su tono no admitía réplica.
Desapareció en la abertura y Syu y yo nos quedamos solos, atrás. No paraba quieta. ¿Y si Lénisu se acababa de meter en un antro de asesinos?, me pregunté, palideciendo. ¿Y si lo aprisionaban? ¿Y si no volvía a salir? Cada pregunta que me traía mi traicionera mente dejaba un terror mayor en mi corazón acelerado y comprimido. Hasta llegué a culparle a Syu por haberle enseñado el camino, aunque luego retiré la acusación y me disculpé, avergonzada, sabiendo que él no tenía la culpa.
Estaba a punto de meterme en la abertura secreta cuando de pronto oí un ruido de pasos muy tenues… Me tiré al suelo. Justo a tiempo.
Dos segundos después apareció en el patio una ternian bastante joven que vestía como un marinero y tenía marcado en la frente un signo de rueda roja. ¿Qué…?
«¡Por aquí!», dijo Syu.
Invoqué las armonías y con toda discreción me envolví en una capa mimética. Entonces, seguí al mono detrás de otro barril y me aparté un poco más de la abertura, convencida de que la recién llegada se dirigiría hacia ella. Y no me equivoqué. Sin apenas echar un vistazo hacia su alrededor, se sentó junto al agujero y se deslizó ágilmente en el interior. Desapareció tan silenciosamente como había llegado.
«Apuesto a que ese túnel lleva a una cofradía clandestina», reflexioné.
El mono gawalt se removía, inquieto, y supe que se estaba aburriendo mortalmente. Puse los ojos en blanco.
«No puedes estarte tranquilo ni un rato», le dije.
Dándose cuenta de que estaba dando vueltas sobre sí mismo, Syu se paró en seco y cruzó los brazos con aire formal.
«¿Qué hacemos? ¿La seguimos?»
Me sobresalté. «¿Qué?», solté, incrédula. «¡No! Si es una cofradía, podría ser peligroso.»
«De acuerdo», dijo Syu. Guardó silencio un momento pero al de un rato, repitió: «Entonces, ¿qué hacemos?»
Inspiré hondo, pensando frenéticamente. Realmente tenía que ser importante lo que le habían robado a Lénisu para que se atreviera a bajar por esa abertura, sin saber lo que había debajo. Al menos, para Lénisu tenía que ser importante, decidí. Me sentí completamente inútil al darme cuenta de que llevaba quizá más de una hora esperando y no había determinado aún qué iba a hacer.
Meterme en la abertura era una locura. Pero ir en busca de Dolgy Vranc no habría arreglado las cosas. Si realmente Lénisu se había metido en una cofradía, tenía que estar lleno de gente peligrosa… ¡Piensa algo!, me dije. Entonces recordé una frase que me había dicho Syu no hacía mucho: “Un verdadero mono gawalt actúa bien y rápido y no se atormenta con lo que no puede hacer”.
Bien, me dije, levantándome. Mientras estaba viva, siempre podía hacer algo. Syu me contemplaba boquiabierta.
«¿Vas a entrar… por las palabras que te dije una vez?»
Asentí firmemente.
«A veces hay que actuar sin pensar.»
«No es lo que dice el proverbio gawalt», protestó.
«Hace un rato propusiste que entráramos», le repliqué, mordaz.
El mono gawalt gruñó y asintió:
«Entonces, entremos.»
Reptamos hasta la abertura y asomamos la cabeza.
«¿Qué ves?», dije.
«Está demasiado oscuro», se quejó Syu.
De pronto, oí un ruido sordo y retrocedí precipitadamente hacia mi escondite.
«¡Syu!»
El mono gawalt pegó un salto y vino a cobijarse junto a mí.
«¿Qué ha sido eso?»
«No parecía venir del agujero, sonaba como si hubiese alguien en algún tejado», razoné.
Alzamos prudentemente los ojos y entonces vimos a un niño flaco y harapiento sobre el tejado de la casa más baja. No parecía tener mucho más de ocho años.
Syu me miró con un mueca sorprendida.
«Tienes buen oído», comentó simplemente. Le sonreí, pero puse los ojos en blanco cuando añadió: «Casi como los gawalts.»
Me agazapé un poco más, porque desde donde estaba, el niño teóricamente podía vernos. Afortunadamente, parecía ocupado. Tenía en la mano un objeto. Un objeto que sostenía como si se hubiera tratado de algún trofeo.
Poco a poco, me fui deslizando hasta el muro, de manera que llegué a una zona desde donde ya no podía verme. A lo lejos, las campanas del templo doblaron dos veces con sonido de campana. Era la una de la tarde.
«¿Syu?», dije, apretando mucho los labios, los ojos fijos en la abertura.
El mono no contestó. No hacía falta. Pensaba igual que yo. Llevábamos más de hora y media esperando. Lénisu no volvería a salir: la cofradía lo había raptado, por no pensar en algo peor… ¡No! Me enderecé bruscamente. Tenía que salvar a Lénisu. No podía perderlo otra vez.
Con los ojos fijos en el vacío, me levanté, agitada.
«¡Shaedra! ¿Estás bien?»
Asentí.
«Voy a vengarme de esos ladrones», le prometí.
Y entonces, con un súbito impulso, me avancé hasta la abertura con rapidez y, visto y no visto, pasé por el agujero.
—¿Qué ha sido eso? —dijo el hombre sentado en la butaca vieja.
Me inmovilicé y me fundí con el morjás lo mejor que pude. Syu me imitó, siguiendo los consejos de Daelgar a la perfección.
—Algún fantasma, Duadek, tranquilo —contestó el otro hombre, sentado en una silla. Ante él, sobre la mesa, tenía desparramada toda una colección de trozos de hierro para abrir cerraduras. Las iba repartiendo por grupos, con la minuciosidad de un profesional.
Ladrones, confirmé mentalmente. La sala se parecía a la de un sótano, pero en las estanterías, no había botes de conserva sino instrumentos de todo tipo, cajas con cenizas de ceguera y cosas por el estilo, que reconocí por haber leído más de una vez en los libros las viejas manías de los ladrones.
—Fantasmas —escupió el otro, mientras se recostaba otra vez en la butaca y se volvía a poner el cigarro en la boca—. Déjate de cuentos, Helgarth.
—La gente como tú acaba oyendo cosas raras por todas partes —dijo el otro, concentrado en su trabajo.
—Y la gente como tú acaba mal por decir una palabra de más.
Riendo, Helgarth sacudió la cabeza, pero no contestó. Pasó un rato en silencio y miré hacia la puerta entreabierta preguntándome si llegaría hasta ahí sin que me viesen. Sólo tenía que pasar un pequeño trecho… Avancé poco a poco hacia ella temiendo oír de pronto un grito de alarma… pero no. Cuando hube pasado la puerta, solté un suspiro lento y silencioso. Syu me hizo entonces saber que me había seguido. Perfecto.
Detrás de la puerta, había unas escaleras. Si hubiera manejado mejor el perceptismo, podría haber lanzado un sortilegio de reconocimiento. Klaristo podría haberlo hecho sin temor, seguramente, pero él era perceptista. Y yo no.
Así que me contenté con fundirme en mi alrededor. La verdad, me era difícil creer que los dos hombres de la sala anterior no me hubieran visto. Daelgar había hecho un buen trabajo, me dije con una media sonrisa.
Subí las escaleras y desemboqué en un pasillo oscuro, apenas iluminado por algunas claraboyas de cristales gordos y opacos. El parqué, los muros, todo era de madera. No había puertas, pero sí pequeñas salas desiertas y oscuras, llenas de objetos: colchones, cojines, estanterías en buen estado y estanterías rotas, hasta vi un gran armario con un enorme espejo… al verme reflejada, agrandé los ojos y me di cuenta de que había perdido mi concentración y que mis sortilegios armónicos se habían disuelto. Volví a parapetarme detrás de las sombras y el mimetismo, reduje el ruido que emitía y traté de fundirme en mi alrededor. Después de estar unos minutos de pie, concentrándome, volví a abrir los ojos. Por un segundo, creí que el espejo reflejaba un cuarto vacío, pero enseguida volví a aparecer. Entonces suspiré y empecé a entender cuál era el problema: cada vez que me miraba al espejo, perdía mi concentración. Tendría que mencionárselo a Daelgar, pensé. Pero entonces recordé que Daelgar se había marchado de Dathrun durante unos días y que probablemente no volvería a verlo hasta dentro de bastante tiempo.
Me aparté del espejo, volví a utilizar las armonías, y rehuyendo de mi imagen reflejada, salí del cuarto y proseguí mi camino. Hacia la mitad del pasillo, había otro corredor que lo cortaba perpendicularmente. Más corto, tenía en cada extremo unas escaleras. ¿Por dónde podía haber ido Lénisu?
Permanecí un buen rato pensando en la respuesta a esa pregunta, aun sabiendo que esperar más no me sacaría de ninguna duda. Entonces, me giré hacia el mono gawalt.
«¿Tú por dónde irías?», pregunté. Syu se encogió de hombros. Entorné los ojos. «¿No se supone que tienes un sexto sentido?»
«Como ya he dicho, no soy adivino», replicó Syu.
Suspiré y asentí. «Muy bien. Entonces, iremos todo recto.»
Seguimos pues por el mismo pasillo y nos encontramos con otras escaleras que subían. Todo estaba desierto. Por lo menos, no parecía que Lénisu hubiera sembrado cizaña en la cofradía, me dije positivamente.
Arriba de las escaleras, había una trampilla bastante grande. Y por supuesto, no estaba abierta. De modo que ignoraba si conducía a una sala desierta como las que acababa de ver o bien a una sala llena de ladrones. Recordé entonces que Lénisu quizá estuviera en peligro en ese mismo instante.
Así que me dispuse a hacer el sortilegio más difícil que jamás había hecho: absorber todo el ruido que pudiera emitir un objeto, el de la trampilla al abrirse. Me concentré y me pasé más de un cuarto de hora examinando la madera y las ondas que podrían crearse y, cuando no encontré otro pretexto para retrasar lo que iba a hacer, puse las dos manos sobre la madera y empujé. Levanté la madera con todas mis fuerzas, y Syu me soltó algunas exclamaciones mentales para animarme. Finalmente, conseguí ver a través de una rendija, y lo que vi me dejó suspensa durante un minuto.
Obviamente, estaba debajo de un bufete o un pequeño armario y, aunque hubiese querido, no habría podido subir más la puerta de la trampilla. De modo que dejé de forcejear y me quedé mirando lo único que podía ver: los pies de una mesa de buena madera, cuatro sillas, un parqué brillante. Una luz grisácea iluminaba el interior. En el suelo limpio, se veían unas marcas embarradas de bota. De modo que probablemente alguien había estado en la habitación hacía poco tiempo. O bien seguía dentro de la habitación, me dije.
«Asegúrate de que nadie viene abajo», le dije a Syu.
«Todo está silencioso», me aseguró el mono.
«Este lugar debe de ser la habitación del jefe de la banda o algo así, ¿qué te parece?»
Syu trepó sobre mi hombro y miró a su vez. Salió del agujero y asomó una cabeza prudente.
«¿Qué ves? ¿Hay alguien en la habitación?», pregunté.
«No. Nadie…» Se calló y noté enseguida su turbación.
«¿Qué ocurre?», pregunté, con tono apremiante.
Se giró hacia mí con una sonrisa traviesa.
«Hay plátanos sobre la mesa.»
Lo miré con los ojos abiertos como platos.
«Syu, ¡no!»
Pero era demasiado tarde. Syu salió de debajo del pequeño armario y pese a que conseguí extender una mano mientras la otra sostenía penosamente la pesada placa de madera, no logré pillarle la punta de la cola. Reprimí un hondo suspiro.
«Syu, piensa que esos plátanos no son tuyos.»
«Mm, ¿los saijits no dicen «El ladrón que roba al ladrón tiene cien años de perdón», o algo así?», replicó Syu con picardía.
«¿Cómo se te quedan tan bien los proverbios en la cabeza?», me admiré.
«En el mercado, la gente habla mucho», contestó simplemente.
«En vez de atiborrarte como un viejo arribista, dime lo que ves. Dime, ¿hay una puerta?»
«Hay una puerta. Está cerrada. También hay una ventana.»
¡Por supuesto!, me dije. Esa luz grisácea que iluminaba el interior era la luz del día.
«Ve a la ventana y dime qué ves», le pedí. «¿Se ve el mar?»
Esperé un momento. Oí un leve frufrú de cortinas.
«Tejados», dijo Syu. «Y más allá el mar, sí.»
«Gracias. Ahora, volvamos abajo, no creo que Lénisu haya podido pasar por aquí. Yo apenas podría salir», añadí, evaluando cuántos centímetros me faltaban para que pudiera pasar sin problemas. «¡Syu!», dije, al ver que no volvía.
«Ya voy, ya voy», contestó.
Apareció con la boca llena y, con suma paciencia, tuve que decirle que fuera a recoger la peladura del plátano.
«Sino, el que vive aquí sabrá que alguien ha estado en sus habitaciones. Sólo cabe esperar que no tuviera contados los plátanos», dije, con un suspiro.
Syu me miró con cara inocente y me dio la peladura. La guardé en mi bolsillo y volvimos a bajar. Volví a cerrar la trampilla con sumo cuidado. Bien, sólo nos quedaba volver al cruce. Pero al llegar ahí, oí ruidos de pasos que provenían de la izquierda y, dándome cuenta de que mis sortilegios de armonía se habían debilitado bastante, los reforcé como pude y me escondí en la primera sala que encontré. Se oían voces que se acercaban. Eran al menos dos, deduje.
«La gente no suele hablar consigo misma», observó Syu, burlón.
Puse los ojos en blanco y agudicé el oído. Poco a poco, conseguí oír ciertas palabras: «huida», «ladrón», «saldrá» y «suya» fueron las primeras palabras que pillé. Luego, empecé a entenderlo todo muy claramente.
Se oían demasiados ruidos de pasos para que fueran solamente dos personas. Pero por el momento, estaba casi segura de que sólo había oído dos voces. Hablaban nailtés.
—No sé qué ha pasado, se lo aseguro. Tarri y Mélireth los trajeron, de eso estoy seguro.
—¿No comprobaste que fueran auténticos? —replicó la otra voz.
—Er, no jefe, no habría sabido reconocerlos de todas formas. No sé descifrarlos.
—Claro.
—Lo encontraremos, no debe de estar muy lejos. Será muy fácil localizarlo.
El otro soltó una carcajada. Ya no había ruidos de pasos y deduje que se habían parado en el cruce.
—Ese condenado bastardo tiene muchos recursos. Fíjese, consiguió encontrar lo que buscábamos en menos de un mes, cuando nosotros llevábamos más de un año buscándolo. ¿Cómo lo consiguió? Me gustaría saberlo. ¿Dónde los encontró? ¿Y cómo ha podido saber que estábamos al corriente de que existían esos documentos?
¡Documentos!, me dije, sobresaltada. Si esas personas estaban hablando de Lénisu, entonces seguramente hablaban de los papeles que estaba leyendo Lénisu la noche en que había entrado en su cuarto. Así que era eso. A Lénisu, le habían robado esos documentos que, por algún motivo, necesitaba el hombre que acababa de hablar. La pregunta era: ¿qué contenían esos documentos? Y la principal: ¿dónde estaba Lénisu?
—Jefe… —empezó a decir el otro.
—Encontradlo —le interrumpió con un tono abrupto—. Y traédmelo cuando lo tengáis. Me gustaría hablar con ese traidor antes de decirle adiós.
Sin una palabra, oí que varias personas se alejaban, con el pie ligero. Y pensé con un escalofrío que no solamente se precipitaban para obedecer las órdenes de ese hombre sino que además tenían prisa por alejarse de él. Hubo un silencio y, mientras duró, sentí que iba aumentando mi nerviosismo a medida que me iba imaginando que el ladrón asesino sabía que me estaba escondiendo de él. ¡Se estaba acercando a mí, con los ojos sedientos de sangre…!
«Deja ya de delirar», me suplicó Syu, temblando de miedo.
Lo miré y me tapé la boca para sofocar mis inspiraciones aceleradas. Sí, había escuchado demasiados cuentos de terror en mi corta vida. Pero, aun así, no me sentía menos atemorizada.
«Tú también tienes miedo», repliqué.
«Me lo estás contagiando», gruñó Syu.
Parpadeé para que mis lágrimas se secasen más rápido.
«Ven», le dije, tendiendo unos brazos temblorosos.
El mono se abrazó a mí y ambos miramos por la abertura, esperándonos a ver al hombre aparecer de repente. Estuvimos así un buen rato, hasta que de pronto, oímos otra vez el ruido de unos pasos y entendimos que el hombre se alejaba. Suspiré de alivio.
«Me gustaría estar lejos de aquí», dije.
«Estoy de acuerdo», aprobó el mono.
«Pues adelante.»
Si estaban buscando a Lénisu, eso significaba que por el momento no le había sucedido nada grave. Quizá ya estaba fuera, maldiciéndome porque no me encontraba donde me había dicho que me quedara. Con una mueca avergonzada, di un paso adelante.
Sin embargo, volver a salir por el mismo sitio era demasiado arriesgado. En eso Syu se mostró de acuerdo: un buen mono gawalt nunca sale por donde entró. Así que decidí tomar la misma dirección que habían tomado los hombres del que al parecer dirigía la cofradía. Ese pasillo no tenía ningún hueco donde podía esconderme y me sentía muy a descubierto.
«Me estoy precipitando», murmuré. Y me detuve en seco.
«¿Tú crees?», dijo Syu, agarrado a mi cuello, girando la cabeza delante y detrás de nosotros cada cinco segundos. «A mí no me parece. Si corremos, seguro que salimos vivos. Corremos rápido.»
Negué con la cabeza. «No lo bastante para que no nos vean.»
«Sabes, hay algo que nunca te confesé pero… Corres tan rápido como un mono gawalt», me dijo, con un tono halagador.
Lo fulminé con los ojos.
«¡Syu! Estoy intentando pensar en la mejor manera de salir de ésta. Si nos ven, estamos perdidos. Podría correr dos veces más rápido que un mono gawalt, si estoy rodeada de asesinos, no me sirve de nada», le expliqué.
El mono puso cara dubitativa y me preguntó:
«¿Tienes una mejor idea?»
Inspiré hondo y asentí.
«Sí. Volvamos a la trampilla.»
A Syu se le iluminó la cara y adiviné su pensamiento.
«Pero antes prométeme que no tocarás ningún plátano», le dije, con los ojos entrecerrados.
El mono abrió dos grandes ojos inocentes.
«¿Ni tocarlos?»
«Ni tocarlos.»
«Entonces, prométeme que cuando salgamos, me darás el doble de plátanos que hay en el cuenco.»
Enarqué una ceja y sonreí.
«Te lo prometo.»
Syu se cruzó de brazos, satisfecho, y di media vuelta.
«¡Asbarl!», solté, para animarme.
Me bastaron cinco minutos para volver a hacer el sortilegio de silencio porque ya conocía la madera y su forma. Pasaron otros cinco minutos antes de que me decidiera a pasar por el estrecho hueco que me dejaba la altura del mueble. Pero finalmente, pasé.
La habitación era una salita acomodada y ricamente adornada. Había velas de colores, una vajilla cara, armarios con puertas de cristal, y jarrones con flores de verdad que desprendían un olor agradable…
«¡Syu!»
El mono se paralizó y se apartó del cuenco de plátanos.
«¿Salimos por la puerta o por la ventana?», preguntó.
«Por la ventana», contesté.
Y entonces, se me escapó la trampilla, que aún no había vuelto a bajar. Emitió un ruido sordo pero fuerte. Esperé unos segundos, en silencio, y luego, lívida, me precipité hacia la ventana y vi que tenía barrotes. Aunque una inspección más profunda me permitió constatar que los barrotes no eran en realidad más que una segunda ventana: había bisagras. Eran casi invisibles, pero estaban ahí. Un ladrón nunca confía en los demás ladrones, ni en los del exterior ni en los suyos. Los barrotes estaban protegidos por una barra de alarma.
Las mágaras de alarma eran pequeños objetos que la gente compraba para protegerse contra los ladrones. Se ponían en las cajas fuertes, alrededor de las propiedades, en las puertas o en el suelo. Entonces, noté que había metido la pata. Inmóvil junto a la ventana, aun sabiendo que el tiempo apremiaba, me giré hacia la habitación buscando trampas de alarma. ¿Cómo podía saber si había activado alguna? Las trampas más comunes, al activarse, emitían sonido, pero también existían otros tipos de alarmas… Sin embargo, no alcancé a ver ninguna trampa.
Entonces, empecé a oír voces del otro lado de la puerta…
«Larguémonos de aquí», dije.
Y sin más dilaciones, saqué un trozo de hierro y me dispuse a intentar forzar la cerradura que había en los barrotes… Las voces se acercaban.
«Shaedra…», me dijo Syu, con los ojos muy abiertos por el miedo.
Entonces, tomé una decisión. Syu era pequeño, podía pasar a través de los barrotes.
«Syu, escucha», le dije precipitadamente. «Ve a avisar a los demás de lo que pasa. Corre. Yo ya me las arreglo.»
Como estaba sobre el borde de la ventana, le cerré el batiente en las narices, y me precipité hacia la puerta. ¿Qué hacer? Poner la mesa delante para impedir que entraran habría sido una solución… pero la puerta se abría del otro lado y sólo habría conseguido quedar en ridículo. Y, si la puerta se abría del otro lado, eso significaba seguramente que del otro lado no había ningún pasillo, sino otra habitación. ¿Y eso en qué me ayudaba?, me pregunté, enfadada conmigo misma por no encontrar nada mejor.
Me metí en un armario lleno de ropa. Esperé un rato, pero entonces empecé a pensar que quizá nadie tuviera la intención de entrar en la habitación. ¡Con tanto tiempo quizá habría podido abrir la puerta de barrotes!, lamenté.
Salí del armario con total discreción y me aproximé a la puerta. Oía voces… Mi corazón dejó de latir por un segundo. Una de esas voces me era demasiado familiar para no reconocerla de inmediato. Era la voz de Srakhi.
* * *
—¿Srakhi Léndor Mid? —repitió Dolgy Vranc, con cara de incredulidad.
Asentí silenciosamente.
—Tienen a Srakhi —murmuró Laygra, atontada.
—Y ¿cómo has conseguido salir? —preguntó Aryes.
Me encogí de hombros.
—Como parecían tan entretenidos intentando sonsacar información a Srakhi, tuve tiempo de sobra para hacer saltar el cerrojo y huir por el tejado.
Murri me abrazó otra vez, y me miró con seriedad.
—Creímos que te habíamos vuelto a perder.
—Y todo porque no quiso escucharme —intervino Lénisu, saliendo de su ensimismamiento—. Shaedra, ¿alguna vez has obedecido una orden?
—Pues… sí. Claro. En Ató, siempre hacía lo que nos pedía el maestro Áynorin… bueno, casi siempre —rectifiqué—. Pero esta vez no era lo mismo, esperé más de hora y media, y no volvías. Pensé que te había pasado algo.
—Así que si me meto en una cueva llena de arpías y osos sanfurientos y no vuelvo, tú te meterías por solidaridad, ¿eh?
No contesté. Lénisu estaba furioso, como la vez en que habíamos desobedecido a su deseo de combatir el dragón de tierra a solas con Stalius. Entendía perfectamente su cólera: yo misma había pensado que había sido una inconsciente al meterme en la cofradía, pero ¿estaba con vida, no? Eso era lo importante, ¿o no?
Lénisu se levantó de la raíz donde estaba sentado y se acercó al carromato, de donde sacó una botella de aguardiente. La destapó y tomó un largo trago bajo la mirada llena de desaprobación de Laygra y Deria. Yo me sentía avergonzada, Murri estaba muy preocupado imaginándose que su hermana había escapado por poco de la muerte y la tortura. El único que parecía estar pensando sensatamente era Aryes, quien se levantó bruscamente, interrumpiendo la conversación de los demás:
—Ayudadme un poco, por el amor de Vaersin, ¡Srakhi está siendo torturado en este mismo momento!
—¿Qué propones hacer? —preguntó Deria.
—Preparar una evasión —soltó él con atrevimiento.
A partir de ahí, empezamos a hablar animadamente de cómo sacar a Srakhi de ahí. Me iban haciendo preguntas precisas de cómo era la cofradía y yo intentaba contestar sin olvidar los detalles importantes.
Estábamos sentados en un bosque, no muy lejos de Dathrun. Cuando había regresado al patio lleno de trastos para ver si por algún milagro Lénisu estaba ahí, me había llevado un susto de muerte al ver surgir de pronto una silueta encapuchada. Pero felizmente, resultó ser Lénisu, acompañado de Syu. Lo malo es que no había previsto que estuviese tan enojado… Nos habíamos reunido con los demás y habíamos salido precipitadamente de Dathrun sin mirar atrás. Nuestra salida despavorida había pillado a todos por sorpresa y apenas había tenido tiempo de explicarles la razón.
Ahora, Lénisu parecía más tranquilo, pero no seguía menos enfadado conmigo. Al tiempo que lo observaba con un ojo prudente, escuché las diferentes propuestas de Dol, Laygra, Murri, Deria y Aryes.
—¿Qué le dijo exactamente Srakhi a esos asesinos? —me preguntó Laygra.
Volví a repetir las palabras de Srakhi con cierta impaciencia:
—No os diré nada. Los dioses os castigarán. No es de vuestra incumbencia… Ah —añadí—, y cuando le dijeron que qué hacía un say-guetrán con un… er… un…
Lénisu enarcó una ceja interesado y me ruboricé. Sin embargo, carraspeé y solté unos cuantos insultos no muy gratos para la persona a quienes iban dirigidos. Mi tío se contentó con reclinarse contra el árbol, beber otro trago y madurar los insultos con el alcohol. Entorné los ojos pero no dije nada.
—Bueno, pues eso —continué—, que cuando se lo preguntaron, Srakhi contestó: el alma de Lénisu contiene muchísima más bondad que la vuestra, perros paganos.
Nos reímos por la ocurrencia de Srakhi pero enseguida seguimos construyendo nuestro plan: había que salvar a Srakhi cuanto antes.
—Raptemos a uno de los cofrades —dije, con los ojos brillantes—. Y preguntémosle todo lo que queremos saber. Así sabremos dónde habrán escondido a Srakhi.
Dol y Aryes aprobaron mi plan, pero mis hermanos y Deria dijeron que no era muy leal.
—¿Cómo que no es leal? —me extrañé.
—Como que no —confirmó Murri—. Si raptamos a uno de los suyos, actuaríamos como ellos.
Intercambié una mirada con Aryes y sonreímos, divertidos, pero mis hermanos no quisieron oír hablar de raptar a alguien, así que me encogí de hombros y pasamos a otra cosa.
Poco después, Lénisu alzó la vista hacia el cielo, y se levantó, interrumpiéndonos:
—Se acerca una tormenta. Una buena —añadió, examinando el cielo con tranquilidad.
Lo observamos, atónitos.
—Lénisu —dijo Murri—. ¿Por qué no participas un poco al plan del rescate?
Lénisu lo observó e hizo una mueca.
—Habrán doblado la guardia después de lo que ha ocurrido —contestó, con su botella en la mano—. No merece la pena intentar nada.
Lo miramos sin poder creernos lo que decía.
—¿Vas a abandonarlo? —preguntó Deria.
—Era tu amigo —dije, sin entenderlo.
—No éramos exactamente amigos. Teníamos un trato. Además, yo ya le salvé la vida una vez. —Echó un vistazo al cielo, y sopesó lo que quedaba de su botella con aire vacilante—. Con una vez es suficiente.
Nos echó una mirada indescifrable y subió al carromato, vaticinando la tormenta próxima y dejando detrás de sí un profundo silencio.
—Entonces, ¿nos vamos, sin más? —preguntó al fin Deria.
Nadie fue capaz de contestarle.
—Será mejor que vayáis a cubriros debajo del toldo —acabó por decir Dolgy Vranc.
Asentimos en silencio. No era que sintiese real amistad por Srakhi, porque no lo conocía mucho, pero me caía bien por el simple hecho de que estaba con nosotros y porque sabía que se podía contar con él. Por eso no podía creer que Lénisu hubiese decidido abandonar atrás a Srakhi, a alguien que hubiera dado su vida por él, aunque fuera por honra de say-guetrán. Pero Srakhi se había equivocado: Lénisu no era tan bueno como pensaba.
Se puso a llover poco después de que nos hubiéramos cobijado debajo del toldo. Como el día era tan gris y oscuro, y como no había sido del todo alegre, nadie tenía ánimo para hablar y decidimos echar la siesta. En un momento, desperté y vi que Lénisu estaba sentado junto a la salida, con su botella vacía en el regazo y la mirada perdida en la lluvia que caía a cántaros.
Me acerqué a él, procurando no pisar a nadie, y me senté a su lado, en silencio. Permanecimos así unos minutos, hasta que Lénisu murmurase:
—En los Subterráneos, las lluvias no son tan bellas como ésta. A veces se forman lluvias de un líquido pegajoso que llaman aguaponzoña, sale de ciertas rocas, las rocas esponjosas. Cuando te toca, te corroe la piel —dijo y se llevó distraídamente la mano al hombro. La retiró casi de inmediato desviando la mirada—. Es… asqueroso —me aseguró— y no se puede respirar mucho tiempo, es puro veneno. No te aconsejo probarlo. Afortunadamente, a veces no llueve en meses.
Calló y creí que no añadiría nada, pero entonces sonrió y dijo:
—Hace menos de un año habría jurado que no saldría de ahí vivo. Y cuando salí, juré no volver a entrar ahí aunque tuviera que matarme a mí mismo para ello. —Lo miré horrorizada y él sacudió la cabeza, sonriendo aún—. Un día, hace mucho tiempo, un anciano me dijo que la peor de las cobardías era la de renunciar a su propia vida por miedo a vivir. Aún sigo pensando que tiene razón… pero después de lo que he vivido, me pregunto si aquel anciano profundizó tanto la cuestión como yo lo he hecho.
Por enésima vez, me admiré de cómo Lénisu había quedado traumatizado por su estancia en los Subterráneos. Steyra no parecía tan alelada por haber nacido y vivido ahí. Quizá dependiendo de los sitios del Subterráneo hubiera lugares más o menos peligrosos, deduje. En realidad, era lógico. En la Superficie pasaba lo mismo.
—¿Sigues enfadado conmigo? —pregunté después de un silencio.
Lénisu me miró sorprendido, y luego pareció recordar. Supuse que el alcohol le había ralentizado considerablemente los reflejos y las neuronas.
—Ah, ya —dijo, sonriente, contemplando la lluvia—. Se me había olvidado.
Le devolví la sonrisa, vacilante.
—¿En serio?
Lénisu me miró y asintió solemnemente.
—En serio. Pero ahora que me lo recuerdas, estoy enfadado contigo —dijo, con naturalidad—. Y mi furia es terrible, cuando estoy cabreado —añadió, con una voz profunda y teatral que me hizo reír—. Aunque hay una manera de aplacarla.
—¿Cuál? —pregunté.
—¿Recuerdas que me prometiste algo, hace unos meses?
Entorné los ojos, intentando recordar. Lénisu me miró con aire interrogante y me esforcé por recordar mejor…
—Fue después de lo del dragón de tierra —me dijo, por darme una pista—. ¡Ah! Veo que ya te acuerdas. ¿Y bien?
Ruborizada, dije como recitando una lección:
—Te prometí que nunca cuestionaría lo que pudieras hacer o lo que pudieras pedirme que haga.
—Exacto. Bien, quiero que se te meta bien en la cabeza y no la vuelvas a olvidar. Las promesas no se olvidan tan fácilmente como pareces hacerlo tú.
Asentí, bajando la cabeza.
—Muy bien, lo vas pillando. Así que… te diré lo que tienes que hacer y lo harás, ¿mm? —asentí otra vez, mordiéndome el labio. Lénisu se puso entonces a hablar rápida y decididamente—. Irás a Ombay, con el carromato, Trikos y los demás. Estamos al primer Ventisca de Espina. Son unos tres días de viaje así que… llegaréis ahí el segundo Lubas como mucho. Ahí, irás a una taberna llamada El Merendón y esperarás una semana entera, pagando con este dinero —dijo, poniéndome una bolsa bien rellena de monedas—. Me reuniré con vosotros al alba del séptimo día, es decir del tercer Garra.
Lo observé que se ponía la capucha de la capa y lo contemplé, boquiabierta.
—Tengo asuntos que atender —dijo, antes de que le preguntara nada—. Y será mejor que no te interpongas esta vez. Te lo prohíbo categóricamente.
Pocas veces me había mirado con tanta seriedad. Entonces, y sin que pudiera decirle nada, agarró otra botella de aguardiente, bajó del carromato de un salto y, bajo la lluvia recia, se alejó con paso firme.
—¡Lénisu! —voceé, aterrada—. ¿Adónde vas? —le grité a la lluvia— ¡Maldita sea, está loco!
—¿Qué ocurre? —preguntó Murri, al despertarse con un sobresalto.
—¿Shaedra? ¿Estás bien? —preguntó Deria, levantándose a medias.
—Yo estoy perfectamente —dije, rabiando—. Es Lénisu. Se ha vuelto loco.
—¿Lénisu? —dijo Murri—. ¿Dónde está?
—Se ha ido —dijo el semi-orco.
—¿Se ha ido? ¿Cómo que se ha ido? —soltó Laygra, frotándose los ojos.
—Se ha ido como alguien que se va —repliqué, malhumorada, tirando la bolsa de dinero en el suelo del carromato. Los pensamientos revoloteaban en mi mente y me sentía más confusa que nunca.
Aryes recogió la bolsa y la sopesó.
—Esto es más de lo que necesitamos para pagar seis noches en un albergue —comentó. Como lo miraba de hito en hito, se sonrojó y admitió—: He escuchado lo que te ha dicho.
—Ya, eso ya me lo imaginaba —gruñí. Me acurruqué y posé la barbilla sobre mis rodillas, balanceándome con un movimiento regular.
—¿Pero adónde va? —preguntó Laygra.
—Ni idea —contesté, abstraída.
—¡Habrá ido a salvar a Srakhi! —dijo Deria, emocionada.
La miré, como si se hubiera vuelto loca, pero Aryes asintió.
—Probablemente.
—Pero nosotros vamos a Ombay —intervino Dolgy Vranc—. Y será mejor que nos movamos ya.
Por la tranquilidad con la que dijo esto, me costó creerme que se hubiera enterado al mismo tiempo que yo de la repentina y disparatada idea de Lénisu.
—Está diluviando —protestó Laygra.
—Es lo que tiene el Ciclo del Pantano —replicó él. Y cubriéndose la cabeza con la capucha, bajó del carruaje.
Distraídamente, recordé que un gnomo, en la academia, me había dicho que estaba casi seguro de que vendría un Ciclo de la Bondad. Neyl Dosin, se llamaba… Dejé de pensar y seguí balanceándome para adelante y para atrás. Me sentía muy mal, me dije, con náuseas.
Murri nos echó un vistazo y se agitó, nervioso.
—Voy a ayudar a Dol con el caballo —dijo.
Deria y Aryes me miraban como si esperasen que dijera algo. Laygra parecía sumida en sus pensamientos. Y Syu no paraba de repetirme que quería doce plátanos, el doble de los que había en el cuenco de la habitación de la cofradía…
«Syu, por favor, cállate de una vez, no estoy de humor para pensar en comida.»
El mono gawalt gruñó pero no dijo nada más y se metió debajo de las mantas. Lo había herido, pero yo también me sentía herida y en cualquier caso no era el momento ideal para tener una voz en la cabeza hablándome de plátanos.
—¿Qué? —siseé, al ver que Aryes y Deria me observaban de reojo.
—¿No vas a intentar seguirlo? —preguntó Deria.
No respondí y apreté los dientes, mirando la lluvia con un interés exagerado.
—Es verdad —dijo entonces Aryes—, normalmente ya estarías corriendo para alcanzarlo.
Lo fulminé con la mirada y volví a mi muda contemplación. Ir en busca de Lénisu era inútil. Le había prometido que haría lo que me pedía. Noté unos movimientos en la carreta y vi que Dolgy Vranc se había subido en la parte delantera y arreaba al caballo. Murri se sentó junto a él e intercambiaron algunas palabras que el estrépito de la lluvia me impidió oír. Y de todas formas, no quería escuchar a nadie en aquel momento. Tenía la impresión de que Lénisu me había tendido una trampa. ¿Cómo podía haberme hecho prometer que me fuera sin él? Tenía una extraña sensación de abandono.
Cuando Deria supo que iríamos a Ombay, soltó una exclamación de alegría.
—¡Ombay! ¡Dicen que es la ciudad más grande de la Tierra Baya!
No compartía sin embargo su alegría. Cerré los ojos imaginándome vanamente que al abrirlos me encontraría otra vez en Ató, escuchando un cuento de Sain y comiendo una de las deliciosas tartas que hacía Wigy… Pero al abrir los ojos tan sólo vi que habíamos vuelto al camino que iba hacia el norte y que seguía cayendo la lluvia como si no fuera a parar nunca. El camino empedrado se desdibujaba rápidamente entre la cortina grisácea de agua que caía del cielo. Y cada vez nos alejábamos más de Dathrun, del doctor Bazundir, de Daelgar, de Steyra, de la demás gente que había conocido… y de Lénisu.
Durante los tres días que duró el viaje en carreta, no paró de llover, salvo durante escasos ratos en los que apenas llegaba a asomar el sol. Pasado el desánimo que sentí al verme abandonada por Lénisu, intenté buscar una lógica a todo lo sucedido recientemente y, como Lénisu no había querido aclararme nada antes de largarse, acababa siempre perdiéndome en conjeturas que a veces compartía con los demás.
Emitimos decenas de hipótesis, y hasta acabamos por considerar la idea según la cual Lénisu estaría comprometido de alguna manera con esa cofradía desconocida. Murri y Laygra dijeron que probablemente la cofradía en la que habíamos entrado Syu y yo era la cofradía del Istrag. Yo nunca había oído hablar de esa cofradía y por lo visto Aryes tampoco.
—Es una cofradía ilegal que vende sus servicios —me explicó Murri—. Es bastante conocida.
—¿Qué tipo de servicios? —preguntó Aryes, mientras avanzaba la carreta por la ruta, cruzándose con algún comerciante o mensajero o algún viajero temerario.
—De todo tipo —contestó mi hermano—. Son ladrones, asesinos, espías, mensajeros… a veces incluso pueden tener un trabajo honrado al lado. Los hay artesanos, comerciantes… Bueno. El caso es que Sothrus me dijo una vez que conoció a un sirviente de su padre que pertenecía a la cofradía —nos reveló—. Cuando lo descubrieron, lo echaron, por supuesto. Pero intentaron ocultar el asunto como pudieron.
—Creía que Sothrus vivía en un pueblo —dije.
—Los Istrags están por todas las Comunidades. Incluso hay alguna sede en las Ciudades de Lorri-man. Pero se dice que donde son más poderosos es aquí, en Dathrun… y en Ombay.
—¿Y cómo descubrieron que era un Istrag? —preguntó Deria.
Murri frunció el ceño.
—¿Cómo dices?
—El padre de Sothrus. ¿Cómo supo que el sirviente era un Istrag?
—¡Ah! Sí. Pues al parecer, otro sirviente lo vio hablar con una persona encapuchada y escuchó lo que decían. Así de fácil.
—Así de fácil —repitió Laygra, enarcando una ceja escéptica—. Ese sirviente… ¿oyó claramente las palabras «soy un Istrag»? Me extrañaría que sean tan bobos para decirlo…
Murri la fulminó con la mirada.
—Siempre que repito alguna historia contada por Sothrus tienes que retorcer las cosas —se quejó.
Laygra se encogió de hombros, indiferente.
—Sothrus habla mucho y cuenta muchas mentiras. Y a veces, mete la pata. Por ejemplo, hace unos meses dijo que…
—Sí, sí, ya sé lo que me vas a sacar ahora…
Laygra entrecerró los ojos y continuó, inquebrantable.
—Dijo que había besado la mano de la princesa de Eiloís, en Dathrun. Ni siquiera se dijo que la princesa saliera de su torre de marfil.
—Se rumoreaba que había venido a Dathrun por su salud —protestó mi hermano.
—Bobadas. Sothrus debió de inspirarse en esos rumores para construir su mentira. Además, no quiso ni decirnos si había hablado con ella o no, como si estuviera guardando un secreto, pero lo cierto es que no podía decirnos nada porque no había intercambiado ni una palabra con la princesa.
Murri puso cara sufrida.
—Laygra…
—Sothrus es un mentiroso empedernido —concluyó Laygra—. Pero le encanta ser el centro de atención y le encanta impresionar a las mujeres hermosas, ¿verdad?
Murri gruñó e hizo un gesto con la mano.
—Es imposible discutir contigo. Además, reconozco que Sothrus tiene sus debilidades y sus defectos, pero podría decir lo mismo de tus amigos. Y de ti ni te cuento.
Laygra bufó pero no contestó.
—Por todos los dioses, no os enfadéis otra vez —intervine, poniendo los ojos en blanco. El mal tiempo parecía haber avinagrado el carácter de mis hermanos—. Estábamos hablando de los Istrags.
—Tú no te hagas la listilla, porque sigo enfadada contigo —replicó Laygra, mordaz, girándose hacia mí—. Por lo de los caramelos y porque siempre te metes en líos y sin avisarnos.
Agrandé los ojos, intercambié una mirada con Aryes y Deria y decidí callarme. Era mejor no contestar a mi hermana cuando estaba en ese estado de ánimo. Laygra soltó otro gruñido, se cubrió con sus mantas y desapareció debajo de ellas mascullando:
—Voy a dormir.
—Buena idea —murmuró Murri entre dientes, y luego se giró hacia delante—. ¡Dol! Te sustituyo.
Y levantándose a medias, avanzó hacia la parte delantera del carruaje. Oí el largo suspiro de Deria.
—Estoy harta de la lluvia —dijo.
Recordé que Deria venía de Tauruith-jur y que no tenía que estar muy habituada a ver el cielo sencillamente. Solté un suspiro a mi vez.
—Al menos no moriremos de sed —dije.
—La tierra debe de estar hecha todo un lodazal —comentó Aryes.
—¿Qué os decía? ¡El Dailorilh tenía razón! —soltó Dolgy Vranc, sentándose pesadamente en sus mantas. Tenía los pantalones empapados porque, por desgracia, el toldo no llegaba a cobijar del todo al conductor de la carreta.
—Bueno —dije, sonriendo anchamente—, si nos viene un Ciclo del Pantano, y nos dirigimos a Acaraus, la hemos hecho buena.
Dolgy Vranc sonrió a su vez.
—Cierto. Acaraus no necesita ningún Ciclo del Pantano para tener barro a tutiplén.
—¿Estuviste alguna vez ahí? —pregunté, curiosa.
—¿En Acaraus? No, qué va. En realidad, nunca había salido de Ajensoldra.
Recordé que Lénisu decía que el semi-orco era contrabandista hasta la médula y, después de dudar otra vez de que lo fuera realmente, me pregunté quién era exactamente Dolgy Vranc, o al menos quién había sido antes de que se instalara en Ató para fabricar juguetes. Que yo supiese, en Ató no tenía a ningún miembro de su familia y jamás le había oído hablar de que tuviera sencillamente familia.
Seguimos hablando un poco del tiempo y, al de un rato, vi a Dolgy Vranc que sacaba algo de su bolsillo.
—¿Qué es eso? —pregunté, intrigada, inclinándome para ver mejor.
—¡Una armónica! —exclamó Deria, boquiabierta.
El semi-orco sonrió y se la tendió.
—Como me dijiste que sabías tocarla, pensé que te haría ilusión… entré en la tienda mientras estabais comprando cerillas y…
—¡Dol! —murmuró Deria, con los ojos húmedos. Parecía como paralizada.
—¿Te gusta?
De pronto, Deria le dio un abrazo muy fuerte al semi-orco.
—¡Gracias, Dol! ¡Claro que me gusta!
Probó inmediatamente el instrumento y poco después nos deleitó tocando una música alegre que calentó el ambiente. Como la mayoría eran canciones conocidas tan sólo por los habitantes del Cinto del Fuego, Deria tuvo que enseñarnos la letra, y terminamos cantando a coro canciones en nailtés que contaban historias de aventuras, de amor, de humor y desventuras. Como habíamos entrado en terreno conocido, les canté varias canciones que todo buen tabernero de Ajensoldra debía conocer aunque se le olvidara su propio nombre.
Por último, les canté una larga canción titulada La mala suerte, que contaba la vida de una niña pobre que pasaba por toda una serie de desgracias estrafalarias. Era una canción humorística y satírica muy conocida que se cantaba en todas las fiestas, y Dolgy Vranc y Aryes me acompañaron en el estribillo. Cuando hube acabado, me aplaudieron, riendo.
—¡No sabía que cantases tan bien! —me felicitó Laygra.
Me encogí de hombros modestamente.
—En la cocina, preparando la comida, Wigy y yo solíamos cantar un montón de canciones.
—No, no me refiero a eso —dijo mi hermana, negando con la cabeza—. Quiero decir que tienes buena voz, aunque un poco aguda.
Enarqué una ceja y volví a encogerme de hombros.
—Los ternians tenemos sangre de dragón, ¿recuerdas? Los dragones siempre han sido conocidos por ser buenos cantantes.
—¿Sangre de dragón? —repitió Laygra.
Oí la carcajada de Murri, delante.
—¡Sangre de dragón, Laygra! ¿No te acuerdas de lo que siempre os repetía, cuando éramos pequeños? Os decía que proveníamos de los dragones, ¡caray! ¡Creía que era el único en acordarme de eso! El Viejo Wigas solía contarnos historias de ternians. Lo de los dragones, tuve que sacarlo de alguno de sus cuentos.
Resoplé, sonriente.
—¡Lo sabía! Sabía que no me lo había inventado.
Laygra nos miró alternadamente, con el ceño fruncido.
—Los ternians no tienen sangre de dragón. Es una idea ridícula.
—Tenemos escamas —protesté, señalando mis cejas—. Aquí y en la espina dorsal —añadí.
—Los tiyanos también —replicó mi hermana.
—Sus escamas parecen más escamas de pescado que otra cosa —gruñó Murri.
—Y nosotros tenemos garras —apoyé, enseñando mis garras relucientes. Observé la expresión impresionada de Deria y sonreí a medias, divertida.
—¡Murri! Mira un poco el camino, ¿quieres? —intervino Dolgy Vranc.
—Sí, ya, ya.
Miré hacia delante y vi al caballo avanzar bajo el diluvio. Tenía el pelaje hundido y sus cascos metían un ruido regular contra la piedra de la ruta. Deria se había puesto a tocar con la armónica una melodía suave y serena.
—Pobre Trikos —suspiré—. Me recuerda a Galgarrios cuando se cayó en el Trueno, en plena corriente, el invierno pasado.
Inopinadamente, Aryes se echó a reír a grandes carcajadas y me quedé mirándolo, sacudiendo la cabeza.
—No le veo la gracia —dije, ofendida—. Galgarrios estuvo a punto de palmarla.
—Ya, lo sé, perdóname. —Se secó las lágrimas de los ojos y trató de recobrar su seriedad—. Sólo es que… recuerdo que aquel día…
Calló e hizo un gesto como diciendo que no importaba.
—¿Qué? —pregunté, curiosa.
—Er… Nada. Nada —repitió, agitando la cabeza.
No insistí, pero vi que le duró buen rato la sonrisilla en la comisura de los labios. Poco después, me levanté para remplazar a Murri y Deria se sentó a mi lado. No sabía mucho de riendas y todavía menos de caballos, pero la ruta solía ser recta y ancha así que me parecía justo que nos turnáramos todos: Trikos hacía el trabajo solo, únicamente había que recordarle de vez en cuando que tenía que avanzar.
La primera noche que habíamos pasado, cobijados en el carromato, Dolgy Vranc había seguido quizá dos horas más, en la oscuridad, antes de permitir a Trikos un descanso bien merecido. El segundo día, el candiano se había pasado muchas horas tirando de la carreta con nosotros dentro. Desde luego, su aguante era impresionante.
Con las riendas en la mano, giré la cabeza hacia el cielo que descargaba sobre nosotros cubos enteros de agua. Fruncí el ceño.
—¿Cuántas horas crees que quedan para el anochecer? —pregunté.
Deria resopló, la mirada fija en la lluvia y en la crin del caballo.
—Ya sabes, yo no tengo ni idea de cielos y estrellas —me dijo.
—Unas dos horas —me contestó Murri, detrás de nosotras—. Aj. Si hubiese sabido que saldríamos tan de repente, me habría llevado la piedra de Nashtag del laboratorio. Habría podido ser útil.
—¿Piedra de Nashtag? —repetí, asombrada—. ¿Tienes una piedra de Nashtag?
—En la academia —asintió Murri—. Márevor Helith me la regaló.
Las piedras de Nashtag eran muy comunes en el Imperio de Iskamangra. Según los libros y los testimonios que había podido oír, la gente tenía muros enteros de sus casas hechas con Nashtag, y tenían mucho ojo para evaluar la hora que era según los matices de color que iba cogiendo la piedra a lo largo del día. Recordaba que el maestro Yinur nos había enseñado a leer la hora en el Nashtag, pero ahora me temía que se me habían olvidado unas cuantas cosas sobre el tema. Era poco común ver piedra de Nashtag en Ajensoldra, donde alguien con un reloj así era considerado excéntrico cuando no simpatizante de los iskamangros. No por nada se les llamaba a los iskamangros Súbditos del Nashtag: con esa piedra hacían sus casas, sus palacios, sus torres y, en definitiva, vivían rodeados de Nashtag. En Ató, siempre se le había dado mala imagen a dicha piedra, y estaba claro que eso les venía bien a los relojeros ajensoldrenses.
Cuando la oscuridad del día fue haciéndose cada vez más densa, nos detuvimos. Dolgy Vranc se ocupó de Trikos bajo la lluvia que seguía cayendo, aunque, como observó Aryes, caía con menos fuerza. Comimos lentejas frías y pan, cantamos un poco más y luego nos acostamos.
Sólo en ese momento me volvió un detalle en mente: llevaba dos noches sin sentir los efectos de la poción. Era una noticia esperanzadora, pero no por eso me sentí más aliviada. ¿Y si de pronto me transformaba en plena noche? ¿Y si me veían antes de que pudiera esconderme?
«¿Estás segura de que lo que te pasa no es normal?», me preguntó Syu, medio dormido, junto a mí.
En la oscuridad de la carreta, hice una mueca que se asemejaba a un rictus nervioso.
«¿Acaso has visto alguna vez a un saijit cubrirse de marcas extrañas y sentirse arder por dentro como si tuviese metida una hoguera o algo así?»
«Aparte de ti, a nadie», admitió Syu. «Pero hay muchos saijits que no hemos visto.»
Sonreí. En eso tenía razón, ¡había miles y miles de saijits que no vería en mi vida! Negué con la cabeza, sin embargo.
«No, Syu. Estoy segura de que lo que me ocurre no es normal. Y sé lo que provocó esto. Pero no sé remediarlo. Y… si Seyrum decía que ignoraba cómo reparar los daños causados… quizá sea más difícil remediarlo que quitarme a Ribok de la cabeza. Al menos, para lo de Jaixel, ya sabemos más o menos lo que hay que hacer.»
Syu se estiró y se acurrucó contra mi brazo.
«No pienses más», me aconsejó. «Pensar bajo la lluvia suele dar más pesadumbres que alegrías.»
«¿Eso es otro proverbio gawalt?»
El mono sonrió y abrió un ojo.
«No. Los monos gawalts no sólo repiten, también crean proverbios.»
«Lógico», razoné, bostezando. «Nada sale de la nada.»
«Menos los plátanos», me recordó Syu. «Me debes doce plátanos.»
«¡Doce plátanos!», gruñí. «¿Piensas comértelos todos seguidos?»
Syu hizo una mueca meditativa y asintió, pero luego se corrigió:
«Le daré uno a Aryes y otro a Deria.»
«Vaya, ¿y por qué?», pregunté, sorprendida.
«Porque los gawalts saben compartir con los amigos», soltó, orgullosamente. «Y además, Aryes me compró una vez dos plátanos en el mercado, y Deria sabe tocar música.»
«¿Y a mí no me darás ninguno? Hoy he cantado, además Laygra dice que tengo buena voz», le dije, con una sonrisa divertida.
«Tú eres quien me debe doce plátanos», me recordó el mono.
«De acuerdo», repliqué, volviendo a bostezar. «Te quedarán diez plátanos. Si te da un atracón, no me culpes.»
«¿Cuándo?», preguntó Syu, después de un silencio.
«Cuando lleguemos a Ombay», le prometí.
* * *
Llegamos un día más tarde de lo previsto, por la intemperie, y porque nos encontramos no muy lejos de Ombay con que se había caído un árbol enorme en medio de la ruta. El viento se había levantado aquella noche y había soplado tan fuerte que a veces vimos a Trikos titubear sobre sus cuatro patas. Hacia media mañana, sin embargo, el viento se calmó, pero volvió a soplar a eso de las cuatro. Hacia las seis de la tarde, nos encontramos con una fila de carretas paradas y cargadas de mercancía. Nos enteramos de que se había caído un árbol en la vía y estuvimos esperando durante dos horas antes de que llegara un grupo de leñadores para cortar el tronco en cachos. Pese a estar bajo una lluvia torrencial, trabajaron rápido. Luego, utilizaron dos caballos de tiro y lograron despejar la vía. Sin más dilaciones, las carretas continuaron su viaje con prisas. Las expresiones de los cocheros y conductores reflejaban irritación y enfado: ya que el tiempo no era muy alegre, que un tronco les retrasara el viaje les había avinagrado el carácter y se gritaban entre ellos para que avanzasen más rápido.
A la mañana siguiente, entramos en Ombay. Entramos en un momento en que tan sólo lloviznaba y la gente, que había permanecido encerrada durante largo tiempo, había salido a pasear por las calles, indiferente a la fina lluvia que caía. Como Ombay está rodeada de llanuras, campos y viñas, no se podía ver la real extensión de la ciudad desde donde estábamos. Sin embargo, supe de inmediato que jamás había visto una aglomeración tan grande.
Durante el viaje, habíamos seguido muchas veces la ruta paralela a la costa y habíamos pasado por algún pueblecito pesquero, evitando sin embargo los albergues y posadas porque a Dolgy Vranc no le pareció buena idea y pretextó que los Istrags quizá estuviesen siguiéndonos. No habíamos advertido el menor indicio de que alguien nos estuviese siguiendo, pero no protestamos. De todas formas, bajo el toldo impermeable, estábamos a gusto en el carromato. El único que no podía estar tan contento era Trikos.
Pues bien, después de tres días de atravesar prados, bosques y colinas, ver la gran extensión de campos frutales y cultivos y luego darse poco a poco cuenta de que las granjas se iban convirtiendo en pueblos y en ciudad era algo asombroso. Entre el amasijo de tejados rojos y negros se alzaban tres torres gigantescas y redondas que eran lo triple de grandes que la Torre del Brujo, si no más.
Cuando nos aburrimos de ver desfilar calles, casas, carretas y gentes de todo tipo, empezamos a preguntarnos dónde estaba el albergue que Lénisu me había dicho que buscara: El Merendón. Nos quedamos atascados un cuarto de hora en una calle y en cuanto pudimos, tomamos una dirección diferente a la que tomaban todas las demás carretas mercantes.
—Bien… —mascullé, mirando por encima del hombro de Dol y Deria, sentados en el banco delantero—. ¿Y ahora por dónde?
Dolgy Vranc, sin contestar, arreó el caballo y avanzamos por una calle que ascendía suavemente para volver a descender muy suavemente también. Hacia la mitad de la calle, vi sentado, en una esquina, a un mendigo y tuve una idea repentina.
—¡Para!
Dol frunció el ceño e hice una mueca.
—Para, por favor, tengo una idea.
—¿Qué idea? —preguntó Deria.
—Descuida, Deria —le dije, pasando por encima del banco y saltando a tierra. Syu dio también un salto y soltó un grito de alivio al ver que el mundo no se había vuelto loco y que no se balanceaba como la carreta.
—¿Qué vas a hacer? —me preguntó Murri, bajando también de la carreta.
—Decidme, ¿quién mejor que los mendigos conoce todos los lugares de una ciudad? —Enarqué las cejas ante sus expresiones y luego puse cara pensativa—. Eso lo leí en un libro.
—¿Las aventuras de Shakel Borris? —preguntó Aryes.
Se me iluminó el rostro.
—Las aventuras de Shakel Borris —confirmé.
Les di la espalda, aunque antes pude apreciar la expresión claramente divertida de Aryes. El mendigo tenía una pierna vendada y una cachava cruzada sobre las rodillas. Era humano y tenía la piel pajiza y los ojos azules y muy pálidos. Me dirigí hacia él con decisión.
—Buenas tardes —le dije alegremente—. Usted debe de saber muchas cosas acerca de Ombay.
El mendigo llevaba observándonos desde hacía un rato, pero cuando me vio dirigirse a él, se sobresaltó, como sorprendido, y me examinó con los ojos entrecerrados.
—Una limosna para un pobre tullido —graznó, tendiendo una mano arrugada y enfermiza.
—Oh —dije—. Er… quisiera saber dónde está el albergue El Merendón. ¿Lo conoce?
El mendigo asintió y miró significativamente su mano vacía. Afortunadamente, Murri me había seguido y, entendiendo el problema, sacó de su bolsillo una moneda de un décimo y se la puso en la mano al hombre. Yo no tenía nada tintineante en mis bolsillos aparte del shuamir.
—Los dioses se lo paguen, buen hombre —le dijo el mendigo a mi hermano. Entonces, clavó en mí sus ojos azules y añadió—: Dirigíos hacia la Calle de la Zapatería: para eso, tenéis que ir todo recto, hasta que acabe la calle, luego seguid la Avenida del Ámbar, todo recto hasta el final. Ahí está la Calle de la Zapatería. El albergue que buscáis está en una calle perpendicular a esa, la Calle de los Lum la llaman.
Nos dirigió una sonrisa desdentada y asentí con solemnidad.
—Muchas gracias.
—Os podría decir unas cuantas cosas de vital importancia para forasteros… por cinco décimos —dijo el mendigo.
Como yo no era quien tenía el dinero, enarqué una ceja hacia Murri, pero él negó con la cabeza.
—Ya conocemos la ciudad —replicó—. Pero gracias por la propuesta.
—Que pase usted una tarde agradable —solté.
Y volvimos a subir a la carreta. Dolgy Vranc arreó enseguida a Trikos y se giró hacia nosotros brevemente.
—Es una pena que Lénisu haya elegido El Merendón en vez del albergue por el que pasé hace unos meses con Aryes y Srakhi.
—¿Quieres decir que seguramente El Merendón es un albergue de baja categoría? —preguntó Laygra, con una mueca disgustada.
—No lo sé —contestó él—. Pero no me gusta lo desconocido.
Sobre todo cuando era Lénisu quien nos mandaba ahí, completé, con una mueca, entendiendo los pensamientos del semi-orco. Sin embargo, yo confiaba en que Lénisu sabía adónde nos mandaba.
La Calle de la Zapatería estaba prácticamente colapsada por los numerosos transeúntes y a partir de ahí avanzamos más despacio. Trikos permanecía curiosamente tranquilo entre la multitud y empezaba a entender por qué Lénisu le tenía tanto aprecio: aquel caballo era único.
El Merendón resultó ser un impresionante edificio de tres pisos, lleno de ventanas y rodeado por un corredor y arcos de medio punto. Tenía un tejado empinado de pizarra y chimeneas por todas partes, aunque naturalmente ninguna de éstas funcionaba porque, pese al cielo gris y a la llovizna que seguía cayendo, hacía calor.
La puerta principal del albergue estaba al fondo de un pequeño corral cernido por el edificio. Era una puerta de madera que, abierta de par en par, dejaba entrar y salir a gente de todo tipo. Arriba de la puerta, rezaba un letrero dorado «Pensión del Merendón».
Nos habíamos bajado del carruaje para ver mejor. Aposté a que ninguno esperaba encontrarse con un albergue tan grande. ¿Realmente quería Lénisu que nos quedáramos ahí seis días?
—Voy a entrar —dijo Dolgy Vranc, deteniendo el carruaje y apeándose—. Alguien tiene que cuidar del carruaje. ¿Murri?
Mi hermano asintió y acarició el lomo de Trikos con una mano afectuosa mientras nos dirigíamos hacia la puerta principal. En realidad, el edificio no era lujoso, pero estaba limpio y tenía muchas comodidades. La persona que nos atendió era una joven humana morena de cara de caballo y pelo de cuervo que miraba a las personas como si tuviera la intención de despellejarlas ahí mismo si las pillaba haciendo algo ilícito.
Varias veces, mientras hablaba Dolgy Vranc con ella, bajó gente de las escaleras y todos la saludaban respetuosamente diciéndole: «Buenos días, señora Yen». Y ella les contestaba con un tono invariablemente receloso.
En total, nos salía cincuenta kétalos la noche. Hubiera sido una barbaridad si el edificio se hubiera ubicado en Ató, pero en Ombay, al parecer, todo era caro menos el pan y las palabras.
El ambiente, en sí, no era malo, y una vez que nos hubimos ocupado de alojar a Trikos, subimos todos a nuestras habitaciones, al segundo piso. Las tres habitaciones eran de dos personas. Primero, Dol abrió la puerta de la habitación que daba a la calle. Tenía dos camas contra el muro y una gran ventana con cortinas verdes.
Yo compartí con Aryes y Laygra con Deria los cuartos que daban al corral, y como no teníamos gran cosa para dejar en los cuartos, menos la caja de madera de tránmur de Lénisu, las capas, los sacos, la cuerda, las cerillas y alguna que otra provisión que se podía transportar fácilmente, pues rápidamente nos encontramos todos en el corredor, sin saber qué hacer. Así que, poco después, salimos a la calle a curiosear.
Muchos de los que se alojaban en El Merendón eran estudiantes pues, como pudimos comprobarlo, la universidad de Ombay estaba a cuatro manzanas de la pensión. Nos pasamos el día visitando esa parte de Ombay y Aryes y Dol nos mostraron el albergue donde se habían hospedado con Srakhi durante varias semanas, antes de dirigirse hacia Dathrun. Luego, por supuesto, cuando pasamos por el mercado, le compré doce plátanos a Syu con unas cuantas monedas que me dio Dol. Con toda la alegría del mundo, el mono se comió cuatro enteros antes de pensárselo más detenidamente y pedirme que guardara los otros y los llevara de vuelta a la pensión. Sin embargo, me confesó que no se sentía a gusto en un sitio tan plagado de saijits.
«Huele a saijit por todas partes», se quejó mientras el sol empezaba a desaparecer detrás de los tejados.
Olía a suciedad, barro y polvo.
«Eso no es olor a saijit», le dije con una sonrisa burlona. «Es el olor de las ciudades grandes. En el Puerto de Dathrun también olía un poco así, ¿recuerdas?»
«Cuando digo que huele a saijit, huele a saijit», insistió el mono, sacudiendo la cabeza y desapareciendo entre la gente.
Fruncí el ceño al verlo desaparecer.
«¡No te pierdas!», le dije.
Recibí, por toda respuesta, un gruñido altivo.
—Amigos míos —pronunció Dolgy Vranc, mientras nos encaminábamos ya hacia la pensión—. ¿Qué queréis cenar hoy?
Su pregunta generó toda una controversia. Llevábamos días comiendo pan seco y tiras de carne seca, todo comida fría, y empezábamos, no a pasar hambre, pero sí a desear una buena sopa caliente. Al menos, en mi caso.
En la última hora, se había puesto a llover otra vez de veras pero la puerta de la taberna a la que llegamos, cobijada bajo una tejavana, permanecía abierta, y del interior salían ruidos de voces, gritos y carcajadas. La taberna no estaba muy lejos de la pensión y estaba llena a rebosar de estudiantes pero también de algún que otro burócrata. Reconocí por sus señas a tres escribanos, un abogado y cinco guardias.
Nos sentamos a una mesa en silencio y preguntamos cuál era el menú. Había trucha, anchoas, sopa de puerros, arroz, ensalada, ternera y fruta… comimos hasta saciedad. Yo misma me comí un plato entero de sopa, anchoas, una pera y tres zanahorias. ¡Todo un festín!
Teníamos dinero para vivir al menos dos semanas, y sabiéndolo, me sorprendí al sonreír sin razón alguna. Un estudiante músico tocaba con su guitarra una música alegre y las voces y risas alimentaban el ambiente.
—No nos durmamos —nos avisó Dolgy Vranc, golpeando la mesa con sus dos manos haciendo que nos sobresaltáramos—. Volvamos a la pensión.
Pasamos dos días así, sin incidentes. Syu comía toda la fruta que quería, Aryes y yo seguíamos enseñándole a Deria cosas sobre el jaipú y las energías, Dolgy Vranc se paraba en cada tienda de juguetes para ver los modelos, en busca quizá de nuevas ideas para su propia colección… los únicos que no parecían tan tranquilos eran mis hermanos. Me costó entender por qué, pero al fin lo entendí: estaban esperando el día en que podrían volver a Dathrun y retomar las clases en la academia. Querían volver, y las circunstancias no se lo estaban permitiendo. Y yo no sabía qué podía hacer. Después de todo, todo dependía de ellos, si querían volverse, yo no podría impedírselo y lo entendería. Esos pensamientos y la ausencia de Lénisu eran los que me impedían sentirme feliz del todo.
Todas las noches, temía además volver a caer en ese extraño estado de transformación que me hacía sentir como si las llamas me estuvieran consumiendo entera. Pero pasó Garra, pasó Ventisca y no ocurrió nada. A veces, atormentada por algún temor, me quedaba un buen rato en vela, sin poder dormir, y escuchaba la respiración regular de Aryes, tratando de imitarlo y conciliar el sueño, y al final solía conseguirlo. Excepto la noche de Muérdago a Jabalina.
Aquella noche, apenas dormí. Primero, sentí la misma sensación de calor insoportable recorriéndome el cuerpo. Le siguió una oleada de miedo que indudablemente era sólo fruto de mi reacción. Aryes dormía apaciblemente en su cama mientras que el estrépito de la lluvia que chocaba contra el adoquinado se volvía cada vez más atosigante… entonces, sentí una convulsión recorrerme todo el cuerpo, di un respingo y, sin esperar más, me levanté de un bote y me dirigí hacia la puerta discretamente, con el corazón latiéndome a toda prisa y con la sensación de estar levitando para evitar pisar un suelo en llamas. Pero era inútil huir de mí misma.
Salí de todas formas, con la firme intención de seguir ocultando lo que me ocurría. No tenía ni idea de qué me pasaba y no quería que los demás creyesen que era algún tipo de pájaro de mal agüero atrayéndome todas las desgracias. De modo que cerré la puerta detrás de mí con suma precaución y me dirigí hacia las escaleras, rozando con mis pies la alfombra del pasillo. Había dos lámparas encendidas, pero eso, lejos de agradarme, me intranquilizó. ¿Y si me veían? ¿Y si…?
Llegada al final del pasillo, me detuve en seco, contemplándome en el pequeño espejo que había contra el muro. Mi rostro estaba cubierto de marcas de un negro profundo, como las que se pintaban algunas curanderas para realizar sus rituales curativos. Abstraída totalmente por aquella imagen reflejada, alcé una mano y me toqué la marca con la yema de un dedo. Noté cómo un relámpago energético me recorría el cuerpo de la mano hasta el rostro. Entonces me miré a los ojos y me quedé petrificada por un momento: tenía los ojos rojizos y las pupilas se habían convertido en finas rendijas, como los gatos en la oscuridad. Daba miedo. Pero ¿podía acaso alguien tener miedo de sí mismo?
Una sonrisa con dientes levemente afilados apareció en la imagen y volvió a desaparecer de inmediato, transformándose en una mueca. Aquello era una pesadilla, me dije. Cerré los ojos y los volví a abrir. La imagen seguía ahí, inalterable. Con un suspiro, le di la espalda al espejo y me pregunté si algún día dejaría de meterme en líos. Porque si continuaba así, acabarían saliéndome cuernos y alas.
Oí un ruido de pasos en las escaleras y el pánico me invadió. Alguien estaba subiendo.
Así que me dirigí hacia las escaleras que llevaban al último piso y subí los peldaños a toda prisa, imaginándome oír algún grito de terror detrás de mí, pero no hubo ningún grito. Sin embargo, cuando llegué al último piso, seguí oyendo los pasos que subían. Subían lentamente, como inseguros, y me dije que tenía que tratarse de algún estudiante cuyos reflejos la bebida había alterado.
Decidí utilizar las armonías y esconderme, y me di cuenta de que no sabía por dónde empezar. Era una extraña sensación que pronto me causó otra especie de pánico: la facilidad con que siempre había conseguido utilizar mis energías armónicas y mi jaipú se había evaporado y acababa de reparar en ello, en el peor momento posible.
Los pasos se acercaban y yo permanecía quieta y anonadada, en medio del pasillo, sin saber qué hacer, demasiado aterrada. Me sentía como si de pronto me hubieran convertido en otra persona a la que apenas conocía. Intentar controlar mi jaipú era como si intentase controlar el jaipú de otra persona. Era terriblemente desorientador.
El joven que apareció en el pasillo tenía unos dieciséis años y avanzaba con un paso tambaleante. Sus ojos vidriosos parpadearon, se fijaron en mí un largo rato, como tratando de saber si lo que estaba viendo era verdad o mentira, y luego sacudió la cabeza, dio un paso adelante y yo di un paso atrás. Él parpadeó, borracho, metió la mano en su bolsillo y por un breve instante me imaginé que iba a sacar algún puñal y clavármelo en el pecho gritando de terror, pero no, sacó una llave, tanteó la puerta que estaba junto a mí y empezó a buscar la cerradura.
Estuvimos así quizá un minuto entero, él apoyado contra la puerta y con la llave en su mano temblorosa, y yo observándole, paralizada en mi sitio. Pero él no conseguía meter la llave en la cerradura y al cabo solté un gruñido exasperado, reponiéndome de mi estatismo, y dije:
—Dame eso, ya te la abro yo.
Le quité de las manos la llave, la metí en la cerradura y le abrí la puerta con rapidez.
—¿Eres mi hada madrina? —me preguntó con una voz poco firme.
—Toma —le repliqué, poniéndole otra vez la llave en la mano—. Y buenas noches.
—Mi ángel guardián —murmuró, frotándose los ojos como para despejarse.
Pero yo ya estaba lejos, bajando las escaleras a toda prisa con la firme intención de esconderme en algún lugar más seguro.
Al día siguiente, desperté en un compartimento libre de la caballeriza. Al principio, me costó recordar por qué estaba ahí y luego, cuando rememoré, me levanté de un bote, aterrada. Por la luz de las ventanas, sabía que era ya de día, ¿pero desde cuándo había amanecido?
En la caballeriza, olía a boñigo, a caballo y a paja, pero la noche anterior apenas me había fijado en ello y había caído dormida como un tronco después de recuperar mi aspecto normal y quedarme exhausta. Ni siquiera me había pasado por la cabeza la idea de que hubiera sido mucho más inteligente volver al cuarto de la pensión.
Con un suspiro, asomé la cabeza y vi que un mozo de cuadra estaba cuidando de un enorme caballo negro, a cuatro compartimentos de donde estaba. Aliviada al saber recuperadas mis capacidades celmistas, utilicé las armonías y me deslicé silenciosamente hacia la salida de la caballeriza, fijándome de paso en que Trikos estaba aprovechando aquellos días de ociosidad para recuperar el peso perdido.
Al salir de la cuadra, miré hacia el cielo y evalué la hora que era. Había amanecido hacía varias horas. ¿Cómo había podido dormir tanto tiempo? Seguro que los demás estarían buscándome, reflexioné entonces.
Cuando entré en la pensión las miradas que se giraron hacia mí me hicieron reparar en el aspecto que debía de tener y me llevé la mano a la cabeza. Una brizna de paja cayó al suelo y la siguieron otras cuando me puse a sacudir las trenzas delanteras que me había hecho Syu.
La encargada, la señora Yen, frunció el ceño al verme pero afortunadamente me reconoció y no me interpeló cuando empecé a correr escaleras arriba. Primero, llamé a la puerta de Dolgy Vranc, y nadie me contestó. Luego fui a mi cuarto, y al llamar a la puerta, ésta se abrió casi de inmediato, apareciendo los rostros preocupados de Aryes y Deria. Sus expresiones enseguida reflejaron alivio.
—¡Shaedra! —gritó Deria—. ¡Creíamos que te habían raptado los Istrags!
No lo decía con tono horrorizado, sino más bien con emoción y espíritu aventurero.
—¿Estás bien? —preguntó lentamente Aryes, mientras yo entraba, avergonzada por haberlos tenido preocupados.
—Sí. Me he despertado en la caballeriza —dije simplemente—. He dormido hasta muy tarde.
—No te encontrábamos ni a ti ni a Syu, y Lénisu se ha puesto lívido como la muerte cuando le hemos dicho que habías desaparecido —contó Deria, aceleradamente.
Me quedé mirándola con aire estúpido.
—¿Lénisu?
—¡Ha vuelto! —anunció alegremente Deria—. Esta mañana, muy pronto. Ha cabalgado desde ayer, sin parar.
—¿Lénisu ha vuelto? —pronuncié, sin poder creerlo—. ¿Dónde está?
—Ha ido a buscarte —me explicó Aryes—. Dol, tus hermanos y él se han separado para ir en tu busca. Y… nos han dicho que nos quedáramos aquí por si volvías.
Los observé, atónita.
—¿Así que pensabais que me habían capturado? —Me reí de buena gana—. No tendría lógica.
—Desde luego que no —me apoyó Aryes—. ¿Quién sería lo bastante loco para querer capturarte?
Lo observé con los ojos entrecerrados durante un segundo y luego junté las manos con aire decidido.
—Hay que ir a buscarlos y decirles que estoy bien…
—Será mejor que no nos movamos —me replicó él—. De lo contrario, nos podemos pasar varios días dando vueltas en Ombay sin toparnos con ellos.
—Tienes razón —concedí.
Me miró con el ceño fruncido, como esperándose a verme desfallecer o algo por el estilo, y luego dijo:
—¿Así que estabas en la caballeriza? ¿Qué hacías ahí?
Me encogí de hombros y Deria abrió la boca como una «o».
—¿No serás sonámbula?
Hice una mueca, reprimiendo una sonrisa, volví a encogerme de hombros.
—Tal vez sea eso…
Y me traté de cobarde por mentir de ese modo tan descarado, pero no me sentía preparada para decirles la verdad. Porque si la decía, cobraría realidad para mí también y eso era aceptar demasiado en un tiempo demasiado breve.
Una hora más tarde, volvieron mis hermanos, y me echaron la bronca, enojados por haber pasado por un susto como aquél. Luego llegó Dol, el cual fue el único que no se sorprendió al verme sana y salva. Lénisu apareció poco después. Cuando mi tío entró en el cuarto y me vio, soltó un suspiro difícil de interpretar.
—Al fin estamos otra vez todos reunidos —se contentó con decir.
—¿Dónde está Syu? —pregunté.
Pero apenas hube hecho la pregunta, salió disparada una bola de pelos y me embistió con todas sus fuerzas. Me caí en la cama, riendo.
«¿Dónde te habías metido?», le pregunté.
Syu puso cara de misterio pero Lénisu contestó a mi pregunta.
—Lo encontré en el mercado del barrio, robando golosinas. Más que un mono gawalt parece un niño hiperactivo, aunque claro, no hay mucha diferencia entre lo uno y lo otro. —Syu le enseñó los dientes pero Lénisu lo ignoró y me contempló con aire interrogante—. ¿Y bien? ¿Estabas cazando moscas para la comida? ¿A menos que hayas decidido simplemente hacernos pasar un mal rato esta mañana?
Carraspeé.
—Yo también me alegro de verte, tío —le repliqué—. ¿Qué te ha ocurrido en el brazo?
Lénisu frunció el ceño.
—¿El brazo? —repitió—. ¡Oh! El brazo, sí. Un rasguño de nada.
—Lo tienes como rígido —solté.
Me dirigió una mirada asesina.
—Sé muy bien hacia dónde intentas llegar, sobrina. Y te aviso que no voy a decirte nada, lo que tenía que hacer en Dathrun eran asuntos personales.
—Muy bien —dije, imitando su tono seco—. Entonces yo tampoco diré nada.
«¡Así se habla!», me felicitó Syu, emitiendo un gruñido contra Lénisu.
Mi tío se encogió de hombros.
—Como quieras. Por cierto, ya te lo he dicho antes, pero eres tan tozuda como tu madre. Y ahora, si todo el mundo está de acuerdo, comemos, compramos provisiones y salimos de Ombay esta tarde.
Oí un carraspeo y me giré hacia Murri, sorprendida por su expresión grave.
—Precisamente, Lénisu, no todo el mundo está de acuerdo… Sinceramente, ha sido maravilloso poder conoceros a todos y por un momento creí que podría ir con vosotros pero… quiero volver a Dathrun. Hace un año, os habría seguido a cualquier parte, pero las cosas han cambiado. Y yo… tengo una vida ahí.
Hubo un profundo silencio en el que nadie dijo nada. Por mi parte, sabía que un día tenía que ocurrir, y en cierto modo me alegraba de que Murri fuese tan sincero con nosotros: nos quería, reconocía que era de nuestra familia, pero su vida y sus amigos estaban en Dathrun…
—Yo también —dijo Laygra con una vocecita, evitando nuestras miradas—. No puedo dejarlo todo atrás. Si no nos inscribimos este mes, nos retrasaremos en las clases y yo… quiero aprovechar la ocasión que nos ha dado el maestro Helith. Quiero ser veterinaria y sé que no habrá otra oportunidad como esta.
Su voz sonaba vacilante, como si no creyese que sus argumentos fueran del todo válidos. Lénisu asintió con la cabeza, con tranquilidad.
—Por supuesto. Lo entiendo. —Le dio una palmada en el hombro a Murri, con afectuosidad—. El tiempo puede acabar con cualquier sueño. Hace cuatro años, podría haberos dado a todos un hogar, y habríais vivido juntos… pero las cosas no siempre son como queremos. Yo estaba convencido de que había perdido a toda mi familia y en los Subterráneos las cosas las ves todavía más oscuras… Ahora, las cosas son diferentes. Así que… os deseo toda la suerte posible.
Murri y Laygra aceptaron sus palabras con una leve inclinación de cabeza. Laygra, por primera vez, me miró a los ojos, se avanzó hacia mí y me cogió las manos con dulzura.
—Siempre seguirás siendo mi hermana.
Sonreí, conmovida.
—Tú también.
—Vendrás a visitarnos, ¿eh? Ató debe de ser aburrido en invierno, dicen que ahí hace un frío horrible con nieve y todo. ¿Vendrás, verdad?
Asentí, emocionada, y le apreté las manos con fuerza.
—Claro que sí. Y cuando Syu tenga una carie por comer tanta golosina, lo curarás tú.
Ella me contestó con una ancha sonrisa y luego levantó un dedo amenazante hacia Syu.
—Más vale que dejes de comer tan mal. Vas a acabar gordo y desdentado.
Hablaba imitando la voz del profesor Erkaloth y me eché a reír al tiempo que el mono gawalt ponía cara de culpabilidad, aunque agitaba la cola, burlón.
Comimos en la pensión, y ahí fue donde me crucé con la mirada del joven de la víspera. Pareció turbarse al verme, pero no me reconoció, estaba casi segura de ello. Aun así, sentí un escalofrío recorrerme el cuerpo al notar su mirada sobre mí cuando salimos del comedor. Si realmente estaba borracho, cabía esperar que no se acordara de nada, me repetí.
Después de unos cuantos preparativos, llegó la hora de despedirse. Dejamos a Laygra y Murri con una caravana de pasajeros que se dirigía a Dathrun y nos despedimos de ellos con fuertes abrazos y parcas palabras. Únicamente se me quedó lo que le dijo Murri a Lénisu:
—Siento haberte juzgado mal desde el principio. Ahora veo que uno no puede creerse todo lo que le cuentan.
—Si pudiera contarte la verdadera historia sobre tus padres, te la contaría —le murmuró Lénisu, como sumido en sus recuerdos—. Pero no sería una buena idea.
Murri no protestó, asintió con la cabeza en silencio y nos separamos.
A decir verdad, para mí fue más duro de lo que quise reconocer entonces. Tantas veces había soñado que volvía a estar reunida con mis hermanos, que era casi irónico ahora despedirse de ellos por la simple razón de que teníamos objetivos distintos. Murri tenía a Kéysazrin y no podía dejarla, aunque tal vez varios meses después se diera cuenta, como se lo decía Iharath, de que su amor no tenía futuro. Esperaba que no fuera así, sin embargo. En cuanto a Laygra, le deseaba mucha suerte con sus estudios. No podía hacer otra cosa que desearles suerte desde lejos.
Atravesamos los extensos cultivos que rodeaban la ciudad sin cruzar más que unas pocas palabras. Pero cuando llegamos a las fronteras de las llanuras de Drenau, volví a recobrar el buen humor. Deria se puso a tocar la armónica, y Aryes, Dol y yo nos pusimos a discutir sobre si los cuentos de hadas encerraban verdades o no. Lénisu conducía el carromato y Trikos avanzaba inexorablemente.
Como hacia el final de la tarde paró de llover y salió el sol, decidimos aligerar un poco la carga y nos pusimos a andar junto al carromato, hartos ya de estar sentados.
—¿Qué le ocurre a Lénisu? —preguntó Deria, en voz baja, mientras caminábamos en el camino, procurando no llenarnos de barro—. Está como pensativo.
—Curioso —admití con tono meditativo—. No suele pensar.
Deria me dio un codazo entre las costillas, riendo.
—¡Lo decía en serio!
Le devolví una sonrisa pero no contesté. No sabía lo que le preocupaba a Lénisu, ni sabía si realmente algo le preocupaba, así que era mejor no pensar en ello.
—No me gusta este sitio —dije, para cambiar de tema—. Todo es demasiado llano.
—Pronto veremos las montañas —replicó Aryes—. Hasta quizá se podrían ver si hubiese más visibilidad.
Quizá tuviera razón, pero no pudimos comprobarlo porque una hora después empezó a llover otra vez. El cielo estaba tan oscuro como la noche.
De vuelta en el carruaje, reanudamos las clases con Deria, y más tarde Aryes intentó explicarme qué era lo que sentía cuando utilizaba la energía órica. Para mí, era una energía que apenas conocía y aún me sorprendía saber que Aryes había aprendido por su cuenta, fascinado como estaba por el mecanismo órico. Así que, durante los días lluviosos que siguieron, me interesé por esa extraña energía y aprendí ciertas cosas curiosas que me recordaron cuán distintas eran las energías entre sí.
Llevábamos tres días avanzando en las llanuras, cuando por fin paró de llover y salieron unos tímidos rayos entre las nubes. Y cuando divisé las montañas, en la lejanía, solté una exclamación de alegría.
—Llegaremos dentro de digamos unos dos días —evaluó Lénisu, mordiéndose el labio—. Si sale el sol y el camino se seca, quizá un día, pero me temo que el sol sólo viene a ver si seguimos todos vivos. Se largará dentro de poco.
—Eso es optimismo —comenté con un profundo suspiro.
Deria asintió.
—Realmente hay cada vez menos diferencia entre vivir en Tauruith-jur y vivir al aire libre. Aunque en el primer caso no te mojas y en el segundo…
—Ya, ya sabemos —le cortó Dolgy Vranc con una mueca de disgusto—. No hablemos más de la lluvia, por favor…
—Lénisu, mira —soltó de pronto Aryes, sentado junto a mi tío en el banco delantero—. Ahí. ¿Ves eso?
Todos, al oírlo, nos precipitamos hacia ellos, para ver lo que señalaba Aryes. A unos quinientos metros de donde estábamos, había un edificio, seguramente una posada, pero no era eso lo que había llamado la atención de Aryes, sino una columna grisácea que venía del suroeste y que se alzaba de la tierra hasta el cielo.
—Trikos —soltó Lénisu con un tono tenso—. ¡Rápido!
Arreó el caballo y el candiano aceleró ligeramente, cansado de andar sobre el camino embarrado.
—¿Qué es eso? —pregunté con aprensión.
—¿Puede ser un… tornado? —dijo Aryes, boquiabierto.
—Tiene toda la pinta de serlo —reflexionó Dolgy Vranc—. Aunque yo jamás he visto uno.
—Todo está muy oscuro por ahí —dijo Deria con una vocecita, la mirada fija en el tornado.
—Está empezando a soplar el viento —añadió Aryes.
Con los ojos desorbitados, observé cómo nos acercábamos cada vez más al tornado. La tela del carromato se agitaba violentamente y las maderas crujían ruidosamente.
Lénisu estaba concentrado en conducirnos hasta la posada lo más rápido posible, pero yo, recordando todas las historias sobre pueblos enteros destruidos por los tornados, albergaba dudas de si era una buena elección.
De todas formas, no había otra salida. El viento era constante y se encrudecía cuando llegamos a la posada. Ya no llovía. Todo pasó muy rápido. Lénisu nos gritó que bajáramos del carruaje y que nos diéramos la mano para que el viento no nos llevara.
—Detrás de la posada hay una trampilla —nos decía, intentando cubrir el estruendo del viento—. ¡Corred y escondeos ahí!
Syu se agarró a mi cuello, mudo de miedo.
«Syu, ¿estás bien?», le pregunté, preocupada por su estado de ánimo.
«No hay árboles», articuló simplemente, con los ojos entrecerrados. «Y todo es plano.»
Se agarró más a mí y otros pensamientos confusos me llegaron deshilachados y tumultuosos. Le acaricié la cabeza para tranquilizarlo.
«Tranquilo. No vamos a volar. Y recuerda que si volamos, yo tengo sangre de dragón…» Carraspeé, intentando tranquilizarme a mí misma, en vano.
Aryes y Deria me cogieron de la mano y aunque me hubiera gustado quedarme junto a Lénisu, me dejé arrastrar por ellos hasta detrás de la posada. Ahí encontramos unas tablas de madera gruesa que debían pesar bastante pero el semi-orco las levantó sin aparente dificultad.
—¡Adentro! —gritó Lénisu, alcanzándonos. Bajo el brazo, llevaba su caja de madera de tránmur y un saco de provisiones.
Varias tejas se levantaron, llevándoselas el viento. Bajamos las escaleras precipitadamente. Dolgy Vranc cerró la trampilla y nos quedamos a oscuras, con una lucecita que brillaba en algún lugar, abajo.
—¿Quién anda ahí? —preguntó en abrianés una voz ronca de hombre.
—Hola, somos viajeros. ¿Es usted el propietario de la posada? —preguntó Lénisu.
—Sí, yo soy el dueño —contestó—. ¿Cuántos sois? Apenas os veo.
—Cinco. Dígame, ¿cómo así utilizáis tejas para construir posadas en las llanuras de Drenau? Es como hacer carreteras de cristal en una montaña nevada.
—Mmpf. Construí esta posada hace tres años. No tenía ni idea de que hubiera tornados por aquí. Es la primera vez que veo uno.
—Ahá… Entiendo —replicó Lénisu, sentándose frente a la silueta del dueño—. La última vez que pasé por aquí, recuerdo que esta posada era de piedra dura, y sin tejado. ¿Qué le pasó al antiguo dueño?
—Oh. Por lo que sé, murió de una gripe.
—¿Las fiebres frías?
—¿Qué? No, ya no hay fiebres frías por aquí, gracias a los dioses —contestó el hombre.
—Entonces sois afortunados —soltó simplemente Lénisu. Tan sólo alguien que lo conocía podía adivinar que se estaba burlando. Lénisu debía de pensar que las fiebres frías eran más típicas de lo que parecía.
—¿Cuánto cree que va a durar el tornado? —preguntó Dolgy Vranc, tras un silencio molesto.
—Yo diría… que una o dos horas.
—Pero… ¿usted no dijo que nunca había visto un tornado? —dije tímidamente.
—¿Quién ha hablado…? Jem. Bueno, de hecho, nunca he visto un tornado… Pero sé de lo que hablo.
—Me alegra oír eso —dijo de pronto una voz que provenía de la oscuridad.
Oí diversos murmullos de asentimiento. Era difícil evaluar cuánta gente había en ese agujero. Quizá tres personas, además del dueño, o quizá seis… en fin, no tenía ni idea.
Afuera, se oían cosas que se rompían y que caían al suelo. Pero llegó un momento en que el viento pareció cubrir todo ruido. La gente murmuraba y pude adivinar la presencia de una voz femenina, una voz de niño y una voz masculina suave que parecía estar cantando por lo bajo una canción.
«No me gusta la oscuridad», dijo Syu.
El mono gawalt parecía haber recobrado un poco su compostura y ahora se había puesto a trenzarme para tranquilizarse.
«¿Cómo haces para hacer trenzas sin ver nada?», le pregunté, curiosa.
«La luz de la vela me deja ver lo suficiente», contestó. «Pero sigue habiendo demasiada oscuridad.»
«Ya. No te preocupes, enseguida saldremos.»
«Tampoco me gusta el viento», gruñó.
«Es energía órica en estado puro», le dije, científicamente.
Me acerqué a Lénisu a cuatro patas y me senté junto a él.
—¿Estás bien, sobrina? —me preguntó en voz baja.
—Estupendamente. ¿Cuánto crees que va a durar este tornado?
—Pasará rápido, a menos que se quede por aquí estancado, pero yo apuesto a que en menos de una hora podremos dormir tranquilamente en un albergue sin tejado.
Solté un suspiro quejumbroso.
—¿Qué has hecho con Trikos? —le pregunté.
—Er… bueno. Lo he metido en los establos —me murmuró él—. Al menos los establos son de piedra maciza. Pero me temo que nuestro carruaje va a sufrir. He atado las ruedas a un poste, con la cuerda que compró Dolgy Vranc.
Sonreí, gratamente sorprendida.
—Dol tenía razón, siempre se necesitan unos metros de cuerda para viajar.
—¿Eso dijo? Bueno… quizá tenga razón.
Al de un rato, el dueño volvió a dirigirnos la palabra.
—¿Vienen ustedes del este o del oeste? Pregunto porque he oído que ha habido follones en Ombay estos días.
—Venimos de Ombay —contestó Lénisu—. Pero apenas hemos podido apreciar las revueltas porque estos últimos días no ha parado de llover y la gente, al parecer, prefiere quedarse en casa.
—Maldito tiempo —gruñó el dueño.
—Usted lo ha dicho —asintió Dolgy Vranc.
El propietario del albergue se giró hacia la silueta difuminada del semi-orco, como tratando de ver con la oscuridad.
—Este tiempo quita el buen humor a todo el mundo —dijo el hombre que antes canturreaba—. ¿Qué tal si os canto una canción? Lo haré gratis, por supuesto.
—¡Adelante! —contestó con voz grave una silueta que estaba sentada en una de las esquinas del escondrijo.
El hombre sacó su instrumento, parecido a la vihuela, y empezó a tocar un aire dulce, pero enseguida cambió y empezó a tocar Tanto te amé, mi amor, una canción folclórica ajensoldrense de ritmo rápido que yo había oído muchísimas veces en la taberna.
Al principio, Deria no se atrevió a sacar su armónica, así que tuve que intervenir yo para que se animara, y pronto empezamos a formar un concierto bajo tierra, abstrayéndonos del viento que agitaba constantemente la superficie.
Poco a poco, nos acercamos todos a la vela que aún brillaba, y pude ver los rostros de los que nos rodeaban. Había un niño de apenas dos años sentado sobre el regazo de su madre, una elfa de la tierra que sonreía al escuchar la música. El dueño era un elfo algo rechoncho, lo que no solía ocurrir en los elfos. En un momento, cuando se inclinó hacia delante, vi que tenía ojos azules muy claros y una nariz muy gorda.
El hombre con voz grave era mayor y tenía una larga barba blanca; me pregunté si vivía en el albergue o solamente estaba de paso. En cuanto al músico, era faingal y llevaba en su camisa la marca de su pertenencia al gremio de los músicos de Ató. Lo advertí increíblemente tarde, y cuando me percaté de ello solté una exclamación de asombro.
—¡Yrasiuth! ¿Eres tú?
El faingal se sobresaltó y dejó de tocar.
—¿Quién eres tú? —preguntó, vacilante.
Sonreí anchamente, contentísima.
—Soy Shaedra, del Ciervo alado, ¿te acuerdas de mí? ¡Siempre venías a la taberna a tocar! Siempre llevabas un instrumento nuevo cada vez que te veía. ¿Qué haces fuera de Ató?
—¡Shaedra! ¡Por supuesto que me acuerdo de ti! La pequeña ternian, sí. Kirlens siempre decía que algún día debería oíros cantar a ti y a Wigy. Bueno, yo voy a Sarrath, para visitar a algunos parientes.
—¿Sarrath? Pero entonces estás dando un rodeo, ¿no?
—No si consideras que el único camino algo seguro es éste. Por el norte, se han formado varios asentamientos de salvajes. Por no hablar de los trasgos. Se reproducen como conejos y ahora pululan por las montañas. Pero, dime, Shaedra, ¿no estabas estudiando en la Pagoda Azul?
—Er… bueno, tengo la intención de volver ahí. Pero atravesé un monolito y aparecí muy lejos de aquí.
—¡Ah! Ya. Había oído que algo había pasado, lástima que me perdiera el acontecimiento, podría haber sacado una canción magnífica. En fin, no sabía que tú estuvieras entre los que desaparecieron. Pero lo cierto es que últimamente he estado muy ocupado fuera de Ató y apenas he ido a visitar a Kirlens. ¿Qué tal está?
—Bueno… hace unos cuantos meses que no lo veo.
Yrasiuth se movió en la oscuridad.
—Vaya, pues claro —dijo—. Entonces estará contento de verte.
Jamás había pensado en ello desde el punto de vista de Kirlens. Más bien pensaba en la alegría que me produciría verlo a él, pero claro, ¿cómo debía sentirse Kirlens abandonado en su taberna con una maniática y un hijo psicópata?
—¡Pero bueno! —dijo el faingal—. Veamos si realmente sabes cantar, ¿qué tal La burlada burló al malo?
—Oh, em, pues… —vacilé.
Pero Yrasiuth empezó a tocar el principio de la canción y no me quedó otro remedio que hacer de la burlada y él del malo. Me sabía la canción de memoria, así como tantas otras que había oído tantas veces que era imposible que me olvidara de ellas. Así pasó tan rápido el tiempo que no vimos venir el final del tornado, y cuando paramos de cantar, ya había pasado lo peor.
—Esperad —dijo el dueño con tono autoritario, cuando Lénisu y Dol se levantaron para abrir la trampilla.
—¿Y a qué esperamos si se puede saber? —replicó Lénisu.
El elfo carraspeó e hizo un signo de cabeza.
—Adelante, abrid la trampilla. Creo que lo peor ha pasado.
—Es lo que llevo diciendo desde hace varios minutos —masculló Lénisu en voz baja.
Salimos. El cielo estaba aún nublado por el noreste y había una brisilla, pero no llovía y hacia el sur el cielo estaba azul y luminoso.
—No era un tornado cualquiera —reflexionó Lénisu—. Se parecía a los tornados que hay en las Repúblicas del Fuego, pero sin arena ardiente que te queme la piel. De esas que pasan, destruyen todo y se deshilachan al avanzar demasiado por las tierras.
El dueño del albergue no le escuchaba, demasiado destrozado ante el espectáculo de su albergue destruido, corriendo de aquí para allá, lamentándose de su suerte. Su mujer, con el hijo en brazos, miraba las ruinas con los ojos fijos. El abuelo, apoyado sobre su cachava, giraba sobre sí mismo para tener una vista panorámica de la zona. El faingal, Yrasiuth, se ataba con precaución el instrumento al hombro, únicamente preocupado por sus pertenencias.
—Bueno —dijo Dolgy Vranc con tono meditativo, mirando el destrozo—. Creo que será mejor echarle una mano a este pobre hombre.
Los establos, los adornos del tejado aparte, estaban intactos y Trikos y el poni del músico estaban bien aunque algo atemorizados. Nuestro carruaje, en cambio, era harina de otro costal. Nos acercamos a él lentamente, y contemplé el resultado con los ojos agrandados.
—Había atado las ruedas —dijo Lénisu, haciendo un ademán con la mano como para excusarse.
—¡Sí! —concedió Aryes—. Las ruedas están prácticamente intactas.
—No falta ni una —asentí, carraspeando.
—Sólo nos falta el resto —dijo Dolgy Vranc, con las manos sobre las caderas, parpadeando hacia el cielo que se iba azulando.
—Mi idea no era tan mala —se defendió Lénisu—. ¿A qué podría haberla atado si no?
—Una cuerda de diez metros da de sí para muchas cosas —reflexionó Dol diplomáticamente— pero reconozco que no tenías mucho tiempo para actuar así que… podemos considerarnos afortunados de tener todavía la cuerda.
—Y las cuatro ruedas —añadí.
—¡Ya está bien! —replicó Lénisu—. Manos a la obra, jovencitos. Id a ayudar al elfo.
Al girarme hacia el dueño del albergue, lo vi tan desesperado que sentí la necesidad de echarle una mano, aunque no le fuera de mucha ayuda con todo ese estropicio. Aunque, de hecho, le fui de más ayuda que Yrasiuth, el cual, a la mañana siguiente, se marchó deseándonos buena suerte y alegando que no tenía que retrasarse. Me pidió que le llevara una carta a un amigo suyo de Ató y no supe cómo negarme, guardándola con precaución en un bolsillo interno de mi capa.
Nos pasamos dos días en el albergue, ayudándole al dueño a cambio de comida y un lugar donde dormir. Después del tornado, no vimos caer ni una sola gota, y la mujer del dueño aseguraba que era una bendición de los dioses y cuando me enteré de que era sharbí y no eriónica, intenté recordar qué clase de diferencias existían entre ambas religiones, pero sin mucho éxito: nunca me había interesado mucho por esas cuestiones.
No llovía, pero empezó a hacer un calor tan espantoso que al segundo día empecé a preguntarme qué prefería tener, si un Ciclo del Pantano o un Ciclo de la Cabra. Estaba claro que pasarse enterrada varios años bajo la lluvia no era nada agradable, pero alternar varios días de lluvia con borrascas de nieve, olas de calor y terremotos no era tampoco una maravilla. Y Ató, históricamente, en los Ciclos de la Cabra, solía ser afectada por inviernos muy rudos y largos. Kirlens me había contado que el invierno del 5602 casi había suplantado totalmente la primavera y el verano y que la nieve había alcanzado la ventana del segundo piso de las casas y no había empezado a fundirse hasta dos meses después. Eso pasaba en Kaendra muchas veces, según había oído, pero Ató estaba mucho más bajo, era difícil imaginárselo.
Pasamos la noche en la planta baja del albergue, que estaba hecho de piedra maciza y no había sufrido daño alguno. El primer piso, en cambio, prácticamente había desaparecido. Nosotros ayudamos a despejar el lugar como pudimos, arrastrando vigas, tejas y muebles. Encontré la pata de una silla a unos cien metros de la casa así como un fuelle para chimenea. Aryes encontró una almohada cuyo relleno de plumas había desaparecido casi por entero, y Deria trajo un cubo de madera en perfecto estado. Ah, y Syu encontró un tornillo en medio de un matorral. Nos reunimos los tres con nuestro botín y empezamos a comentar lo desastroso que podía llegar a ser un tornado.
«¿Qué es esto?», preguntó Syu poco después de haber encontrado el tornillo. «Es duro… buej, y sabe mal.»
Me giré hacia el matorral donde se había metido, enarcando una ceja.
«¿De qué color es?»
«Mm», dijo, pensativo. «Ven aquí, y verás. Creo que es gris, pero no estoy seguro.»
«¿No estás seguro?», me extrañé, dirigiéndome hacia donde estaba.
—¿Adónde vas? —me preguntó Deria.
—Syu ha encontrado algo —expliqué.
Aryes, Deria y yo nos dirigimos hacia los matorrales. Vimos a Syu subido a un cubo de hierro, esperándonos.
Giré en torno al cubo, con el ceño fruncido.
—¿Qué es eso? —pregunté.
Aryes se puso de cuclillas junto al cubo, inspeccionándolo.
—Syu, ¿puedes bajarte de ahí? —le preguntó—. Creo que ya sé lo que es.
—Syu —le dije al mono. Éste, con un suspiro, se movió, pero en vez de alejarse se puso al lado de Aryes, imitando su expresión concentrada. Sonreí, divertida, y miré a Aryes con curiosidad—. ¿Qué crees que es?
Aryes, sin contestar, giró el cubo y enseñó el lado que hasta ahora había permanecido oculto.
—Una caja fuerte —declaró, en el momento en que la puertecilla se abría, dejando salir todo un río de kétalos.
—¡Caray! —exclamó Deria, cogiendo un puñado de monedas. En su mano negra y bajo los rayos del sol, las monedas relucían.
—Bonita fortuna —repuse—. Esto pesa una tonelada —añadí, intentando levantar la caja fuerte con las manos—. ¿Cómo vamos a llevarlo hasta el albergue?
—Con este dinero podremos comprar otro carruaje —murmuró Deria, abstraída—. Y una vihuela…
—Deria… —solté.
—¡Y un sombrero órico! —exclamó Aryes, después de haber guardado un silencio pensativo.
—Esto… —intervine, mirándolos con incredulidad—. ¿Qué tal si me ayudáis a desplazar esto hasta la casa? Os recuerdo que este dinero no es nuestro.
Aryes me miró con cara perpleja y se encogió de hombros.
—Es verdad, yo no tenía ninguna intención de robarlo. Tienes razón. Te ayudaré a llevarlo…
Como Deria estaba aún sumida en sus sueños de gloria, le estiré del pelo.
—¡Ey! —protestó.
—En marcha —repliqué.
Cuando llegamos al albergue, el propietario, al vernos, corrió hasta nosotros. Casi tenía lágrimas en los ojos al saber que su caja fuerte estaba sana y salva.
—¿Está todo? ¿Está todo? —preguntó, frenético.
Lénisu se unió a nosotros mientras el elfo contaba el dinero, echándonos miradas recelosas.
—¿La caja estaba abierta cuando la encontrasteis? —preguntó mi tío.
—Sí —contesté.
Lénisu enarcó una ceja, echó un vistazo al avaro posadero y luego se inclinó hacia mí, susurrándome:
—¿Cuánto le has cogido?
Lo miré, con los ojos desorbitados.
—¡Lénisu! —protesté—. Yo no he cogido nada.
Él parpadeó un instante, echó la cabeza para atrás y se echó a reír, muerto de risa. Luego me dio la mano para invitarme a levantarme y nos alejamos un poco del grupo antes de pararnos.
—Ahora, seamos sinceros, ¿cuánto le has cogido? —me preguntó.
Solté un suspiro exasperado.
—¿Cuánto debería haber cogido?
Lénisu hizo una mueca, pensativo.
—Bueno… considerando que ahí dentro debe de haber unos… digamos unos dos mil kétalos… yo diría que cien sería un número respetable.
—Un número demasiado redondo para ser creíble —repliqué.
Me sonrió.
—Tienes razón, ciento veintiuno habría sido mejor.
Negué con la cabeza, alucinada.
—¡Lénisu! ¿Qué clase de persona eres?
—¿Ciento cincuenta y uno?
—¡Lénisu! ¿Por quién me has tomado? Yo no he robado nada.
Lénisu frunció el ceño, mirándome detenidamente. Se rascó la barbilla, tomándose el tiempo para contestar.
—Ahá —dijo, con una mueca, y juntó las manos, mirándome a los ojos—. Debí imaginármelo. De todas formas, no necesitamos dinero urgentemente, no te preocupes. Aunque… una ocasión como esta no se presente más que una vez en la vida…
—No lo entiendes, Lénisu —gruñí—. No es que no me haya atrevido a cogerlo. Es que no lo he hecho porque ese dinero no es mío. ¿Es que serías capaz de robarle a un posadero?
Lénisu soltó un suspiro exasperado.
—Ese posadero no me cae del todo bien. Sí, claro que sería capaz de robar a alguien que no me cae bien si realmente vale la pena. Y aquí… valía la pena, querida. Porque cuando lleguemos a Acaraus, nos vamos a quedar sin un cochino kétalo, ¿entiendes?
Lo fulminé con la mirada.
—Y el posadero se ha quedado sin techo. ¿Cuánto dinero crees que necesitará para comprar el material necesario en medio de esta llanura sin árboles?
Mi tío asintió con la cabeza, vencido.
—Está bien, tú ganas. Me gusta tener una sobrina honrada, aunque lo sea sólo un poco. Los dioses te lo pagarán —soltó, socarrón—. Y Srakhi estaría orgulloso de ti, sin duda.
—Srakhi… hablas de él como si estuviera muerto —observé con lentitud, sintiendo un dolor en mi garganta.
—Nooo, ¿qué te hace pensar eso? Srakhi está vivo… Caray. —Frunció el ceño—. Supongo que estarás más tranquila al saberlo.
Le sonreí de oreja a oreja.
—Lo estoy. ¿Así que fuiste a liberarlo? —le pregunté, con aire socarrón.
Lénisu se encogió de hombros.
—Yo también tengo arrebatos de honradez aquí dentro —dijo, dándose golpecitos en el corazón.
—¿Y dónde está ahora?
—Oh, ya te he dicho, los arrebatos de honradez desaparecen tan pronto como han venido…
—Me refería a Srakhi —le interrumpí, poniendo los ojos en blanco.
Lénisu se giró hacia el grupo que se había formado alrededor de la caja fuerte y luego me dedicó una media sonrisa.
—Ya está bien saber que está vivo, ¿no te parece? —Bostezó abiertamente—. Estoy harto de tanto calor. Mañana nos vamos.
Acogí la noticia con un asentimiento de cabeza.
—¿Dijiste que íbamos a Acaraus? ¿Y cómo haremos para encontrarlos a partir de ahí? —le pregunté, mientras regresábamos hacia los demás.
—Bueno, en eso, tendrás que confiar en mí.
Me crucé con su mirada violeta y sonreí.
—Eso me será más fácil que robar a alguien.
* * *
Aquella noche, volví a transformarme, pero esta vez fue distinto. Me desperté en tensión, incapaz de levantarme. Sentía una energía impresionante recorrerme todo el cuerpo.
Se oían las cigarras en la noche y una brisilla que venía a refrescar el aire cálido. También oía la respiración de los demás, echados sobre colchones, y el agua hirviendo en la cocina, levemente iluminada por una vela.
«¿Cómo te llamas?», me preguntó de pronto una voz suave en mi mente.
Me sobresalté, noté mis dientes afilados bajo mi lengua rasposa y me puse a temblar.
«¿Cómo te llamas tú?», le repliqué. Al no saber dónde estaba la persona que me hablaba, había proyectado mi pensamiento alrededor de mi mente y sólo supe que me había oído cuando me contestó.
«Mm», dijo la voz. «Quisiera conocer el nombre de mi nueva protegida. ¿Quién eres?», repitió.
Intenté levantarme y a duras penas conseguí enderezarme. Era como si mi cuerpo ya no me respondiera de lo aterrada que estaba. ¡Alguien me estaba hablando!
«¿Qué me has hecho?», solté, transpirando.
Empecé a creer que la poción contenía en realidad la mente de una persona. ¿Acaso no estaba claro que los recuerdos de Jaixel ya me bastaban? Al no recibir ninguna respuesta, pensé que se había marchado sin más, sin que averiguara yo más cosas, y me entró el pánico.
«Shaedra», dije entonces. «Me llamo Shaedra.»
«Bien», soltó la voz. «Dime ahora por qué se ha despertado el sryho en ti.»
«¿De qué estás hablando?», dije, malhumorada. «¿Quién eres?»
De pronto, mis intentos por levantarme cundieron y tan bien que casi perdí el equilibrio. Evité la caída milagrosamente y salí de la casa a toda prisa, seguida de cerca por Syu.
«¿Qué ocurre?», preguntó el mono, alarmado.
«No lo sé», susurré. «Alguien me está hablando, no sé muy bien quién es, no quiere contestarme.»
«¿Con quién estás hablando?», siseó la voz.
Estaba alejándome de la casa, andando entre la hierba alta, bajo la luz de la Luna, pero la voz seguía persiguiéndome.
«Con un amigo. ¿Cómo te has metido en mi cabeza?», pregunté. «¿Sabes algo de por qué me transformo en… en esto?»
Durante un minuto entero, el intruso guardó el silencio, pero notaba su presencia. Era un flujo bréjico que me rodeaba la mente…
«Soy Zaix, ¿de veras no me has reconocido?»
«¿Debería?», repuse, confundida y aterrada a la vez.
La voz, por lo visto, no entendió que mi pregunta no era retórica.
«¿De dónde sales? ¿Dónde te escondías y por qué has dejado de esconderte?»
«Yo no me escondo», gruñí.
Syu se subió a mi hombro, muy agitado.
«No empieces a ponerte nervioso, mantén la calma, ¿vale?», le dije, temblando.
El mono emitió un gemido de miedo. El intruso, en cambio, parecía intentar sonsacarme algo.
«Hay algo en ti que no acabo de entender. ¿Por qué de pronto has cambiado? ¿Qué hiciste? Te aseguro que sólo estoy aquí para ayudarte.»
¿Ayudarme?, me repetí, esperanzada. Con cierta resignación, me puse a evocar las imágenes de Seyrum y de la poción… unos segundos bastaron para que Zaix pillara todo el significado de la historia. Esperé durante un tiempo, aturdida, pero Zaix no decía nada. Entonces oí dos voces al mismo tiempo, una que provenía de mi mente y otra de detrás de mí:
«Ah, no me había enterado de todos esos detalles. Una historia absolutamente interesante…», dijo la voz de Zaix.
—¿Shaedra? Shaedra, ¿estás bien?
Esa era la voz de Aryes.
«¡Syu! ¿Qué hago?», grité mentalmente, con pánico en la voz.
Oí que los pasos se acercaban. Y yo estaba en ese estado…
—Shaedra —repitió Aryes, con un tono preocupado.
—No te acerques —pronuncié, tapándome la cara.
«Sólo tienes que entregarte a lo que eres», me dijo Zaix, en la lejanía. «Si dejases de luchar contra ti misma, lograrías controlar tu transformación.»
«¿Pero en qué me transformo?», le pregunté, con urgencia.
«Eso averígualo por ti misma», replicó Zaix con tono juguetón. Y su presencia desapareció como se apaga la llama de una vela.
Entonces me fijé otra vez en el fuerte sonido de las cigarras y en la presencia de Aryes.
—Shaedra… —me dijo mi amigo—. Estás temblando. ¿Tienes… algún problema de insomnio? A mi padre le pasa, no es tan terrible… Oh, er, ¿no es un problema de insomnio, verdad? Em… ¿por qué no quieres mirarme?
Lentamente, me giré hacia él, sintiendo un horrible peso sobre mi corazón…
Nos quedamos paralizados así unos segundos. Yo estaba esperando el momento en que Aryes se pondría a gritar y a preguntarme qué demonios me había pasado, pero no, Aryes se limitó con pronunciar, con voz vacilante:
—¿Qué te has hecho en la cara?
Syu soltó una carcajada y yo me sentía demasiado confundida para soltar una ocurrencia así que tan sólo se me ocurrió sonreír. Aryes se quedó plantado donde estaba, mirándome los dientes afilados bajo la luz de la Luna.
—¿Sha… Shaedra? —farfulló.
—Lo siento —dije—. No pretendía asustarte… Soy… horrible, ¿verdad?
Aryes ladeó la cabeza, mirándome con detenimiento.
—Horrible… No es la palabra que yo usaría. No, esas marcas, y los ojos, y los dientes… Parecen casi dientes de mirol… Vaya, ¡sí que es sublime!
Agrandé los ojos como platos. Se había ido acercando hasta tocar mi mejilla con su mano pero la retiró enseguida, con una mueca.
—Estás helada.
—No puedo creer que te lo tomes tan…
—¿Bien? —propuso Aryes—. Venga, no es para tanto. Parece pintura, pero no lo es, ¿verdad? La última vez que te vi así, estabas durmiendo en El Merendón. Estabas durmiendo como un tronco. Em… ¿sabes… por qué te pasa eso? Quiero decir… ¿desde cuánto tiempo te pasa?
Pasado el primer choc, me repuse rápidamente y me alegré de que se tomara todo tan bien, pero cuando le conté mi aventura con Zoria y Zalén en la academia, noté en algunos momentos cómo su rostro se ensombrecía.
—Quieres decir… ¿que las gemelas te han engañado diciéndote que lo que bebías era zumo míldico?
Nos habíamos sentado junto al camino, en medio de la hierba, y la Luna bañaba nuestros rostros con su luz.
—Sí, pero ellas creían que tan sólo nos transformaría sólo un poco, durante un par de minutos, algo totalmente anodino… se equivocaron de botella… metieron la pata hasta el fondo —acabé por decir.
—Supongo que te habrás enfadado con ellas después de eso, ¿no?
—No exactamente. Más bien se enfadaron ellas conmigo, ya te dije que no eran muy normales y que están un poco chifladas.
—Sí —asintió Aryes, con una media sonrisa.
—Y el día en que desaparecieron, supuse que algo les había pasado.
Aryes sacudió la cabeza.
—Y entonces te diste cuenta de que estabas cambiando tú también.
Solté un sonido de lamento y Syu se sobresaltó.
—¡Por Ruyalé! —dije—. ¿Cómo iba a imaginarme que esto iba realmente en serio? ¿Cómo puede un líquido hacerte cambiar tanto?
Aryes me cogió la mano con dulzura y me la apretó con ambas manos con aire reconfortante.
—No te preocupes, encontraremos un remedio. Además, tampoco me parece que hayas cambiado tanto.
Lo miré con cara escéptica y él sonrió.
—Por lo menos, aquí —dijo, señalándose el pecho.
Suspiré, hice de tripas corazón y confesé:
—Hay algo más. Esta noche, justo antes de que llegaras, me ha hablado alguien.
Frunció el ceño.
—¿Quién era?
—Bueno… ha sido algo muy raro. Yo apenas he tenido que utilizar bréjica para comunicar con él. Era como si hubiese creado una vía bréjica para llegar hasta mí. Funcionaba un poco como… —Estuve a punto de decir «como el kershí», pero me contuve—. Como si estuviese alrededor de mi mente. Él no quería darme su nombre hasta que yo no le diera el mío pero cuando se lo di, me dijo que se llamaba Zaix.
—¿Zaix?
—¡Zaix!
Aryes y yo nos sobresaltamos y nos levantamos de un bote. Syu se subió a mi cabeza, cogiéndome del pelo tan fuerte que parecía querer arrancármelo.
—¡Syu! —protesté.
—¿Quién anda ahí? —preguntó Aryes.
No hubo respuesta. Intenté notar la presencia de un jaipú escondido entre la hierba, en vano, hasta que percibí una onda de energía que ya había notado antes en la isla de Márevor Helith…
—Drakvian —murmuré con un tono ahogado, sin prestarle más atención al mono, que ahora me estaba estrangulando con su cola.
Oímos un suspiro muy leve, esperamos unos segundos y entonces apareció ella, de cuclillas, mirándonos a través de su pelo verde.
—¿Eres… Drakvian? —preguntó Aryes, levantándose muy lentamente.
La vampira sonrió anchamente.
—Ahá. Buena deducción.
Su voz era pausada y discordante.
—¿Se puede saber por qué nos sigues?
—¿Se puede saber por qué me miras? —replicó ella con un tono mordaz.
«Syu, por favor, deja ya de estrangularme», le pedí al mono, sintiendo que empezaba a sofocar.
El mono saltó a tierra y desapareció por entre la hierba alta, atemorizado. Al parecer, los vampiros y los gawalts no hacían buenas migas.
—La respuesta es evidente —intervine—. ¿Por qué nos estabas espiando?
Drakvian echó la cabeza hacia atrás y miró fijamente el cielo, luego clavó sus ojos en los míos y sonrió con aire de disculpa.
—¿Tenía otra cosa que hacer?
La pregunta, en sí, sonaba algo rara.
—No es la primera vez que me espías, ¿verdad? ¿En Ató, también trabajaste para Márevor Helith?
La vampira hizo una mueca de desagrado.
—Buaj. Sí. Lo hice. Y te salvé a tu amiguita rubia de un par de listillos que querían matarla —añadió, con un gran rictus.
Se refería a Suminaria… ¡Pues claro!
—La risa aquélla… eras tú —dije—. Y lo de la ventana… ¿también me cerraste la ventana varias veces, verdad? ¿Por qué?
Drakvian me dedicó una amplia sonrisa con sus dos colmillos afilados.
—Bah, más que nada para saber si salías por los tejados. —Y sonrió, añadiendo—: Por cierto, prefiero Ató a estas llanuras. Por aquí, es más difícil encontrar presas para divertirse.
—¿Presas? —articulé.
Aryes y yo intercambiamos unas miradas alarmadas y Drakvian se levantó como si casi no le afectara la gravedad.
—Me encanta la caza —afirmó, riéndose con una risa extraña—. Aunque aquí sólo haya conejos. Tranquilos, a los saijits sólo los desangro cuando realmente lo necesito.
Y observando nuestras miradas pasmadas, soltó una carcajada. Se inclinó hacia nosotros y Aryes y yo retrocedimos de un paso, lívidos.
—Tienen una sangre exquisita —añadió, enderezándose—. Con permiso.
Se abalanzó sobre nosotros y yo apenas tuve tiempo de agacharme. Cuando me di la vuelta, la vampira ya había desaparecido pero seguía oyendo en mi cabeza el eco de su risa.
—Conocía a Zaix —me dijo Aryes, tras un largo silencio.
Asentí con la cabeza.
—Sí. Y algo me dice que el tal Zaix no es saijit.
Él me contempló, boquiabierto.
—¿Crees que es un vampiro?
Me encogí de hombros.
—Bueno, no es lo que quería decir… La verdad, no lo sé… En todo caso yo no me estoy convirtiendo en un vampiro. Sería imposible, sería como si pudiera convertirme en una elfa oscura a pesar de haber nacido ternian.
—Esas pociones existen —razonó Aryes, soñador—. Fiú. ¿Has visto cómo nos ha pasado por encima? Creí que nos iba a atacar.
—Sí —resoplé—, está claro que Drakvian es especial.
Tras un silencio, Aryes carraspeó.
—Em, Shaedra, será mejor que volvamos al albergue, ¿no crees?
Me di cuenta de que llevábamos de pie un buen rato y despabilé.
—Claro… ¡espera! —dije de pronto—. No le dirás nada a nadie, ¿verdad?
Aryes suspiró.
—No. No le diré nada a nadie, te lo prometo. Pero no veo por qué quieres ocultar algo semejante… tampoco se ha caído el mundo. Tan sólo te transformas por las noches, ¿no?
Agrandé los ojos, sorprendida.
—Es verdad, sólo por las noches… por ahora —añadí con una mueca.
—Además, les tendremos que decir que Drakvian nos está siguiendo…
—¡Ni se te ocurra! —salté.
Finalmente, resolvimos no decir nada a nadie de todo lo ocurrido, porque si contábamos lo de Drakvian, quién sabe si no habría acabado hablando de Zaix, y aún no estaba preparada para ello, pese a que Aryes me dijese que no podría mantenerlo en silencio indefinidamente. Agradecí su reacción positiva y su apoyo incondicional y me sorprendí tanto por tanta generosidad que empecé a preguntarme si Aryes no estaría haciéndose demasiado temerario. Comparándolo al Aryes de hacía un año, me sorprendía que aún no se hubiera muerto de un susto por alguna de las malas sorpresas que nos habían esperado en nuestro viaje.
—Bien —dijo Aryes, mientras regresábamos al albergue—. ¿Dónde está Syu?
Puse los ojos en blanco.
—A veces siente la necesidad de tomar un impulso y correr aceleradamente.
Aryes enarcó una ceja.
—¿A eso se le llama orgullo gawalt?
Me eché a reír y él soltó una carcajada. Yo ya había recobrado mi aspecto normal, y pude envolvernos en una burbuja de silencio armónico para no despertar a los demás cuando regresamos a la habitación.
Salimos muy temprano, cuando aún el sol apenas asomaba sus primeros rayos. El dueño nos agradeció la ayuda e intentó recompensarnos con dinero, pero Lénisu se negó a aceptarlo, adoptando un tono modesto y amable.
Lo miré con tanto asombro que mi tío me dirigió una sonrisa, diciéndome con aire experto:
—Una cosa es recoger dinero perdido y otra es aceptar dinero de un pobre hombre que se ha quedado sin techo. Es una de las lecciones de base.
—No lo olvidaré —repliqué, sonriendo, burlona.
Dos horas después ya estábamos de camino hacia el oeste, andando bajo un sol cada vez más agobiante. Trikos llevaba buena parte de nuestro equipaje, pero como no pudimos recuperar suficientes tablas nuestras, abandonamos la reconstrucción del carromato y le dejamos al posadero al cuidado de las cuatro ruedas del carruaje, muy a pesar de Lénisu. Dol recuperó la cuerda y la examinó para ver si seguía siendo tan resistente. Su dictamen pareció ser positivo porque se enrolló minuciosamente la cuerda al cuello para transportarla.
A media mañana, el sol desapareció bajo nuevas tormentas. Pasó una, dejándonos empapados y con el temor de haber podido ser carbonizados por algún rayo. La segunda, llegó en un momento en que acabábamos de ponernos otra vez en marcha después de una breve pausa para comer. Empezó a llover, pero los truenos aún estaban lejos.
—Nos va a caer un rayo —dije, atemorizada.
—No digas tonterías —se exasperó Dol, inseguro.
Al de unos minutos, volví a repetir lo mismo y Dolgy Vranc y Aryes me fulminaron con la mirada. Deria se cogió a mi brazo, chorreando.
—Shaedra, ¿por qué estás tan segura?
Suspiré.
—¿Qué objeto es más alto que nosotros en este país tan plano?
Deria paseó su mirada por la interminable llanura, frunció el ceño y luego su cara se iluminó.
—¡Yo soy la más pequeña de todos! A veces tiene ventajas.
—No me cabe duda —repliqué, divertida.
La tormenta no pasó exactamente encima de nosotros así que nos libramos de los rayos, pero a la tercera va la vencida. La tormenta de la tarde nos llegó de pleno.
Afortunadamente, vimos un edificio a lo lejos, y nos salimos del camino para llegar hasta él antes de que nos cayese un rayo. Fue muy justo, pero llegamos.
La casa era pequeña, como una choza, pero estaba hecha de piedra. No había ventanas. La puerta, de madera, estaba medio rota y abierta y sin discutirlo, nos metimos todos dentro, Trikos incluido. Nada más entrar, sentí una curiosa sensación, como un cosquilleo extraño que, sin duda, se debía a un desequilibrio energético. Se parecía al aire de la academia de Dathrun, pero era diferente, más homogéneo y al mismo tiempo más salvaje. No sabía cómo explicármelo a mí misma, de modo que no dije nada sobre el tema, pero estaba convencida de que los demás habían notado lo mismo.
El suelo estaba hecho de tierra batida y el interior estaba lleno de trastos sin valor. Había unas cuantas tablas de madera, trozos de porcelana rotos, un vaso que parecía estar bien pese a tener el cristal totalmente opaco… y, tendido en un colchón de bambú, vimos un esqueleto de saijit, boca arriba y en posición de reposo que parecía estar ahí desde hacía años.
Nos quedamos mirándolo un momento, asustados. Entonces Trikos relinchó y Lénisu se movió, acercándose al esqueleto. Lo examinó de lejos, sacó la espada y le dio unos toquecitos en el cráneo. Empezaba a preguntarme seriamente qué demonios estaba haciendo cuando declaró:
—Está muerto.
Solté una carcajada.
—¿Nooo? ¿Cómo lo sabes? —repliqué, sarcástica.
Lénisu envainó la espada.
—Por si no lo sabes, los muertos vivientes existen.
Me quedé sin habla, y contemplé más de cerca el esqueleto.
—¿Se parecen a eso? —dije.
—¿Los esqueletos muertos vivientes? Sí.
—Así que… ¿así que los has visto alguna vez? —pregunté, aprensiva, imaginándome a Lénisu haciendo frente a unos esqueletos que se movían.
—Eso es lo que tiene haberse pasado varios años en los Subterráneos —contestó mi tío con naturalidad—. Al final, siempre te topas con alguno.
Deria tenía una expresión de clara admiración. Aryes evitaba mirar el esqueleto y Syu y yo seguimos su ejemplo con mucho gusto. Estaba claro que si el esqueleto hubiera tenido aún sangre sobre él, aunque seca y aunque no fuera suya, Lénisu habría sido el primero en salir de ahí corriendo, si no se desmayaba del choc.
Dolgy Vranc y Lénisu trataron de tapar mejor la puerta para que no entraran las corrientes de aire ni el agua, y cuando acabaron, apenas entraba luz. Trikos ocupaba buena parte de la choza y nosotros apenas cabíamos. Me senté contra el muro opuesto a la puerta, e intenté apartar los trastos del suelo para despejar sitio.
Permanecimos así durante quizá una hora, oyendo los truenos y divisando de cuando en cuando una luz fulgurante entre los intersticios de la puerta.
—Es macabro —se quejó Deria, echando un vistazo al esqueleto.
—Al menos nos estamos salvando de la tormenta —la consoló Dolgy Vranc.
Me moví ligeramente para recostarme un poco contra el muro y oí de pronto todo un concierto de música discordante y horrible. Me sobresalté y me alejé del muro.
—¿Qué te pasa, sobrina? —preguntó Lénisu, bostezando.
—¿A mí? Nada —repliqué, frunciendo el ceño.
Aryes me miró con cara interrogante pero yo negué con la cabeza discretamente, significándole que no tenía nada que ver con Zaix, y volví a recostarme. Enseguida volví a oír la música horrible que parecía mezclar el ruido del trueno con un ruido de cazuelas, de cigarras y de silbidos chirriantes. Esta vez, me fijé en qué momento empezaba a oírlo, convencida de que había algún objeto armónico en la choza. A menos que fuera una casa encantada. Con una mano, toqué un trapo sucio y polvoriento. Instantáneamente resonó el estruendo en mi cabeza y me apresuré a alejarme del trapo. Entonces, Deria soltó un grito agudo y nos sobresaltamos todos.
—¡Deria! ¿Qué ocurre? —preguntó Dolgy Vranc, acercándose a ella, alertado.
La drayta parecía más que aturdida y señalaba con un dedo tembloroso un objeto medio escondido en la tierra. El semi-orco, con cautela, desterró el objeto sin tocarlo aún. Era una barrita que relucía como el metal.
—He sentido como un pellizco por todo el cuerpo —dijo Deria, recobrando el habla—. No, en realidad… me siento… —carraspeó y se sonrojó— como si me hubieran dado masajes durante una hora entera.
Lénisu enarcó una ceja.
—¿De veras? Un objeto mágico.
—Una mágara —afirmó Aryes.
—Este sitio está lleno de mágaras —intervine, sacando el bastón que había descubierto debajo del trapo—. Este bastón emite sonidos armónicos. —Como me miraban con cara sorprendida, añadí—: ¿Qué pasa?
—Estás chillando —me explicó Lénisu.
—Oh, lo siento —dije, posando el bastón—. Es este bastón. Su música es horrible.
Me dio entonces la sensación de que el bastón se movía ligeramente, como ofendido, y sin prestar atención a lo que decían los demás, tendí un dedo y volví a tocar el bastón.
Esta vez, noté cómo la música se había disipado hasta reducirse a un leve murmullo disonante. En su lugar, me contestó una voz acelerada y jactanciosa:
«¿Así que mi música es horrible, eh? Me gustaría ver cómo es la tuya. Seguramente, folclórica, ¿eh? Yo valgo más que eso, yo soy un gran compositor, de hecho, soy el mejor.»
Y me invadió casi enseguida su música totalmente inarmónica y tétrica. Aparté la mano con precipitación, y me interesé por lo que habían encontrado los demás. Dolgy Vranc había tocado la pequeña barra de metal y ahora parecía estar medio dormido, al igual que Deria, y ambos tenían una leve sonrisa en los labios. Trikos estaba inhabitualmente agitado y Lénisu trataba de tranquilizarlo, en vano.
—¡Ayúdame, Shaedra! —me dijo—. Estos dos están alelados, y Aryes no puede bajar.
Miré hacia arriba y vi a Aryes pegado al techo, agitando los brazos sin conseguir despegarse de ahí. Se me ocurrió una idea. Cogí el bastón con las dos manos, intentando abstraerme de las ondas de sonido que me invadieron, lo planté en la tierra junto a la barra metálica, le di un empujón a ésta y se la tiré a Trikos.
El efecto fue casi inmediato. El candiano se tranquilizó y dejó de relinchar, y hasta babeó un poco antes de sumirse en un sueño agradable.
—Buena jugada —me felicitó Lénisu, dejándose caer al suelo, junto al caballo, resoplando—. ¿Y ahora qué hacemos con estos tres?
Me percaté entonces de que el bastón ya no metía ruido, o apenas. Entendí, con un poco de retraso, que la barra metálica también le había afectado a él y ahora la música que emitía era un dulce son de flauta travesera. Sonreí, aliviada, y eché un vistazo hacia arriba, justo en el momento en que Aryes se desplomaba sobre el semi-orco.
Dolgy Vranc gruñó y abrió los ojos del todo.
—Mmpf. ¿Qué haces cayéndote sobre mí, muchacho?
—Uy, perdón —carraspeó Aryes, levantándose de un bote y rascándose el cuello con aire abochornado.
—Bien —dijo Lénisu—. Hasta que haya pasado la tormenta, no os mováis de vuestros sitios, ¿de acuerdo? No sabemos todas las trampas que puede haber por aquí.
Todos asentimos y nos quedamos donde estábamos, esperando alguna nueva catástrofe, pero no vino. Permanecimos así, en tensión, hasta que Dolgy Vranc rompió el silencio:
—Escuchad.
—¿El qué? —replicó Lénisu vivazmente.
—El silencio. Algo me dice que la tormenta ya ha pasado.
Lénisu ladeó la cabeza y esbozó una sonrisa, levantándose de un bote.
—Tienes razón. Salgamos de aquí cuanto antes.
Empujó la puerta con fuerza y la abrió, dejando entrar un río de luz que vino a iluminar el interior de la choza. Salimos todos precipitadamente, sacando a Trikos como pudimos, pues estaba como sonámbulo. Cuando atravesé la puerta, sentí como si me golpease alguien con un gran puñetazo que me levantó a un metro de altura por lo menos. Me desplomé en el suelo pesadamente, sin haber tenido tiempo para controlar la caída.
Me puse de rodillas, tratando de recobrar mi equilibrio, y vi que la casa había desaparecido, pero eso no era lo peor. También habían desaparecido los demás. Para compensar un poco, hacía un sol radiante. Sentí una enorme presión aferrada a mi cuello y tardé unos segundos en darme cuenta de que el único responsable era Syu.
—¡Syu! —traté de decir, pero tan sólo me salió un sonido sofocado.
«¡Syu, por el amor de Hórojis!» El mono aligeró la presión y yo lo aparté de una mano, tomando una profunda inspiración.
—¡Acabarás matándome! —le gruñí, masajeándome el cuello.
Syu emitió un ruido de disculpa y me miró con ojos inocentes, pero rápidamente recobró su dignidad.
«A mí sí que acabarás matándome», replicó. «Pensé que el corazón se me iba a detener para siempre.»
«Anda, anda», le dije, invitándolo a instalarse sobre mi hombro. «Averigüemos qué ha pasado. Los demás no deben de estar lejos, todavía seguimos en las Llanuras de Drenau.»
Syu miró hacia su alrededor y resopló.
«Sí. Por desgracia todo sigue siendo plano», asintió. Se giró hacia mí con el ceño fruncido. «¿Qué es ese ruido?»
Presté atención a lo que nos rodeaba. Efectivamente, se oía una brisa dulce, las hierbas que se rozaban entre sí, y un silbido alegre parecido al de los pastores de Ató que iban llevando sus ovejas por los montes. Busqué la fuente del sonido, pero no vi un alma a kilómetros a la redonda. Un pequeño montículo, a lo lejos, me impedía ver más allá. ¿Sería el final de las llanuras?, me dije, escudriñando la ligera elevación de terreno.
Entonces me fijé en que seguía llevando el bastón.
«¡No me abandones!», me suplicó.
Syu dio un respingo de terror y se alejó del bastón, nervioso.
«Y ponme derecho, diantres, no soy ningún trapecista», se quejó.
Me fijé entonces en que llevaba el bastón al revés y le di la vuelta, sonrojándome un poco.
«Gracias», me dijo. «¡Ah! Hacía tiempo que no me sentía tan bien.»
«¿Qué eres?», le pregunté, intentando hacer caso omiso de lo raro que me parecía hablar con un bastón.
«¿Mi nombre?», replicó. «No todo el mundo está habilitado para reclamarlo», dijo, orgullosamente. «Pero te puedo decir que siempre he sido de gran ayuda a las personas que he acompañado en mi vida.»
Recordé la imagen del esqueleto tendido en su choza y estuve a punto de tirar el bastón, pero la curiosidad me lo impidió.
«¿Quién era el muerto que estaba en la choza?», pregunté.
«¿Heilder? Sí, te refieres a Heilder, seguramente. Mi viejo amigo. Me pasé cuarenta años protegiéndolo y componiendo para él. A cambio, él me rascaba debajo de los pétalos de cuando en cuando… me hacía más tratable, según él», añadió, elocuente.
Enarcando una ceja, examiné la parte de arriba del bastón, en forma de flor abierta. Los pétalos eran de varios colores, aunque los matices se habían ido borrando con los años, y su forma parecía sensible y frágil. Carraspeé.
«¿Qué le pasó a Heilder?»
El bastón emitió una música triste y melancólica cuando dijo:
«Murió.»
No necesitó más para transmitirme toda la tristeza de su corazón.
«Lo siento mucho», solté, sin pensarlo.
Oí un ruido sonoro de alguien que se sonaba la nariz.
«Gracias, querida. ¿Puedo saber cómo se llama mi salvadora?»
«Yo… Me llamo Shaedra. Realmente… nunca pensé que un bastón pudiese hablar», dije.
Una música discordante y fea me invadió, seguida de una música dulce con flauta y luego de un verdadero concierto con trombones, piano y violín.
«No soy ningún bastón ordinario», bramó él entonces, dignamente, en medio del concierto.
Escuché la música hasta el final, maravillada, y luego sacudí la cabeza.
«No, desde luego, eres un compositor, ¿verdad? Pero… ¿por qué te encerraron aquí?»
El bastón emitió una risa de bruja.
«No me encerraron aquí. Me encerré yo mismo. Durante años, busqué el bastón más hermoso que pudiera existir. Y cuando lo encontré, me fundí en él.»
Me quedé boquiabierta.
«¿Te fundiste en él? Pero…»
Una breve secuencia de notas de piano me interrumpió.
«Y se ocupó de mí mi hermano. Y luego muchos más llegaron y murieron, y yo seguí componiendo música, porque yo tengo una imaginación a toda prueba», dijo altivamente. «Sobre todo cuando me rascan debajo del pétalo azulado.»
Syu se había vuelto a acercar y, ahora, sentado sobre mi hombro, seguía la conversación con curiosidad.
«Ya veo», dije. Y tendí la mano hacia el pétalo azulado. Cuando empecé a rascarlo con la punta de mi garra, empezó a soltar unos efluvios de resina fresca y limón cortado, acompañados por una avalancha de notas inconexas que poco a poco fueron creando una melodía.
Dejé de rascarlo y constaté que la madera no tenía ningún rasguño, pese a lo afilada que estaba mi garra. Más que un bastón hermoso, era un bastón resistente, pensé.
Percibí un chillido agudo y alcé los ojos hacia el cielo, creyendo que había oído el graznido de un ave. Sin embargo, el cielo estaba azul y vacío. Oí la risita del bastón y suspiré, convencida de que había querido burlarse de mí.
«¿Dónde crees que estarán los demás?», le pregunté a Syu.
El mono gawalt se encogió de hombros e iba a contestar pero el bastón se le adelantó:
«¿El pétalo rojo, quizá?»
Con un suspiro, le rasqué debajo del pétalo rojo.
«¿Ya estás mejor?», pregunté.
El bastón, contra toda espera, se dobló ligeramente, como para asentir a mi pregunta.
«¿Me llevarás hasta donde vayas, verdad?», me dijo.
«Yo…»
«Soy un protector perfecto. Allá donde te acompañe, te protegeré, si tú me prometes tres cosas.»
Intercambié una mirada de asombro con Syu.
«Yo no haría tratos con gente saijit sin pinta de saijit», opinó el mono. «Aunque su música puede ser bonita.»
«¿Cuál es tu nombre?», le preguntó el bastón al mono.
«Me llaman Syu», contestó él.
«Tienes buen gusto, Syu.»
El mono se sintió claramente halagado.
«Eje… Gracias. Bueno, finalmente, quizá no sea tan malo pactar con un músico.»
Puse los ojos en blanco y asentí.
«Está bien. ¿Cuáles son esas tres cosas que tengo que prometer?»
El bastón empezó a emitir una melodía animada de tambores.
«Primero, debes prometerme que nunca divulgarás las músicas que yo hago o todas las historias que te cuento, sin mi consentimiento. Algunas podrían causar problemas.»
«Prometido», repliqué con tranquilidad.
«Segundo, yo te prometo que te protegeré de tus enemigos y tú debes prometerme que me protegerás de mis enemigos. No nos abandonaremos ni nos mentiremos. Eso es la protección mutua. Y a cambio, también nos prometemos mutuamente mejorar la vida del otro.»
«¿Eso incluye lo de rascar los pétalos?», pregunté, divertida.
«Sí», dijo él, seriamente, haciendo una ligera pausa con sus tambores.
«Estupendo, entonces, prometo todo eso», pronuncié, solemnemente.
«Yo también lo prometo», declaró él, animadamente. «Y, tercero, prométeme que cuando te pida ir a algún sitio para recoger un nuevo sonido, lo harás.»
Me quedé boquiabierta y fruncí el ceño.
«¿Cómo puedo comprometerme a hacer eso? ¿Y si me pides que me acerque a un volcán de lava porque quieres recoger el sonido de la lava explotando contra tu madera?», argumenté.
El bastón emitió un sonido de burla.
«¡Creo que ya conozco todos los sonidos de la lava, no será necesario!»
Solté un inmenso suspiro.
«Syu, creo que la persona que entró en el bastón no estaba del todo cuerda», dije, dirigiéndome al mono.
«Tienes razón», asintió Syu, probablemente imaginándose rodeado de lava por culpa de un bastón temerario.
«A menos que haya perdido la razón al quedarse tantos años encerrado en un trozo de madera», reflexioné.
«Ey», protestó el bastón. «¿A qué viene ese insulto?»
Agrandé los ojos, sorprendida.
«¿Puedes oírnos?», exclamé.
«Pues claro que puedo. No estoy sordo», gruñó.
Era la primera vez que le hablaba al mono y me oía otra persona —u otro objeto, en este caso—, y me sentía como si el espacio íntimo que habíamos forjado el mono y yo había dejado de pronto una brecha para permitir el paso a un intruso. Y de pronto no estuve ya tan segura de querer guardar un bastón que hablaba, aunque fuese capaz de componer todo tipo de música.
«Lo siento, pero no puedo prometerte que iré adonde tú me digas», le dije, categórica.
El bastón interrumpió toda la música y un profundo silencio se apoderó de nosotros. Preocupada por lo que iba a decir, me di cuenta también de que estaba empezando a sudar bajo los rayos cálidos del sol.
Y no tenía ni agua, ni comida, ni nada de nada aparte de la ropa que llevaba puesta y estaba sola acompañada de un mono y un bastón. Todo eso enseguida me hizo pensar en Shakel Borris y sus aventuras.
«Sólo faltan unos enemigos contra los que luchar», le dije a Syu. «Y entonces podré decir “Soy la aventurera Shaedra Úcrinalm Háreldin, ¿qué bandidos hay que neutralizar hoy, señor vizconde?” ¡Sería el colmo!», añadí, riendo.
Una nota de guitarra llamó mi atención y me giré hacia el bastón. Noté una vibración de energías brotar de la parte de arriba del bastón y de pronto me vi cercada de tres lobos furientos con ojos amarillos y hambrientos que me contemplaban como depredadores sanguinarios.
Sin pensarlo, puse el bastón entre ellos y yo, invadida por un terror irracional. ¡Parecían tan reales! Pero estaba casi convencida de que los lobos eran meras ilusiones… Sólo tenía que entender la manera con que el bastón había tejido las ilusiones…
Un lobo se abalanzó sobre mí y, cuando fui a darle al lobo, sentí que el bastón aceleraba mi impulso, entusiasmado. Tras el golpe, el lobo emitió un sonido quejumbroso bastante convincente antes de darse la vuelta, deshaciéndose en aire.
«¡Toma!», exclamó el bastón.
«¿Qué demonios…?», solté, resoplando.
Los dos lobos que quedaban desaparecieron cuando les di a cada uno en la frente, en medio de un concierto de música de guerra.
«¡Yujú!», dijo el ufano bastón.
Syu y yo lo fulminamos con la mirada.
«¿Qué se supone que acabas de hacer?», exclamé.
«Te acabo de demostrar que soy un protector perfecto», replicó él con desparpajo.
«¿Contra ilusiones? Gracias pero ya sé protegerme de ilusiones, bastón.»
«De acuerdo. Si es así, déjame en el camino. Ya vendrá alguien más listo que sabrá apreciar el verdadero don que se le hace.»
Su tono era desafiante y su música socarrona. Solté un inmenso suspiro.
«Muy bien. Si me ayudas a encontrar a los demás, me quedo contigo», le propuse.
El bastón soltó un canto de coro religioso.
«Mi nombre es Frundis», declaró, solemnemente. «Y estaré encantado de ayudarte aunque hayas sido tan lenta de entendederas.»
Gruñí y Syu mostró sus dientes.
«Lo siento», se apresuró a decir Frundis.
«¿Por dónde?», le pregunté.
«Oye, tranquilos, ¿vale? Este sitio lo conozco muy bien, pero hace dos años que no veo más que el trapo sucio que me cubría así que, por favor, paciencia.»
Permanecimos un rato, de pie, entre la hierba y bajo el sol, en silencio. Hasta la música del bastón se había amainado hasta ser un mero murmullo repetitivo.
«Frundis», dije, al cabo de un cuarto de hora.
«¿Mm?»
«¿Ya tienes alguna pista?»
Frundis no contestó pero unos minutos después se torció entre mis manos, como estirándose, y señaló hacia el suroeste.
Nos pusimos en camino enseguida, y como tenía prisa por encontrarme otra vez con los demás, me puse a correr, provocando extrañamente la hilaridad de Frundis.
«¡Cuánto tiempo sin correr, alma mía!», soltó, cuando hubimos llegado al camino.
Con la respiración entrecortada, miré hacia el noreste y luego hacia el oeste, preguntándome por qué lado del camino tenía que torcer. No podía haber desaparecido muy lejos de la choza, ¿verdad? Lo que había atravesado no era un portal de teletransportación, de eso estaba segura, había pasado a través de un desviador. El maestro Yinur nos había hecho probar uno, una vez, hacía años, y el desviador nos había desviado cinco metros más lejos. Y en el examen práctico, aquella primavera, Yori también había pasado por un desviador sin querer. Nunca había visto un desviador que desviase tanto como parecía haberlo hecho el de la casa encantada.
«Tengo calor», dijo Syu, resoplando.
«Y yo también», repliqué.
«Yo estoy muy bien», se alegró Frundis.
«Ya, ya lo imagino», dije, pasándome la mano por la frente sudorosa.
El mono bajó de mi hombro, exclamando súbitamente:
«Tengo una idea, ¡el barro nos refrescará!»
Cayó sobre el camino enlodazado y se rebozó en el barro y en los charcos formados por la tormenta. Lo contemplé, divertida, aunque cuando pretendió volver a subir a mi hombro, pegué un salto para atrás.
«¡Eh! Estás lleno de barro, Syu», protesté.
El mono gawalt silbó ruidosamente pero se apartó de mí.
—Y ahora, busquemos a los demás —declaré con determinación.
Y nos fuimos para el oeste, andando durante dos horas, sedientos, hambrientos y sudorosos. Al menos Syu y yo. Frundis silbaba alegremente por el camino y creo que eso era lo que me animaba a continuar.
Cuando el sol desapareció del horizonte, me dije que había tomado la dirección equivocada y que probablemente los demás estuviesen andando detrás de mí.
Si no hubiese seguido el camino, quizás ahora estaría otra vez con Lénisu, Aryes, Dolgy Vranc y Deria. Desanimada pese a la música alegre de Frundis, me dejé caer sobre una piedra que había al lado del camino, y me puse a pensar en lo ridículo que me hubiera parecido mi situación unas horas antes.
«Venga, anímate», me dijo Frundis, entonando un canto folclórico que se parecía al de los cantantes tuhores que venían de Kaendra.
«¿No decías que no componías cantos folclóricos?», le repliqué, fijándome en su música.
«No la compongo», se defendió, ofendido. «Pero a veces, ensayar esas canciones no es tan malo.»
«¿Cuántas voces eres capaz de hacer cantar a la vez?», pregunté, intrigada.
«Oh, me alegra que me lo preguntes. Unas… quince. Aunque a veces, puedo desdoblar las mismas, para que parezca que haya más.»
«¿Quince?», repetí, atónita. «Yo no soy capaz ni de imitar una voz con armonías…»
«¡Ah! Que tú no seas capaz de algo no significa nada», replicó Frundis. «De hecho, nada de nada.»
«De acuerdo, Frundis», mascullé, mirando hacia el cielo crepuscular. «También sabes soltar armonías de olor, ¿verdad? Antes lo has hecho.»
«Sí. Algunos olores me salen muy bien», dijo, con mucho amor propio.
«¿De veras?» Me mordí el labio, pensativa. «Ya he visto que eras capaz de hacer ilusiones visuales…»
«Es lo que peor me sale», contestó con modestia. «Esos lobos apenas tenían profundidad. Si alguien hubiese estado en otro sitio no habría visto nada. ¡Ahá!», exclamó de pronto. «¿Así que eres celmista?»
«Intento serlo», dije, sorprendida por su cambio de entonación. «¿Y qué más sabes hacer?»
«¡Ja! ¿Te parece poco? ¿Has visto cómo he arrasado con esos lobos? Pues mira, eso no es nada. Soy un experto luchador.»
Miré el palo inmóvil sobre mi regazo con aire irónico.
«¿No me digas? Pero si dejo de tocarte, ya no podrías moverte, ¿o sí?»
Frundis soltó unas notas burlonas.
«Que no podría moverme, ¿eh? Hazlo, y verás.»
Syu me miró con aire alarmado pero yo hice lo que me pedía Frundis y dejé el bastón en medio del camino.
—¡En guardia! —le dije, riéndome y volviéndome a sentar en mi piedra.
Pero me volví a levantar de un bote al ver que el palo acababa de plegar elásticamente sus extremidades. Movió sus pétalos hacia nosotros y Syu y yo retrocedimos precipitadamente. Utilizaba energía aríkbeta, entendí, asombrada.
Creí notar cierta música de contrabajo y piano y agrandé los ojos. ¿Acaso era posible que pudiese emitir sonido a su alrededor…? Claro que lo era. Lo peor era que Frundis no era una mágara, sino un celmista bastón, o como se le pudiese llamar, y era difícil saber dónde estaban sus límites.
Estuvimos contemplando cómo intentaba levantarse varias veces hasta que me harté y le dije que parara.
«Como dije, un arma luchadora de primera», declaró, cuando lo hube recogido. Noté que estaba un poco cansado de tanto esfuerzo, pero no dije nada, para no ofenderlo.
Dudaba si tenía que seguir andando o esperar, pero me sentía agotada por todos los acontecimientos del día y finalmente decidí que sería mejor dormir. Y otra vez, me entró una duda: ¿qué era mejor, dormir cerca del camino, para que Lénisu me viera, o esconderse, por si venían bandidos?
Syu pensaba que era mejor esconderse, pero Frundis aseguraba que no podíamos temer nada mientras estuviese él. Finalmente, decidí correr el riesgo y me tumbé no muy lejos del camino, segura de que si alguien pasaba, lo oiría y me despertaría.
Envuelta en mi capa, me alegré de que el sol hubiese secado la tierra tan rápido para evitarme dormir en medio del barro. Syu se tumbó al lado mío y dejé a Frundis un poco apartado, temiendo que quizá se pudiese mover, aunque él aseguró que cuando dormía, dormía a pierna suelta. Otra cosa era imaginarse cómo un bastón podía dormir, pero estaba demasiado cansada para averiguar el misterio.
Bostecé, me estiré e intenté encontrar una posición más cómoda.
—Buenas noches, Syu.
Por toda respuesta, el mono se cubrió con un trozo de mi manta y se tapó la cara con las manos, haciéndose una bolita. Se durmió enseguida. A mí me costó mucho más, porque no paraba de pensar en que nunca volvería a encontrarme con los demás, y estuve admirando el cielo constelado tratando de recordar los nombres de las estrellas. Ya le hubiera gustado al Dailorilh poder ver tan bien las estrellas en Ató como aquí, pensé medio dormida.
* * *
Me desperté en un sobresalto, muy temprano, escuchando una música de trompetas. Syu se agarró a mi camiseta con todas sus fuerzas y me levanté de un bote, mirando nerviosamente a mi alrededor. El sonido de trompetas había desaparecido tan pronto como me había levantado… Eso despertó enseguida mis sospechas y bajé la mirada hacia el bastón. Solté un suspiro. Pues claro.
Recuperé a Frundis con precaución.
«¿Qué ocurre?», pregunté.
«Buenos días, señorita Háreldin», contestó Frundis.
«Buenos días, Frundis», contesté, impaciente. «¿Por qué me despiertas tan de repente?»
«Hay un caballo en el camino», informó él, soltando otra serie de trompetazos que me acabaron de despertar.
Giré la cabeza, parpadeando bajo los rayos del sol naciente, y sonreí. Era Lénisu montando a Trikos. Me hizo un signo con la mano y le respondí agitando la mano, empuñé mejor a Frundis y nos dirigimos los tres hacia el camino con rapidez.
—¡Shaedra! Ya pensaba que me había quedado solo en este maldito lugar. Er… ¿dónde están los demás?
Lénisu se había apeado y Trikos lo miró con cara exhausta, como si llevase cabalgando ya varias horas. Contemplé a mi tío con aire sorprendido.
—Pues… La verdad es que no tengo ni idea de dónde están los demás. Pero no deben de andar muy lejos —añadí, como Lénisu me observaba con una expresión de decepción—. Al parecer, hemos chocado con un desviador, al salir de la choza, y nos hemos dispersado todos. Ah, Frundis dice que era una especie de círculo desviatorio así que probablemente dentro de poco nos reunamos todos.
—¿Círculo desviatorio? —repitió Lénisu, confundido—. ¿Frundis?
Me miró con cara interrogante.
—Eh, sí, Frundis, el bastón —dije, señalándolo con mi otra mano.
Lénisu me contempló como si me hubiese vuelto loca, se acercó a mí y posó una mano en mi hombro para escrutar mi rostro detenidamente.
—No pareces estar del todo bien, Shaedra. ¿Tienes hambre? ¿Sed? ¿Qué es esa música?
—Ambas cosas —repliqué, con una sonrisa traviesa.
Lénisu ladeó la cabeza, como para agudizar el oído, y luego me miró, sin entender.
—¿Cómo?
—Tengo hambre y sed —dije—. En cuanto a la música, es por Frundis. Es un compositor y un músico, celmista por supuesto. Él mismo te lo puede contar.
Lénisu me observó a mí, luego al bastón y por fin a Syu.
—Mono —le dijo—, ¿tú que opinas de esto? —Syu entornó los ojos y se encogió de hombros—. Mm. Ya veo. Toma, Shaedra.
Me tendió una cantimplora llena de agua, yo le di a Frundis y tomé varios sorbos largos, sintiéndome mucho mejor. Lénisu tenía el ceño fruncido, examinando el bastón de cerca.
—Tiene una textura curiosa —dijo—. ¿Es el bastón que estaba en la choza, verdad?
—Ajá. El mismo. ¿Qué te parece su música?
—¿Su música? Ahora no oigo nada. ¿Seguro que emite ruido?
—A veces emite ruido, pero generalmente lo hace por vía mental…
Dejé de hablar al observar cómo Lénisu se había sobresaltado y había dejado caer el bastón al suelo, retrocediendo precipitadamente.
—¡Mil brujas sagradas! —exclamó.
—Te lo dije, es músico.
—¡Me ha dicho… me ha dicho que era una babosa ultravioleta! ¿Qué clase de bastón es ése?
—¿Una babosa ultravioleta? —repetí, asombrada. Lénisu hizo una mueca cuando me eché a reír. Incluso Syu soltó una carcajada de mono.
Me incliné y recogí el bastón, pero entonces me invadió un sonido estridente y sumamente desagradable y Frundis me soltó: «¡Mosca disecada!» Y su risa demente resonó por todos los resquicios de mi cabeza.
Solté el bastón, y lo dejé caer al suelo como Lénisu.
—Vaya —llegué a pronunciar—. Ayer estaba menos agitado.
—¿Por qué no lo tiras por ahí? —propuso Lénisu—. No es una buena idea llevar objetos mágicos desconocidos. Nunca sabes lo que pueden llegar a hacer.
—No es una mágara —expliqué—. Al menos no una ordinaria. Es un celmista que… —Me detuve en seco y me encogí de hombros.
—¿Que qué?
—Te lo contará él, si quiere, yo no puedo divulgar sus secretos, se lo prometí.
Lénisu me devolvió una mueca gruñona y suspiró.
—De todas formas por ahora, tenemos cosas que hacer más urgentes que hablar de un bastón. Vamos, tenemos que encontrar a los demás.
Asentí y volví a coger el bastón con cautela.
«Si me insultas, te abandono», le dije con claridad.
Frundis, que había empezado a decir algo, alargó su vocal sin terminar la palabra y se puso a cantar una canción, sin contestarme pero sin proferir más insultos. Una de las cosas buenas era que aprendía rápido, me dije.
Pese a que normalmente el desviador no podía habernos mandado muy lejos los unos de los otros, tardamos toda la mañana y parte de la tarde en reunirnos todos. La última con la que nos topamos fue Deria, que andaba hacia el noreste, porque se había convencido de que el sol se levantaba al oeste y se ponía al este. Esta vez yo creo que se le quedó la lección grabada para siempre en la memoria. La primera cosa que hizo la drayta fue beber toda un largo trago de agua antes de comentar, feliz de estar otra vez con nosotros:
—Demonios. Esta agua es mucho mejor que la de los charcos.
Estuvimos toda la tarde hablando de lo sucedido y de los objetos que habíamos encontrado en la choza. Aryes había guardado un pañuelo azul tornasolado y cada vez que se lo ataba alrededor del cuello, sentía más facilidad para controlar sus sortilegios óricos y dos veces, durante la tarde, soltó un sortilegio de levitación y se puso a levitar ligeramente sobre el camino, sin tocarlo, durante varios minutos. Deria había recuperado la barrita de metal y la tenía metida en el bolsillo sin atreverse a tocarla por miedo a caer dormida por los efectos soporíficos que tenía aquella mágara. Dolgy Vranc y Lénisu eran los únicos que no habían cogido nada. Al menos eso creí hasta que un Dolgy Vranc sonriente y travieso sacara un bote lleno de un líquido negro.
—¿Qué os creíais? ¿Que me había ido sin coger nada de esa choza abandonada? ¡Ja!
—¡Dol! —exclamó Deria, muy animada—. ¿Qué es ese líquido?
—No tengo ni la más remota idea —contestó Dolgy Vranc, riéndose—. Por eso lo he cogido.
Ladeé la cabeza, curiosa.
—Daian no sólo te pagaba con dinero, ¿verdad? —solté, sin previo aviso.
Dolgy Vranc agrandó los ojos y, al cabo de unos segundos, agitó la cabeza.
—No, también me traía algunas pociones —admitió—. Pero eso no es asunto vuestro.
Me fijé en que Lénisu me miraba con una media sonrisa, como burlándose de que Dolgy Vranc pudiera hacerme callar tan fácilmente. Carraspeé, pero no dije nada.
Por segunda vez en la tarde, Aryes se posó en el suelo, eufórico.
—¡Jamás pensé que conseguiría durar tanto tiempo! —exclamó—. ¡Este pañuelo es mi salvación!
Sonreí, divertida al verlo tan animado.
—Tengo que ponerle un nombre… todas las mágaras potentes tienen nombres —explicó.
—¿Qué tal Volador? —propuso Deria.
—O Cisne azul —dije.
—Yo pensaba más en algo como Borrasca —comentó Aryes, pensativo.
—¿De veras quieres ponerle un nombre a un trozo de trapo? —preguntó Lénisu, sin darse media vuelta para mirarnos.
Aryes me miró con cara interrogante y yo me encogí de hombros y pregunté:
—Y tú, Lénisu, ¿no has cogido ningún objeto de la casa encantada?
Andando delante del grupo, con la mano posada sobre el pomo de su espada, Lénisu no contestó y no sé por qué me dio que estaba sonriendo.
—¿Lénisu? —preguntó el semi-orco.
Mi tío se detuvo y nos miró alternadamente con una expresión impasible.
—Ya he tenido suficientes mágaras para el resto de mi vida —declaró—. Y ahora, en marcha, si no os importa, y no habléis tan alto. Estamos llegando al final de las llanuras. Después de este montículo, empieza el bosque de Frenengar.
—¡Lo sabía! —exclamé. Me tapé la boca—. Ups. Perdón.
Retomamos la marcha, en silencio. Aryes seguramente estaría buscando algún nombre apropiado para su mágara, y a mí me costaba concentrarme en otra cosa que en la música con guitarras de Frundis. De hecho, hasta me sorprendí canturreando la canción y cuando Lénisu me miró de reojo callé bruscamente.
—¿Crees que hay bandidos allá donde vamos? —pregunté.
—No es el mejor camino para ir a Acaraus —confesó Lénisu—. El más seguro es el que va por vía marítima.
—Por lo que sé, el mar de Ardel está lleno de piratas —gruñó Dolgy Vranc.
—Es el más seguro… siempre y cuando se coja un barco con escolta —se rectificó Lénisu—. De todas maneras, no suelen atacar barcos con pasajeros de poca monta. Prefieren los barcos comerciales y los pasajeros distinguidos.
—Hablas de ello como si conocieses a esos piratas —dije, con tono inocente.
Lénisu me sonrió.
—Cada día eres más lista, sobrina.
—¿Los conoces? —se emocionó Deria.
—Los conozco. Algunos son más simpáticos que otros.
—¿Cómo es que conoces a tantos forajidos? —preguntó Aryes, saliendo de su ensimismamiento.
—A veces, me hago la misma pregunta —apuntó Lénisu, señalándolo rápidamente con el dedo.
En vez de volver a bajar la mano, hizo un ademán y nos invitó a alcanzarlo. Cuando hubimos dado los últimos pasos de la cuesta, pudimos contemplar lo que en los libros de geografía se marcaba con pequeñas rayas de tinta negra: los acantilados de Acaraus.
La colina que habíamos subido bajaba primero lentamente y luego de manera empinada, hasta que la caída fuera claramente vertical. Abajo, estaba Acaraus. Primero, había árboles tupidos y luego marismas y bruma y más bruma. Estaba convencida de que, si no hubiese habido tanta bruma, habría podido ver el Aprendiz, el río de Acaraus.
—No conozco para nada la zona —comentó Dolgy Vranc—. ¿Hay algún camino para bajar?
Lénisu se giró hacia él y le sonrió.
—Utilizaremos a Borrasca. Levitaremos hasta tocar el suelo. Y si alguien sobrevive, que lo escriba para contarlo.
Me eché a reír al ver las caras de desconcierto que ponían los demás. Aryes parecía pensativo, como considerando seriamente la estrafalaria opción propuesta por Lénisu.
—Si hubiese tenido unos años más de práctica, probablemente podría haberlo hecho —dijo al fin.
Lénisu agrandó los ojos y resopló.
—Venga, en marcha, hay un camino que baja hacia el sur. Dormiremos arriba esta noche y empezaremos la bajada mañana.
Bordeamos el acantilado, dirigiéndonos hacia el sur. Trikos estaba agotado y nosotros también, pero por lo menos teníamos reservas de agua y algo de comida. Y una cuerda de diez metros.
En un momento, me fijé en que el bastón apenas emitía una música tranquila y suave y entendí que estaba durmiendo. Procuré entonces no removerlo mucho y le dije a Syu:
«Frundis ha debido de aburrirse mucho estos dos últimos años. Por eso su música era tan terrible la primera vez que le toqué. Quizá el hecho de que su música sea tranquila ahora significa que está feliz con nosotros, ¿no crees?»
El mono gawalt observó el bastón con detenimiento mientras andábamos y al cabo asintió. Oí un ronquido del lado de Frundis y puse los ojos en blanco mientras Syu contestaba:
«Al menos parece estar contento.»
Después de varias semanas andando por las marismas de Acaraus, llegamos a la capital, una ciudad que olía a agua estancada y a suciedad. Ahí, Lénisu se enteró, los diablos sabían cómo, de que efectivamente habían pasado por ahí un legendario renegado y dos elfos oscuros y que los acompañaba un joven humano rubio. Nos costó dos días enteros acordarnos de que este último debía de ser sin lugar a dudas Yilid, el hijo del marqués de Vilona.
Dimos vueltas por la ciudad durante una semana entera, vendimos a Trikos —cosa que no nos gustó a ninguno, y menos a Lénisu— y compramos víveres, luego nos dirigimos hacia el norte, y de camino nos atacaron unos forajidos muertos de hambre, pero conseguimos deshacernos de ellos sin grandes dificultades: una de las cosas buenas de Acaraus era que sus habitantes temían a los celmistas. Eran muy supersticiosos y pensaban que todas las historias sobre celmistas que se transformaban en gigantes o cerberos eran ciertas, de modo que nos bastó con soltar unas chispas, unas decenas de ilusiones a las que contribuyó amablemente Frundis, y nuestros asaltantes salieron corriendo despavoridos.
Aparte de ese incidente, lo más problemático fue el clima, la flora y la fauna. Lénisu nos enseñó a reconocer las serpientes mortales de las que no lo eran, nos enseñó qué era comestible y qué no lo era, mató una rana que soltaba ácido mortal cuando la tocabas y Dolgy Vranc obligó a una rata de agua a tragar una gota del líquido negro del bote que siempre guardaba en su bolsillo, sin obtener ningún resultado visible. Aparte de eso, pudimos apreciar en persona lo peligrosas que eran las lluvias y las nieblas ácidas y por primera vez estuve en presencia directa con la energía flávica, cosa que no me agradó especialmente.
Con el tiempo, Frundis, Syu y yo empezamos a comprendernos mejor. Frundis y Syu solían querellarse por nada, pero siempre se callaban cuando empezaban a exasperarme a mí. El bastón era muy polifacético, a veces se las daba de caballero y soltaba fórmulas extrañas y enrevesadas que posiblemente estuviesen de moda en su tiempo, y otras veces era horriblemente pícaro y se lo pasaba en grande engañándonos a Syu y a mí construyendo ilusiones. Rápidamente aprendí a distinguir sus ilusiones de la realidad pero, pese a mis esfuerzos, nunca conseguí deshacerlas ni modificarlas, y aun así sólo las reconocía cuando me concentraba realmente, de modo que un día me choqué contra un árbol creyendo que andaba sobre hierba verde, y Syu subió hasta lo alto de una rama convencido de que había visto un plátano. Me llevó varios minutos explicarle que el árbol al que se había subido no daba plátanos y que, de hecho, la planta que daba plátanos no era un árbol, y mientras tanto Frundis se reía a carcajadas acompañando su alegría con su música sempiterna.
Durante el viaje, me transformé sólo tres veces, pero fueron suficientes como para que Aryes empezara a decirme insistentemente que no podía guardar un secreto así. La tercera vez que me transformé, fue en pleno día, cuando me había alejado para ir en busca de más leña. Siempre me ocurría cuando estaba sola, y no acababa de entender por qué. Zaix no había querido ni decirme qué tipo de transformación era aquélla, aunque al parecer, mi transformación tenía un sentido y llevaba un nombre, de modo que no me estaba transformando simplemente en un monstruo deforme. En cierto modo, era tranquilizador…
Llegamos al antiguo pueblo de los guaratos en el mes de Vidanio. El ambiente se había refrescado y las marismas habían dejado paso a bosques y montes cada vez más empinados. El Aprendiz era sin embargo más tranquilo que el Trueno en aquella época del año y vimos que en aquellos bosques pululaban el venado, los zorros, los lobos y… los osos.
Dormimos en las ruinas del pueblo durante una semana entera, explorando la zona. Al segundo día, nos encontramos con una pequeña criatura bípeda bastante repugnante. Lénisu la asustó con su espada y, mientras veíamos cómo huía, bajando la ladera, mi tío nos explicó que se trataba de una ardoxina. Todos, entonces, se giraron hacia mí, y entendí que pensaban en el shuamir que aún no me había puesto al cuello, temiendo sus consecuencias. Las ardoxinas eran normalmente criaturas de los Subterráneos y no era habitual que saliesen a la Superficie. Tras una larga discusión, decidimos que me pondría el collar si volvíamos a ver criaturas extrañas, no fuera que los Hullinrots tuviesen algo que ver en todo eso. Hacía tantos días que no pensaba en el lich y en los nigromantes, que me sorprendió hacerlo en aquel instante en el que estaba segura de tropezarme con Aleria y Akín.
Pero seguimos nuestra búsqueda, y no encontramos nada, hasta el último día. Estábamos todos sentados sobre las ruinas del pueblo guarato, cerca del fuego, y acabábamos de desayunar cuando apareció, entre el follaje, una gran cabeza peluda cuyo jaipú brillaba intensamente. Lénisu y yo nos sobresaltamos al mismo tiempo y nos pusimos en pie.
—¡Un oso sanfuriento! —mascullé.
Aryes entornó los ojos, seguramente recordando la broma que le había gastado meses atrás sobre un oso sanfuriento inventado, pero enseguida se puso en pie y cogió su bastón como arma.
Yo misma me armé de Frundis y miré a Lénisu con cara interrogante mientras el oso salía a descubierto, mostrando sus dientes afilados y sus ojos amarillos. Tenía un pelaje muy oscuro y medía unos dos metros.
Lénisu gruñó y el oso rugió.
—¿Qué es esto? —soltó el semi-orco, tratando de guardar la calma—. ¿Un concurso de gruñidos?
—Estoy pensando en una manera para que no nos mate a todos —explicó Lénisu.
—Esa frase… suena fatal, tío Lénisu —observé, el corazón helado.
—Lo sé —confesó—, pero no se me ocurre otra cosa.
El oso sanfuriento soltó un rugido ensordecedor. Lénisu se puso delante de nosotros, con aires de protector, y entornó los ojos, desafiante.
—¿Y ahora… qué haces exactamente? —pregunté, vacilante.
—Sigo pensando —replicó.
En ese instante, el semi-orco se situó a su lado, con decisión, armado de un bastón grandote de tejo que había encontrado en el bosque de Frenengar y se puso en posición defensiva. Hubiera podido parecer realmente intimidador si yo no hubiera sabido que el semi-orco no tenía ni idea de tácticas de lucha. Aryes y yo, en cambio, sabíamos utilizar un bastón y conocíamos más de una táctica de ataque. Pero nunca habíamos peleado contra un oso sanfuriento y éramos dolorosamente conscientes de que no éramos capaces de luchar contra un animal así. En resumen, estábamos perdidos.
El oso avanzaba lentamente, como temiendo alguna trampa, y gruñía a cada paso.
—Vamos a morir —sollozó Deria.
—No, te prometo que no morirás, Deria, te doy mi palabra —le aseguró Dolgy Vranc con determinación.
Advertí que Lénisu miraba al semi-orco con una expresión interrogante, como preguntándole si había prometido eso por puro impulso emocional o si tenía una idea.
Entonces, se me ocurrió una idea.
«¡Frundis!, ¡Frundis!»
«Ya te oigo, no estoy sordo», replicó. «¿Qué te pasa?»
«¿Has visto el oso sanfuriento, verdad? ¿Puedes soltar un rugido tremendo para que tenga miedo y se vaya?», pregunté con tono apremiante.
«¡Yo no rujo! Qué ideas.»
Me impacienté.
«¡Frundis! ¿No querrás perder a tu portadora tan rápidamente, verdad?»
«No», dijo, suspirando. «Está bien, lo intentaré.»
«Un rugido muy muy fuerte», insistí, con la mirada posada sobre el oso.
Sentí, por el silencio del bastón, que Frundis se preparaba y al de unos cinco segundos soltó un rugido mental muy conseguido que me hizo perder el equilibrio… Pero el oso no lo oyó, naturalmente.
«Vaya», se quejó Frundis. «Aún no consigo bien las ondas sonoras externas. Es molesto.»
«Es más que molesto, Frundis», dije, trastabillando.
Syu se había refugiado debajo de mi capa y temblaba como una hoja.
—¡Tengo una idea! —exclamó Deria, cuando ya el oso sanfuriento iba a cruzar la primera línea de ruinas del pueblo—. Utilicemos mi barrita de metal. Si conseguimos dormirlo…
—¡Deria! —dijo Aryes, con una inmensa sonrisa, abrazándola—. ¡Eres genial! ¿Dónde tienes la barra?
—En el bolsillo. Cada vez que lo toco, me duermo.
—¿Y cómo vamos a llegar hasta el oso para dormirlo? —pregunté.
Nos quedamos inmóviles unos instantes, pensando, y entonces Lénisu se giró hacia mí.
—El mono.
Enseguida entendí lo que pretendía, aunque que lo hubiese pensado me sublevó absolutamente y lo fulminé con la mirada, indignada.
—No le pediré a Syu que haga esto.
—Si rodea el sitio, lo puede tomar por sorpresa e hincárselo en la parte trasera. No se me ocurre otra cosa.
Negué con la cabeza otra vez y noté que Syu se aferraba más a mí. Me dirigí hacia Deria, me bajé la manga hasta que me cubriese la mano y dije:
—Dame la barra. Lo haremos Syu, Frundis y yo.
Se me quedaron mirando como si me hubiera vuelto loca, pero poco me importó. Metí la mano en el bolsillo de Deria y saqué la barra, procurando no tocarla directamente. Entonces, sin pensarlo dos veces, me adelanté, hice un movimiento para esquivar las manos de Lénisu pero éste consiguió cogerme del brazo.
—No, Shaedra, el miedo te está trastornando las ideas. Mira bien delante, no podrás hacerlo.
—Podré —repliqué con fuerza.
Lénisu me miró a los ojos y me sorprendió cuando asintió con la cabeza.
—Entonces, ve hacia la derecha. Yo le serviré de diversión.
Agrandé los ojos, horrorizada.
—Lénisu…
—Venga, no tenemos mucho tiempo.
Lénisu se fue para la izquierda y, unos segundos después, me fui yo para la derecha, envolviéndome con las armonías. Sabía que los osos sanfurientos se guiaban mucho por el olfato, de modo que por una vez perfeccioné más que ninguno mi sortilegio armónico, absorbiendo todo el olor de ternian.
«¡Bien hecho!», me felicitó Frundis, mientras corríamos. Me fijé entonces en que el bastón también había participado en mis sortilegios, mejorándolos y hasta dándoles un toque artístico que sólo un armónico podía entender.
El oso, al advertir que lo rodeaban, se puso furioso y nervioso a la vez, y dio varias vueltas sobre sí. Sin embargo, poco a poco fue olvidándome, al no notar mi presencia, y se giró hacia Lénisu al ver que desenvainaba la espada.
Cuando estuve a diez metros del oso, empecé a temblar de miedo, dándome cuenta de lo que iba a hacer.
«Hazlo como un mono gawalt», dijo Syu. «Corre, salta y desaparece.»
«Es fácil decirlo», repliqué, cogiendo la barra con más fuerza a través de la manga.
Vi que, por su parte, Lénisu se había acercado mucho más al oso y que intentaba espantarlo, con la esperanza de que quizá se cansase y se fuese, dejándonos tranquilos. Pero un oso sanfuriento era un animal poco aprensivo y poco pacífico.
La segunda vez que atacó a Lénisu, se levantó sobre sus dos patas y supe que si no actuaba, Lénisu moriría. De modo que eché a correr, acompañada por la música animada de Frundis y de los consejos de Syu. Tomé impulso, le di al oso en pleno omoplato y aterricé del otro lado, envolviéndome otra vez con las armonías y cambiando rápidamente de sitio para que me perdiera de vista. Cuando me hube alejado unos metros, observé el efecto de mi ataque: el oso parecía aturdido, pero no parecía estar a punto de caer dormido.
«Debí imaginarlo», solté. «Un oso sanfuriento no es tan sensible a los efectos de esta barra de metal. Habrá que atacar varias veces.»
Al menos Lénisu estaba a salvo por esta vez, pensé mientras me preparaba para un segundo ataque. Con el rabillo del ojo, divisé movimiento a mi izquierda y retrocedí un metro, girándome hacia ahí, pero sólo era Aryes, buscándome con la mirada.
—¡Shaedra! ¿Estás bien?
Puse los ojos en blanco y asentí.
—¡Estoy bien! —contesté.
Cuando el oso se giró bruscamente hacia mí me di cuenta de que había metido la pata al contestar. El oso, pese a los ademanes agitados de Lénisu, centró su atención en mí y me atacó.
Dejando caer el bastón y la barra de metal, me alejé haciendo una voltereta rápida hacia atrás, evitando justo a tiempo la zarpa del animal. El oso quiso perseguirme, pero entonces recibió una estocada de parte de Lénisu y se giró hacia él rugiendo con su enorme boca abierta.
«¡Oh, no!», dije, viendo en el suelo a Frundis y la barra de metal.
De pronto, Aryes apareció al lado de Lénisu, hincándole su bastón en la pata del oso. Dolgy Vranc le dio en la espalda y observé justo a tiempo que Deria pretendía recuperar su barra de metal.
—¡No, Deria! —exclamé.
La drayta levantó los ojos hacia mí. Estaba muerta de miedo. Retrocedió unos pasos, sin protestar, y suspiré de alivio al ver que me obedecía. Unos segundos después, oí un grito de dolor y, por un instante, me quedé paralizada, oyendo claramente los latidos ralentizados de mi corazón.
Unas imágenes turbias pasaron por delante de mis ojos y sentí ira y un ansia terrible de vengarme de cualquiera que pudiera hacer daño a la gente que quería.
Con la cordura totalmente confundida, me moví a toda prisa, pegué un salto, recogí a Frundis e iba recoger la barra de metal cuando me di cuenta de que había desaparecido.
«¡La tengo yo!», me dijo de pronto Syu.
Por un segundo, volví a mi estado aturdido y vi que el mono gawalt, con la barra en la mano vendada con su pañuelo verde, se había subido al oso sin que se enterara y trataba de encontrar el mejor sitio para aumentar los efectos soporíficos.
Temí por él, pero esta vez, en vez de quedarme quieta, salí disparada y le golpeé al oso con todas mis fuerzas. El oso sanfuriento se agitó furiosamente y Syu se agarró como pudo a los pelos del oso para no caer.
«¡Esto no funcionará si cada vez que intento dormirlo vosotros lo despertáis!», se quejó el mono.
Empecé a entender el problema y retrocedí precipitadamente.
—¡No le ataquéis! —grité—. Lo estamos despertando cada vez que la barra se descarga sobre él.
Creo que me oyeron porque se alejaron todos casi de inmediato, aunque no demasiado, para que el oso se interesara más por nosotros que por un peso diminuto colgado sobre su espalda.
«Ten mucho cuidado, Syu», murmuré, angustiada.
Mirando hacia los demás, vi que Lénisu se tambaleaba, y cerraba los ojos, como si se hubiese vaciado de todas sus energías para mantenerse en pie más tiempo. Me abalancé hacia él, horrorizada.
—¡Tío Lénisu!
Vi la expresión de terror de Aryes y sentí el ataque inminente del oso, pero era ya demasiado tarde. Recibí un golpe muy fuerte que me tiró al suelo y traté de apartarme lo más rápido posible. Cuando me di la vuelta, vi una silueta con una capa oscura desafiando, en una postura de ataque, al oso sanfuriento. De sus manos extendidas, salieron rayos de fuego y el oso, que parecía más tranquilo —sin duda gracias a Syu—, se enfureció otra vez.
Rodé hasta situarme junto a Lénisu, que se había desplomado al suelo. Estaba cubierto de sangre. A partir de ahí, apenas me fijé en el combate. Drakvian —pues era ella la que me había empujado, salvándome del zarpazo— se ocupó de hacer huir al oso con fuego invocado. Supe después que la vampira salvó a Syu antes de que éste acabase pisoteado por las gruesas patas del oso que huía. También aprendí que una de las cosas que más teme el oso sanfuriento es el fuego. Drakvian había tenido una oportunidad única para demostrarlo eficazmente.
Pero en aquellos momentos, toda mi atención estaba fijada en Lénisu. Me convencí de que seguía vivo y le toqué la yugular, buscando el pulso. Al encontrarlo, suspiré de alivio. Busqué entonces la herida por donde había salido tanta sangre y vi que tenía una llaga en el brazo. Se veían con claridad tres surcos oscuros a través de su camisa rasgada.
Con las lágrimas saliendo a borbotones de mis ojos, me puse a pedir ayuda a gritos, aunque supiese que de todos, ahí, los que más sabían de endarsía y de curación éramos Aryes y yo. La sangre fluía, oscura y espesa.
No sé cuánto tiempo estuve así, sacudida por espasmos, antes de que notara que el combate había terminado y Aryes intentaba aplacar mi desasosiego.
—Lo curaremos, Shaedra, no está tan mal —me aseguró.
«Un verdadero mono gawalt actúa bien y rápido y no se atormenta con lo que no puede hacer», me recordó Syu. «¿Recuerdas? Pues ahora, te aseguro que puedes salvarlo, así que actúa bien y rápido.»
Asentí, algo reconfortada por sus palabras, y cogí la mano inerte de Lénisu apretándola fuerte.
—No puedes morir —le dije—. Te lo prohíbo.
Durante las horas siguientes, Aryes y yo hicimos todo lo que pudimos por limpiar la herida y vendarla, pero Lénisu tan sólo recobró la consciencia cuando el sol empezó a descender, poco después de que Frundis me asegurara que si lo ponía en contacto con mi tío, quizá podría cantarle alguna música tonificante.
No sé qué música utilizó Frundis para reponerlo, pero cuando Lénisu se despertó, parecía tener la mente bastante despejada. Se apartó de Frundis, con una media sonrisa, que se transformó en mueca de dolor al mover el brazo.
—Vaya. ¿Estoy vivo?
Me reí.
—Sí. Y creo que por el momento seguirás viviendo.
Lénisu agitó la cabeza.
—¿Cómo acabó el combate?
—Drakvian apareció —contó Aryes, señalando a la vampira con un gesto de barbilla—. Ahuyentó al oso con sortilegios de fuego. Al parecer, es lo más eficaz contra ese tipo de bestia.
—¿Drakvian? La… ¿vampira? —soltó Lénisu, extendiendo el cuello para ver a la joven de pelo verde sentada sobre un muro en ruina, agitando los pies tranquilamente mientras trenzaba unos juncos con unos dedos muy finos y pálidos.
—Así es —contesté—. Lleva… siguiéndonos desde Dathrun, me da a mí.
—Eso no es cierto —terció la vampira, sin dejar de trenzar la cuerda—. Dejé de acompañaros cuando bajasteis por los acantilados de Acaraus. Me fui en busca de información. Y aquí estoy de vuelta, al parecer, he llegado justo a tiempo para impedir que el portador de Hilo se desmorone en cachitos.
Soltó una risa estridente, enseñando sus dientes blancos. Enarqué una ceja.
—¿El portador de hilo? —repetí, interrogante.
Drakvian miró fijamente a Lénisu, sin pestañear, y éste, al cabo de un rato, carraspeó.
—Soy yo. Y Hilo es mi espada. Por lo visto hasta los sirvientes de un descerebrado saben quién soy.
—¡Lénisu! —murmuré, ofendida—. Drakvian acaba de ayudarnos, ¿por qué le hablas en ese tono?
La vampira se deslizó hasta el suelo ágilmente y se acercó a nosotros con un paso firme.
—Yo no sé quién eres —dijo, sentándose junto a él—. Y puede que el maestro Helith tampoco sepa quién eres, y no porque sea un descerebrado, el hecho de ser nakrús no significa que lo tienes más fácil o más difícil para conocer a la gente. Incluso tú puede que no sepas quién eres. Pero sé perfectamente qué es Hilo.
—Me alegro —replicó Lénisu, tras un silencio molesto.
A la luz del día, un halo fantástico rodeaba a Drakvian. Tenía una piel muy lisa y muy blanca, casi traslúcida, y sus labios apenas tenían diferente color. Sus ojos eran azules, aunque según en qué ángulo se situaba en relación a la luz, podían tener reflejos verdes. Llevaba un cinturón de cuero lleno de bolsitas abultadas y una capa fina y negra que le daba un aire de aventurera y de malhechora.
—¿Qué tiene tu espada de especial? —preguntó Deria, acercándose, en compañía de Dolgy Vranc, el cual se tapaba la frente para ocultar el chichón que le había salido al caerse.
Lénisu y Drakvian se miraron el uno al otro fijamente y entonces algo que se parecía a vacilación pasó por los ojos de mi tío, quien se giró hacia la drayta e hizo una mueca.
—Hilo es una espada reliquia, como las llaman. Quiero decir con eso que nadie, en la Tierra Baya, sería capaz de reproducir un arma como esa.
—¡Al fin! —exclamó el semi-orco, acercándose e instalándose sobre una piedra, muy atento—. Sabía que no era una simple espada encantada. ¡Lénisu! ¿Cómo no has podido confiar en mí para decirme que tenías a Hilo?
Los miré alternadamente, asombrada. Lénisu parecía haber recobrado toda su vitalidad.
—Mira, Dol, no tenía intención de decírselo a nadie.
—¿Y por qué, si se puede saber? Soy un identificador, Lénisu, quitarme el derecho a examinar esas maravillas es inadmisible.
Lénisu puso los ojos en blanco.
—Ya. Bueno, creo que ya hemos hablado suficiente de Hilo.
—¿Qué hace esa espada? —preguntó Aryes, adelantándose a mí.
—Invoca protectores —replicó Lénisu—. Y ahora dejad al herido en paz, ¿queréis? Me gustaría hablar con Drakvian.
La vampira negó con la cabeza y se dio unos golpecitos sobre la tripa con un gesto indolente.
—Estoy demasiado llena para hablar. Necesito descansar después de una comida tan exquisita.
Agrandé los ojos y miré en la dirección donde había desaparecido el oso. Oí la risa burlona de la vampira.
—¡Era una broma! Llevo una semana sin beber. ¡Estoy sedienta! —añadió, observándonos con ojos que de pronto tenían reflejos rojizos—, ¡tanto que podría beberme la sangre de un pueblo entero!
Al ver nuestros rostros aterrados, soltó una carcajada ruidosa y Syu le siseó algo y la miró con una cara de pocos amigos a pesar de que unas horas antes la vampira hubiera arriesgado su vida por apartarlo de las patas del oso.
Cuando Drakvian se inclinó hacia Lénisu, éste se arredró un poco, pese a estar tumbado con su brazo herido. Pero ella sólo le tendió la cuerda que acababa de fabricar.
—Para que no muevas tu brazo, al andar. Supongo que, cuando os diga que Aleria y Akín han vuelto a Ató hace ya más de un mes, querréis llegar cuanto antes.
Como nos exclamábamos todos al mismo tiempo, asombrados por la noticia, la vampira sonrió.
—Caramba, creo que acabo de decirlo.
Me desperté en plena noche, sintiendo la presencia de Zaix. Había aprendido a reconocerla fácilmente: cada vez que llegaba, lo hacía chasqueando la lengua varias veces, como imitando el ruido de los cascos de un caballo.
Abrí los ojos y observé la tranquilidad de la noche. Aryes estaba sentado sobre una piedra, montando la guardia, aunque parecía más dormido que despierto. Me relajé. Al menos, si me veía, no gritaría: ya estaba al corriente de todo… o de casi todo.
Deria dormía junto a mí, Lénisu se había instalado del otro lado del fuego y Dolgy Vranc dormía a la izquierda de Deria. Cuanto más pasaban los días, más me daba cuenta de lo bien que Dol y Deria se llevaban, y no me costó entender que Dolgy Vranc la consideraba como a la hija que nunca tendría. Todo estaba tranquilo. No había rastro de Drakvian, y estaba casi segura de que había ido a cazar para saciar un poco su sed.
Sentí la ola de energía que me invadía cada vez que me transformaba y fijé mi mirada en el cielo cubierto y negro, tratando de conservar la calma.
«Menudo desastre de elección», soltó Zaix, sin saludar. «¿Qué se supone que debo hacer contigo?»
«¿Por qué no me explicas cómo hacer para no volver a transformarme?», le propuse, con un tono neutral. «Así, tú te libras de mí y yo de ti. ¿Qué te parece?»
«Es una idea, pero yo no sé cómo impedir que seas lo que eres. Siempre podría abandonarte… pero yo soy una persona generosa y si te portas bien, no te abandonaré.»
Entorné los ojos.
«¿Pero quién eres en realidad?»
Hubo un silencio y luego:
«Te lo explicaré. Soy, Zaix, el Demonio Encadenado. Así me llaman los demás demonios y se ríen de mí a mis espaldas, ¡que se pudran donde están! Pues bien, desde que estoy encadenado, por los engaños de Ashbinkhai,» carraspeó, «tengo unos poderes bréjicos que no veas. Nadie sería capaz de hablar como lo hago ahora, y a mí me costó encontrarte, pero a los demás ¡les sería imposible!», soltó una risita. «Pero mis cadenas son una carga, y me gustaría no pasarme toda la vida así. No es tan difícil, sólo tendrías que encontrar la llave de las cadenas. Pero, por el momento, si quieres que siga ayudándote en tu transformación, sólo tienes que hacer lo que yo te digo. Es sencillo.»
«Sencillo», repetí, anonadada. «¿Quieres decir que eres un demonio? ¿Eso existe?»
«No, no existen. Sólo son fruto de tu imaginación… ¡Por las barbas de Meryhlaw! ¡Claro que existimos! ¿En qué crees que te ha transformado la poción ésa que te ha dado el amigo Seyrum?», soltó Zaix, agitado.
«¿En… qué?», repliqué, aterrada.
«¡Pues en un demonio! Bueno, supongo que te consolará saber que no eres la única en haberse convertido en un demonio por causas tan absurdas como beberse una poción. Esas cosas pasan más a menudo de lo que parece. Hace cuarenta años, hubo un viejo alquimista que se metió en la casa de otro alquimista y robó una poción equivocada, creyendo que era una poción de rejuvenecimiento. Pero en ese caso, la transformación salió mal y el viejo ladrón se transformó en una criatura extraña pero por lo visto no le repugna a Kaarnis.»
La noticia era demasiado brutal para que me la tragara a la primera. No tenía ni idea de demonios. Apenas había leído algunas historias sobre ellos. No aparecían en los libros de criaturas del mundo y tan sólo eran mencionados en algunos libros de historia o en algunas leyendas. Tenían muy mala reputación y no se les consideraba propiamente saijits. Tampoco eran una especie, en sí. En realidad, no sabía exactamente qué era lo que llamaban «demonio», pero desde luego la palabra no era halagadora.
«Yo que tú, no le contestaría», me susurró Syu, siempre prudente.
«En eso tiene razón», aprobó Frundis y me sobresalté al darme cuenta de que se había deslizado entre mis manos para seguir de cerca la conversación entre Zaix y yo.
«¡Demonios, qué es esto! Oigo murmullos, como si estuvieras hablando con otras personas», gruñó Zaix, mosqueado. «No tienes derecho a cerrarme tu mente. Si he decidido hacerme cargo de ti no es para que empieces a urdir planes contra mí», exclamó.
Inspiré hondamente y espiré.
«Zaix. Si lo que dices es verdad, entonces la única esperanza que me queda es que me digas cómo debo hacer para no volverme a transformar», declaré, intentando razonar lo más lógicamente posible.
«Si me prometes que me serás leal, te prometo protegerte y hacer todo lo que esté en mis manos para que aprendas a ser un buen demonio», sentenció y yo hice una mueca y asentí, bastante de acuerdo con el trato. «Te mandaré a un sirviente mío para que te enseñe a no convertirte en un sanvildar.»
«¿En un qué?», repliqué, asustada.
Pero Zaix ya se había marchado, dejándome sola con mis pensamientos. Bueno, o casi sola. Frundis canturreaba una canción tranquila y Syu se había puesto a trenzarme el pelo, nervioso.
«¿Crees que volverá?», me preguntó.
Suspiré.
«Espero que sí. Si me olvida, ¿cómo podré volver a mi estado normal? Al menos ahora sé qué tengo que buscar. Libros sobre demonios.» Me mordí el labio y al cabo de un minuto se me iluminó el rostro. «¡Seguro que Aleria sabe dónde buscar!»
A partir de ahí, me imaginé a Aleria y Akín sentados tranquilamente en la Biblioteca de Ató, rodeados de Suminaria, Salkysso, Kajert y los demás… ¡Qué alegría me invadía cada vez que me imaginaba el día en que regresaría a Ató! ¡Y qué cara de decepción tendría Marelta!
Con una sonrisa en los labios, me volví a dormir apaciblemente, en medio de los sonidos nocturnos del bosque.
* * *
El ciervo huía despavorido pero fatigado ya de correr. Llegó al arroyo y metió la pata en medio de dos rocas, se hirió y soltó un mugido de dolor. Drakvian aterrizó junto a su presa, empuñando una daga afilada que tenía reflejos azules. Sus ojos brillaban como dos fuegos en la noche. Con presteza, clavó la daga en la cabeza del animal y lo mató de un golpe. Luego agarró la cabeza del ciervo y lo arrastró hasta la orilla; con una mano lenta, cerró los ojos aterrados del ciervo, se inclinó sobre su cuello y le cortó una vena gorda con sus dientes.
Se pasó así largo rato, succionando toda la sangre, con la avidez del sediento. Cuando se enderezó, se dirigió al arroyo, se limpió las manos y la boca y le sacó la lengua a su daga.
—Ahora estoy más viva que tú. Pero era necesario, Cielo.
Contempló sus manos quemadas y frunció el ceño.
—Todavía no tengo ese sortilegio del todo controlado. Necesitaré días de caza para reponer este estropicio.
Quisiera en primer lugar dar las gracias al mundo del software libre y de la cultura libre en general, en particular a los desarrolladores y contribuidores de los programas que me han facilitado la escritura gracias a herramientas de trabajo como Vim, frundis, Xmonad, Bépo, LaTeX, Gimp, y por supuesto la distribución Gentoo Linux y OpenBSD, así como a tuxfamily por el alojamiento de ficheros del proyecto.
Asimismo, a todos los que han contribuido y contribuirán al proyecto del Ciclo de Shaedra, en especial a mi familia.
No olvidaré tampoco a los escritores de fantasía que me han llevado, desde pequeña, a imitarlos y a escribir mis propias sagas.
Contribuciones En la lista siguiente figuran los nombres o apodos de las personas que han contribuido a esta saga y que han querido ser mencionados:
Catherine (Tenisejo), Iñaki, Marina (Kaoseto), Yon (Anaseto)
¿Quieres contribuir al proyecto? Te recomiendo que pases por la sección dedicada al desarrollo en la página del proyecto: http://bardinflor.perso.aquilenet.fr/shaedra/participer-es.
Imágenes Se pueden encontrar imágenes de la saga (mapas, personajes, etc.) en la página del proyecto: http://bardinflor.perso.aquilenet.fr/shaedra/galeria-es.
Esto es un glosario de algunas palabras clave de la historia para ayudar a la comprensión del mundo. Es un simple memorándum y no es para nada imprescindible conocerlo. Y es que incluso la autora, a veces, olvida cuáles son los días de la semana.